SEXO…
Me levanté de la silla con el culo dolorido. Gimoteé estirándome y me tiré en la cama. Había escrito cuarenta páginas del tirón. Dicen que los buenos escritores tardan días en escribir una página porque es la calidad lo que cuesta trabajo, no la cantidad. Probablemente yo no fuera tan buena escritora, pero estaba satisfecha con lo que estaba gestándose en el archivo «Proyecto nuevo». Satisfecha pero agotada. Agotada pero satisfecha de estar tan cansada. Además, a pesar de llevar tan poco desarrollado, la historia ya había empezado a hacerme pensar…
Adrián seguiría muy ocupado durante aquella semana. Al menos eso es lo que me había dicho. Estaba intentando arreglarlo todo para que el viaje a Almería le saliera rentable; antes de hacer el reportaje, ya lo tenía vendido. De manera que estaba concentrado en gestionar otro de sus trabajos y unos encargos antes de marcharse al festival de música. Dedicaba doce horas del día a su trabajo, que era una amante muy exigente. Yo, como parecía no serlo, me conformaba con el tiempo restante que me tocaba…, humm…, no sé…, ¿veinte minutos? Veinte minutos que se parecían demasiado a cuando no estaba en casa.
Me decidí a llamarle, aunque solía ser poco proclive a hacerlo. Si queríamos arreglar las cosas no bastaba con hacer las paces y darse un beso. No me apetecía demasiado llamar, pero lo hice. Sin embargo, él pareció algo distraído y ausente.
—Bueno, nos vemos esta tarde en casa —dije desilusionada por su actitud.
—No creo que llegue a casa antes de las nueve de la noche. Quiero pasarme por la galería y ya sabes cómo es Antonio…, se enrolla como las persianas.
—Vale. No te preocupes.
—¿Llevas toda la mañana escribiendo?
—Sí, desde que te marchaste —sonreí.
—Pues me fui hace siete horas. ¿Por qué no sales un rato y…? —se calló—. Espera, Valeria. —Tapó el auricular, detalle que me puso en alerta—. Álex, por favor…, estate quieta. —¿Realmente había dicho eso?—. Digo que por qué no sales un rato…
—¿Qué ha sido eso?
—¿El qué?
Adrián mentía de pena, por no mencionar lo mal que disimulaba. ¿Era el momento de montar un numerito y exigir una explicación?
—Sí, quizá salga —contesté.
—Eso, llama a las chicas.
Pues no. Era momento de volver a ver a Víctor.
Llamé al timbre de casa de Víctor muy segura de mí misma. Si no estaba me marcharía por ahí, no sé, de compras…, pero con la tarjeta de Adrián. Gastaría una cantidad de dinero aberrante en zapatos y un vestido de firma. Cuando ya estaba probándome mentalmente una blusa blanca de Carolina Herrera, Víctor abrió la puerta. No pudo ocultar su sorpresa y, precavido, dejó la puerta entreabierta detrás de él.
—Hola —dije con una sonrisa tímida.
—¡Hola! ¿Qué…, qué haces aquí? —preguntó sonriendo.
—Pensé que a lo mejor te apetecía salir…
—Verás, es que… —puso cara de apuro y juntó más la puerta a su espalda— ahora no estoy solo.
Una voz surgió del salón con fuerza, femenina y muy joven:
—Víctor, mucha cháchara para ser el del contador del gas, ¿no?
Me quedé mirándole sin saber qué hacer. ¿Me estaba camelando Víctor mientras se calzaba a todos los contactos de su chorbi agenda en días alternos? ¿Tenía yo realmente derecho a molestarme porque él estuviera con otra chica? No era nada mío. No nos debíamos fidelidad eterna y, que yo supiera, él aún no había jurado que guardaría celibato por mí.
La chica en cuestión salió del salón y abrió la puerta, quedándose detrás de él. ¿No era suficiente tener que estar celosa por un hombre al día?
