CASI EL FINAL
Cogí valor y el metro. Me entretuve unos minutos con la fauna local que campa a sus anchas en el transporte público. Después, simplemente, me concentré en todo lo que quería y debía decir.
Carmen me había aconsejado que no tomara decisiones que no hubiera meditado lo suficiente, pero no pude evitar dejarme llevar por la premonición de que todo sería más sencillo una vez fuera sincera. En algunas ocasiones una infidelidad confesada no es más que un acto de egoísmo exacerbado porque, si tenemos claro que ha sido un error que no volveremos a cometer, ¿para qué aplastar a la otra persona con el peso de una confesión como esa? Pero en este caso, sin embargo, era diferente, ya que yo no me planteaba limpiar mi conciencia, sino dar una explicación a cambio de otra y, al fin y al cabo, poner orden en mi vida. Yo quería hacerlo bien. Yo quería arreglar el desastre.
Paré frente al estudio de Adrián y llamé sin más ceremonias. No quería hablar aquello en casa. No quería recordarlo allí. Si aquello acababa como imaginaba que iba a hacerlo, no deseaba que quedara resquicio de aquella conversación cuando él se hubiera ido.
Salió a abrir él, despeinado y manchado de líquido de revelado. Prácticamente ni siquiera me miró. Me dejó pasar, con naturalidad, como si esperase verme.
—¿Puedes esperar un segundo a que termine con una cosa ahí dentro?
—Claro. ¿Estás solo?
Entró en el cuarto oscuro. Me sonaba vagamente que estaba positivando más copias de algunas de las fotos expuestas en la galería.
—Sí —respondió desde dentro.
—¿Y eso? ¿Dónde está Álex?
Adrián no contestó. Salió secándose las manos con un paño, mordiéndose el labio.
—Álex y yo…, bueno, hemos decidido que es mejor no trabajar juntos.
Se me abrieron los ojos de par en par. No me lo esperaba. Pensaba que ahora estarían juntos con cualquier excusa con tal de poder repetir lo de Almería.
—¿Por qué? —pregunté confusa.
—Ven, siéntate. —No quise sentarme en el sofá que compramos juntos en Ikea para escucharle decir aquello y me quedé de pie mirándole—. Verás…, quiero que comprendas esto de la forma que puedas, pero que hagas al menos el esfuerzo, ¿vale? —Asentí. Ahí iba—. El viernes, después de trabajar, cuando te llamé, me fui al hostal. No me encontraba muy bien. Álex se ofreció a llevarme. Me costó muy poco tiempo darme cuenta de que me había metido algo en la bebida. Estaba…, no sé explicarlo. Luego me vino con la monserga de que si podía ducharse en mi hostal y esas cosas y yo accedí. Entró en la habitación y se desnudó.
Aquello estaba haciéndome mucho más daño del que imaginaba. Él paró.
—Sigue, por favor —susurré mirándome las manos.
—Esto no sé cómo decírtelo. —Se dejó caer en el mullido sofá.
—No hace falta que me digas nada más. Accionasteis la tecla de llamada en el teléfono y os escuché.
Se quedó callado, mirándome.
—¿Qué escuchaste? —Se levantó de nuevo—. No pudiste escuchar nada porque no pasó nada.
—Os escuché gemir. —Tragué saliva.
—No me acosté con ella.
Adrián mentía de pena, esa es la verdad. Los dos habríamos querido cambiar ese hecho en aquel momento, pero era imposible. Quizá otra persona, con las mismas ganas de creerle que yo pero con menos experiencia a su lado, habría podido tragárselo, pero para mí no fue más que la confirmación de que lo que había escuchado era real. La parte infantil y egoísta de mí misma me soltó una reprimenda, echándome en cara que todos habríamos estado mucho mejor viviendo en la mentira: él, Víctor, Álex y yo. Pero esa Valeria nunca me cayó bien y de un empujón volví a meterla en su cajón. Pensé que no habría mejor momento para ser valiente.
Suspiré y me mordí los labios por dentro, en una mueca. Luego simplemente dije:
—No me lo trago.
—Esto no depende de que te lo tragues o no. Esto es así.
