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PERO, LOLA, ¿QUÉ HACES?

Lola estaba sentada delante del espejo, mirándose. El pelo le había vuelto a crecer mucho desde la última vez que fue a la peluquería y ya le llegaba hasta los pechos, incluso los tapaba con su frondosa y suave mata color chocolate.

Se miró de cerca, escudriñando su cara en busca del maquillaje que se había puesto, pero de esto no quedaba más que un leve rubor sobre sus mejillas que probablemente sería consecuencia de lo movidito de la velada.

Sergio apareció en el borde del espejo con su cuerpo perfecto y Lola se giró para mirarlo. No quería perderse ni un segundo porque en cualquier momento se disiparía como humo y todo quedaría vago e intangible, como uno más de esos recuerdos que ya estaba harta de almacenar.

Estaba sentado en el borde de la cama tan solo vestido con sus vaqueros de marca y a Lola le parecía el hombre más sexi del mundo. Repasó con la mirada su estómago plano y marcado y trepó por él hasta llegar al vello de su pecho. Tenía la extraña fantasía de poder pasarse una noche acariciándolo en sueños. Eso suponía, sin embargo, mucha más intimidad para los dos que un francés en la ducha. Así era aquello y había que aceptarlo u olvidarse, se repetía ella sin parar. Lola no se consideraba una de esas tontas pacientes que esperan ver cambiar a alguien como Sergio. Había cuestiones que se les hacían un mundo, pero en la cama no tenían ningún problema y ella se sentía tan bien con él…

Se habían conocido en el trabajo, con todas las complicaciones que implica. Al principio solo hubo unas cuantas miradas, un par de bromas y un café en el pasillo que se transformó en unas cervezas junto al resto del grupo fuera del horario de trabajo. El siguiente paso fue aprovechar una celebración de la empresa para, haciéndose los remolones, poder ser los últimos en marcharse del bar. La última copa la tomaron en el estudio de Lola. Supongo que queda bastante claro lo que significa «última copa» en nuestro lenguaje eufemístico. Aunque ahora que lo pienso, no haría falta darle tantas vueltas a la cuestión, porque a Lola nunca le ha gustado no llamar a las cosas por su nombre. Se acostaron… tres veces. Sé muchos más detalles, pero el pudor me cubre las mejillas solo al imaginar a Lola entregada al fornicio, que los morbosos me perdonen. Bueno, qué narices. Primero follaron encima de la alfombra que Lola tenía en la entrada de su casa. Después le hizo un cunnilingus de sobresaliente y, tras un par de cigarrillos, la montó en la postura del perrito sobre la cama después de un tira y afloja sobre si sucumbían o no al sexo anal.

A Carmen le encanta escuchar a Lola contar cómo la besan y la tocan. Es como sentirlo en primera persona, dice. Y tiene razón. Lola es una gran contadora de historias erótico festivas. Creo que por eso mismo yo río y me sonrojo, escondiéndome detrás de un cojín, una servilleta o cualquier cosa que encuentre a mano, para disimular el morbo que me da escuchar una confesión pornográfica de tales características.

De esa forma tan explícita nos enteramos de que Sergio es una bestia… en el mejor sentido de la palabra. La Bestia, le llamábamos. Era indudable que la hacía aullar de placer y además es muy guapo. Tiene una de esas elegancias innatas que le hace parecer de sangre azul incluso después de diez horas en la oficina y siete copas en el bar de al lado. Era tan hombre que apabullaba, en serio. Si la masculinidad hubiera tenido cuerpo, sería Sergio. Moreno, ojos castaños, boca de infarto y una sonrisa de esas que nos deshace las bragas. Además, también tenía un apartamento precioso, un coche rápido y con tapicería de cuero donde se follaba a Lola al menos un día por semana, un gran sentido del humor, una dentadura de envidia y… una novia muy rica.

Sí, una novia muy rica, he aquí el problema. He aquí la razón por la que Lola luchaba contra sus ganas de no ir nunca a trabajar…

Cuando quiso darse cuenta ya era muy tarde para ella, como en la copla de la Piquer, y por mucho que lo niegue, estaba enamorada de él hasta los zapatitos. Lola siempre defendía que no sabía qué era querer a un hombre, pero que, por supuesto, discernía que lo que sentía por Sergio no era amor.

—A mí lo que me gusta es cómo me folla. Un día me pondrá los ojos del revés de metérmela tan fuerte.

Esa era la única arma que le quedaba a Lola para defenderse de la situación en la que se encontraba: el autoengaño. Y de paso nos decía que cuando se enamorara lo haría de una mujer. Pero no porque le gustasen; solo por llevar un poco la contraria, que ella es un poco así.

