LOS TONTOS SON LOS QUE HACEN TONTERÍAS…
El domingo me desperté con olor a café recién hecho. Estaba agotada. A las siete de la mañana Víctor se había levantado peleón y habíamos echado un polvo brutal de cuarenta y cinco minutos. Violento, pasional y, al final, cariñoso. Aún sentía las palpitaciones entre los muslos…
El reloj marcaba ahora las diez menos cuarto. Me hice un poco la remolona en la cama hasta que me di cuenta de que no me encontraba en mi casa y que podía parecer una perra del desierto si no me levantaba ya.
Víctor estaba sentado en una banqueta de la cocina sirviéndose una taza de café, con el periódico desplegado delante de él. Iba vestido con una camiseta gris y un pantalón vaquero y llevaba otra vez esas gafas de vista que…, buf…, qué bien le quedaban. Me sonrió al verme entrar frotándome los ojos.
—Buenos días —dije.
Me acerqué y me agarró por la cintura. Dejó un beso en mi cuello y me invitó a sentarme, levantándose. Abrió un armario, sacó una taza y me sirvió un café. Volvió a mi lado y se sentó.
—¿Tienes hambre? —me preguntó.
Negué con la cabeza y me apoyé en su hombro. Leímos durante un buen rato el periódico, hasta que, asqueada de bombardeos, trifulcas políticas, asesinatos, abandonos e injusticias, bufé. Víctor se giró hacia mí con una sonrisa.
—¿Terminaste la página? ¿Puedo pasarla?
—Todo tuyo. En el mundo todo son desgracias.
Víctor giró su banqueta hacia mí y me miró en silencio durante un buen rato. Finalmente movió la cabeza con suavidad y negó.
—No, no todo. Ven.
Cerró el periódico y nos besamos. Me envolvió entre sus brazos y me sentí tan en casa que me asusté. Di un paso atrás y, sujetándome un par de mechones de pelo tras las orejas, le dije que tenía que marcharme. Víctor solo asintió y yo volví a la habitación, donde me puse a hacer la cama. No me apetecía irme, pero tenía que hacerlo, y no solo para encontrarme con Adrián cuando volviera. Necesitaba alejarme un poco de Víctor y de toda aquella película para verlo con objetividad. O al menos con toda la que fuera posible.
Cuando ya pensaba que Víctor me lo iba a poner fácil, entró en la habitación, se metió en el baño y abrió la ducha. Después salió a buscarme y me pidió que entrara con él.
¿En el baño? ¿Con la ducha abierta? ¿Qué quería? Además, yo de aquella guisa. Despeinada, con la cara lavada y una camiseta de Víctor como pijama. Bueno…, no es el hábito el que hace al monje en realidad, ¿no?
Entré en el cuarto de baño y lo encontré apoyado sobre el lavabo con una sonrisita, que contesté temiéndome otro asalto. Cogió mi mano derecha y tiró de ella hasta llevarme frente a él.
—Tú dirás —murmuré avergonzada.
—¿No quieres darte una ducha conmigo antes de irte? —Y al decirlo puso su cara de «qué malo soy y qué bien me lo paso».
Enarqué las cejas y lancé una risita.
—Sí, supongo.
—Qué bien… Voy a hacer que te acuerdes de mí toda la tarde…
Tiró de la camiseta hacia él y después la subió y se deshizo de ella. Mis pezones se pusieron duros al momento y él, abriendo la palma de la mano, atrapó los pechos y los acarició. Se acercó ladeando la cabeza y nos besamos. Su lengua entró en mi boca y cerré los ojos para disfrutar de su vaivén dentro de la mía. Saboreé su labio inferior, después el superior y dejé que me abrazara con fuerza, mientras lanzaba los brazos alrededor de su cuello. Sus manos bajaron mis braguitas y yo le ayudé a que él hiciera lo mismo con toda su ropa.
Me subió de un impulso a la pila del baño y me abrió las piernas, colándose en medio. Jugueteamos. Se me fue la cabeza. Ni siquiera lo pensé. Gemí cuando noté la punta de su erección deslizarse entre mis labios vaginales.
—Para, para… —le supliqué.
Víctor no dijo nada. Me agarró de los muslos y me llevó hasta la ducha, donde seguimos besándonos como dos locos. Acerqué los pies al suelo y bajé la mano por su pecho hasta su vello púbico. Pero él me detuvo, me dio la vuelta y, tras colocarme de cara a los baldosines brillantes de color verde, me metió la mano entre los muslos y jugueteó con sus dedos, como si yo fuese una guitarra. Aullé de placer.