—Adrián, no insistas, por favor. Que intentes hacérmelo creer es aún peor.
—Valeria…, yo te quiero… —clamó mansamente—. ¿Cómo puedes pensar que yo…?
¿Valeria, yo te quiero? Que me devolvieran ya de una maldita vez al Adrián con el que me casé, por Dios santo. Me giré, dándole la espalda, y me tapé la cara con las manos. Si alguna vez tuve dudas, acababa de despejarlas. Deseé estar en otro lugar. Para ser sincera, deseé estar otra vez echada junto a Víctor en el sofá de su casa y no en aquel bajo asfixiante. Aunque dejé de prestarle atención, la voz de Adrián seguía susurrante, como una letanía, tratando de hacerme creer que era un buen chico, que yo sufría patológicamente de celos y que estaba echando abajo los cimientos de nuestra relación. Me enfadé. Me enfadé muchísimo y, aunque quise remediarlo, un torrente de rabia me inundó la boca.
—¡¡Deja de mentirme, joder!! ¡¡Cállate!! ¡¡Cállate de una puta vez!!
—Pero… ¿qué te pasa, Valeria? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—¡Quiero que me digas la verdad! ¿No te es suficiente haberme engañado? ¿Tienes aún que hacerme sentir que todo es culpa mía? ¡¡No soy una loca psicótica, Adrián!!
Me miró alucinado. No se lo esperaba.
—Pues si no eres una loca, lo pareces.
—Con lo listo que te creías, ¿eh? —Y la discusión cambió de tono cuando mi boca pronunció la frase con todo el veneno que tenía.
—¿Qué quieres saber? Dime. —Adrián reaccionó de una manera que yo no me esperaba.
—Quiero que me digas lo que de verdad has estado haciendo este fin de semana. Yo ya lo sé, pero quiero comprobar tu grado de cinismo.
—Este fin de semana he estado trabajando para pagar esa vida de puta madre que te gastas. ¿Te vale?
—¡Soy tan mala mujer…! Pobre, habrás sufrido mucho. Es normal que vayas por ahí follando con la primera guarra que se abra de piernas en tu cama. ¡Qué buena persona eres, Adrián! Bendito sea Dios por traerte a mi lado. ¿Qué sería de mí sin ti?
—Te lo digo por última vez, Valeria…
—¡¡Te escuché follando con otra!! —Y hasta la garganta me dolió con aquel berrido—. ¡Sé un hombre por primera vez en tu puta vida y admite la evidencia!
Solo le miré un momento, una décima de segundo, y lo supe. Supe enseguida que necesitaría meses para curarme de lo que estaba a punto de decir. No me decepcionó. Tragó saliva y levantó la cabeza con dignidad.
—Álex entró en mi habitación, se desnudó y se acostó sobre mi cama. Álex, que no tú. Porque, paradojas de la vida, para ella sí soy un hombre y así me siento cuando estoy con ella. Lo demás, mejor no te lo cuento, porque eres una niñata que no está preparada para ningún tipo de realidad.
A veces la mente es demasiado rápida. No creo que pasaran más de tres o cuatro segundos, pero bastó para que dentro de mi cabeza se montara la película al completo de todas las promesas que Adrián y yo habíamos hecho en los últimos diez años. El día que lo conocí hizo la primera.
—Ya nos veremos —le dije.
—Te prometo que lo haremos —sonrió él.
Y él, que había cumplido todas y cada una de las palabras que su boca me había jurado, ahora me faltaba de aquella manera. Hacía tiempo que venía haciéndolo, me dije a mí misma. Hacía meses que ya no era mi marido. Era un ente parecido, pero que en el fondo no tenía en común con él más que su físico. Se trataba de una vaina vacía. Y lo más probable es que yo fuera lo mismo para él.
Adrián tenía una sonrisa preciosa de la que ya ni me acordaba. Adrián era un chico inteligente, pero al que las palabras grandilocuentes no le gustaban. Adrián era un estallido de vida y, hasta hacía medio año, la mejor decisión que había tomado. Nunca fue demasiado cariñoso, pero no lo necesité. Bastaba con ver cómo me miraba. ¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho yo para estropearlo todo?