Pero ¡por favor! Si con tan solo ver cómo lo miraba…, ¿qué mujer ni qué niño muerto?

Lola es traductora en una editorial. Bajo esa apariencia sexi y despreocupada habita una ilustrada mujer que domina el inglés, el francés (y este en más de un sentido), el alemán, el italiano y es capaz incluso de chapurrear algo de chino, idioma que está estudiando ahora, no sé si con mucho ahínco.

Sergio es el coordinador de planta y, a falta de un despacho propio, se sienta a la mínima distancia de cinco metros. Blanco y en botella: tortura asegurada.

De ahí la insostenible situación que se creaba entre los dos: Sergio enganchaba, sobre todo por ese comportamiento del tipo «qué bien finjo que jamás he perdido un minuto de mi tiempo libre contigo» que volvía loca a Lola. Creo que dentro de todas las mujeres hay una masoquista en potencia.

Todos los días Lola se repetía mil y una veces que ella no estaba por la labor de asumir tantas complicaciones por un buen polvo. Y había días que hasta se lo creía y se sentía fuerte. Pero luego, a la hora de salir, Sergio esperaba a que todos se hubieran ido para susurrarle que la esperaba en la esquina de su casa en media hora… y a Lola la fortaleza se le diluía en las prisas por ir a ponerse la ropa interior sexi. No había buenos consejos que darle, ni recomendaciones, ni bofetadas que la hicieran entrar en razón, porque no quería escuchar nada que no fuera esa terrible ansiedad por aprovechar cada segundo con él y, de paso, pues eso, follárselo.

Aquel día, la culpable del encuentro era ella. Era sábado, el día después de que fingiera una lesión de muñeca para evitar que le doliese más lo que estaba haciendo. Pensaba quedarse en la cama hasta tarde y así asegurarse de estar lo suficientemente descansada para darlo todo aquella noche. Estaba prevista una cena de chicas en nuestro restaurante preferido, donde dejaríamos al barman sin mojitos que servir. Sin embargo, ella se despertó a las nueve de la mañana sin ganas de seguir durmiendo, probablemente porque sabía que Sergio estaría solo todo el fin de semana; él mismo se aseguró de que Lola se enterase. A las diez la casa estaba en orden y ella duchada… Y el móvil era tan tentador sobre la mesita de noche…

Mandó un mensaje: «Tengo unas horas libres hasta esta noche».

Dos minutos después, él contestó: «Dame una hora. Ponte ese perfume de fresas, por favor».

Dos horas después, tarde, como siempre, Sergio llamó a su puerta y, aunque Lola tenía intención de echarlo alegando que nadie la hacía esperar y perder el tiempo, él la empotró contra una pared y la desnudó a tirones, como si importase qué colonia llevara o que estrenara ropa interior. Él solo quería follársela otra vez sobre la pequeña alfombra de lo que hacía las veces de salón. Y eso sabía hacerlo muy bien. Según Lola, cuando Sergio la embestía podía incluso perder el conocimiento.

—¿Echabas de menos mi polla? —le dijo él al tiempo que empujaba entre sus piernas.

—Joder, sí…

Romanticismo puro, claro. Y no es que lo critique. Es solo la envidia que me corroe entera.

Después de correrse entre gruñidos y gritos, se dieron una ducha abrazados bajo el agua tibia y más tarde cayeron sobre la cama, donde se dieron un revolcón con ella encima que duró al menos una hora. Una hora de Sergio gimiendo y diciéndole guarradas. Qué bonito, ¿no? Bueno. Era sexo. Y para Lola el sexo nunca ha tenido por qué ser bonito.

Y allí estaba ella, mirándolo a través del espejo, sentada frente a su minúsculo tocador.

—¿Preparo algo de comer? —susurró Lola, fingiendo que no le importaba si él se quedaba o no.

Él se estaba vistiendo ya. No era de esos a los que le gustaba acurrucarse junto a Lola; la intimidad entre las sábanas acababa para Sergio cuando él se corría, que era siempre después de que lo hiciera ella, por lo visto.

Abrió la boca para contestar a la invitación pero un teléfono móvil empezó a sonar en la habitación. A Lola le costó unos segundos darse cuenta de que era el móvil de Sergio el que sonaba, tirado en el suelo. Se agachó, lo recogió y tras mirar la pantalla le pidió a Lola que se mantuviese en silencio.

—Hola, cariño.