—¿Te da él esto, Valeria? —me farfulló al oído desde atrás. Su erección me presionaba el trasero.
Sacó el brazo de la mampara y abrió el armario que había sobre la pila hasta alcanzar una caja de preservativos. Joder. ¿Tenía condones por toda la casa en cantidades ingentes? Quise girarme, pero una de sus manos me sujetó en el sitio. De pronto noté el tacto del látex entre los muslos y abrí las piernas. Me penetró de golpe. Gemí.
—¿Te gusta fuerte, Valeria? —susurró.
Dios, por poco no me deshice.
—No lo sé —contesté.
Pues lo iba a averiguar, estaba claro. Su mano derecha me agarró el pelo y tiró un poco de él mientras se me clavaba otra vez hasta lo más hondo. Jadeamos. Repitió, tirón de pelo y embestida brutal. Gemí como si me estuviera muriendo. Pero ¿qué tipo de placer era ese?
—Creo que sí te gusta —dijo.
—¿Es así como te las follas a todas? —le pregunté. Y por Dios, ni siquiera me reconocí en esa pregunta.
—No. A ellas me las follaba así. —Me separó de la pared, me obligó a agacharme y, cogiéndome de la cadera, me penetró salvajemente tres, cuatro, cinco veces. Grité—. Shhh… —dijo al tiempo que aminoraba la intensidad.
Le sentí salir de mí y me quedé… vacía. Pero vacía de verdad. Era como si todos los poros de mi piel se abrieran y se cerraran en busca de algo. De él, claro. Me giré y nos besamos. Y nos besamos de verdad. Es posible que aquel fuera el primero de los besos brutales de mi vida. Casi nos mordimos. Y gemíamos, jadeábamos, lamíamos, succionábamos… Aquel beso casi me hizo acabar.
—Hasta me duele… —susurré mirándole los labios enrojecidos cuando los arrancó de entre los míos.
—¿Qué te duele? —Me cogió en brazos y le rodeé con las piernas.
Acto seguido, se coló dentro de mí y eché la cabeza hacia atrás, con placer.
—Me duele lo mucho que te deseo, joder —me quejé.
—Pues ya sabes cómo me siento —sonrió.
Las puntas de sus dedos se clavaron en la carne de mis muslos cuando marcó un ritmo de penetración. Gimió con los dientes apretados y, tras bajar la cabeza, atrapó uno de mis pezones entre sus labios.
—En la cama… —le pedí—. En la cama.
—En la ducha, en la cama y en la cocina —sonrió.
—Vas a desmontarme.
—Voy a matarte.
La risa se me ahogó cuando sentí que me acercaba al orgasmo a pesar de lo incómodo de la postura.
—Más… —reclamé.
Y él, pegando mi espalda a los baldosines, aceleró la entrada y salida de su pene dentro de mí. Me mordí el labio con fuerza y la boca se me llenó de sabor a sangre. Grité, me agarré a él y le clavé las uñas en los hombros y, abandonándome, me dejé ir. Me quedé desmadejada, como una muñeca de trapo.
—¿Puedo correrme o quieres el siguiente ya? —me susurró al oído.
Y, para mi sorpresa, le respondí:
—Más.
Las sábanas se me pegaron en la espalda cuando Víctor me dejó caer encima de la cama. Mi pelo empapado caló la almohada, pero nos dio igual. Las gotas que le caían del pelo se precipitaban sobre mi cara mientras empujaba fuerte entre mis piernas apoyándose con las palmas de las manos a ambos lados de mí. Y se le tensaban y destensaban rítmicamente los músculos de los muslos a la vez que jadeaba.
—Eres brutal… —gemí al tiempo que presagiaba el siguiente orgasmo.
—Tú me haces especial.
Y mientras nos abrazábamos, en un nudo de piel húmeda, nos corrimos casi a la vez…
Víctor se dejó caer sobre mí y apoyó la frente entre mis pechos, respirando agitadamente, sin salir de dentro de mí.
—Es como si fuera… diferente —dijo mientras dejaba besos distraídos por mi piel.
—¿El sexo?
—Contigo… no es lo mismo. Es más.
Cuando nos despedimos en la puerta de su casa habían pasado casi dos días enteros desde que llegué y me había dado tiempo a aprender muchas cosas nuevas sobre él. Víctor llevaba gafas y nunca se ponía lentillas para estar en casa, le gustaba el café con leche y dos cucharadas de azúcar, comía despacio, tenía la costumbre de comprar el periódico todos los domingos por la mañana y le gustaba escuchar Kings of Leon. Además, Víctor iba a ser capaz de enseñarle a Valeria el millón y medio de cosas que aún debía aprender de los hombres… ¿Qué cosas serían? ¿Las buenas o las malas?
