LA DECISIÓN
La decisión estaba más que tomada, así que no tuve remilgos a la hora de llamar al timbre de casa de Víctor. Él abrió el portal en cuestión de segundos sin ni siquiera preguntar y yo, tranquila como una loca, subí en el ascensor.
Víctor me abrió la puerta con el teléfono en la oreja y con cara de pocos amigos.
—Vale —contestó a su interlocutor—. ¡Te he dicho que vale! —repitió de malas maneras. Luego colgó y tiró el móvil sobre el pequeño mueble de diseño que tenía en el recibidor.
Cerré la puerta y me acerqué a él con decisión.
—Valeria. Era Lola… —dijo parándome—. Me lo acaba de contar…
—¿Y qué?
—Que yo no quiero… Bueno, sí quiero, claro que quiero, pero…
—¿Ahora que puedes no quieres, Víctor?
—Valeria, no lo compliquemos más. —Cerró los ojos y me apartó suavemente de él.
—¿No quieres acostarte conmigo?
—Claro que quiero, pero… Valeria, tú ahora estás enfadada y quieres vengarte. Eres tú la que no quieres. —Lo empujé levemente contra una pared y me acerqué para besarle en la boca; él se retiró un poco—. Vas a tener que darme más razones que esta… —susurró.
—Adrián acaba de darme la excusa perfecta. Lo sabemos los dos.
Víctor resopló y echó la cabeza hacia atrás.
—¿Por qué tienes que ponérmelo tan difícil, Valeria?
—Quiero hacerlo.
—Y yo. —Cerró los ojos y tragó—. Pero así no. No quiero meterme en este follón…
Me cogió por la cintura y una de sus manos acarició mis caderas y se apoyó en mi culo, sobándome con disimulo; de paso me acercó hacia él y su naciente excitación. Me encaramé a su pecho y le susurré al oído que me llevara a la cama.
—No quiero hacerlo sabiendo que piensas en otro. —Aunque su cuerpo dijera lo contrario…
—Cuando estoy contigo no pienso en nadie más.
—Valeria…, no me hagas esto. Esto va a ser un problema…
Le besé el cuello y le mordí el lóbulo de la oreja. Era verdad que en aquel momento yo estaba más enfadada que excitada, pero era cuestión de segundos que se abriera la caja de Pandora que yo, tan cuidadosita, había cerrado con clavos. Pero ¿y si llegados a este momento Víctor se había dado cuenta de que no le compensaba meterse en aquel lío por mí? ¿Y si dudaba sobre mi capacidad para enfrentarme a la situación posterior a acostarnos? ¿Iba a convertirme yo en una acosadora?
Poco importó, al menos por el momento. Víctor me llevó hasta el salón, creo que para intentar razonar conmigo, pero sus fuerzas flaquearon poco a poco. Ya no fui yo la que tuvo que inclinarse hacia su boca. Una de sus manos me pegó a él y la otra me tomó de la nuca. Sus labios me recibieron ya entreabiertos y noté la calidez de su saliva. Su lengua se abrió paso en mi boca, lamiendo el interior de mi labio inferior y jugando con la mía. Y… no había nada que ese beso no me hiciera olvidar.
Me senté a horcajadas sobre él y le desabroché dos botones de la camisa sin poder evitar sentirme algo extraña. En un principio ni siquiera me lo planteé; un día fantaseé y poco a poco había ido haciéndome a mí misma concesiones en cuanto a Víctor. Ese era el resultado: estar allí sentada, tocándole, besándole, oliéndole. Él me separó de su pecho, jadeando, y me preguntó si estaba segura de querer hacer aquello.
—Segurísima.
—Sé que es por despecho, pero dime al menos que… —Y Víctor jadeaba al hablar.
—Me gustas demasiado…
Y al decir esto sentí cómo un peso enorme se aflojaba sobre mi espalda y caía al suelo. Era el alivio de ser sincera por primera vez con él y conmigo misma. Le deseaba desde hacía semanas. Creo que le deseaba desde que lo conocí. Me gustaba la cadencia de su voz, sus manos, el color de sus ojos, su sonrisa, su manera de sostener las copas, la pasión con la que hablaba y cómo me miraba. Me gustaba lo fuerte que me hacía sentir y esa complicidad que hacía posible que no necesitáramos demasiadas palabras. ¿No era aquello desearle más de lo que podía soportar?
Para él aquella declaración fue suficiente. Me levantó, me cogió en brazos y me llevó hasta el dormitorio mientras me besaba. Chocamos con un par de paredes en el trayecto, pero ¿qué más daba? Al llegar a los pies de la cama me dejó en el suelo y nos separamos para respirar. El pecho se me agitaba brutalmente. ¿Estaba segura? ¿Quería hacerlo realmente? Una cosa era desearlo y otra hacerlo. Pensé en Adrián y en Álex retozando en una cama y volví a acercarme a Víctor, que me pegó contra su cuerpo, tocándome entera. Primero el cuello, estampándome contra su boca; después los brazos, luego los pechos casi tímidamente, la cintura, las caderas y el trasero, aplastándome contra su impresionante erección.