Juro que de haberlo pensado, no lo habría hecho, pero fue tan rápido que no pude evitarlo. Cuando quise darme cuenta le había propinado una sonora bofetada en la mejilla que le había hecho girar la cara. Le di la primera bofetada de mi vida. Y me miré la mano, que me palpitaba y escocía, sin poder creérmelo.
Supuse que no diría nada, que cogería sus cosas y se iría sin abrir la boca, pero claro, aquel habría sido el Adrián de antaño y no el desconocido al que yo acababa de abofetear. Así que, tras coger aire, vociferó:
—¡¡¿Pero qué haces?!!
Y mi cabeza, sin ton ni son, respondió con la frase más doliente de su repertorio:
—Esa es para ella. La tuya te la dimos Víctor y yo el viernes. Y quien dice viernes dice sábado, domingo y lunes, porque lo que no me has follado tú durante el año me lo ha dado él en un fin de semana.
Cerró los ojos como si le hubiera lanzado un puñetazo directamente al estómago que lo hubiera dejado sin aire. Jódete, pensé. Y Adrián apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Qué has hecho, Valeria? —No contesté—. ¿Te has acostado con él? —preguntó sin creérselo, con la cara perpleja.
—Sí. Para él sí soy una mujer. Yo hasta me había olvidado de que lo era.
Adrián se dejó caer otra vez en el sofá y se revolvió el pelo. No lo reconocí ni siquiera en un gesto tan involuntario. Mi Adrián ni siquiera estaba dentro.
—La puta verdad es que no sé cómo no lo vi venir… Eso es todo lo que te importa. Espatarrarte en cualquier cama…
—Adrián, tú y yo ya no nos queremos. —Tragué saliva y el nudo de la garganta me lo puso muy complicado.
—No. Yo sí te quiero. Yo… —bufó—. No puedo creerlo, Valeria. No puedo…, yo estaba drogado y no entendía nada y… ahora tú…
—No deberías haberla despedido. La culpa no es de ella. Hiciste aquello porque querías hacerlo.
—Como tú, ¿no?
—Tú y yo dormimos en el mismo colchón…, eso parece ser lo único que nos une. Hay algo de mí que no me perdonas. Quizá ya no te atraigo, quizá no te hago feliz, no soy la persona de la que te enamoraste, te decepcioné o nunca debimos casarnos. Pero lo cierto es que esto no es justo para ninguno de los dos. Esto ya no funciona. Quiero separarme.
—¿Qué coño dices? —Y la respuesta fue tan violenta que di un paso hacia atrás.
—Me fuiste apartando tanto que al final me sentí más suya que tuya.
Se sujetó la cabeza con ambas manos.
—Dios mío, le conoces desde hace dos días. —Se rio secamente—. Vas a dar tanta pena cuando te deje por cualquier otra guarra… —Levantó la cabeza de pronto; tenía los ojos húmedos—. ¿Estás enamorada de él? ¿Es eso? —Una mueca de sarcasmo se apoderó de su boca.
—No. Pero de ti tampoco.
—¡Valeria, es una racha! —gritó.
—No quiero saber cuánto tiempo llevas acostándote con ella. —Cerré los ojos—. Es posible que lo de Almería solo fuera el polvo de despedida. No lo sé. Pero sí sé lo que tú y yo teníamos, y lo hemos debido de ir destrozando, porque no queda nada.
—¿Y ya está?
—No, claro que no está. Es ahora cuando tenemos que hacer algo por arreglar lo que queda. No quiero que nos odiemos, pero quiero que te vayas.
—¿Me lo estás diciendo en serio? —Se levantó del sofá y di otro paso hacia atrás.
—Sí. Ven a recoger tus cosas cuando quieras.
No contestó durante unos segundos. Respiraba con fuerza y yo sentía… miedo. No sabía si ese Adrián que tenía delante y que tan poco conocía decidiría darme un guantazo para terminar con la discusión. Pero no. Solo separó los labios, resopló y después me pidió que me fuera de allí.
—Vete —me dijo mirando hacia la otra punta de la habitación—. Vete…