26

LA EXPOSICIÓN…

Entonces ¿habéis hecho ya las paces? —me preguntó Nerea desde la otra parte del hilo telefónico.

—Más o menos. Es una especie de tregua. Pero las cosas están muy tirantes —contesté mientras apagaba un cigarrillo.

—Bueno, pasado mañana es la inauguración de la exposición. Verás como se tranquiliza después.

—Ya, pero no puedo quitarme de la cabeza el hecho de que piense que me paso el día vagabundeando y bebiendo. ¡Bebiendo! Como si escondiera una botella de vodka en el baño y me sirviera copas todo el día.

—No lo piensa —dijo con paciencia—. Solo… está molesto por tus salidas con Víctor.

—Ya…, Víctor. —Jugueteé con el paquete de tabaco.

—¿Pasa algo con Víctor?

—Me ha llamado cuatro veces esta semana para vernos y le he estado dando largas.

—¿No quieres verlo?

—Claro que sí, pero no me gustaría que Adrián se molestase más. —Y no quería que volviera a decirme que quería quitarme las bragas y follarme contra una pared por miedo a dárselas yo misma.

—Lo de Víctor es solo un pasatiempo, ¿verdad? —preguntó preocupada.

—Me cae bien. Pero mejor vamos a dejarlo. No quiero darle vueltas —atajé la conversación.

—Descansa, pequeña.

—Nos veremos el viernes.

Miré el reloj. Eran las doce de la noche y Adrián seguía sin llegar.

Día laborable. Once de la mañana. Carmen entró en el despacho de Daniel sin ni siquiera llamar. Llevaba toda la semana martirizándolo con la información que había conseguido el viernes en la cena y estaba comiéndole terreno a pasos agigantados.

Cuando Daniel la vio entrar dio un salto en su silla.

—¿Te he asustado?

—Podrías llamar, ¿sabes? —se quejó él llevándose la mano hasta el pecho.

—¡Bah!

—¿Tienes lo que te pedí?

—Sí, toma. He añadido un par de puntos más, cucurucho —sonrió.

Cucurucho era el nombre cariñoso con el que le llamaban su madre y sus hermanas mayores y que a él le avergonzaba por encima de todas las cosas. Carmen llevaba toda la semana dejándolo caer cuando tenía la oportunidad para la rotunda sorpresa e irritación de Daniel, que no comprendía nada.

Este se apretó el puente de la nariz con dos dedos. Estaba a punto de volverse loco. Necesitaba aclarar las cosas con ella…

—Carmen.

—¿Sí?

—¿Has pagado a alguna de mis ex o algo por el estilo? —Y al decirlo se apoyó cansado en la mesa.

—No te entiendo.

—Claro que me entiendes… —continuó diciendo en tono cansado.

—No, no tengo ni idea de qué me estás hablando.

—¿Cómo sabes lo de cucurucho?

—No sé. Te lo escucharía a ti en alguna cena de Navidad. Me resulta tierno.

—Pues deja, por favor, de llamarme así si no quieres volverme loco del todo.

—Tranquilo, Daniel, si te molestaba no tenías más que decírmelo. Hay confianza, ¿no? —Y Carmen sonrió enseñando su blanca dentadura.

—Bueno —suspiró él—. Voy a revisar esto. Convoca una reunión mañana con todo el equipo para ver los temas pendientes del proyecto.

—Ok. Oye, Daniel… —Se levantó y fue hacia la puerta—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Supongo que sí.

—¿Te ocurre algo? Te notamos apagado.

Daniel rio entre dientes, por no llorar. Llevaba una semana horrible y ella lo sabía. Estaba más que enterada de los pormenores de esos problemillas: Hacienda le había pegado un palo terrible, el jefe le había llamado la atención por su dejadez y había tenido una mala noche con Nerea en la cama, en la que no pudo dar… nada de nada. Gatillazo se llama.

—Bueno, no debes preocuparte, pero gracias por preguntar.

De pronto Carmen tuvo que suspirar profundamente. Quizá se estaba pasando. ¿Qué estaba haciendo?