Le empecé a lamer el lóbulo de la oreja, el cuello, le desabroché la camisa y la tiré al suelo, siguiendo con mi lengua un recorrido por todo su pecho y por debajo de su ombligo. Me levantó y arrancó de un tirón todos los botones de mi blusa menos uno, que acabó cayendo en el segundo intento. Me quitó la camisa y me tumbó en la cama, donde imitó mi recorrido anterior, mientras se deshacía a la vez de mi sujetador y se entretenía en besar y probar mis pechos. Mis gemidos podrían escucharse en todas las plantas del edificio. No hay palabras para describir su mirada mientras lamía, mordía y succionaba mis pezones.
Intenté deshacerme de su cinturón mientras él trataba de desabrocharme el pantalón, pero al final cada uno tuvo que dedicarse a lo suyo. Los dos pantalones vaqueros se unieron al resto de la ropa en el suelo. Se tumbó sobre mí e inmediatamente nos deshicimos también de la ropa interior. Levanté las caderas y él se hundió en mí, frotándonos. Era cálido y firme. Olía tan bien…
Abrió la cama en un ademán rápido, sin dejar de besarme, y apartó la sábana. Nos miramos desnudos por primera vez y no pude más que maravillarme. La espera, las expectativas, lo que había imaginado…, todo se quedaba en nada frente a lo que de verdad era él. Era perfecto. Jodidamente perfecto. Víctor sonrió y susurró que era preciosa. ¿Cuántas chicas habrían escuchado aquello de su boca?
Su mano me acarició la rodilla y subió por la parte interna de mi muslo derecho separándome las piernas hasta introducirse en el vértice entre ellas. Me separó los labios y se coló dentro; primero con un dedo, pronto con dos. Su mirada corría de mis ojos a mi boca, esperando mi reacción. Quería aprender qué me gustaba… Eché la cabeza hacia atrás cuando acertó y gemí sin piedad, removiéndome en la cama, buscando su cuerpo para tocarle también.
Víctor se recostó sobre mí y me preguntó si quería seguir. Asentí con la cabeza y le acaricié. Él gimió profundamente. Estaba tan físicamente excitado que no sabría decir si su gemido era respuesta al placer o al dolor. Su erección era aplastante. Estaba tan dura…, no pude evitar sentirme orgullosa de hacerle estar así.
Su boca se deslizó desde mi hombro derecho hasta mis pechos y de allí hasta mi cintura. Me pregunté si iba a hacerme sexo oral. Eso con Adrián me incomodaba. Aún no podía. Me acarició entre las piernas con las yemas de los dedos, lamió despacio el interior de mis muslos y yo gemí al notar la contundencia de dos dedos metiéndose otra vez dentro de mí. Estaba muy húmeda. Cuántas ganas contenidas…
Acercó los labios a mi monte de Venus, pero me encogí.
No, por favor…, aún no.
Víctor me miró sorprendido y después asintió.
—No te haré nada que no quieras. Jamás.
Miré jadeante al techo. Estaba empapada de sudor y Víctor se perdió por mi cuerpo, tocándome y besándome la cintura, haciéndome sentir un placer delirante y extraño. Lo llamé y cuando pude le besé desesperadamente.
—Quiero seguir… —dijo él, también empapado de sudor—. Pero creo que es demasiado.
—No —gemí—. Sigue.
—Quiero hacerte el amor, pero… —Apoyó su frente en mi pecho.
Y dijo «hacer el amor»…
Abrió el cajón de su mesita con tanta pasión que este se descolocó y cayó a un metro y medio de distancia. El contenido se dispersó por el suelo. Me senté a horcajadas sobre él, los dos desnudos. Mi mano se coló entre los dos y me acaricié con su erección. Estuve tentada de decirle que me tomaba la píldora pero…
—No hagas eso, por favor, que se me irá la olla y… —gimió mirando al techo.
Era demasiado pronto para aquella intimidad igual que lo era para el sexo oral… ¿Quién me decía a mí que él no lo hacía con otras?
—Hazme el amor. —Me removí sobre él.
—Hace tantos años que no lo hago. —Sonrió mientras se acercaba para besarme—. No sé si sabré…
Nos rozamos como locos. Sí, los dos estábamos hablando de lo mismo y distaba un poco del sexo en sí.
—¿Quieres hacerlo? —le pregunté.
