AIREARME…
En el coche Víctor y yo guardábamos silencio mientras observábamos cómo nos engullían las luces de la ciudad. Yo miraba por la ventanilla y le daba vueltas a todo lo que había estropeado la noche y él conducía sin decir nada. Eran las doce y, a pesar de todo, no quería ir a casa. Estaba hambrienta, necesitaba un cigarrillo y quitarme los zapatos de tacón. Necesitaba saber si era culpa mía, pero tal vez aquello era lo único que no podía solucionar por el momento.
Víctor se aclaró la voz antes de decir:
—¿Qué puedo hacer para arreglarlo?
—Nada —contesté melancólica.
—¿Prefieres volver a la galería? Te dejaré en la puerta si quieres.
—No, conozco a Adrián. Esta noche no vamos a sacar nada en claro.
—¿Va tan mal?
Lo miré de reojo y sospesé la idea de sincerarme con él. Pero no, aquello lo complicaría todo. Suspiré y fui políticamente correcta.
—Llevamos unos meses difíciles. Supongo que, como todas las relaciones, va por épocas. Él tiene mucho trabajo, no está contento con mis rutinas…
—Y… —Me miró.
—¿Qué?
—¿Y no hay nada más que le moleste?
—¿A qué te refieres?
—A ti y a mí. A eso me refiero. —Me quedé mirándolo mientras conducía. ¿A quién quería yo engañar? Él volvió a tomar la iniciativa al decir—: Valeria, yo puedo ser todo lo caballero que quieras, pero Adrián no es tonto y tiene razón. —Y lo dijo en un susurro sin despegar la mirada de la calzada.
—¿En qué?
—En lo que piensa de mí. Si tú estuvieses dispuesta, yo no iba a tener ningún miramiento con él. Si lo tengo es contigo, no con Adrián. —Cambié mi expresión a confusa—. No iba a perder el tiempo pensando en si es lícito o no —añadió.
—El otro día…, en el probador…
—No. —Negó con la cabeza con una sonrisa resignada en la boca—. Me interesas como algo más que un rollo de cama. Parar fue prácticamente una obligación. ¿Qué si no? ¿En un probador? No, Valeria…
—Estoy algo confusa. —Me tapé la cara.
—Lo sé. Por eso no quiero insistir. Yo tampoco lo tengo…, ya sabes…
Asentí.
—Me caes bien. Eres una persona franca —contesté dándole una palmadita en la pierna.
—Tú también me caes bien. Eres una mujer increíble. —Puso su mano sobre la mía—. Y no puedo dejar de pensar en ti…
Otra vez en silencio dentro del coche. Jugueteó con mis dedos. Nuestras manos cogidas sobre su muslo.
—¿Adónde quieres que te lleve?
—No quiero ir a casa. Podría llamar a Lola, pero sé lo que va a decirme. Estoy harta de escuchar que tengo que ser paciente y sensata.
—Iremos a mi casa. ¿Te parece? Comemos algo, nos tomamos una copa y pensamos qué hacer. Allí nadie te dirá que tienes que ser paciente y sensata.
—Gracias, Víctor.
Sonrió. No sabía hasta qué punto todo aquello era buena voluntad o tenía realmente algún interés. Quizá yo misma buscaba forzar aquella situación…, y sus dedos me apretaron la mano.
Llegamos a su piso en silencio. Abrió la nevera mientras yo, descalza, me sentaba sobre una banqueta de la cocina y movía los deditos de mis pies hinchados. Su cara fue un poema, iluminada por la bombillita interna del frigorífico.
—Guau… —exclamó al ver el interior del frigorífico.
—Nevera de soltero, ¿eh? —le dije, divertida.
—Cerveza, limón mustio y poco más —ratificó.
—Yo me contento con la cerveza.
Sacó dos botellines helados, los abrió y, tras tenderme uno, le dimos un trago largo uno frente al otro. Luego nos miramos.
—¿Un limón? —me ofreció.
Nos echamos a reír como dos tontos.
—Algo más debes de tener. Déjame echarle un vistazo a los armarios. Sujeta esto.
Víctor dejó su cerveza y la mía sobre la barra y sujetó el taburete al que intentaba subirme.
—Ten cuidado… —susurró—. Me estás dando pánico.
—Tranquilo…
Me moví y se desestabilizó, haciéndome caer sobre su pecho.
—¿Lo ves, monito de circo…? —se rio.
No, no veía nada. Solo aprovechaba para olerle y agarrarme a él, sumida en un montón de sensaciones, todas ellas carnales e inconfesables.