Era una chica de veintipoquísimos y preciosa, lo que correspondía con el historial de conquistas de Víctor, por supuesto. Tenía el pelo negro y ondulado, increíble y suelto, el cual le llegaba por debajo del pecho, y unos ojos de un verde clarísimo. Llevaba unos vaqueros ceñidos y una camiseta de tirantes ancha de color rosa flúor. Y allí estaba, mirándome de la misma manera que yo a ella: con sorpresa.
—Perdona, Víctor. La próxima vez llamaré.
—No, no, Valeria…, no te vayas —dijo él sosteniéndome de un brazo.
—Bueno, es evidente que te pillo ocupado. No te preocupes.
Sonrió enigmáticamente y añadió:
—Entra, por favor.
¿Qué quería? ¿Montar una orgía en su salón? Debía de estar loco si pensaba que una mujer como yo iba a aguantar que un hombre como él la toreara. Y cuando digo como yo, no sé ni a lo que me refiero, porque me dejé arrastrar sin dificultad, cómo no. Me llevó hasta el pequeño recibidor de su casa y cerró la puerta.
—Ahora mismo estábamos hablando de ti. —Se rio al tiempo que se revolvía nervioso su frondoso pelo negro—. Esta es mi hermana Aina.
—Oh… —contesté al tiempo que notaba una oleada de calor en las mejillas.
—¿¡Tú eres la casada!? —preguntó ella emocionada—. ¡Pues me la imaginaba vieja!
Abrí los ojos de par en par.
—Aina, por Dios… —musitó Víctor.
—Pasa, pasa. Estábamos aquí, ya sabes…, hablando de ti. —Y sonrió.
Ahora, con aquel gesto en la cara, la verdad es que se parecía muchísimo a él.
—Yo pensé que… —empecé a decir.
—Ya me imagino lo que pensaste. Anda, pasa. ¿Una cerveza?
—Vale.
—Yo quiero otra —dijo su hermana.
—Tú a callar, y lo digo literalmente. Calla —le contestó muy serio.
Víctor desapareció unos segundos y Aina me pidió que me sentara. Él volvió con dos botellines fríos y una coca cola.
—Por Dios, Víctor… —se quejó ella cogiendo el refresco—. Hace rato que soy mayor de edad.
—Coca cola o agua.
—O un limón mustio —añadí yo presa de los nervios.
Víctor se echó a reír sonoramente.
—¿No me lo perdonarás jamás? —me dijo.
—Matar a alguien de hambre es delito, campeón.
—Vaya, ya empezáis con vuestras bromitas privadas —suspiró su hermana.
Los dos la miramos y creo que deseamos exactamente lo mismo: que tuviera prisa por marcharse a dondequiera que tuviera que ir. Víctor chasqueó la lengua, se volvió hacia mí y me explicó:
—Va a salir por ahí y se queda a dormir. Se cree que porque mis padres no la oigan llegar no van a imaginarse la cogorza que piensa pillar esta noche —dijo Víctor mortificado.
—¿Te has puesto celosa? —me preguntó ella risueña.
—Aina. ¿No tienes que arreglarte? —le contestó él hoscamente.
—Os dejaré solos. —Hizo morritos—. Voy a ponerme bella.
Víctor puso los ojos en blanco y la chica desapareció por el pasillo. Abrí la boca para hablar pero él me paró. Se giró hacia la puerta y gritó:
—Sé que estás en el pasillo. Vete al baño de una pu…ñetera vez.
Se la oyó reír y la puerta del baño se cerró con pestillo.
—No sabía que tenías una hermana pequeña.
—Sí, hija, sí —contestó con un suspiro. Nos quedamos callados—. ¿Te pusiste celosa? —preguntó también.
—Vaaayaaa, qué familia tan preguntona, ¿no?
—Un poco.
Hice un mohín y quise cambiar de tema pronto.
—Sí estás ocupado, no sé, vine sin llamar…
—No te preocupes. Ella se irá en cuanto se pinte como una puerta. Pero dime, ¿qué tal? ¿Qué tal el día?