—No pienso en otra cosa desde que te conocí. ¿Qué tienes, Valeria? ¿Qué me has dado? —gimió.
Su brazo intentó alcanzar alguno de los preservativos que había tirado por el suelo. Cogió uno por fin y lo dejó sobre la mesita de noche mientras me tocaba y me apretaba contra él. Luego, mirándome a los ojos, dijo algo que nunca habría imaginado que diría en una situación como aquella:
—Si quieres… podemos parar. Yo no voy a presionarte para que… —Nos miramos a los ojos y nos besamos. Sonrió y mientras me acariciaba la cara terminó diciendo—: Por ti puedo esperar.
Víctor podía esperar. ¿Podía esperar? ¿Esperar a qué?
Víctor y yo íbamos camino de complicarlo todo, implicándonos demasiado. Lo pensé. ¿Qué iba a hacer con mi matrimonio si decidía parar aquello e irme a casa? ¿Qué haría con lo que estaba sintiendo?
Me coloqué boca arriba en la cama y me sentí vulnerable, frágil y ridícula. Dediqué un pensamiento fugaz a las sensaciones que me invadieron la tarde en la que perdí la virginidad y llegué a la conclusión de que ni siquiera aquel día, tantos años atrás, fue de ese modo. Mientras tanto, Víctor se arrodilló entre mis piernas abiertas y flexionadas y se concentró en colocarse el preservativo. Decidí mirar al techo.
—Joder, mierda —masculló.
Dejó sobre la mesita de noche un preservativo roto y me di cuenta de que estaba nervioso. No quise decir nada y, aunque hubiera querido, dudo mucho haber sido capaz de construir una frase con sentido. En mi cabeza solo suplicaba por que al menos él conservara la calma. Tragué saliva como quien traga piedras y seguí mirando al techo mientras él se colocaba otro.
Víctor se dejó caer sobre mí despacio, sosteniendo su peso sobre el brazo izquierdo, y con su mano derecha preparó la penetración. Cogí aire, nerviosa como si tuviera dieciséis años y no supiera qué iba a pasar a continuación. En cierto modo era así, porque Víctor no era Adrián y yo no era la Valeria que había sido.
Aunque el primer gemido de su voz al notar mi calor fue lo más excitante que escucharé, cuando lo noté adentrarse en mí lentamente un pinchazo me encogió. Víctor se retiró inmediatamente.
—No, no, sigue —le pedí.
—Pero, Valeria… —frunció el ceño—, ¿cuánto tiempo hace que no te hace el amor?
Giré la cara hacia la ventana, sobre la almohada, y reprimí las ganas de llorar. Me sentía tan frágil en aquel momento que me dio rabia. Sin embargo, las hábiles manos de Víctor aliviaron la tensión y me hicieron dibujar una sonrisa. Su boca se acercó a mi oído y dijo:
—Déjame enseñarte lo que esto significa para mí.
Cerré los ojos, suspiré hondo y me dejé hacer. Tras la tercera penetración profunda, los dos compartimos un gemido ahogado. Y disfruté. Disfruté y nada tenía que ver con la última vez que me había acostado con mi marido.
—Me vuelves loco —susurró.
Pero… ¿dónde se había quedado toda aquella pasión y lujuria desmedida?
Seguimos con su cuerpo arriba, mirándonos a la cara, casi dulcemente; mis caderas cada vez más cerca de él, en un movimiento sicalíptico bochornosamente placentero. Pensé que iba a ser complicado encajar, acostumbrada a otras manos, pero creo que yo ya llevaba mucho tiempo preparándome para él.
La cadencia de los movimientos se aceleró y cuando nos vimos con la confianza suficiente, rodamos, hasta colocarme sobre su regazo. Nos besamos, pero a pesar de lo que esperaba de una pasión que habíamos retenido durante tanto tiempo, no estábamos desenfrenados como animales, más bien aliviados. Enseguida compartimos una mirada de lascivia, confiada, con las bocas entreabiertas. Eché la cabeza hacia atrás y lancé una amplia expresión de placer que me sorprendió hasta a mí. Víctor estaba concentrado en muchas cosas y no todas se reducían a su placer. Quizá habíamos conseguido hacer el amor.
Me sujetó por la parte baja de la espalda con el brazo derecho y con la mano izquierda me obligó a dejarme caer levemente hacia atrás; se incorporó y me besó los pechos, las clavículas, los hombros…
—Valeria… —Y en su gemido me dio la sensación de que mi nombre significaba muchas cosas para él.
