YO PONGO LA EXCUSA Y TÚ HACES EL RESTO
Llegué a casa bien entrada la madrugada. Mi marido estaba viendo en la televisión una de esas teletiendas que se emiten a altas horas de la noche mientras mascaba chicle. Me tambaleé un poco delante de la cama y, antes de caer encima de la colcha con bailarinas incluidas, le dije que íbamos a organizar una pequeña fiesta en casa.
—¿Y eso? —preguntó extrañado.
—Carmen necesita ligarse a un tío.
—¿Y qué papel juega nuestra casa en ello? ¿Es un lugar sagrado o qué?
No contesté. Estaba muy concentrada en saber si era yo la que estaba dando volteretas sobre la cama o era la casa la que giraba a mi alrededor.
A la mañana siguiente le expliqué el plan, después, eso sí, de tomarme un par de aspirinas que calmaran la horrible resaca que provoca mezclar tanto vino tinto con caipiriñas. Y el plan era el siguiente: íbamos a organizar una pequeña fiesta en casa con muy pocos invitados, solamente nosotros y una persona por cada amiga, para hacer bulto. De esta manera Carmen podría dejarle caer a Borja que necesitaba acompañante porque todo el mundo iría con pareja y si no ella se sentiría desplazada. Por los comentarios que hacía de él, estaba más que cantado que se ofrecería para acompañarla.
La excusa sería la muestra de una nueva colección de fotografías de Adrián a los amigos más íntimos. A decir verdad, teníamos la mayor parte de las paredes del estudio decoradas con cientos de ellas, pero eso Borja no lo sabía. Podría pensar que habíamos engalanado la casa para la ocasión, ¿no?
Adrián refunfuñó un poco. Decía que no sabía comportarse como el «artista» que esa gente esperaba encontrar cuando iba a ver una exposición de fotos, pero se tranquilizó al saber que la lista definitiva de invitados no superaba las ocho personas, incluidos nosotros. Mejor porque era la única manera de caber en casa.
Me pasé la semana emocionada con la idea, sobre todo con los preparativos. Estaba angustiada con volverme una acelga hervida y pensaba, o más bien quería pensar, que estas ocasiones especiales motivarían mi creatividad. Mentiras baratas para no sentirme mal por no estar haciendo nada de provecho con lo que se suponía que estaba escribiendo. Pero, excusas aparte, fue lo único que consiguió levantarme el ánimo y que me peinara.
Conocer a Borja también me hacía ilusión. Se me antojaba como el personaje ideal de una novela romántica, como el chico mono en el que la protagonista no se fija hasta que el tío bueno no la deja plantada. Me lo imaginaba tipo Humphrey Bogart, apoyado en la barra de un piano bar fumando un pitillo tras otro, bebiendo despacio un whisky doble sin hielo. Estupideces de las mías. En realidad sabía que si le gustaba a Carmen tendría cara de niño.
La fiesta estaba programada para el viernes, una noche perfecta para que no pudieran surgir excusas del tipo «mañana madrugo», de manera que perdí todo el jueves limpiando la casa (o palacio de Polly Pocket, como a mí me gusta llamarlo) y preparando tanto la comida como la infraestructura (que en este caso es el equivalente eufemístico a pedir platos y copas a mi hermana).
Preparé sushi y sashimi variado y makis de salmón y aguacate. También cucharitas de aperitivo y tartaletas que incluso horneé yo misma. Adrián no daba crédito, sobre todo porque la última vez que me había visto cocinar aún se llevaban los zapatos de punta…
Por la noche llamé a Carmen, expectante por si se había atrevido ya a pedirle a Borja que la acompañase, y, muerta de vergüenza, confesó que se lo había acabado pidiendo en el ascensor, rodeados de gente desconocida que se lo pasó en grande con el despliegue de sus nulas habilidades de seducción. Al final, le había tenido que plantear la situación como un drama.
—Le dije que todas mis amigas estaban emparejadas y que sabía que, como iba a ser algo muy privado, acabaría sintiéndome desplazada.
—Entonces, ¿te lo propuso él?
—¡Qué va! Ni tiempo le dio. Me puse tan nerviosa que empecé a atropellarme y acabé suplicándole que viniera conmigo.
—Define suplicar… —Cerré los ojos, agradeciendo estar fuera del mercado de ligues y ahorrarme esos tragos.
—Le cogí suavemente del antebrazo y le dije que, por favor, me acompañase para tener al menos alguien con quien hablar.
—Bueno, no está tan mal. Muy casual, muy como «somos colegas».
—No sé, Valeria, me puse muy colorada y empezaba a hiperventilar cuando se abrieron las puertas del ascensor.
Adrián, que estaba siguiendo la conversación mediante mis respuestas, se mostraba fascinado por la naturaleza femenina.
—Tenía que haber invitado a su jefe, para limar asperezas —sugirió.
—Dile que le he oído y que si no quiere tragarse su propia lengua, que se calle y ni me lo nombre, que me ha dado el día el muy cabrón.
Me giré hacia Adrián:
—Dice que eres muy gracioso y que te adora.