Es imposible que Lola logre confesar que le sentó como si le metieran un ajo en el culo, porque ella es más chula que un ocho, pero la realidad era que esas palabras amables que le dedicaba a su novia, cuyo nombre ni siquiera sabía, le dolían y mucho. ¿Cómo no? Es más chula que un ocho, pero es humana.

Sergio salió del dormitorio y, tras mantener una escueta pero dulce conversación con esa novia misteriosa, volvió a la habitación. Lola estaba molesta y se leía en su cara. Había fruncido el ceño y apretaba los labios, signo inequívoco de que aquello no le había gustado lo más mínimo.

Me parecía increíble que alguien como Lola tolerase ciertas cosas, por muy bueno que él fuera en la cama. Pero, aunque Lola nos vendiera que Sergio era un amante de vértigo, ella sabía de sobra que no era ese el motivo por el cual no le había dado la patada que se merecía. Aquello solo se sostenía con amor incondicional y ciego, muy ciego.

—¿Te quedas un rato? —mendigó ella en un momento de flaqueza.

—Sí, me quedo un rato. No tengo nada que hacer hasta esta tarde.

Lola se sintió el sudoku del dominical de cualquier periódico y sin embargo no pudo evitar alegrarse por tenerlo allí. Le gustaba pensar que al menos ella lo conocía de verdad; eso le hacía sentir bien. Es verdad que la otra chica era quien se llevaba la parte fácil, con el cariño, los mimos y todas esas cosas, pero aunque se tuviera que esconder, al menos ella no lo hacía engañada…

Pero esto es lo que pensaba Lola, no lo que opinábamos las demás acerca del asunto.

Se sentaron junto a la ventana con una copa de vino tinto mientras la comida terminaba de hacerse en la minúscula cocina e invadía toda la casa con un tenue olor a especias. Ella lo observaba, ensimismada en la perfección de su cara, y Sergio miraba por la ventana que su coche siguiera aparcado en el mismo lugar donde lo había dejado. De pronto, mientras se acercaba la copa a la boca, Sergio preguntó:

—Lola, ¿y tú por qué no tienes novio?

—Humm…, pues no sé. —Esa pregunta la devolvió a la realidad de la relación que realmente mantenían.

—¿No hay nadie por ahí?

—Alguien hay —contestó melancólica, y desvió la mirada hacia la ventana.

—¿Y qué pasa con él? ¿No le gusta compartirte conmigo? —dijo sonriendo ampliamente.

—Pues pasa que tiene la misma delicadeza que un guante de esparto y que es gilipollas —contestó, y se levantó del umbral de la ventana.

—Pero ahora ¿qué he dicho? —Sergio la miró anonadado.

—Es que, Sergio, de verdad… —Lola se puso a remover la comida en la sartén de espaldas, esperando esconder su indignación.

—Simplemente quiero decirte que…, no sé, que no pares tu vida por esto. Esto ya sabes lo que es y lo que significa.

—¡Lo sé de sobra, no haces más que recordármelo! —levantó la voz.

—Tranquilízate, por favor.

Lola anduvo hasta el saloncito, cogió su bolso, sacó un cigarrillo y lo encendió. Cogió su agenda y anotó en el sábado: «Nota mental: no volver a llamar a Sergio. Es borderline». Esto le hizo gracia y sonrió para sí.

—Estás loca, Lola —rio Sergio.

—El problema es que nunca me tomas en serio. Te gusta que siempre esté de broma y dispuesta, y estoy segura de que lo pasas muy bien conmigo, pero cuando se trata de cuestiones serias…

—Bah, no te pongas así, tú no eres como el resto de las tías. Estos numeritos no te pegan nada. Lo nuestro es pasárnoslo bien y punto.

—Pasárnoslo bien… ¿quién: tú o yo?

—No me agobies, Lola.

Sonrió de nuevo gracias a una broma interna: se imaginó a sí misma vertiéndole la comida hirviendo dentro del pantalón vaquero y echando su chorra cercenada a comer a los gatos del vecindario. Luego suspiró y añadió para cerrar la conversación:

—Necesito a un hombre que me entienda.

—Pues hazte a la idea de que ese hombre no soy yo.

Lola se enfurruñó. No le gustaban esas afirmaciones categóricas de Sergio. La hacían sentir pequeña y avergonzada. Sin embargo, poco le duró el enfado…, solamente hasta que Sergio la besó detrás de la oreja y le susurró que tenían el tiempo justo para otro revolcón mientras metía la mano en su pantalón. Ahí se le olvidó todo, incluso su integridad, y tras lanzarse a sus brazos le besó en la boca.