A las seis de la tarde, sentada sola en casa, me decidí a encender el móvil. En un minuto comprobé que Nerea me había llamado la friolera de treinta veces, mientras Carmen y Lola solo habían intentado contactar conmigo en dos ocasiones, el sábado.
Sabía que iba a tener que darles una mínima explicación de por qué había desaparecido de casa de Lola el viernes y no había vuelto a dar señales de vida hasta entonces. Sin embargo, no estaba preparada para confesar lo que había pasado en realidad porque ni me lo creía ni quería creérmelo más. Así que inventé algo mínimamente protocolario que ellas pudieran entender y que mantuviera su curiosidad satisfecha.
«A veces una se da cuenta de que hay ideas que necesitan cocerse a fuego lento. Víctor es de la misma creencia. No ha habido mucho más que deba contar. Sé que acabaré riéndome de todas estas cosas. Ahora solo necesito estar sola y buscarle el chiste. Os quiero».
¿Y Adrián? Pues Adrián no había dado señales de vida. Cerré los ojos. Me dieron ganas de asfixiarle con mis propias manos. ¡Qué decepción! ¿Ni siquiera una llamada de arrepentimiento, fingiendo ser un buen marido? De repente me pareció que mi relación con Víctor era de todo menos ilícita.
A las ocho, el manojo de llaves anunció la llegada de Adrián. Entró cargado como una mula de cámaras y bolsas. Me extrañó que no hubiera pasado por el estudio a dejar todos aquellos trastos y me extrañó aún más su expresión. Adrián mentía fatal hasta con la boca cerrada. ¿Cuánto tiempo llevaría en realidad engañándome mientras yo miraba deliberadamente a otro sitio?
Hubo un silencio cuando nos encontramos con la mirada. Ni lágrimas ni arrepentimiento. Solo rabia…, mucha rabia. Busqué desafiante sus ojos y él agachó la cabeza, pero sin mostrar en realidad arrepentimiento. Creo que se arrepentía tanto de lo que había pasado en Almería como yo de lo que había hecho durante todo el fin de semana con Víctor. Arrepentimiento nulo. Nada.
—No te enfades. He estado muy ocupado. No he podido llamarte. —¿He estado muy ocupado? ¿No he podido llamarte? Pero… ¿cuánto se creía que iba a aguantar? No sería yo la que se lo pusiera fácil, eso estaba claro—. Dame un beso —añadió.
Creo que no pude reprimir la expresión de asco en mi boca al imaginarme besándole como había besado a Víctor. Pasó por mi lado y me besó en el cuello, mientras trataba de abrazarme. Lo habría apartado de un empujón, pero no tuve ni ganas. Solamente esperé quieta y rígida y, tras algo que quiso ser un abrazo, me miró y frunció el ceño.
—¿Ya has terminado? —pregunté.
—Supongo.
—No vuelvas a tocarme —pedí mordiéndome los labios.
Adrián hizo una mueca y se apartó de mí con las palmas de las manos levantadas.
—Vaya…, estás de domingo.
—Cállate —le supliqué con rabia.
—¿Todo esto porque no te llamé ayer? —preguntó extrañado.
No contesté. Explotar allí, en ese momento, no iba a hacer ganar ninguna batalla y menos aún una guerra. Lo pensé con detenimiento. Eso era lo que había sido desde hacía seis o siete meses nuestro matrimonio. Una guerra fría.
Y cuando me di cuenta, llevaba media hora sumida en mis pensamientos y Adrián tampoco había dicho ni mu. Quizá era lo mejor. Quizá echaba de menos a Álex. Tragué bilis y sufrí por dentro… hasta que me acordé de Víctor y de las dos noches que había pasado en su casa, en su dormitorio, en su cama. Ya no pude dejar de pensar en Víctor recorriéndome entera con la boca.
El lunes Adrián se marchó más pronto que nunca. Me envió un mensaje al móvil para decirme que tenía que entregar dos reportajes y que iba a tener que levantarse toda la semana a las seis de la mañana. A mí me traía sin cuidado, así que, sin más, deslicé el móvil con desdén encima de la mesa, apartándolo de mí, y fui a la cocina a desayunar. Pensaba que lo que realmente estaba ocurriendo era que le valía la pena salir de nuestra cama a esas horas para meterse en la de Álex. Y lo más sorprendente es que estaba enfadada y decepcionada, pero ni dolida ni triste. Yo estaba a mis cosas, como si Adrián fuese ya una página pasada, de esas que al imprimirlas para leerlas antes de dormir terminan arrugadas y en la basura. Como si yo tuviera asuntos más importantes entre manos.