Salió del despacho y pasó de largo por su mesa sin ni siquiera mirar a Borja. Cuando llegó al pasillo se escondió en un recoveco de la escalera y volvió a respirar hondo un par de veces hasta que se abrió la puerta y Borja apareció a su lado.

—¿Qué te pasa, enana?

—Borja, creo que soy mala persona. —Le miró desde abajo, preocupada.

—No, no eres mala persona.

—Estoy volviendo loco de remate a Daniel. Va a acabar cogiendo la baja por depresión y Nerea tendrá un novio inválido por mi culpa.

—Un deprimido no es un inválido.

—Sí en la cama. —Le miró, asustada.

—Estoy empezando a preocuparme por la obsesión que tenéis tus amigas y tú por este tema —sonrió Borja, y se sentó junto a ella, con su pelo bien peinadito hacia un lado.

—Borja…

—A ver, Carmen. Lo del tatuaje estuvo muy bien… Darle a entender que las verrugas en ciertas partes del cuerpo se podían quitar tras un doloroso proceso también; invitarle a desayunar y colarle un pastel con crema pastelera para que le entraran las cagaleras de la muerte fue magistral, pero creo que se te ha ido un poco de las manos…

—Sí, ¿verdad? —Borja asintió y ella se acurrucó sobre su hombro—. Creo que ya está bien. Voy a dejarlo en paz. Ya me he cobrado mi venganza.

—Sí, y recuérdame que jamás me enemiste contigo. —Se besaron en los labios—. Mañana es la exposición de Adrián, ¿no? —preguntó Borja muy animado.

—Sí, es verdad. Casi lo había olvidado.

—Será divertido…

Lola y Sergio llevaban un rato mirándose, pero con desdén. Lola sabía que a Sergio aún le quedaba un asalto antes de desmoronarse y bajarse los pantalones. Estaba empezando a desesperarse porque estaba hasta el moño de Carlos. No podía aguantarlo más; se miraba en todos los espejos, se tocaba el pelo constantemente, ponía morritos. Estaba empezando a cogerle hasta asco y sabía que terminaría averiguando que le mentía cuando le decía que se encontraba con el periodo. Pero estaba tan segura de que su plan iba a surtir efecto…

Las dos últimas personas del departamento desaparecieron y Sergio, como siempre, se acercó a Lola. Se sentó en la esquina de la mesa, se desabrochó el botón de la chaqueta del traje y la miró fijamente.

—¿Qué está pasando, Lola? —susurró.

—No sé de qué me hablas.

—Creí que nos lo pasábamos bien.

—¿No sabes aceptar que te han plantado? —Y no podía ni mirarlo.

—No que me hayas plantado de repente.

—No fue de repente, Sergio. —Lola sonrió, pero le costó sudor, dolor y lágrimas fingir tan bien aquella sonrisa.

—¿No podemos al menos ser amigos, Lola? No me gusta esta situación.

—No. —Él le tocó la mano y ella, mirándole, tragó con dificultad—. Se ha acabado, Sergio. Tú tienes pareja. Llórale a ella.

Se levantó y caminó por el pasillo mientras escuchaba, con placer, cómo los pasos de Sergio la seguían. Junto a la puerta principal dejó de sentirse perseguida y volvió a entristecerse.

Después del cuarto tono me atreví a contestar.

—¿Sí?

—Hola —una pausa—, soy yo. Solo quería asegurarme de que no me equivoco al pensar que me evitas.

—No, no te evito, Víctor. —Me tiré en la cama.

—¿Fue por lo de mi piso de la semana pasada?

—No, no, de verdad.

—¿Te apetece un café?

—No puedo; me pillas a punto de salir de casa.

—Bueno, Valeria…, llámame cuando quieras. —Parecía desconcertado de verdad.

—Espera, espera, no cuelgues.

Nos quedamos callados y los dos suspiramos a la vez.

—Es que… —murmuró— me apetece verte. Me…, yo… te echo… de menos, ¿sabes?

¿Echarme de menos? Un montón de burbujas se arremolinaron en mi estómago. ¿A quién quería engañar? Yo también tenía ganas de verlo. Llevaba tres días sin pensar en otra cosa.