—¡No! No malmetas, ¡dile que quiero matarle! —gritó ella entre risas desde el otro lado del hilo telefónico.
El viernes por la mañana, mientras me entretenía cambiando de orden los capítulos de mi «novela» para ver si mejoraba su aspecto, recibí un correo electrónico de Nerea, siempre educada y un poco distante. Aunque éramos sus mejores amigas cuando nos escribía un email o una felicitación de cumpleaños daba la impresión de que no nos conocía lo suficiente como para andarse con informalidades.
Hola, Valeria:
Lamento decirte que esta noche no voy a poder presentaros a mi chico. Tiene mucho trabajo y, la verdad, ni siquiera le comenté lo de la fiesta por miedo a asfixiarle. Es muy educado y sé que no hubiera declinado la invitación, aunque tenga mil cosas que hacer. De esta manera le ahorro el mal trago. Otra vez será.
Pero confirmo mi asistencia y también la de Jordi; ya sabes lo mucho que le gustan las fotografías de Adrián y está como loco por ver tu casa.
xxxooo
P.D.: Llevaré una botella de ginebra.
Era de esperar. No dudaba que su chico estuviera agobiado con temas de ese trabajo tan moderno que tenía, pero estaba segura de que a ella la excusa le había venido como anillo al dedo. Conociéndola, era más bien Nerea la que no quería asfixiarse presentándonoslo ya. Nuestra opinión era muy importante para ella y quería hacer las cosas de la manera más formal posible cuando fuera el momento, con todo ese protocolo que tanto le gusta a la muy jodía. De todas maneras, había sabido salvar la situación invitando a Jordi. Así, la coartada de Carmen seguiría intacta.
A las diez de la noche ya estaba todo preparado para recibir a los invitados, incluida yo, con un vestido que no me ponía desde el pleistoceno y mis zapatos preferidos, regalo de Adrián durante nuestra luna de miel. Primeros zapatos de tacón que me ponía en meses. Mis pies gritaron de horror y mis piernas de júbilo al verse de repente tan largas y estilizadas. Pero que conste que lo hice de muy mala gana y que no me vi para nada favorecida. Lo único que me apeteció cuando me vi con el vestido fue ponerme el pijama antimorbo y acostarme.
La primera en llegar fue Lola. La sorpresa resultó enorme al encontrarla, además de despampanante, acompañada por Sergio. No solían ir juntos a ningún sitio, pero, ahora que lo pienso, es posible que incluso llegaran hasta allí por separado.
Lola llevaba un vestido negro hasta debajo de la rodilla, entallado y escotado, que se le pegaba al cuerpo como un guante. Los zapatos de tacón altísimo no hacían más que llamar la atención sobre su espectacular figura. Los pechos se le agolpaban en el escote como asomados a un balcón, perfectos, insinuantes pero nunca vulgares. Tenía los labios carnosos y se los había pintado de rojo y lucía un flequillo perfecto sobre la frente, con el pelo larguísimo y estudiadamente ondulado sobre la espalda y el pecho. Estaba impresionante y Sergio se la comía con los ojos.
—¡Estás guapísima! —dije entusiasmada.
—Muchas gracias, nena. ¡Y tú también! —Me echó una miradita y me guiñó el ojo, dándome el visto bueno—. Oye, ¿conoces a Sergio?
—Humm —dudé. No sabía si debía conocerlo o realmente lo hacía porque ella me había enseñado un par de fotografías mientras me hablaba de él.
—Sí, creo que coincidimos una vez —dijo él amablemente con su voz de caramelo.
—Pasad y coged una copa, enseguida llegarán los demás.
Apoyado en una pared con cara de estar sufriendo un horrible tormento, encontraron a Adrián, que les saludó con un «¿Vino o cerveza?».
¡Resalao! Simpatía a raudales…
Carmen no tardó mucho. Cuando le abrí la puerta, ella y Borja hablaban animadamente y se reían. Aquello tenía muy buena pinta. No me sorprendió en absoluto el aspecto de Borja; era tal y como lo imaginaba (pero sin sombrero a lo Bogart).
Se trataba de un chico aparentemente normal, pero al hablar durante cinco minutos con él, preocupada por que se sintiera cómodo e integrado, vislumbré ese halo de sex appeal que había encontrado Carmen y cuyo rastro estaba siguiendo. Se le veía un tipo un poco tímido, pero amable y divertido. Tenía una voz de lo más sexi. Era un chico grande, de espalda ancha y al menos 1,85 de altura. A su lado Carmen parecía menuda y mucho más femenina. Eso es importante, al menos a mí me lo parece. Hay hombres que no nos favorecen en absoluto, y estoy hablando de ellos, efectivamente, como si fueran un complemento de moda.