Nos miramos recordando esa primera vez que pasamos la tarde juntos y nos sonreímos como dos tontos. Pestañeé un par de veces, tratando de espabilarme, y dije:
—¿Hablabais de mí? —Levanté las cejas.
—Sí.
—¿Y bien?
—Pues le contaba que había conocido a alguien especial pero que había una diferencia insalvable entre nosotros…: que ella estaba casada y no conmigo.
—No te creo.
—Yo lo que creo es que te encanta escucharme decir que me gustas. —Sus dedos serpentearon sobre mi piel.
—Víctor, yo… —De pronto sentí la necesidad de decirle que él también a mí. Lo complicaba todo, pero era verdad…—. Yo…
—Ya lo sé. Soy un caballero. No insistiré.
—Sí, ya…, ya me contó Lola lo romántico que puedes llegar a ser. —Alejé la tentación de confesarme.
—Prefiero no saber qué te contó.
—Mejor…
—Seguro que es mentira.
—No lo creo.
Aina salió sorprendentemente pronto del baño con un vestido sin tirantes, verde, de falda corta. Víctor miró de reojo y suspiró.
—Espera un segundo —me dijo antes de girarse hacia el pasillo—. Aina, ¿no puedes ir un poco más desnuda, chata?
—Sí, hombre, puedo ir en tanga.
—Si te lo veo desde aquí. ¡Haz el favor de bajarte un poco el vestido!
—Si me lo bajo se me salen las tetas, no sé qué va a ser mejor… —Era refrescantemente natural.
—¡Aina, por Dios santo! ¡Vas desnuda! ¡Ponte pantalones o… yo qué sé!
—¡¡Seguro que tú ligas todos los fines de semana con tías que van bastante más en porreta!! —Me miró con apuro y añadió—: Huy, perdona. Quería decir que ligaría en su momento…, ahora ya no, claro, porque con esto de estar…
—¡Cállate, por Dios! —suplicó Víctor avergonzado.
Hizo un gesto con la mano, dejándola por imposible. Entonces ella agregó:
—Oye, Víctor, si vengo acompañada, ¿te vas tú al sofá?
—Si vienes acompañada te calzo una hostia como un pan —contestó él con naturalidad cruzando las piernas a la altura del tobillo.
—¿Prefieres que vaya haciéndolo por los portales?
Me atraganté con la cerveza y él se volvió para decirme que no hiciera comentarios.
—Prefiero que te calles ya, Aina.
—Bueno, por si acaso te he cogido unos cuantos condones de la mesita de noche. No creo que vayas a utilizar todo ese arsenal en años, así que…
—Yo la mato… —Se levantó y fue hacia ella, pero Aina desapareció después de coger las llaves.
—Déjala. —Le agarré de la muñeca y tiré hacia mí.
—Pero ¡si es que tiene solo veintiún años!
—¿Solo? Ya es mayorcita. —Y me abracé a su pecho sin apenas pensarlo.
Hizo un mohín.
—Para eso no. —Me apretó contra su cuerpo y me besó en el cuello.
Mal. Mal empezábamos.
—¿Es verdad que tienes un arsenal en el cajón? —le pregunté mirando hacia arriba para encontrarme con su cara.
—Bah… —Se sentó en el sofá y me acomodó sobre él, a horcajadas.
Nos miramos a la cara y nos reímos.
—Muy cerca —susurré.
—¿No quieres estar aquí? —Me acarició los brazos con las dos manos.
—Sí, pero…
Me dejé caer a su lado, me tumbé en el sofá y le puse los pies en el regazo. Él cogió la hebilla de mis sandalias de tacón y las desató, dejándome descalza. Moví los deditos de los pies con placer.
—Oye, ¿por qué no nos vamos a la cama y así yo también me puedo tumbar, listilla?
—¿Siempre utilizas la misma excusa?
—Sí, y luego las ato a la cama con condones.
Nos echamos a reír. Víctor se levantó y fue hacia el dormitorio. Yo le seguí descalza.
Cuando llegué se estaba quitando el jersey de cuello de pico, que dejó tirado en el sillón de cuero negro, sobre el que había un sujetador. Se estiró la camiseta blanca que llevaba puesta y cogió el sostén.
