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AY, CARMELA…

Carmen estaba sentada en el suelo de su casa. Quería ser fuerte, pero solo alcanzaba a fingirlo. Había hablado con Borja por teléfono y aunque este le había propuesto pasar por su casa, a ella no le apetecía que la viera en aquellas condiciones.

Se acababa de dar una ducha y pensaba acerca de que el hombre que más odiaba en este mundo estuviera enamorado de Nerea y, lo peor, que ella también estuviera enamorándose de él.

No tenía derecho a meterse en medio y tampoco podía castigar a Nerea con su silencio por el hecho de que estuviera enamorándose de alguien que no le caía bien. Sabía que ahora Nerea la Fría también se debatía entre la lealtad y lo que sentía. No tenía obligación de dejarlo, pero en su cuadriculada y germánica mente no estaba bien que siguiera con él.

Habían mantenido una conversación breve pero intensa sobre esto en la que Carmen le dijo que ella la respetaría por el resto de sus días, pero que esperaba que la respetáramos a ella en su decisión de no volver a ver a Daniel.

—Yo te quiero a ti y por eso lo toleraré, pero no esperéis que hagamos cenitas de pareja porque podemos acabar a hostias.

Prefería tomárselo a risa.

De pronto se le ocurrió que si Nerea se sentía tan unida a ese hombre, probablemente él tenía algo bueno que Carmen no había conseguido averiguar; incluso se planteó el hipotético caso de que, quizá, ahora que no trabajaban juntos, pudieran llevarse bien. Sin embargo, arrugó la nariz y desechó ese pensamiento que no la convencía y que estaba en clara lucha con lo que sentía en ese mismo momento. Seguía teniendo ganas de que se quedara calvo, sufriera almorranas y se le cayera la chorra. Todo a la vez y sin darle tiempo a asimilarlo.

Llamaron al timbre. Se levantó del suelo, donde estaba tan cómodamente sentada, y descolgó el telefonillo.

—Soy Borja.

Abrió. Qué chico tan cabezota. Y ella sin arreglar y en camisón.

Dejó la puerta entreabierta y se fue a la habitación a ponerse algo encima. Escuchó cómo se cerraba la puerta desde allí.

—Estoy en el dormitorio —indicó con desgana. Un ramo de calas entró en la habitación antes que Borja. Ella se enterneció y sonrió—. Oh…, no tenías que haberlo hecho —dijo mientras se anudaba el cinturón de una bata de raso rosa palo.

Borja no contestó. Solo sonrió suavemente. Carmen cogió el ramo, fue a la cocina y lo puso en un jarrón con agua. Antes de que se pudiera girar hacia Borja, sintió las manos de él subiendo su camisón por los muslos. Después le besó el cuello. Ella suspiró mientras notaba sus pezones irguiéndose. Borja la volvió hacia él, la agarró de los muslos y la subió sobre la encimera. Tiró del cinturón y deshizo el nudo; la bata resbaló por uno de sus hombros, dejándolo al descubierto, y Borja suspiró. Las manos de él fueron a sus hombros, haciendo que la tela cayera del todo, y después se dirigieron hacia sus pechos. Carmen gimió al sentir las yemas de sus dedos presionando la piel, mientras los apretaba. Supo que por fin iban a hacerlo. Y, por primera vez en muchísimo tiempo, se sintió más nerviosa que excitada.

Se inclinaron uno sobre el otro y se besaron. Y aquel beso dijo muchas cosas, entre ellas que Lola no tenía razón al decir que Borja era un poquito meacamas. Cuando separaron los labios, Carmen se llevó la mano a la boca y con los ojos abiertos de par en par murmuró:

—Oh…

Él no contestó. La agarró por la cadera y la levantó. Carmen apretó las rodillas contra sus costados y antes de que se diera cuenta, estaba dejando caer la espalda suavemente sobre el colchón.

Juntos se deshicieron del camisón de tirantes y lo lanzaron a un rincón de la buhardilla. Borja se quitó el polo, se acostó sobre ella y le besó el cuello. Carmen gimió cuando la mano de Borja bajó entre sus pechos, atravesó el estómago y se adentró finalmente entre sus piernas. Hacía tanto que esperaba aquellas caricias…

Reaccionó y le desabrochó el pantalón, no fuera a arrepentirse. Borja se levantó de la cama y entre los dos bajaron los vaqueros. Cuando solo les quedaba la ropa interior, los dedos de Borja agarraron la goma elástica de las braguitas negras de Carmen y fueron bajándolas. A ella no le pasó por alto que le temblaban un poco las manos.

—Tranquilo… —susurró.

Se besaron, se acariciaron, se acomodaron en la cama y Carmen sintió que, por primera vez en su vida, iba a darle sentido al sexo. ¿Cómo sería hacerlo con tanto amor?

—Cariño… —dijo él desnudo entre sus piernas—. ¿Tomas la píldora?

Y ella sonrió, conteniendo la risa, al ver cómo Borja se sonrojaba al preguntarle una cosa tan natural en una pareja.

—No —musitó—. Pero en la mesita de noche hay…

Borja no le dejó terminar. Se incorporó, alcanzó el cajón de la mesita, cogió un preservativo y suspiró.

—No me gustan estos chismes —se rio mientras lo abría.

A los dos les entró la risa.

Borja se tumbó sobre ella y se acomodaron, ella con las piernas abiertas, mirando al techo, tratando de imaginarse si sería como en las películas. ¿Sería su novio uno de esos chicos que lo hacían despacio? Una embestida certera la sacó de la duda y ella se retorció de placer. No. Borja no era, en absoluto, el hombre que ella pensaba cuando lo miraba en el trabajo sin atreverse a decirle todo lo que sentía por él. Ni era tímido ni inseguro ni torpe. La siguiente penetración profunda la hundió en el colchón y pensó que se correría en menos de dos minutos si él seguía así. Quién iba a pensar que Borja la haría gozar mucho más que cualquiera de los chicos con los que Carmen había compartido cama.

Le sujetó las muñecas por encima de su cabeza, sobre la cama, y empezó a imponer un ritmo más rápido a sus embestidas.

—Te voy a hacer esto todas las noches hasta que me muera. —Y esa sonrisa sexi que se le dibujaba en los labios entre gemido y gemido volvió loca a Carmen.

La respiración de los dos empezó a acelerarse y por primera vez en mucho tiempo Carmen se sintió lo suficientemente desinhibida para expresar ese placer.

—Me voy… —dijo ella echando la cabeza hacia atrás.

—Te tengo…, no te dejaré ir. —Carmen le miró y él sonrió de lado antes de decir—: Te daré lo que me pidas de aquí al resto de mi vida. Déjate ir…, déjate ir.

Apretó a Borja contra ella, oliendo su piel, y arqueó la espalda justo antes de deshacerse los dos en un orgasmo brutal que los dejó semiinconscientes.

No duró mucho, no estuvieron rodeados de velas y no se habían deshecho en preliminares, pero había sido perfecto.

Carmen se dio cuenta mientras acariciaba el pelo de Borja, echados en la cama, de que quizá habría perdido el trabajo por el que había luchado mucho tiempo, pero había conseguido encontrar al amor de su vida…

Borja levantó la cara y al tiempo que la besaba le dijo:

—Te quiero.

Y de pronto entendió por qué él había querido esperar…