Me habría gustado que aquello no terminara nunca, pero no se podía dilatar por más tiempo algo que llevábamos alimentando tantas semanas. La verdad, creí que ni siquiera me correría. Era la primera noche que compartía cama con otro hombre e incluso con Adrián había ocasiones en las que la fiesta terminaba sin mí. Bueno, decir ocasiones es un eufemismo. Pero Adrián no estaba allí y ni siquiera me acordé de él cuando, con Víctor de nuevo sobre mí, empecé a notar ese hormigueo que presagia un orgasmo glorioso. Me sujeté fuertemente a sus hombros, abrazándole contra mí, y en un movimiento acompasado, más lento, casi decadente, esperó a sentir mis convulsiones. Me arqueé, me retorcí, gemí y, explotando en un millón de pedazos, me corrí como no lo había hecho en mi vida mientras Víctor entraba y salía de mí firmemente. Cuando mi orgasmo terminó de azotarme entera, él agarró mis dos muslos y, clavando la yema de los dedos en ellos, se dejó ir en una sola embestida más que acompañó con un gemido seco, con los dientes apretados.
Ya. Ya estaba. Ya habíamos cedido a la tentación. Y ahora ¿qué?
Nos mantuvimos allí agarrados unos segundos. Su estómago se hinchaba histéricamente en busca de aire y ante un silencio que me pareció muy largo, tuve por primera vez en la noche un miedo brutal y una sensación de desamparo que por poco no me hizo huir. Estaba desnuda en su cama, con su cuerpo empapado entre mis piernas y con él aún dentro de mí y ni siquiera sabía qué se esperaba de mí entonces. ¿Qué tenía que hacer?
Víctor suspiró profundamente mientras salía de mí y se dejó caer a mi lado, tapándose los ojos con su antebrazo izquierdo. Metió la mano bajo la sábana y sacó el preservativo con una mueca; después localizó su ropa interior, se la puso y se marchó al baño, sonriéndome por el camino. Creo que nunca me he sentido más intimidada por una situación. Esperaba que se girara hacia mí. Que me besara. Que me abrazara. Que me dijera que no debía preocuparme. Que me hiciera sentir en casa. Pero se había levantado de la cama y se había ido al cuarto de baño. Y ahora ¿qué? Escuché el agua de la ducha correr a través de la puerta abierta.
Quedarme allí acostada a la espera de que él volviera y cogiese el toro por los cuernos no era muy adulto. Quise mantenerme alerta, confiando en que aquello terminara como solían terminar esas cosas, con un «ha estado bien, pero mañana tengo que madrugar. Ya te llamaré un día de estos». Así que me armé de valor, me levanté, me enrollé la ropa de cama a modo de túnica y la arrastré hasta el baño. Me asomé y le adiviné metido debajo del chorro del agua detrás de una mampara biselada que no traducía con detalle su desnudez. Tenía ambas manos apoyadas en la pared y respiraba fuertemente.
Tiré la sábana al suelo y, dubitativa, entré en la moderna ducha. Se giró instintivamente cuando notó mi presencia y me recibió con una sonrisa que me tranquilizó.
—Voy a tener que pedirte que me ayudes un poco, porque de esto no entiendo —confesé.
—¿Qué quieres saber? —Alargó la mano y me acarició la mejilla.
—¿Me voy?
Víctor se rio y movió la cabeza negativamente.
—No —respondió—. No hace falta.
El «no hace falta» no es que me tranquilizase mucho, la verdad.
—A lo mejor quieres estar solo o, no sé… Quizá ya sobro aquí y no sé qué es lo que quieres y… —empecé a trabarme.
—Ven. —Me acerqué y me abrazó debajo del agua helada. La temperatura me cortó la respiración. Me agarré a su espalda y apoyé la cabeza sobre su pecho para escuchar con alivio—: Quiero estar contigo.
A las tres de la mañana me desperté con un beso en mi vientre. Víctor no parecía dispuesto a dormir aún y yo…, la verdad, también me animé. Parecíamos dos adolescentes que acaban de aprender a hacer el amor y que no pueden pensar en otra cosa.
—¿Qué crees que haces? —le susurré, juguetona.
—¿No creerías que te iba a dejar en paz tan fácilmente?
Evidentemente, sí era posible hacerlo de pie… y sobre la mesa de la cocina…, y él también era capaz de estar a punto de asesinarme de placer con una tranquilidad pasmosa.
Cuando dejé caer la espalda exhausta sobre la mesa alta de la cocina me sentí una perra, una golfa y alguien sucio. La sensación duró poco. Víctor me cogió de los tobillos y tiró de mí hasta que caí encima de él, en el suelo. Allí tirados, nos besamos de manera enfermiza, deslizándonos sobre las baldosas de la cocina, muertos de la risa. Junto a la puerta encontramos mi bolso y, tras rebuscar en él, conseguimos un pitillo que compartimos en silencio. Cuando lo terminamos me miró y dijo:
—Espero que te sientas como yo, porque si no mañana esto va a ser un problema.
Qué ambiguo, ¿no?