—¿Me quieres decir que esa niñata va por la calle sin esto?
—¡Que la detengan! —Me tiré en la cama dramáticamente.
—Bueno. —Cerró los ojos—. ¿A qué se debe tu visita? —Tiró el sujetador de su hermana con asco otra vez sobre el sillón.
—Pues… he empezado una nueva novela.
—Ah, ¿sí? ¿Una nueva? ¿De qué va?
—Aún no puedo contar nada. Solo diré que no tiene nada que ver con la anterior. Aunque me encuentro con la necesidad de saber más sobre los hombres.
—Llevas casada seis años… ¿y me necesitas a mí para saber más sobre hombres?
—Necesito información sobre por qué los hombres solteros hacen las cosas como las hacen. Soy Carrie Bradshaw. —Menuda excusa me había buscado…
—¿Quién?
Me eché a reír.
—Vosotros ¿de qué habláis cuando estáis solos?
—De sexo. No hablamos de otra cosa. —Se recostó a mi lado.
—Vaya. Me esperaba una respuesta del tipo: mujeres, coches, música.
—No, no. Sexo. Solo sexo. —Me sonrió.
—¿Y qué os contáis? ¿Batallitas, posturitas preferidas…?
—¿Posturas? No, no, eso me parece que lo hacéis vosotras. No tengo ni idea de la postura preferida de ninguno de mis colegas, ni me interesa. —Hizo una mueca.
—Tampoco es para tanto…
—Demasiado visual. Pero, oye, ¿a que tú sabes la de todas tus amigas?
—Sí. A Lola le gusta encima, a Carmen sentados y a Nerea el misionero con la luz apagada.
Me miró con una sonrisa pervertida en la boca.
—¿Y a ti? —Me cogió de la cintura y me zarandeó suavemente.
—¿Y a ti? —repuse yo.
—Los hombres no hablamos de esas cosas.
—No con otros hombres. Yo no tengo pene.
—Creo que ya lo habría notado… —Y se acercó hacia mí ladeando la cara.
—¡Venga! —Lo aparté, juguetona.
—¿Tú dirás la tuya?
Asentí.
—De pie —sonrió ampliamente.
—Eso es imposible —me reí.
—¿Cómo que es imposible? De eso nada.
—¡Fantasma!
Me eché a reír a carcajadas.
—Ven. —Se puso de pie.
—Que vaya ¿dónde? —pregunté tomándolo por loco.
—Ven, ponte de pie.
—Oh, no. No flipes.
—De flipar nada, ven.
Tiró de mí hasta echarme de la cama y me puse de pie frente a él, rígida como un palo. Se acercó un paso a mí y con fuerza me cogió en brazos. Mis piernas se engancharon de manera automática a su cintura para no caer y, girando sobre nosotros mismos, apoyó mi espalda violentamente contra la pared, mientras me sujetaba los muslos con las manos abiertas y se acercaba hacia mi boca.
—¿Se puede o no? —dijo, seguro de sí mismo.
—No. En menos de dos minutos te has cansado. A menos, claro, que esa sea tu marca récord…
—No lo es y te lo demuestro cuando quieras. —Su boca se acercaba peligrosamente a la mía.
—Sí, claro. Además… ahora estamos quietos. Me niego a pensar que aguantas así, ¿cuánto?, ¿media hora?
—Esta postura es para un polvo rápido, listilla, y sobre lo de que estamos quietos…, si quieres… un poco de ropa menos y…
—Déjame en el suelo. Me estás tocando el culo.
—Pero sin disfrutarlo. —Arrugó la nariz, pícaro.
Me dejó sentada sobre la cama y se quedó de pie.
—Venga, ahora la tuya. —Me hice la remolona—. ¡Venga…, estoy esperando!
—De rodillas —confesé.
—¿Cómo que de rodillas?
—De rodillas.
Se acercó a la cama y en una maniobra rápida me colocó de espaldas a él y me empujó hacia el colchón, de manera que me quedé a cuatro patas de espaldas a él. Me sujetó de la cintura con ambas manos y preguntó:
—¿Así?
