30

LA REALIDAD…

A las nueve de la mañana ya estaba sentada en el autobús, vestida de fiesta y de camino a mi casa. Intenté hablar con Lola mientras un par de abuelas me miraban con desaprobación y cotilleaban sobre mi indumentaria, pero la muy jodía no contestó. Debía de estar durmiendo a pierna suelta, no muy preocupada por mí, cabe decir.

Me sentía angustiada, como es natural. No estaba orgullosa de lo que había pasado la noche anterior, aunque con una fuerza de voluntad de hierro me abstuve de sentarme sobre Víctor y hacerle todo lo que el cuerpo me pedía hacer. Aquel beso… Me acaricié los labios. Aquel beso no parecía nada sucio, no parecía pertenecer a algo que no estuviera bien. Me avergonzó acordarme de la sensación que había invadido mi estómago al dejarle durmiendo en su cama, abrazado a la almohada donde antes me apoyaba yo.

El cuerpo a veces nos da señales engañosas. La lujuria es como la gula. La sientes latiéndote dentro, pidiéndote más: en algunas ocasiones lo pagas con un empacho y otras con una equivocación que te puede arruinar la vida. No valía la pena. ¿Verdad? Porque… ¿era lascivia lo que me empujaba a Víctor?

Al llegar a la puerta de casa, respiré hondo y entré; no había por qué dilatarlo más. ¿Qué sentido tenía esconderse ahora?

Adrián estaba sentado sobre la cama, mordiéndose las uñas, cuando entré. Me quedé de pie delante de él sin despegar los labios, esperando que dijera algo como «¿Dónde has estado?», pero no habló. Tenía cara de no haber pegado ojo en toda la noche y se encorvó más sobre sí mismo, suspirando. Llevaba aún la misma ropa que la noche anterior.

Me senté en el suelo, frente a él, dispuesta a tragar con todo lo que me dijera. Pensaba que me lo merecía, pero él me miró y confesó:

—Estaba preocupado.

—Lo siento. —Agaché la cabeza.

—Estaba preocupado por si no volvías. Me porté como un gilipollas.

Tal fue la sorpresa al escucharle que me costó reformular una contestación.

—No, yo debía haber vuelto a casa.

—No quiero saber dónde has estado. —Se miró las manos.

—No ha pasado nada —le aclaré, mintiendo como una bellaca.

—Está bien —asintió.

—Siento haberte molestado con el tema de Víctor.

—No debía molestarme. Me piqué yo solo. Estaba celoso. Es un tío muy guapo. Sonrió mientras jugueteaba con su reloj.

—Tendría que haberlo sabido y haber ido sola con las chicas.

—No, no, te dije que buscaras a alguien. No tendría que haberlo hecho, tendrías que haber estado conmigo y yo te alejé. No tengo derecho a elegir tus amistades. Si ese chico te cae bien, yo…, pero es que me da la sensación de que él quiere…

—Nadie me obliga a tomar las decisiones que tomo. Si me equivoco, me equivocaré sola. Nadie tendrá la culpa; pero quiero estar contigo.

Él me miró con el ceño fruncido pero no por lo que acababa de decir, sino porque era casi su gesto natural.

—Álex también es…, es guapísima —murmuré.

—Probablemente lo es, pero nunca la he visto de esa manera. —Y Adrián mentía tan mal…

Me sentí desgraciada. Quería estar en cualquier otro sitio. Para ser sincera, quería estar despertándome al lado de Víctor sin tener que preocuparme de aquello.

—A mí también me da la sensación de que ella tiene unas intenciones diferentes a las tuyas —dije al fin.

—Es problema suyo. —Me miró—. ¿Víctor te corteja? —Y sonrió, de lado, como tanto me gustaba.

—A su manera sí, pero es un buen chico.

—¿Has estado con él?

—Dijiste que no querías saberlo.

—Pero sí quiero.

—Sí, estuve con él —asentí.

—¿Se portó bien?

Regular, pensé. Y eché de menos a Víctor.

—Claro. —Fue lo que dije.

—¿Te besó?

—No. No. —Tragué el nudo de mi garganta—. Él no… Solo me invitó a unas cervezas y me ofreció su casa para dormir.

—¿Y no intentó nada?

—No. —Negué con la cabeza—. A Víctor la boca le pierde, pero luego se queda ahí.

—Me alegro. Así no tendré que retarme en duelo con él al amanecer.

Le lancé una mirada de soslayo y me reí entre dientes.

—Cómo te conozco.

Adrián se inclinó hacia mí y me besó en los labios. Con la mano derecha me sujetó el cuello y luego se perdió entre mi pelo. De pronto recordé a Víctor y pensé en lo diferente que podían resultar las sensaciones que provocaba una acción exacta. Me sentí extraña. Víctor olía diferente. Víctor olía a perfume, a su casa, a sus sábanas, a jabón y al suavizante de su ropa. Adrián olía casi a mí.

