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«EL SÁBADO NO SE DEBERÍA TRABAJAR»

A las nueve de la mañana ya hacía rato que Carmen estaba levantada. A decir verdad, le había traicionado su puñetera manía de dejar la BlackBerry encendida en su mesilla durante toda la noche. A las ocho menos cuarto su jefe le había enviado un email amenazante, algo así como:

«Ayer no entregaste el briefing del nuevo cliente. Como el lunes a primera hora no esté listo encima de mi mesa, vas a retrasar el trabajo de todo el equipo y ya te apañarás con ellos, porque yo no pienso defenderte».

No era una amenaza muy velada, era más bien clara y directa. Pero ¿es que ese cabrón no dormía nunca? Carmen pensó que seguro que estaba enganchado a las anfetaminas.

Tenía el informe redactado en el ordenador de la empresa e impreso en su mesa, pero le fastidió no haberse acordado de subirlo al servidor, donde su jefe pudiera cogerlo en ese mismo momento. No llevaba ninguna copia digital, pero sí una en papel, de modo que se decidió a transcribirlo de nuevo desde la primera letra hasta la última para enviárselo a ese maldito mamón (palabras textuales suyas) de la manera más inmediata.

Tardó media hora. A las ocho y cuarto el informe ya estaba enviado junto a un mensaje: «Aquí mismo te adjunto la copia del informe para que hagas las doscientas mil correcciones pertinentes antes de darle el visto bueno».

Un toque de condescendencia y una mínima muestra de desidia estarían bien por hoy. Pensó en añadir que era de muy mala educación mandar ese tipo de mensajes a la hora a la que él lo hacía, pero la respuesta probable de Daniel, su jefe, sería que apagara la BlackBerry cuando quisiera dormir a pierna suelta.

A las diez y media, cuando salió de la ducha, encontró otro correo electrónico con las correcciones en rojo, que tuvo que revisar y revisar antes de volver a enviar. Entre una cosa y otra, Carmen no estuvo libre hasta las cinco y media de la tarde, haciendo nula la posibilidad de echarse una siesta o simplemente de mirar el techo escuchando un buen disco.

Carmen se dijo que eso no era vida. «Mañana apago la BlackBerry, de mañana no pasa que se me quite esa manía estúpida».

Deseó utilizar una agenda, como la de Lola, para apuntar ese pensamiento y que no se le olvidase jamás. Después de pasarse media tarde enganchada a Facebook cotilleando las nuevas fotos de todas sus amigas (su hobby inconfesable predilecto), se sintió trascendental y encendió algunas velas en la mesita baja del salón. Una vez inmersa en la oscilante luz, se echó en el sofá y se dio cuenta de que seguía dándole vueltas al tema de Daniel y que, si continuaba así, sería ella solita la que echase a perder su fin de semana. Además, estaba contenta porque esa noche saldríamos las cuatro y podría estrenar por fin su modelito nuevo. Su escasa vida social en los últimos meses se debía más a las obligaciones que a la falta de ganas por su parte. Ella siempre estaba dispuesta a tomarse una copa a la salida del trabajo, pero sus compañeros casi nunca quedaban fuera de la oficina y nosotras…, buf, juntarnos a nosotras era un circo.

Lola en teoría salía a la misma hora que ella, pero siempre acababa saliendo antes y perdiéndose por Dios sabe dónde con Dios sabe quién. No nos sorprendería que un día nos confesase que había pasado una noche loca con los del Circo del Sol. Por el contrario, Carmen solía quedarse una hora más de media por jornada, apabullada con la idea de que la antipatía que su jefe sentía por ella pudiera ayudar a encontrar más fallos.

Desde que dejé el trabajo, yo casi siempre estaba en casa, pero como mi proceso de creación se estaba columpiando como el elefante en la tela de la araña y no había encontrado ese puesto de trabajo más creativo (Dios, ¿cómo no me dio nadie una colleja?), solía decidir quedarme allí aunque fuese sin escribir, por no sentirme peor y pensar que había «malgastado» el tiempo saliendo, trasnochando y gastando dinero.

Nerea… Nerea casi nunca estaba disponible. Ni siquiera su teléfono lo estaba. Si querías contactar con ella debías dejarle un mensaje en el contestador de su casa y otro en el buzón de voz de su móvil; era la única manera de que te tomara en serio. Además, había que avisarla con al menos un día de antelación para que pudiera cancelar las mil historias que hacía cuando salía del trabajo, que era bastante tarde. Danza del vientre, natación, aproximación al budismo…, cada año era una cosa diferente de la que contaba maravillas cuando la veíamos.

Carmen pensó entonces en Daniel otra vez. Lola había dicho de él que era guapo… Ella no lo creía en absoluto. Era uno de esos hombres apuestos que le repugnaban. La perfección le aburría. Ella prefería caras con personalidad, que dijeran algo. Prefería alguien al que abrazar, con el que sentirse pequeña y protegida antes que un cuerpo duro y trabajado a golpe de gimnasio. Se preguntó a sí misma si en realidad no estaría buscando un segundo padre que le organizara la vida y la protegiese… Descartó la idea. Le encantaba vivir sola en aquella buhardilla minúscula. Era su reino y allí solo mandaba ella. De pronto le dio un poco de miedo aquella idea, pensar que acabaría acostumbrándose tanto a estar sola allí que terminaría por no tolerar ninguna intromisión. Ninguna relación resistiría nada así.

Entonces miró mentalmente hacia atrás entreabriendo los ojos y se dio cuenta de la barbaridad de tiempo que llevaba sin una mísera cita de cortesía. Se asustó y se incorporó en el sofá con un «ay» en los labios. ¿Se estaría haciendo mayor a ojos de los hombres?

Se recostó nuevamente. Menuda tontería… Solamente tenía veintisiete años, bastantes menos que el resto de sus compañeros de trabajo, que se consideraban solteros de oro. Ella tenía casi tres años menos que Borja y, por más que le pesase, Borja era el único que importaba.

Tenía que dejar de pensar en él. Nunca pasaría de una cerveza junto a todos los demás el día del cumpleaños de Daniel, una vez al año, o de los cafés diarios en la máquina del pasillo de la fotocopiadora.

Sonaba una canción de Lenny Kravitz en la cadena de música y se puso melancólica recordando que también sonaba aquella vez que Borja intentó cogerle de la mano en su coche. ¿Qué había cambiado desde entonces? Se había esfumado, aunque ella gustase de recuperarlo cada noche para imaginar cómo sería la vida tumbada a su lado, acariciando el vello de sus antebrazos, mirando el curioso perfil de su cara casi imberbe. Sonrió al pensar en sus ojillos brillantes e inquietos, al recordar aquella vez que se habían acercado tanto en el rincón de la fotocopiadora…

Era mejor así. Al menos con Borja. La relación de Lola con su coordinador no alentaba mucho a iniciar un affaire con alguien del trabajo. Era posible que fuese emocionante, sobre todo por el hecho de tener que esconderlo a todo el mundo… También sería excitante…

Pero era mejor así.

Miró el reloj. Eran las siete y media. Sería conveniente que se levantase y empezase a arreglarse. No quería llegar tarde y perderse el inicio de la historia de Nerea, porque sabía, como sabíamos las demás, que ella no volvería a recapitular para poner a la recién llegada al día. Aquella noche llegaríamos todas excepcionalmente puntuales.