Cerré los ojos mientras me decía a mí misma que debía mantener el control. Al notar su cuerpo pegarse a mi trasero, imitando el movimiento que haríamos si estuviéramos follando en aquella postura, por poco no me dio un síncope.
—No, así no. Esto tiene otro nombre… —Me reí nerviosamente cuando una de sus manos me sobó una nalga.
Me levantó poniendo una mano sobre mi estómago y, tras arrodillarse sobre la cama detrás de mí, se pegó a mi espalda. Ahora solo faltaba estar desnudos para cumplir mi fantasía…
—¿Así?
—Algo así.
—Perdona, pero esto sí que es imposible.
Me acerqué más y me acoplé a su cuerpo; coloqué sus manos justo debajo de mis pechos y me giré levemente para verle la cara. Moví las caderas, frotándome muy sutilmente.
—No es imposible —susurré.
—¿Por qué no te quitas algo de ropa? —sugirió al tiempo que rozaba la punta de su nariz con mi cuello.
—¡Víctor!
—Es que juegas sucio conmigo, Valeria —lloriqueó mientras se tiraba sobre la cama.
—¡Eres tú! ¡Me perviertes!
Me quedé en su lado de la cama y, aprovechando que miraba al techo, abrí el cajón de su mesita de noche.
—¡Valeria! —gritó. Me eché a reír a carcajadas. Su hermana tenía razón—. Maldita Aina…
—Pero ¡es verdad! —Seguí riéndome.
—Ella levanta la liebre y se va.
—Pero ¡¿qué haces con todo esto aquí?! —Yo no paraba de reírme.
—Soy un chico precavido.
—Víctor, si hubiese un cataclismo y te quedaras aislado en esta casa con un harén, seguirías teniendo para años.
—Pues con esos te aseguro que me quedaba corto.
—¿Corto? —pregunté.
—Contigo. Contigo esos no me duraban ni un fin de semana.
—Fantasma —me reí.
—No me hagas demostrártelo. —Levantó su perfecta ceja para enfatizar.
—Eso sería violación.
—Violación es cuando uno de los dos no quiere, no cuando uno de los dos no puede.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no? —Le coloqué una pierna encima.
—Claro. Estoy seguro de que ahora mismo te metías en la ducha conmigo. —La acarició.
—No cabríamos.
—Soy arquitecto y el piso está reformado…, sí cabríamos.
Se colocó sobre mí soportando su peso con los brazos. Los acaricié y abrí las piernas flexionando las rodillas, dejándole espacio entre ellas.
—No me toques mucho, Valeria, porque hago un destrozo. —Me miró de arriba abajo.
—¿Como qué?
—Te estás aficionando a que te diga guarradas… —Se rio dejándose caer sobre mí.
—Sí. —Sentí cómo su nariz me acariciaba el cuello y se me aceleró el corazón—. Dímelas…
—¿Sí? ¿Te gusta? —Un movimiento suyo de cadera me sorprendió y me arrancó una suerte de gemido.
Me escondí en el arco de su cuello, abrazándolo a mí, avergonzada.
—Me gusta —le confesé al oído.
—Has vuelto a ponérmela dura, ¿lo notas?
Abrí algo más las piernas y Víctor me besó en el cuello rozándose sin demasiado disimulo. Me retorcí, mordiéndome el labio inferior, y con sus labios casi tocando mi boca nos movimos a la vez, friccionando su sexo contra el mío. Gemí abiertamente cuando un escalofrío me recorrió entera al sentir la dureza de su pene detrás de la bragueta de su pantalón vaquero, presionándome.
—Joder, Valeria… —resopló.
Nos mecimos otra vez y le rodeé las caderas con las piernas casi instintivamente, con la respiración acelerada. No me podía creer lo que estaba haciendo, pero había algo, no sé cómo llamarlo, algo que me decía internamente eso de… «solo un poquito más…».
—Deberíamos parar —susurré en su cuello.