Adrián apoyó su frente sobre la mía y, riéndose, susurró que si no estuviese tan cansado me iba a enterar… Cerré los ojos. Deseé que no estuviera tan cansado. Llevaba meses demasiado cansado. Me pregunté por qué lo estaría. Desde luego por hacerme el amor a mí, no…

Me di una ducha, me templé los ánimos y para dejar dormir a Adrián me vestí y me marché a contarle la noche anterior a la única persona que iba a entenderme. Necesitaba desahogarme y tratar de sacar algo en claro de lo que había casi pasado esa noche.

Lola abrió la puerta con un moño indescriptible y todo el rímel corrido debajo de los ojos. Me gruñó y, dejando la puerta abierta, volvió a su habitación y se tiró encima de la cama, bocabajo. No parecía hacerle mucha gracia que la hubiera despertado, pero es obligación moral de las mejores amigas responder a llamadas de auxilio.

—Lola…, ¿podrías prestarme algo de atención o busco el carro de paradas?

—Busca el carro de paradas y a un enfermero de esos de anuncio…

—Tú no necesitas más hombres en tu vida. Con los que tienes ya te sobra.

—Calla, calla. Estoy por pasarme al bando de las comechirlas. Ayer tuve que dejarle las cosas claritas a Carlos. Pretendía subir a casa y no aceptaba un no por respuesta. Se creía, el muy patán, que estaba jugando a hacerme la estrecha. —Y al hablar gesticulaba tirada bocabajo en la cama, una habilidad que nunca podré copiarle.

—¿Y qué le dijiste exactamente?

—¿Me preparas café? —Se giró hacia mi lado.

—¡Estás en tu casa!

—Venga… —Lola me miró con una sonrisa bendita en sus labios y después, al tiempo que me acariciaba la manga del vestido y un mechón de pelo, añadió—: Estás tan guapa…

Chasqueé la lengua, fui a la cocina y empecé a preparar la cafetera. Lola me siguió y se sentó en el banco a comerse un pepinillo casi más grande que la nevera.

—¿Pepinillos con el café? Pero qué cerda eres… No sé por qué me sorprenden aún tus hábitos alimenticios.

—No critiques la base de mi alimentación y escúchame.

—Sí, venga, ¿qué le dijiste a Carlos?

Lola se agarró al bote de los pepinillos y bebió un trago del líquido en el que flotaban. No vomité al verla de milagro. Después eructó, se pasó el dorso de la mano por la boca y comenzó a explicar.

—Primero le di una torta. Le dejé todos los dedos marcados, pero seguía creyendo que jugueteaba y se puso más cachondo, el muy guarro. Quería que me bajara las bragas y lo hiciéramos en el rellano. Víctor debió de contarle…, en fin. Así que le dije: «Carlos, eres un cretino, no quiero volver a acostarme contigo en la vida. La tienes pequeña y torcida. Déjame en paz de una puta vez y lárgate».

—No me lo creo —me reí.

—Pregúntaselo a Víctor. Seguro que lo ha llamado para dejarle claro que yo soy una furcia y él es un machote que para nada la tiene pequeña. Ni torcida. Pero dile de mi parte a Víctor que es verdad, la tiene como…, como un…, como un ganchito de esos naranjas con sabor a queso.

Puse los ojos en blanco. La madre que la parió…

—A Víctor mejor no le pregunto —sentencié.

—¿Por qué? —De pronto cayó en la cuenta y saltó del banco y empezó a dar brincos—. Madre mía, madre mía, madre mía. ¡Te dije que no hicieras tonterías de las mías!

—Y no las hice.

—¡Qué le pasa a la puta cafetera que no furula! —gritó fuera de sí dándole una patada al armario de la cocina.

—Lola, ¿te has drogado? —Arqueé las cejas. No es que Lola fuera muy cabal, pero leñe…

—Es el caldo de los pepinillos, que me pone a cien —contestó mientras abría y cerraba los puños.

—Creo que acabo de hacer las paces con Adrián. —E ignorando su estrambótico despertar, me concentré en preparar las tazas.

—Me alegro mucho, pero por muy mal que suene ahora mismo, no es lo que más me interesa.

—Pasé la noche con Víctor, pero no ocurrió nada. —Suspiré—. Eso es fuerza de voluntad y no aquella dieta que hice antes de la boda. —Cerré los ojos y me acordé de todos sus susurros en la cama, de su beso…

—Sabía que te ponía.

—Pero ¿cómo no me iba a poner? —Y la miré como si estuviera loca—. Lo que pasa es que por encima de todo… no quiero cagarla poniéndome retozona con él.

Lo que en realidad quería decir y no podía era que, por encima de todo, empezaba a sentir cosas que se salían del esquema en el que tenía metido a Víctor. No quería ponerme retozona con él porque estaba casada, porque se supone que tendría que sentirme culpable por todo aquello, porque nuestra relación estaba mal desde el principio hasta el final y porque no entendía nada de lo que me pasaba estando con Víctor. ¡Yo no era de esas! Al menos nunca había creído serlo…

—Entonces ¿no te pusiste retozona anoche? —Y al decirlo arqueó una ceja.

