EL PORTAZO
Carmen estaba esperando a Borja en casa sin poder quitarse de la cabeza lo que yo le había contado. No dejaba de acordarse del día de mi boda, cuando cogió a Lola en el jardín y le dijo que yo era la prueba de que el amor de verdad existía. ¿En qué se había equivocado? ¿En que yo era la prueba de que existía o en que existía en general?
Sonó el timbre de la puerta de su estudio y Carmen fue hacia allí segura de que sería Borja. Pero cuando abrió, fue Daniel quien dio un paso al frente.
—Hola, Carmen.
Ella reculó y cerró la puerta con toda la fuerza que pudo, dándole en la nariz y produciendo un ruido espeluznante. Daniel gritó y no eran sollocitos ni maldiciones a media voz. No, no. Sus gritos podían escucharse desde la otra punta del edificio. Carmen abrió de nuevo, con ganas de estrangularlo con sus propias manos.
—¿Quieres dejar de chillar?
A Daniel le chorreaba sangre de la nariz por la camisa y Carmen no podía evitar sentir unas carcajadas internas interrumpidas por el pensamiento de que ahora la denunciaría y le sacaría todos los ahorros con los que subsistía.
—¡Me has roto la nariz! —gritó Daniel.
—¡Nadie te dijo que entraras!
—¡Me has roto la nariz! —repitió él.
—Pasa. Voy a por hielo. ¡Y deja de gritar!
Él se echó en el sofá, con la cabeza hacia arriba para tratar de cortar la hemorragia, y Carmen salió tranquila de la cocina con un paño con hielo y varias servilletas.
—Si me manchas el sillón, pagarás la tintorería.
—¿Cómo puedes ser así? —se quejó él.
—Toma. Ponte hielo. No quiero que me denuncies con el agravante de «negación de auxilio».
—Eso me faltaba, denunciarte… —rio secamente, como si aquello, en realidad, no le hiciera ninguna gracia.
—La culpa es tuya, no sé qué haces aquí, entrando en mi casa.
—Quería hablar contigo.
—No finjas. Te ha obligado Nerea.
—No —espetó.
—Sí.
—¡Claro que no! —volvió a negar Daniel.
—¡¡Claro que sí!! —le replicó Carmen.
—Bueno, vale, me ha obligado.
—Lo sabré yo…
—Puede llegar a ser muy insistente.
—Y muy nazi —sonrió Carmen.
Seguía haciéndole gracia el hecho de que Daniel saliera a la calle con la camisa manchada de sangre. Se lo había hecho ella solita sin necesidad de apuñalarlo con un abrecartas, como tantas veces había imaginado con placer. Se puso la medalla moral al tiempo que se daba cuenta de la frialdad que había conseguido desarrollar con los años. No le importaba lo más mínimo haberle roto la nariz, si es que se la había roto.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó poniendo los brazos en jarras.
—Nerea cree que te debo una disculpa.
—Pero si tú no lo crees, mejor no te digo de qué me sirve la visita.
—No voy a disculparme y menos después de esto. —Se señaló la nariz, ya hinchada.
—Tapónate la nariz y respira por la boca, me lo vas a poner todo perdido.
—Bueno, antes de que pase nada más y te lleve ante la justicia por ello, te diré que vengo a hacerte una proposición. —Carmen lo miró con terror, con asco. Se imaginó a sí misma besando a aquel hombre y casi sintió náuseas—. ¡No, ese tipo de proposición no! —aclaró Daniel a gritos.
—Ah, ¿qué pasa? ¿No soy suficiente para ti?
—Pero ¿cómo me meto yo en estos jardines? —Miró al techo—. Lo que quiero decirte es que he hecho algunas llamadas… Un colega de la facultad trabaja en otra agencia y quiere hacerte una entrevista la semana que viene, el jueves por la tarde. —Ella le miró con recelo—. Y no temas: lo sabe todo, así que no tienes por qué ir con mentiras políticamente correctas para justificar que dejaras un trabajo de puta madre.
—Si tú eres el jefe, ni probador de colchones es un trabajo de puta madre —contestó ella.
—¿Quieres la entrevista o no?
—¿Por qué haces esto?
—Por Nerea. Simple y llanamente. No lo hago por ti. En mi opinión, con la carta de recomendación ibas que chutabas —contestó con desparpajo.
A Carmen la respuesta debería haberla encabronado mucho más, pero se sintió de pronto completamente satisfecha y convencida de que si aquello que decía Daniel era verdad, podría tolerarlo al lado de Nerea.
—Venga, ya me lo has dicho. Lárgate a que te miren esa nariz.
—Me la has roto —gimoteó Daniel mientras se dirigía hacia la puerta.
—Pues con lo grande que la tienes, habrá sido por lo menos en tres trozos. —Se miraron con odio un instante. Él salió al rellano y esperó, mirándola—. Gracias, Daniel, y paladea este momento, porque no creo que tenga que volver a dártelas nunca.
—Dáselas a Nerea. Si por mí fuera, habría esparcido basura caliente en tu salón.
Ambos sonrieron. Asunto cerrado.