—Deberíamos, deberíamos… —repitió junto a mi oído—. ¿Quién lo dice?
—Lo digo yo. —Me reí y lo abracé contra mí.
Se mordió el labio inferior y envistió de nuevo entre mis piernas. Me agarré fuertemente a su espalda y deseé llevar menos ropa.
—Te lo haría tan fuerte y tan duro… —gimió.
—Cada día me obligas a ir un poquito más allá. Te voy cediendo terreno sin darme cuenta —susurré.
—Sí te das cuenta —sonrió, y volvió a sostenerse con los brazos sobre mí.
No dijimos nada, solo nos miramos y nos miramos durante tanto tiempo que todo empezó a tener un significado diferente. No parecía un calentón. Víctor se humedeció los labios antes de decir:
—Dime, ¿estás enfadada con Adrián?
Me quedé anonadada, simple y llanamente, porque no esperaba escuchar el nombre de mi marido en ese momento. Me sentí fatal, sucia y, sobre todo, extraña. Nunca pensé que fuera capaz de hacer ciertas cosas que ahora hacía con toda naturalidad.
Con un gesto le pedí que se retirara de encima y me senté en el borde de la cama. ¿Dónde habría dejado mis malditas sandalias?
—Pero ¿ahora qué pasa? —preguntó molesto.
—Tienes razón. Esto está mal. Me voy a casa.
—Pero, Valeria, por Dios.
—Tú mismo lo has dicho, Víctor. Esto no es justo, estoy enfadada con Adrián. Es mejor que me vaya…
—Eh —llamó mi atención.
—¿Qué?
Al girarme encontré a un Víctor que no había visto nunca y lo vi venir. Ahora es cuando comenzaba la charla, estaba claro. Lo que me pregunto es cómo yo había pensado sobrellevar la situación sin sentarme a hablar de ello con Víctor, aunque fuera superficialmente. Y allí estaba él, con el ceño fruncido.
—Mira, Valeria, no voy a contradecirte, pero sabes que siempre que vienes aquí es porque hay algún problema con Adrián.
—Pues me voy. Ya está. Esto no está bien —musité.
—No haces más que repetirlo, pero ¡vuelves! ¿Qué es lo que tengo yo que pensar?
—Que vuelvo porque me gusta estar contigo.
—Bueno, también te gustaría acostarte conmigo y de eso no hablamos. —No contesté. Quien calla otorga—. ¿Crees que Adrián se acuesta con la otra? ¿Es eso?
—No lo sé. No estoy segura. —Me sujeté el puente de la nariz entre los dedos y me apoyé en la pared.
—¿Y si él estuviera haciendo lo mismo que tú? Técnicamente no le estás siendo infiel, pero… Por Dios, Valeria, ¿te das cuenta de lo que estábamos haciendo?
—¿Qué quieres que te diga, Víctor? —pregunté.
—Quiero que lo tengas claro y que no te equivoques. —Se levantó y se puso enfrente de mí—. No voy a engañarte. No soy de esos. Esto está igual de mal que el sexo. Yo diría que incluso es sexo. Pero ¿sabes cuál es el problema? ¡¡Que no lo es!!
—No, claro que no lo es.
—Si tú estuvieras conmigo, me volvería loco si él te hiciera lo que te hago yo, te lo aseguro.
—Esto no es sexo, Víctor.
—¿Por qué? ¿Porque no estamos desnudos y no terminamos jamás? ¡Esto es un gran y eterno preliminar! —Levantó los brazos y después los dejó caer, al tiempo que hacía chasquear la lengua contra el paladar—. ¡Y yo mientras tanto aquí, esperando! Te juro que hasta me duele mirarte, Valeria. ¡Me duele físicamente! ¡Voy a reventar! Mira, si no lo tienes claro, no lo tienes claro. Si es por despecho, es por despecho, pero tú estás continuamente tanteando la línea conmigo y los dos sabemos que tarde o temprano acabaremos teniendo un problema.
—Y ¿qué propones? ¿Un polvo rápido? Porque…, total, ¿no?, es casi lo mismo.