La tontería del día se me ocurrió a media mañana. Estaba bloqueada, pero no porque la historia no avanzara, sino porque yo estaba demasiado enfadada con Adrián como para pensar en algo que no fuera darle una paliza a Álex como se la habían dado en su día a Víctor. A decir verdad, lo que me pasaba era que no podía dejar de pensar en Víctor. En sus manos, en la forma que tenía de besarme, en la sonrisa que se dibujaba en su boca después, en la manera en la que me empujaba hacia su cuerpo en la cama, el sonido del gemido final en su garganta… y la docena de veces que era capaz de hacerme el amor en un fin de semana. Y sí, he dicho doce y no es un decir.
Navegué por internet buscando el estudio donde trabajaba Víctor y tras encontrar la dirección me di una ducha. Necesitaba hablar con él. Me estaba acostumbrando demasiado a presentarme en los sitios sin avisar, pero si lo que él decía que empezaba a sentir por mí era verdad, le alegraría verme, ¿no? El porqué de esta repentina necesidad de mantener una conversación con él no lo sé, porque en realidad ni siquiera sabía qué quería decirle.
Dediqué un buen rato a adecentarme y después cogí un taxi en la esquina de mi calle. Cuando este me dejó a doscientos metros del trabajo de Víctor, maldije la idea de ponerme unos zapatos de tacón tan bonitos pero tan incómodos. Eso sí, yo digna, muy digna, como si fuera a comerme el mundo. La seguridad empezó a escurrirse y dudé un momento delante de la puerta…
Toda la pared era de cristal y desde la calle se veía el vestíbulo del bajo, que se adivinaba muy grande. Una secretaria de manual hablaba por teléfono en una gran mesa, a la derecha. En el centro de la estancia había una maqueta blanca de un edificio moderno de techumbres sinuosas rodeado de jardines. Todas las paredes de la sala estaban llenas de bocetos a carboncillo de interiores. Me pregunté si alguno de ellos era de Víctor.
La secretaria colgó el teléfono y empezó a mirarme de reojo. Yo vagabundeaba frente a la puerta armándome de valor para entrar y preguntar por él, pero si había ido hasta allí sería por algo…, ¿no? Entré.
—Buenas tardes —dijo la secretaria.
Miré el reloj. Eran las dos. Menuda hora para hacer una visita.
—Buenas tardes. Buscaba a Víctor.
—¿Tenía cita?
—No. Me temo que he venido sin avisar.
Dudó un momento mientras consultaba algo en su Mac. Se escuchó cerrarse una puerta y ella miró en aquella dirección.
—Tiene suerte. Tiene una comida pero por ahí viene. Pueden concertar una nueva reunión si les parece.
Me giré confiada con una sonrisa y me encontré frente a frente con un Víctor que yo no conocía en absoluto. La cara que se me debió de quedar fue el correspondiente humano a un espantapájaros, porque se llamaría Víctor, pero no era mi Víctor. Aquel hombre tenía unos sesenta años y peinaba bastantes canas. Aunque poseía cierto encanto y los ojos muy verdes, no, no era mi Víctor.
—Hola, ¿es usted la chica del ayuntamiento? —me preguntó. No supe responder. No, no soy la chica del ayuntamiento, soy una panoli que ha venido buscando a un hombre que no es su marido y que tampoco es usted. Le di la mano—. Me pilla ahora muy mal, ¿sabe? Tengo una comida con un cliente. ¿Por qué no se pasa esta tarde?
El pobre hombre pensaría que el ayuntamiento le había mandado a una muda trastornada, porque yo seguía sin saber qué contestar y además buscaba desesperadamente con el rabillo del ojo salidas alternativas para huir a la carrera en cuestión de segundos sin plantearme siquiera dar una explicación, incluyendo la posibilidad de atravesar el cristal de la pared y marcharme agitando los brazos, en plan loco.
Me habría equivocado de estudio…, pero no. No podía ser…
De pronto se escuchó otra puerta cerrarse y unos pasos. Y, gracias a Dios, antes de que pudiera plantearme que el hombre al que me estaba confiando no existía, Víctor apareció perfecto, vestido de traje, consultando el reloj y sujetando un portafolios. Parecía sacado de un anuncio. Qué maravilla. Se ralentizó hasta el tiempo en esa manera que tenía de andar. Levantó la mirada y al verme allí se echó a reír y se acercó cabizbajo, para que nadie viera su sonrisa.