Bajé a tierra firme y él propuso un plan alternativo.
—Yo te cogeré.
No sé si estaba más interesado en que encontrara algo en los armarios o en el proceso de la búsqueda en sí. Dio dos palmadas, me llamó con sus manos y yo me lancé sobre él como si estuviéramos haciendo el remake de la actuación final de Dirty Dancing. Baile sucio le iba a dar yo, eso seguro.
Sus manos me cogieron por la cintura, me auparon dándome impulso hacia arriba y después sus brazos se cernieron alrededor de mis caderas.
—Oh, Dios… —le escuché decir.
—¿Peso mucho? —pregunté avergonzada.
—No, pero hazlo rápido. Tengo buenas vistas desde aquí y soy humano…
Me afané en consultar todos y cada uno de los entresijos de sus armarios sin tener demasiado en cuenta la proximidad de su cuerpo ni que mis pechos se hallaban más o menos a la altura de su cabeza.
—¡Lo tengo! —exclamé triunfal.
Víctor me bajó hasta el suelo y yo me recoloqué el vestido y le entregué una bolsa de patatas fritas.
Acabamos tirados en la alfombra del salón con la segunda cerveza en la mano, comiendo distraídamente. Estaba tan cómoda con él…
—Tienes que hacer la compra —dije tirándole una patata—. Eres un desastre.
—Bah, nunca como aquí. Si quiero alimentarme en condiciones voy a casa de mi madre.
—¡Tendrás cara! ¡Con treinta años!
—Treinta y uno —puntualizó.
—¿Puedo fumar, señor de treinta y uno?
—Claro.
Se levantó, abrió las ventanas de par en par y sacó un cenicero del mueble del salón.
—¿Exfumador?
—¿Tanto se me nota? —se rio.
—Se huele el miedo desde aquí.
—Dame un pitillo —dijo mientras se dejaba caer junto a mí.
—No. Si lo dejaste por algo será. —Me encendí uno y le di una honda calada que me llegó hasta los pies. Víctor se acercó, me robó el cigarro de entre los labios y también le dio una calada. Expulsó el humo dibujando unos aros que yo atravesé con el dedo—. No deberías volver a fumar.
—No. No debería, pero es una excusa increíble para probar a qué sabes…
Le miré y me partí de risa. Él también.
—¿A Lucky Strike?
—Light.
Le di un sorbo a la cerveza y al mirarle volví a reírme y me atraganté.
—¡Vaya, Lola me avisó pero no me dijo qué hay que hacer! —dijo.
Respiré hondo.
—Ya está.
—Genial, así no tendré que hacerte el boca a boca —añadió con resentimiento.
—Oye, hablando de Lola…, ¿es tan como parece?
—Tan… ¿qué?
—Ardiente.
Me sostuvo la mirada.
—Vaya pregunta, Valeria. —Levantó las cejas un poco incómodo—. Es como todas las mujeres en la cama, supongo.
—¿Como todas? ¿No encuentras diferencias entre unas y otras?
—Bueno, Lola es muy desinhibida. Otras chicas se esconden más, otras son más comedidas al expresar el placer… A Lola no le importa ninguna de esas cosas. A Lola no le interesa lo que nadie piense cuando está en la cama. Solo lo que siente. En ese aspecto siempre me ha gustado mucho… No en la cama, sino en la vida. Le da igual la gente.
—Y una duda personal: ¿por qué no la llamaste nunca más?
—Humm… —Se mesó el pelo entre los dedos de la mano derecha, despeinándose—. Sí la llamé, pero no para pedirle una cita ni nada similar. Tratamos de hacerlo lo más natural posible. Me sorprende incluso que te lo contara. Fue todo un poco raro y no hablamos demasiado del asunto. En realidad, la traté como siempre la había tratado. Lo nuestro fue un desliz que alargamos demasiado…, placentero pero desliz. Lola no me podría interesar como nada más que eso. No es mi tipo.
«Un desliz que alargamos demasiado» no sonaba a esas dos o tres veces que Lola decía haberse acostado con él. Pero quise cambiar de tema. Ya le aplicaría un tercer grado a ella en cuanto pudiera.
—Pensé que no habría hombre sobre la faz de la tierra que no se sintiera atraído hacia ella. —Se encogió de hombros y yo toqué el sofá y le miré—. ¿Aquí? —pregunté.
—Morbosa. —Y su boca dibujó una sonrisa que me dejó bastante tocada.
—Estoy medio borracha, ¿qué esperas?