—¿Y qué quieres que haga yo? ¿Qué esperas? ¿Me quedo cruzado de brazos esperando que decidas lo que quieres? ¿Tú sabes lo mal que lo paso cada vez que te vas?
—Tenías un montón de amigas con quien solucionarlo, ¿no?
Víctor levantó una ceja, muy serio.
—¿Nos ponemos en ese plan, Valeria?
Reculé. Supongo que se me notó hasta en la cara que me arrepentía soberanamente de haber hecho un comentario de tales características a alguien que no era mi novio ni mi amante ni mucho menos mi marido.
—No quería decir eso. Es solo que…
—No me apetece follar con otras —dijo en un tono muy tirante—. Me apetece que tú soluciones esto, porque tú lo has provocado. No utilizo a otras mujeres para hacerme una paja y descargar, ¿sabes? Esto es un problema nuestro. De nadie más.
—Pero yo no puedo, Víctor. —Y mi tono fue tan blandito entonces…
—No es que no puedas, ¡es que no quieres, joder! —Víctor se pasó las manos por el pelo y después las dejó caer en un suspiro.
—Víctor… —Le toqué el brazo pero se apartó un paso—. No puedo. Estoy casada.
—¿De qué sirve estarlo si en realidad con el que quieres estar es conmigo? —Abrí los ojos de par en par y contuve el aliento. ¿Qué me quería decir con aquello? ¿Me echaba en cara que empezara a sentir algo más que atracción? ¿Me pedía que dejara a Adrián? No lo entendía. Víctor se recompuso y se volvió hacia mí—: De todas maneras, mira, no sé… También existe la posibilidad de que lo superemos o que simplemente aprendamos cómo conjugar nuestra situación con esta tensión sexual. Pero ahora me lo pones tan difícil…
—Soy una…
—No, no, no eres nada. Estás…, estás hecha un lío. Y lo comprendo. Estoy seguro de que quieres mucho a Adrián. —Cerró los ojos, se dejó caer sentado en la cama y cogió aire—. Simplemente, no sabes cómo enfrentarte a esto y él… te está dando la excusa perfecta.
—La culpa no es de él —respondí.
—No, es de los tres. De él, de ti y de mí. —Levantó las cejas y dibujó una sonrisa tímida que de repente me consoló y me reconfortó.
—Sobre todo tuya —dije contagiándome de su expresión.
—Sobre todo mía —sonrió—, que soy un guarro y anoche soñé que te lo hacía encima de la mesa de la cocina. —Me mordí el labio—. Venga, vete a casa porque si no… —apostilló avergonzado.
—Si no…
—Si no… —suspiró—, me encantaría terminar la frase, pero creo que me abofetearías y no tengo ganas de que me pegues. —Lancé una carcajada y Víctor se quedó mirándome con una expresión extraña—. En serio…, si pudiera odiarte, lo haría —dijo—. Sería mucho más fácil. —Tiró de mi brazo y me empujó hacia él. Caí a horcajadas sobre sus rodillas y sus brazos se asieron a mis caderas rápidamente—. ¿Por qué no nos conocimos hace siete años? Joder, Valeria…, ¿le quieres de verdad? Dime…, ¿le quieres? —susurró mientras me besaba en la barbilla.
—No…, no lo sé. —Cerré los ojos.
—¿Por qué no te divorcias? Me casaría contigo mañana mismo. —Ahora me besó en los labios.
—Lo que tú quieres no es casarte conmigo, patán. —Me reí apartándome un poco—. Vámonos a tomar algo, venga, empiezas a decir tonterías.
Negó con la cabeza.
—No.
—No ¿qué? —dije agarrándome a su espalda, con sus brazos apretados a mi cintura.
—No digo tonterías. Solo pienso en ti.