—¿Valeria? —susurró.
—Hola, Víctor.
Para mi sorpresa y la del Víctor farsante, se acercó y me dio un beso corto en los labios, muy dulce, como si lleváramos décadas haciéndolo. Dediqué una milésima de segundo a la idea de que aquella sí parecía una relación y no la que tenía con mi marido. Me acarició el pelo y luego se giró hacia el otro hombre, que nos miraba estupefacto.
—Papá, esta es Valeria.
—¿Conoces a la chica del ayuntamiento? —Su padre no sabía por dónde salir después de ver aquel beso.
—No es la chica del ayuntamiento. —Se echó a reír y le palmeó fuertemente la espalda.
Negué con la cabeza.
—Disculpe, es que no sabía cómo decirle que yo buscaba a otro Víctor y que no era quien usted pensaba.
—No te preocupes. Oye, y tú deja de descojonarte —le dijo a su hijo.
—Joder, papá, es que eres…
—¡Déjame! Yo vi una chica guapa y me dije: allá que voy.
Me reí también, pero más avergonzada que divertida.
—Perdona que me presente sin avisar. Es evidente que estás ocupado y yo no…
—No, qué va. Solo iba a comer con mi padre. Alicia dice que tenemos comidas con clientes para que no nos molesten a estas horas.
—¿Nos acompañas? —Su padre, ilusionado, se había hecho a la idea de que su hijo por fin iba a presentarle formalmente a su novia.
—No, no. Muchas gracias. Yo mejor ya vuelvo esta tarde. —Me giré para irme maldiciendo lo estúpida y tonta que podía llegar a ser a veces.
—Espera. —Miró a su padre—. Papá, ahora te alcanzo, ¿vale?
—Ok, pero si tardas más de quince minutos no te esperaré —le sonrió.
—Avisado quedo.
Su padre me dio dos besos y después de las frases de cortesía desapareció. Víctor pasó por la mesa de recepción y pidió que no le pasaran llamadas y después me condujo por el pasillo hasta su despacho.
—Vaya…, ¡qué despacho! —dije maravillada al entrar en la estancia.
—Ventajas de ser el hijo de…
Aunque la ventana que tenía a espaldas de la mesa daba a un patio interior, este debía de ser muy grande, ya que entraba un potente haz de luz que recortaba la silueta de la mesa y de la silla de trabajo. En una esquina, sin silla, se levantaba una mesa de dibujo llena de papeles perfectamente ordenados.
—Oye, qué simpático tu padre —comenté tras aclararme la voz.
—Sí. Es la bomba —contestó Víctor mientras se quitaba la chaqueta.
Me quedé pasmada recorriendo su cuerpo con los ojos.
—¿Qué miras? —sonrió.
—Estás… muy guapo. A decir verdad, estás tremendamente sexi.
Se soltó los botones de los puños y se arremangó la camisa de Armani.
—Ven. —Me acerqué, atontada—. ¿Vienes a decirme que has hecho las paces con Adrián y que aquí no ha pasado nada?
—No. —Di un paso hacia él—. Vengo a…
No me dio tiempo a seguir. Apartó de un manotazo todas las cosas que tenía sobre el enorme escritorio y me subió encima, dejándome el vestido a la altura de la cintura. Sus manos se colaron por debajo y, posándose encima, empezó a besarme el cuello.
—Víctor…, a ver si…, si va a entrar alguien y… —conseguí decir con la respiración entrecortada.
—Pues imagina qué sorpresa se llevarán —sonrió pícaramente.
—Para, en serio, Víctor. —Me hizo cosquillas en su recorrido descendente y pataleé mientras me reía a carcajadas. Mi ropa interior fue bajando por mis piernas hasta caer al lado del escritorio—. ¡Víctor!
Sonrió y, tras taparme la boca con una mano, se desabrochó el pantalón con la otra. Dos segundos y yo ya había perdido de nuevo la razón. Mi lengua empezó a jugar con los dedos de su mano que intentaban acallarme, mientras mis manos le buscaban.
Al principio fue un desastre. Un «quiero hacerlo salvajemente» conjuntado con un «tengo que parar a ponerme el preservativo». Pero al final el resultado fue mucho más placentero de lo esperado. Empezamos sobre la mesa, seguimos de pie, apoyados en la pared, y terminamos escurriéndonos al suelo, donde dejé con las piernas bien abiertas que me embistiera con fiereza, conteniendo los gemidos.
—Estaría todo el día dentro de ti, joder —masculló en voz baja, junto a mi oído.