—Sales barata de emborrachar.
—Si no me ofreces más que alcohol y unos ganchitos rancios…
—Ahora la culpa va a ser mía. Tienes una obsesión insana con este sofá.
—Sí, es verdad —me reí—. Os imagino ahí, ya sabes…, dándole. —Hice un movimiento obsceno con los brazos mientras me mordía los labios.
—A estas alturas creo que los dos sabemos que te vas a quedar a dormir. ¿Por qué no vamos a la cama y nos ponemos cómodos? Allí me cuentas qué significa eso de «dándole».
—¿Tú y yo? ¿En tu cama? —Levanté las cejas a la espera de que me dijera que era broma.
—Claro, tú y yo y la media docena de chinos que viven abajo, espera que los avise.
Me eché a reír a carcajadas.
—Charlamos un rato y cuando vea que caes, me vengo al sofá de la perversión. ¿Te parece? —Y al decirlo se acercó y me acarició el pelo.
—No, no, de eso nada. Si tú duermes en el sofá de la perversión, yo también.
Me miró de reojo.
—Ya veremos. Vamos.
Entré en el dormitorio con precaución, no sabría decir por qué. Me encontraba un poco asustada aunque no quisiera admitirlo. Estaba tan enfadada con Adrián y tan desilusionada por aquella noche… Y Víctor era tan increíble…
Y para hacerlo todo más difícil (o más fácil, no sabría decirlo), Víctor puso un CD en la cadena de música y encendió solamente la luz de una sinuosa lámpara de pie. Todo aquello creó una atmósfera extraña que me hizo sentirme dentro de una película, pero no de las que dan vergüenza, sino de esas en las que esperas que se lo quiten todo y follen sin control. Hale, ya lo he dicho.
Después abrió el armario y me pasó una camiseta mientras se desabrochaba la camisa. Me quedé mirándole.
—¿Vas a quitarte la ropa aquí? —pregunté sorprendida.
—Sí. ¿Vas a mirarme mientras lo hago?
—Sopeso la posibilidad.
Se quitó la camisa botón a botón sin despegar los ojos de mi cara y la dejó sobre un sillón negro de cuero que tenía en la esquina, junto a la ventana. Me quedé observándole atontada. Claro. ¿Qué iba a hacer el chico con tanto tiempo libre si no iba al gimnasio a trabajarse un cuerpo como aquel? ¿Y para qué lo iba a tener si no era para quitarse la camisa delante de mí con aquella seguridad tan sexi?
—¿Vas a quitarte la ropa o esperas a que te la quite yo? —susurró con un puntito de chulería que me deshizo por dentro.
Respiré hondo tratando de apartar los ojos de su pecho y de su vientre. La virgen… Conque eso eran los abdominales, ¿eh? Pensaba que su existencia era un mito, una leyenda urbana…
¿Quería que me quitara la ropa él mismo, el dueño de ese vientre tan firme? Sí, sí quería.
—Sopeso la posibilidad —dije de manera enigmática.
—Ven.
—¿Qué?
—La cremallera.
—Ah, sí.
Me acerqué y me quedé de espaldas a él. Bajó un poco el tirante del vestido y nos quedamos quietos y en silencio. Cuando sus dedos tocaron la piel de mi espalda y su boca besó suavemente mis hombros, mi cuerpo reaccionó al momento. Suspiré sonoramente y cerré los ojos. Una cosa es que la razón nos diga que no debemos hacerlo y otra muy distinta que las hormonas la secunden. No, no, de eso nada. Y era natural como la vida misma: una mujer de veintiocho años sexualmente normal, que llevaba meses sin hacer el amor de verdad, respondía a un estímulo físico.
La mano de Víctor viajó hasta la cremallera y la bajó. No sabría decir si había estudiado previamente cómo hacerlo desaparecer o si yo lo facilité en exceso, pero el hecho es que el vestido cayó al suelo. Me quedé parada, sin volverme, porque en el fondo quería ser buena chica, en serio. Quería portarme bien, sobre todo porque no quería que ni Víctor me perdiera el respeto ni yo terminara arrepintiéndome y culpándome. Traté de poner la mente en blanco y relajarme. Así, cuando un pensamiento en firme cruzara mi cabeza podría escucharlo mejor. Sin embargo, lo único que escuché fue a Víctor suspirar profundamente. Mi espalda tocó su pecho y una de sus manos, que estaba muy caliente, se posó sobre mi vientre.
—Víctor…
—Lo siento. —Pero no se alejó.