Si se trataba de truquitos para conseguir que bajara la guardia, eran muy buenos. Ya casi no le hacía falta presionar para que fuéramos trasladando el límite cada vez un poco más allá. Ahora fui yo la que me incliné hacia él, girando la cara hasta encajar su boca con mis labios. Cerramos los ojos y sus pestañas me hicieron cosquillas en las mejillas. Nos dimos un beso inocente y apretado, en medio de un abrazo. Tenía tantas ganas de él que no podía refrenarme. Nos miramos y, acercándose de nuevo, nos besamos un par de veces, primero yo a él, después él a mí.
—Valeria… —imploró.
Nos apretamos otra vez y nos dimos otro beso en los labios, en esta ocasión mucho más salvaje. Su boca se abrió lentamente y su lengua salió al paso, acariciando la mía. Pronto las dos se enredaron como dos cobras y su mano izquierda me acarició un pecho. Me separé un poco y Víctor gimió despacio mientras trataba de desabrocharme el vaquero.
—Para… —supliqué—. Más despacio, Víctor. Para…
—¿No vamos a pasar de aquí? —preguntó con los ojos cerrados, jadeando.
—No. No podemos pasar de aquí.
—Pues vete, por favor.
Nos miramos desde muy cerca y me sentí extraña. Avergonzada, rechazada.
—¿Por qué?
—Porque me duele. —Hizo una mueca cuando me acomodó sobre su regazo—. En serio, al final terminará gangrenándose.
No me quedó más que levantarme de sus rodillas.
—Entonces… ¿no vienes?
—No. —Negó con la cabeza—. Creo que no me va a venir mal estar solo.
Me revolví el pelo y suspiré.
—Voy a… —señalé el pasillo.
Víctor no contestó; se quedó mirando al suelo, mordiéndose los labios. Fui con paso decidido, entré en el salón y me senté a abrocharme las sandalias. Quería desaparecer cuanto antes de allí. Nos habíamos besado. Habíamos querido más. Yo había parado. Él me echaba de casa. Estaba claro: si no podía echarme un polvo dejaría de interesarle un día. ¿Era lógico estar tirando mi matrimonio por la borda por él?
Víctor apareció en el quicio de la puerta del salón cuando ya me levantaba y me sonrió un poco tirante.
—Me voy —le dije al tiempo que me colgaba el bolso al hombro.
—Me cuesta horrores decirte que es mejor que te marches porque en realidad lo que me pide el cuerpo es pasarme la tarde mendigándote un poco de atención. Pero tengo que concentrarme en ser un poco más inteligente, al menos emocionalmente. —Miré la alfombra y resoplé. Joder. Él siguió—: Esto es una putada, ya lo sé.
—No es que sea una putada…, yo… —balbuceé.
—Si te vas jodida porque tienes un calentón que tu marido no te soluciona, no vuelvas. Esto se está poniendo raro y yo… —miró hacia el techo y se metió las manos en los bolsillos— paso de seguir sufriendo si al final solo voy a convertirme en el acicate de lo vuestro. No quiero que me utilices.
—No eres un calentón. Me gusta estar contigo… —Agaché la cabeza, avergonzada.
Víctor se acercó y empezó a envolverme con sus brazos mientras dibujaba una sonrisa suave y triste. El bolso se me escurrió hacia el suelo y nos apretamos los dos. Dios, qué bien olía. Apoyé mi mejilla en su pecho.
—Me estoy cansando, Val. —Y yo…, pensé. Le miré y Víctor susurró que me echaría de menos—. Dame un beso antes de irte —pidió.
Me puse de puntillas, le besé en la comisura de los labios y después los dos giramos la cara hasta encajar las bocas. Fue como una descarga eléctrica. Su lengua acarició la mía y todo me supo a él. Apreté las yemas de los dedos en sus hombros y me encaramé a él. Su mano se metió entre mi pelo y lo mesó hasta que lo agarró a la altura de la nuca y tiró ligeramente hacia atrás para terminar con un beso que se empezaba a poner serio.
—Vete y piensa mucho en mí.
—Y tú en mí.
Nos dimos un beso corto, recogí el bolso y fui hacia la puerta. Él se quedó allí, mirándome, y antes de que cerrara me llamó y con una sonrisa dijo:
—Llámame, por favor.