—No pares… —le pedí.
La hebilla del cinturón chocaba rítmicamente contra el parqué. Aceleramos, posiblemente porque a Víctor le dolían las rodillas de clavarlas en el duro suelo. Me corrí mordiéndome los labios y poco después noté la espalda de Víctor tensarse y su mano abierta chocó violentamente contra la madera al apoyarla para incorporarse.
—Joder… —volvió a gruñir.
Fue un orgasmo glorioso.
Mientras se abrochaba el cinturón del pantalón, Víctor tenía el teléfono sujeto entre la cara y el hombro.
—¿Papá? Esto…, hola. Empieza sin mí, ¿vale? Tengo unos asuntos pendientes. ¿Me necesitas esta tarde? —Una pausa y un guiño mientras se metía la camisa dentro del pantalón—. Vale. Pues si te llaman dame un toque y me paso por la obra. Un abrazo.
Colgó y se quedó de pie junto a la mesa, observándome apoyada sobre un mueble archivador, como si me hubiera dejado caer.
—Oye…, lo del beso… —murmuré.
—¿Qué beso? —Me cazó entre sus brazos.
—El que me has dado ahí fuera.
—¿No puedo besar a mi chica?
Un nudo se me instaló en la garganta y apenas pude hacerlo desaparecer tragando saliva. No me había hecho demasiada gracia aquella bromita. Me di cuenta de que estaba tratando de jugar a algo que no me correspondía. No tenía veinte años. Estaba casada. ¿Y si Víctor sí estaba jugando?
—No soy exactamente tu chica —contesté sin mirarle.
—Pues… —Dirigió la vista hacia la mesa sobre la que acabábamos de pasar el rato y dijo sonriendo—: No lo parecía hace un rato.
Puse cara de pocos amigos.
—Lo que ha pasado encima de esa mesa ha sido culpa tuya. Bueno, y lo del suelo y… —Me revolví el pelo—. Yo venía a hablar.
—No he podido dejar de pensar en ti en toda la mañana. —Me besó en el cuello, junto al lóbulo de la oreja—. ¿Vamos a comer?
—Víctor, ¿esto no te da mal cuerpo? —Fruncí el ceño.
—Me suele dar una sensación agradable… —Me cogió por la cintura.
—Oh, por Dios, ya sabes a lo que me refiero.
—No, tampoco me gusta. Y te suena el móvil. —La sonrisa le desapareció de la cara.
Alcancé el bolso y contesté mientras pensaba que, claramente, teníamos dos formas muy distintas de enfrentarnos al mismo hecho.
—¿Sí?
—Menos mal, ya empezaba a pensar que ese Víctor te había matado a polvos y había ocultado tu cadáver en el tabique maestro de algún piso reformado.
—Lola…, por Dios… —dije tapándome los ojos.
—Bueno, la cuestión es… ¿cuándo vas a venir a casa a contármelo todo?
—No hay nada que contar —mentí.
—¿Cómo que no?
—Como que no. —Le guiñé un ojo a Víctor.
—Pasaste el fin de semana con él, enfadada como una mona con tu marido, y… ¿no pasó nada?
—No.
—¿Dos noches?
—Sí.
—¿Y no pasó nada? —insistió.
—No.
Víctor negó con la cabeza otra vez, como imitándome, frunciendo el ceño.
«Lo que haga tu mano derecha que no lo sepa la izquierda, porque si quieres que algo no se sepa, no lo cuentes».
—Valeria…, puedes contármelo. Si conozco a Víctor…, supongo que luego, el sábado por la mañana, poco menos que te echó de casa. Eso nos ha pasado a todas, no tienes por qué avergonzarte. No se lo contaré a las demás.
Miré a Víctor arqueando las cejas y, tapando el auricular, le pregunté:
—¿Has echado alguna vez a Lola de tu casa?
—Qué boquita tiene… —se rio.
—¿Valeria? —gritó Lola desde el móvil.
—Lola…, pasé el fin de semana con él, fue encantador y ya está. No hay más.
Él se echó a reír.
—Cómo sois las mujeres.
—¿¡¡Estás con él!!? —vociferó mi amiga.
—Sí. Vamos a ir a comer. —Víctor se acercó y me besó en los labios sin hacer ruido, metiendo la mano por debajo del vestido y manoseándome las nalgas.
—Me apunto —contestó Lola resuelta.
—Lola, no te vas a venir a comer con nosotros.
—¿Por qué? Puede ser divertido.
Víctor negó con la cabeza, horrorizado.
—Dice Víctor que ni de coña.