Borja le quedaba como un guante y no es que Carmen no fuese femenina. Ella siempre se queja del tamaño de sus caderas, pero a mí me parece que tiene un cuerpo voluptuoso y sexi. El problema no son sus caderas, ni sus muslos, ni sus brazos torneados… El problema es la moda imperante de tallas ridículas que nos encontramos en las tiendas. Lo que le ocurre es que para ser mujer es alta y, además, le encanta llevar tacones. Al lado de Borja no desentonaba, no parecía más alta que la media, y se la veía tan arropada y segura de sí misma…
No quise monopolizarlo y se lo presenté a Adrián, que hablaba con Sergio en un rincón cercano a la ventana; cuando estuve segura de que se había adherido a la conversación, me acerqué como quien no quiere la cosa a Lola y Carmen, que cotorreaban sin disimulo alguno.
—Casi no se nota que le estáis escaneando, ¿por qué no sois un poco más exageradas?
—Son tíos, de estas cosas no se enteran —dijo Lola risueña.
—Bueno, ¿qué te parece? —me preguntó Carmen con ojitos de cachorrito.
Veamos. Tenía un puntito sexi, pero no era lo que se dice el chico guapo de una fiesta. Ella era bastante más atrayente que él, pero, no sé si por confraternizar o por piedad, yo había intuido en él eso que volvía loca a Carmen. ¿Qué decirle? Lola se me adelantó:
—Aun a riesgo de parecer superficial y una auténtica cabrona, te diré que no imaginaba a un tipo tan grande.
—¿Qué significa grande en tu idioma, Lola? —contestó Carmen un poco molesta.
—Que es un poco morsi, pero no te enfades, nena; te hace parecer más delgada.
Respiré sonoramente y, dándole una palmadita en el hombro a Lola, le dije que se callara un ratito.
—Quiero decir que, bueno, no es…, ya me habéis entendido. Cada cosa que diga a partir de ahora será utilizada en mi contra.
—Es mono, Carmen —sentencié.
Ella lo miró desde allí con una sonrisa alelada y luego, tras volverse a nosotras, susurró que era especial, aunque se sentara apoyando la barriga en la mesa de la oficina.
Sonó el timbre y al abrir la puerta aparecieron Nerea y Jordi. No era habitual en Nerea llegar ni siquiera diez minutos tarde a ninguna parte, pero sí de Jordi, su amigo gay. Nerea estaba perfecta, con la ropa de la oficina aún impecable. El traje de chaqueta de color gris pardo le quedaba increíblemente bien, con la blusa entallada y blanca a través de la que se le trasparentaba tímidamente el sujetador de encaje blanco. Era el único punto de seducción de su indumentaria, pero hacía extraordinariamente bien su trabajo, porque todos los hombres que había en el apartamento la miraron, incluido Adrián.
No es que me molestara, ya estoy más que acostumbrada a que Nerea se lleve las miradas de todos los hombres, pero…, pero me sentí un poco celosa. Ese hombre era mi marido. El mismo que me había dado como único asalto sexual en seis meses un mete-saca de tres minutos de reloj y que no me miraba así desde los albores de la humanidad.
Entraron hasta el salón y, antes de que le presentáramos a nadie, Nerea dio un sorbo a una copa de Martini, aprovechó para acercarse hasta Carmen y susurró:
—¿No irás a decirme que el chico que te vuelve loca es ese individuo de ahí?
Ya estaba. Abierta declaración de guerra. Follón en camino.
Carmen la miró enfurecida. Ni siquiera le salían las palabras mientras Lola hacía un mutis por el foro para no partirse de risa en sus caras. Yo debí haber hecho lo mismo, pero, por miedo a tener una pelea de gatas en el salón de mi casa, carraspeé y opiné:
—Bueno, Nerea, más vale un gusto que cien panderos.
—Sí, sí, cien panderos —repitió con sorna Nerea.
Carmen rebufó como un toro tomando carrerilla y, antes de ir hacia donde estaba su «amor», contestó malhumorada:
—Doña Perfecta entenderá que los demás no nos limitamos a quedarnos en la adolescencia y al crecer nos interesan otras cosas aparte del tipo de ropa que utiliza o cuán marcada tiene la tableta del estómago, como seguro que tiene «tu chico». Si me disculpas…
Me quedé mirando a Nerea fijamente esperando que se arrepintiera de su comentario, pero le sonó el móvil y se metió en la cocina para contestar.
Adrián se acercó por detrás de mí y en susurros me preguntó si Sergio era «La Bestia», como solíamos llamarle nosotras y tal y como conocía él al ligue de Lola. Asentí con la cabeza y al girarme se extrañó por mi gesto.
—¿Qué pasa?
—Carmen y Nerea han tenido una enganchada de las suyas.
—Vaya, ¿tan pronto? Pues espera a que se tomen unas copas, que acaban tirándose de los pelos.
—No me hace gracia, Adrián —dije mientras me soltaba con suavidad.
Sonrió.
—Venga, ya se les pasará. No te metas y que lo arreglen ellas solitas, que ya tienen edad.
Nerea salió de la cocina mesándose el pelo y Carmen la fulminó con la mirada.
—Venga, presentadme a la morsa —susurró Nerea con desdén mientras se acercaba a ellos.
Milagrito si no terminaban arañándose la cara. Nerea era muy victoriana, pero tenía unas salidas de tiesto de lo más creativas.