Sus labios me besaron el cuello otra vez, en un beso húmedo que hizo lo propio en mí. Su mano me desabrochó el sujetador en un rápido clic.
—Víctor, por favor, no me lo pongas más difícil. —Cerré los ojos y contuve la respiración.
Sus dos manos se posaron en mis hombros y bajaron los tirantes. Ahora sí sé decir lo que pasó: yo misma lo dejé caer al suelo.
—Dime que no quieres y te juro que pararé —me susurró junto al cuello.
—Sabes de sobra que mentiría. —Tenía su erección pegada a mi ropa interior. Mis pezones se irguieron—. Y tú también me habrías mentido si pasase algo esta noche. Dijiste que no querías insistir…
Se lo pensó. Fue un par de segundos solamente, pero sé que Víctor se pensó muy mucho si debía cumplir su palabra y dejarlo estar. Al fin y al cabo él no estaba casado y no tenía que darle explicaciones a nadie sobre lo que hiciera o dejara de hacer. Era yo la que tenía el problema. Pensar que el problema también le incumbía a él era imaginar demasiado sobre lo que Víctor sentía por mí.
Pero creo que él también quería ser un buen chico aquella noche, ya que resopló y dejó en mis manos la camiseta. Toda mi piel se había puesto de gallina y me sentía ridícula y vulnerable. Me la coloqué y me volví para escrutar su expresión. Estaba desabrochándose los botones del vaquero y me giré de nuevo. No quería ver tantas cosas en una sola noche y menos en aquellas condiciones.
—¿Nunca has visto a un hombre en ropa interior? —Su voz fue algo hosca entonces.
—A ti no —contesté ruborizada.
—Ya está.
Me giré despacio. Llevaba un pantalón de tela azul marino que le caía sobre la mismísima línea donde empezaba su ropa interior, pero parecía que por ahí debajo la cosa se estaba normalizando y que yo no podría intuir demasiado. Una lástima. Ya que estábamos, me habría gustado saber qué tamaño se gastaba el chico. Volví a mirarle el pecho, el vientre y, cuando se giró, también la espalda. Cuánta piel, tersa, bonita, desnuda. Joder. Virgen santa. Tragué con dificultad.
Víctor se echó en la cama y me llamó para que fuera a su lado. Me dirigí tímidamente hasta él y me tumbé boca arriba, mientras sujetaba la camiseta de modo que no se viera mi ropa interior.
—Cuando te prometí que sería un caballero no sabía que me pondrías tanto a prueba.
—No te pongo a prueba, Víctor. —De repente me sentí incómoda y quise marcharme.
Qué tontería haber ido. ¿Qué esperaba? ¿Que dormir en casa de mi nuevo amigo iba a hacerme sentir como en la mía? ¿Que estaríamos cómodos, reiríamos, nos abrazaríamos y yo no me iría a casa más confundida aún?
—No es justo —dijo, interrumpiendo mis cavilaciones.
—¿Qué no es justo?
—Que siempre sea yo quien tenga que contener la situación —resopló al tiempo que se ponía un brazo sobre los ojos.
—Yo no hago nada de esto a propósito.
—Ya sé que no lo haces. Pero no me dices que no quieres, ni me pides que me aparte… —Suspiró, se apartó el brazo y me miró—. Es solo que… —Se colocó de lado en la cama.
Le imité, poniéndome delante de él, y me acarició con la mano caliente introduciéndose rápidamente por debajo de la camiseta. Primero fue la cadera, después el culo y a continuación, en dirección ascendente, la espalda. Me puso la piel de gallina y los pezones volvieron a tornarse duros bajo la tela de la camiseta.
—¿Qué? —pregunté, e hice que despegara los ojos de mis pechos.
—Que no sé cómo voy a poder responder la próxima vez que me sienta tan tentado, Valeria.
Su mano se abrió sobre la superficie de mi espalda y yo sonreí tímidamente.
—Lo siento —susurré muy bajito.
Víctor también sonrió.
—Yo también lo siento. Y lo peor es que no te haces a la idea de todo lo que está pasándome por la cabeza ahora mismo.
—Cuéntamelo.
—No puedo contártelo.
—¿Por qué?
—Porque saldrías huyendo despavorida. —Abrió mucho los ojos para darle dramatismo.
—Apuesto a que no…
—¿Qué apuestas?
—Contigo prefiero no apostar, porque perdería hasta la camisa.
Compartimos una mirada cómplice y…
Y por eso desaconsejo el consumo de cerveza con el estómago vacío…