—Sois un muermo. Pásate esta tarde por casa y cuéntame esa cantidad ingente de información que me escondes, anda.
—No sé. Luego te digo.
—Guarra. Me dejas por un rabo —soltó antes de colgar.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Víctor.
—Que soy una guarra.
Me marché de casa de Víctor a media tarde. Después de comernos la boca durante un par de horas, como dos novios de colegio, el cuerpo empezó a pedir más, pero me agobié y quise salir de allí. Quería pasear y pensar. Sin embargo, Víctor no me dejó marchar hasta que no me hizo el amor sobre la alfombra del salón de su casa, despacio, despacio…, tan despacio que creí que vomitaría el corazón. Tan intensamente que pensé que jamás me querría ir de allí. Si aquello era solamente sexo, nos sobraban caricias y suspiros.
Me dio un vuelco el estómago al darme cuenta de que hacía relativamente poco lo único por lo que yo tenía que preocuparme era por mi sequía literaria. Luego volvía a casa a acurrucarme con Adrián sobre nuestra cama. De repente, por primera vez desde que había empezado toda aquella locura, sentí ganas de llorar. Tenía que hablar con alguien antes de enfrentarme con este tema a Adrián…, y sabía quién era ese alguien. Me despedí de Víctor en la puerta de su casa y me marché.
En algunas de las decisiones que tomaba en mi vida, Lola era la única que podía entenderme, pero ella nunca me juzgaba… y a veces eso no era lo más sano. Podía haber ido a su casa y confesarme con ella a sabiendas de que me apoyaría al cien por cien y de que siempre trataría de manipular la realidad de tal manera que al final yo fuera inocente y mis actos, lícitos. Pero no era lo que necesitaba. Necesitaba a alguien sensible pero sensato; alguien que creyera en las relaciones de verdad. Pero relaciones de verdad que no se basaran ni en acuerdos posmodernos de compartir cama sin mucho compromiso ni en relaciones de película con pedida de mano de por medio. Ni Lola ni Nerea. Me hacía falta hablar con Carmen. Carmen, que siempre había sido tan fiel a sí misma y a la vez madura.
Cuando me abrió la puerta no pude sino reírme. Tenía esa cara de periodista del corazón que ponía cuando revisaba el Facebook de sus conocidos, recabando cotilleos e información. No sé qué estaría haciendo cuando llegué, pero seguro que se le había olvidado hasta a ella, ahora que yo estaba en su puerta. No se anduvo con galanterías:
—Oh, joder, por fin vienes a confesar. ¡Cuéntame de una puta vez qué ha pasado con Víctor!
—Hola, Carmen, ¿qué tal estás? ¿Yo? Bien, gracias. ¿Puedo pasar?
—No te mereces ni pizca de protocolo ni de amabilidad. Nos enviaste ese mensaje tan falso… —sonrió—. Que sepas que la única que lo creyó fue Nerea, pero porque pienso que hasta cree aún en el Ratoncito Pérez.
Pasé hasta el centro de su salón y le pregunté si tenía tiempo.
—Sí. Dame un segundo. Siéntate.
Me dejé caer en el sofá y ella fue hacia la barra de la cocina. Sacó dos copas y un cenicero para mí y alcanzó el teléfono inalámbrico. Marcó con dedos ágiles y se lo puso a la oreja, sujetándolo con el hombro mientras abría una botella de vino.
—Cariño…, oh, joder, ¿con qué puñetas cierran ahora las botellas de vino? ¿Con un campo electromagnético? No, espera, espera… —Descorchó la botella de un tirón y volvió a su conversación al tiempo que servía—. ¿Puedes pasarte por aquí una horita más tarde? Eh, no, no pasa nada, sigo queriéndote encima de mí antes de dormir. —Me guiñó un ojo y yo me eché a reír en silencio—. Ha venido Valeria a casa y necesitamos una de esas charlas de chicas…, ya sabes. —Hizo una pausa, dejó la botella junto a la nevera y cogió el teléfono con la mano izquierda—. Yo también te quiero. Adiós.
Colgó.
—¿«Te quiero» ya? —dije levantando las cejas cuando se acercó con las dos copas y el cenicero.
—Ya hablaremos de eso otro rato. Ahora cuéntame.
—Es… complicado. —Negué con la cabeza.
—Lo sé. Si no lo fuera, no estarías aquí.
Asentí.
—Estoy aquí porque tú siempre eres sincera, aunque a veces no quiera escuchar lo que tienes que decirme.
—De ahí que me escondas información —sonrió.