—No te mentía cuando he dicho que estaba a punto de salir. Voy a comprarme un vestido. Si te apetece acompañarme…

Hubo un silencio. Después Víctor suspiró y dijo:

—Claro.

—¿Nos vemos en el centro dentro de media hora?

Lo encontré frente a un escaparate con cara de buen chico, hecho un mohín. Se sentía rechazado y creo que aquella sensación no le resultaba familiar. Estaba acostumbrado a ser él quien evitara a las mujeres y no al contrario.

—Eres mala —dijo cuando estuve lo suficientemente cerca.

—Bueno, bueno, no lloriquees tanto.

Nos acercamos, pensé que para saludarnos con un beso en la mejilla, pero me cogió y me estrechó entre sus brazos. Nos dimos un abrazo largo (quizá demasiado largo) y, aún agarrados, me acarició el pelo que me caía sobre la cara. Estaba muy guapo. Un par de chicas lo miraron al pasar.

—Las niñas te miran —le dije sonriendo.

—No me he dado cuenta, yo solo te miro a ti.

Nos soltamos algo avergonzados y empezamos a andar.

—¿Para qué es el vestido? ¿Alguna ocasión especial? —Y su mano rozó la mía.

—Adrián inaugura la exposición mañana por la noche.

—Vaya, la primera dama.

—Quiero algo espectacular —expliqué girándome un poco hacia él mientras seguíamos andando.

—¿Puedo ir?

—¿Adónde? —Le miré, desconcertada.

—A la exposición.

Me paré en medio de la calle y clavé la vista en él, haciendo una mueca.

—Bueno…, no sé si es muy buena idea.

—Ya. Cierto. Lo entiendo. —Metió las manos en los bolsillos del pantalón.

—¿Eres bueno de compras? —cambié de tema.

Se rio y reanudamos el paseo.

—Sí, muy bueno. —Apretó los labios dándose importancia—. Como en casi todo.

Entramos en una de mis tiendas preferidas y paseamos entre los percheros mirándonos de vez en cuando. Silbó suavemente entre dientes y, al girarme hacia él, me señaló con un gesto un par de vestidos espectaculares. Tenía un gusto exquisito.

—Elígeme un par más para probármelos y te daré hasta comisión.

—Tendré que vértelos puestos. Ese es el precio.

Era tan encantador…

Después de elegir cuatro vestidos de entre todos, conseguí sentarlo a la fuerza en un sillón de la tienda mientras yo entraba en el probador sola.

Me desnudé pensando que era la ocasión en la que más cerca había estado de él con poca ropa y me hizo gracia. Dios, estaba volviendo a la adolescencia. Cogí el primer vestido y me lo coloqué por encima de la cabeza. Abroché la cremallera bajo el brazo izquierdo y me miré. Descartado, era demasiado transparente. Creo que dejaba a la vista hasta mi código genético. Me lo quité, lo colgué en su percha y tiré del segundo para probármelo.

Me entró la risa floja. ¿En qué momento de enajenación mental había pensado que podría estar cómoda paseándome por la galería con un vestido como aquel? Era bonito, pero se me marcaba hasta la costura de la ropa interior, y no era un decir. Para quitármelo casi necesité a un ingeniero.

El tercero, por fin, me gustó. Era negro, de silueta new lady y escote en barco. Me di un par de vueltas, tratando de verme desde todos los ángulos, y después me lo quité para probarme el cuarto. Este tenía un solo tirante, era verde botella y la tela hacía aguas muy sutilmente. Me parecía muy elegante. Lo deslicé por mi cuerpo, pero la cremallera estaba detrás y cuando intenté subirla… no pude. Dudé. Me asomé en busca de alguna dependienta, pero al único que vi fue a Víctor jugueteando con su teléfono móvil, con las eternas piernas cruzadas a la altura del tobillo y mordiéndose los labios.

—Víctor —le llamé.

—¿Qué? —Alzó la mirada hacia mí y ese único gesto ya me derritió.

—Llama a alguna dependienta.

—¿Qué necesitas?

Se levantó, se colocó bien el jersey y vino hacia mí con las manos en los bolsillos.