—Pues sí…, supongo que un poco sí. Pero creo que no sobrepasé el límite —contesté mientras quitaba la cafetera del fuego y servía el café.

—¿Qué es no sobrepasar el límite?

—Nos tumbamos en la cama y nos dijimos todas las cosas que haríamos si pudiéramos. Bueno, más bien las dijo él. —La miré de reojo para medir su reacción.

—¿Nada más? —Ni se inmutó.

—¿Te parece poco? —Preferí no mencionar el beso por el momento.

—¿Por qué vienes a mi casa a contarme mentiras? —sonrió Lola.

—No son mentiras —sonreí también.

—Son verdades a medias, que es peor. ¿Qué pasó?

—No pasó nada, por los pelos…, pero no pasó. Bueno, me dijo que le gustaba mucho, que empezaba a sentir cosas, pero eso debe de decírselo a todas.

—Nena, siento chafar tu bonito autoconvencimiento, pero lo más que me dijo a mí fue: «Me estás poniendo cerdísimo» y «¿Tienes un condón?».

—Lola…, pero tú eres facilona —me reí.

—Y tú una zorra estrecha y frígida. —Se rio a carcajadas—. Eso me lo dice otra y le cruzo la cara con una sartén.

El móvil sonó dentro del bolso avisándome de que acababa de recibir un mensaje.

—Ese es Víctor —dijo Lola entrecerrando los ojos.

—¡Qué va a ser Víctor! Será Carmen o Nerea.

—Ese es Víctor y me juego lo que quieras.

Fui a por el bolso y volví con el móvil en la mano. Lola, que se bebía su taza de café, me miraba a la espera de que le diera la razón.

—Tú ganas… Es Víctor —sonreí.

—¿Qué te dice?

Lo leí para mí: «Me desperté cuando cerraste la puerta y no he podido volver a dormirme. Llevo un rato pensando si llamarte o enviarte un mensaje. Al final soy cobarde; estoy algo avergonzado por lo de anoche. Ya sabes, la cerveza y los ganchitos rancios. Me da miedo haber rebasado la línea y que no quieras volver a verme. Si pudiera, sí, haría todo lo que te dije y más y te besaría durante horas. Estoy seguro de que una parte de ti también querría más…, mucho más. Pero me conformo con lo que me das. ¿Te sirve como disculpa? No sé hacerlo mejor. Me muero por verte otra vez. Llámame».

—¿Qué? ¿Qué? —preguntó Lola inquieta.

—Nada en especial. —Y al decirlo puse la boca pequeñita.

—¿Nada en especial?

—Nop. —Escondí el teléfono en el puño.

—¡Ja! Dame el móvil.

—¡No!

—Dámelo por las buenas.

Salí corriendo, pero ella me cazó en el comedor y, tras tirarme sobre el sofá, se subió encima y me mordió la mano hasta que solté el móvil. Grité y me quedé allí tendida, gimoteando mientras ella leía el mensaje a media voz.

—¡Lo sabía! ¡Te la quiere meter!

—¡¡¡Lola!!!

Se echó a reír mientras bailoteaba y canturreaba. Luego se sentó a mi lado, besó la marca de sus dientes en mi mano y, después de darme una palmadita en la pierna, se puso seria.

—Vale, Valeria, ahora en serio… ¿Cuánta parte de ti querría que él hiciera todo lo que dijo?

—El noventa y cinco por ciento… de la cerda e inconsciente.

—¿Solo es eso? ¿Es sexo?

—Sí, creo que sí… —Me reí, sonrojándome.

—Oye, Valeria, ¿nunca te has planteado echar una canita al aire?

—Me sorprende que me preguntes esto sabiendo lo mucho que aprecias a Adrián.

—Sí, pero… tú eres tú y yo…, ¿sabes?, podría entenderte.

—No puedo permitírmelo. Con Víctor sería perder la cabeza. No sé qué podría pasar después.

—¿Te gustaría poder hacerlo sin pensártelo?

Resoplé.

—Decir que no sería faltar a la verdad.

—Por Dios santo, Val, qué fuerza de voluntad tienes. —Se tumbó en el sofá.

—Ya te digo. ¿Tú has visto a ese hombre? Es como para caerse de culo. Aún no puedo entender cómo se siente atraído por mí.

—Lo que no entiendo es por qué no debería sentirse así. —Me lanzó una mirada severa.

Hacía ya años que nos habíamos prometido a nosotras mismas querernos tal cual éramos y ese tipo de comentarios no estaban permitidos.

—Me hace sentir muy bien —admití.

Y el sonido de su saliva y la mía vino a mis oídos. De pronto me di cuenta de que quería volver a besarle, pero me callé. Lolita se incorporó y me achuchó. Después me dio un beso en la mejilla y sentenció:

—Que no te ciegue. No dudo que sea sincero, pero ya te dije que es capaz de cualquier cosa para conseguir lo que le apetece. Y parece que tú le apeteces mucho.

¿Por qué esa amenaza me parecía tan tentadora?