Suspiré. A la una, a las dos y a las…
—Víctor y yo nos acostamos. Nos acostamos mucho y muy fuerte, pero no fue lo único que hicimos. También hablamos de esto, de lo nuestro. Y Adrián y yo llevamos unos meses muy malos…
—No te ciegues, Val, el sexo a veces nubla la razón.
—No es de sexo de lo que te estoy hablando. Creo que Adrián y yo ya no…
—Siempre hay altibajos. —Apretó su manita sobre mi rodilla.
—Yo no soy capaz de volver con Adrián. Tú sabes la clase de persona que soy y… —Carmen no dijo nada, solo me miró, con una expresión neutra—. Ahora mismo vengo de su casa… otra vez. Carmen…, creo que me estoy enamorando de él.
—Buf. —Se frotó la cara con ambas manos para después dejarlas caer sobre su regazo—. Eso lo complica todo.
—Ya lo sé.
—¿Y lo sabe él?
—¿Qué «él»?
—Cualquiera de los dos «él».
—Supongo que Víctor se lo imagina. Adrián, no lo sé…, ni siquiera he sido capaz de decirle que le escuché en la cama con Álex. Y no, no voy a justificarme diciendo que esa fue la única razón por la que me acosté con Víctor, porque solo fue… la excusa perfecta.
Carmen cogió su copa.
—Pero ¿qué ha pasado estos dos meses?
Me tiré en el sofá y miré hacia el techo.
—No lo sé, pero no han sido dos meses, Carmen. No entre Adrián y yo. Esto viene de largo.
—El año pasado por estas fechas estabais a punto de iros de viaje. Y volvisteis encantados el uno con el otro.
—Esa sensación apenas nos duraba una semana. —Seguí mirando al techo abuhardillado.
—¿Y si es pasajero? ¿Y si en dos meses te das cuenta de que ha sido, no sé, locura transitoria?
—Yo ya no quiero seguir…, no quiero seguir estando casada con Adrián. —Se quedó pensativa unos minutos—. ¿Cuál es tu veredicto? —le pregunté.
—Yo lo único que puedo darte es mi opinión.
—¿Y cuál es tu opinión?
Se le escapó un suspiro quejumbroso sin darse cuenta. Después me miró y me preguntó si realmente quería saberla.
—Si ya la sé… —dije—, solo necesito escuchar cómo lo dice otra persona que no sea yo.
—Esconder las cosas importantes no tiene sentido y tampoco lo tiene retrasar las inevitables. Los sentimientos no son controlables, por mucho que algunos digan que se trata de cuestión de voluntad. Tú tienes que ser feliz, Valeria, porque la vida son dos días. Pero cuídate. Sé sensata a la hora de tomar decisiones.
Asentí y suspiré.
—Pero es que Víctor es genial… Es simplemente perfecto.
—Me da miedo que estén hablando un montón de hormonas adolescentes en lugar de tu cabeza o tus verdaderos sentimientos.
—Siendo sincera, es probable que mis hormonas me hagan los coros. —Me sonreí mientras me incorporaba—. Nunca me había sentido físicamente como me hace sentir Víctor. Pero el hecho es que lo nuestro ha sido desde el principio algo… especial. Ha ido mutando desde un calentón a…
—A una de esas historias tortuosas que tanto nos gustan a las mujeres, sé sincera. Víctor y tú ahora mismo sois algo así como amantes bandidos. Y lo imposible nos encanta.
—Me ha hecho replantearme la relación que tenía con Adrián. No era de verdad. Me había acomodado ahí, porque es mucho más fácil seguir por inercia que soltar el puñetazo en la mesa y darlo todo por terminado. Pero te lo juro, Carmen, mi relación con Adrián, mi matrimonio, es una farsa. Él solo…, yo lo conozco y él ya no me quiere. No puedo más.
—Tampoco debes confiar en alguien que pone las cosas demasiado fáciles, Val.
—Ya lo sé, Carmen, pero dice que si decido estar sola me respetará, pero que quiere seguir…, ya sabes, conmigo.
—No tomes decisiones que no hayas meditado bien. Y hagas lo que hagas con Adrián, que sea por ti, no por ese chico.
—Lo sé. Mi madre me diría lo mismo.
—Es que tu madre es muy sabia —rio Carmenchu.
—Y hace un codillo que te mueres.
Compartimos una sonrisa y me pidió que no me angustiara.
—Si Adrián es para ti, lo será. Y si lo es Víctor, lo será. Solo… sé sensata. Haz las cosas bien. Valeria, arréglalo. Ya esperaré momentos más propicios para sacarte la información sustanciosa.