—Bueno… Nunca pensé que te pediría algo así, pero ¿puedes abrocharme el vestido?

Miró al cielo y, muerto de la risa, le pidió explicaciones a Dios de por qué tenía que sufrir él aquel martirio. Entró en el pequeño cubículo y corrió de nuevo la cortina.

—No hace falta que entres… —Me sonrojé—. Solo sube la cremallera.

Aquello era demasiado pequeño para los dos, así que quise hacerlo rápido. Me giré de espaldas. A través de la cremallera abierta se veía parte de mi ropa interior y él suspiró sonoramente.

—Eres mala, Valeria, muy mala —susurró mientras abrochaba el vestido hasta arriba.

—Pero tú eres fuerte —me reí.

—Pues no sé si lo suficiente, para ser sincero.

Su dedo me acarició la piel que el escote de la espalda dejaba al descubierto y yo me giré de nuevo hacia él.

—Sal y dime si te gusta. —Me alejé un paso y me puse de frente, haciendo caso omiso a su caricia.

Pero Víctor no contestó, solo se quedó mirándome los labios. Yo tampoco insistí para que se fuera porque en el fondo lo que el cuerpo me pedía era lanzar los brazos alrededor de su cuello y besarle hasta la extenuación.

Los dedos de su mano izquierda acariciaron los míos, mientras su mano derecha se apoyaba al final de mi espalda y me acercaba tímidamente a él. Sentí su aliento cercano a mi boca y se acercó aún más. Sé que debí pedirle que saliera de allí, pero ¿lo hice? No. No me moví.

Víctor respiraba de forma entrecortada, como si el aire no terminase de llegarle a los pulmones. Yo estaba confusa, nerviosa y excitada y no podía disimular ninguna de las tres cosas. Me rodeó la cintura con ambos brazos y yo me cogí a su espalda. Víctor era tan firme y seguro que no pude evitar contagiarme de aquella sensación. Era demasiado fácil dejarse llevar con él, de la misma manera que siempre fue demasiado fácil sentirse cómoda a su lado. Eso hacía las cosas terriblemente difíciles.

Una de sus manos se apoyó sobre el cristal del probador y dejé la espalda sobre su superficie fría. Víctor se inclinó hacia mí y nos apretamos en una especie de abrazo sensual, casi preliminar. Su respiración era rápida y cerré los ojos para notar cómo sus labios se acercaban mucho más. Mi cabeza empezó a dar vueltas, probablemente porque no estaba respirando lo suficiente como para que a mi cerebro le llegara la cantidad correcta de oxígeno. Y mientras notaba aquel mareo y el repiqueteo nervioso de mis rodillas temblorosas, empecé a pensar en excusas que me convencieran a mí misma de que besar a Víctor en un probador no era pecado mortal… Pero cuando ya notaba su respiración en mis labios húmedos, en el mismo instante en el que aquello empezaría a estar peor de lo que ya estaba, torció de nuevo la cabeza y apoyó la frente en la mía, con los ojos cerrados.

—Joder —murmuró.

—Ehm… —mascullé.

Víctor se inclinó de nuevo hacia mí y cuando ya giraba la cara para encajar su boca en la mía pegué un respingo involuntario y me di con el cristal en el cogote. Debió de ser mi conciencia, que no estaba muy contenta conmigo últimamente.

—Deberías probarte el otro —dijo al tiempo que se incorporaba.

—Claro. ¿Puedes bajar la…?

—Sí, sí. —Movió la cabeza de un lado a otro, como tratando de espabilarse. Un silencio solamente llenado por el sonido de la cremallera rumbo descendente…, muy sugerente—. Joder, Valeria —se quejó.

—¿Qué?

—Tengo el cielo ganado después de esto, lo sabes, ¿no? —Pero no rio al decirlo.

El único tirante se resbaló cuando me daba la vuelta para justificarme y el vestido, desabrochado, cayó. Cuando quise alcanzarlo, en un manotazo desesperado, ya estaba en el suelo, a mis pies.

Víctor gimió y yo, paralizada, no supe ni taparme.

—Deberías salir —susurré. No contestó. Cerré los ojos con fuerza queriendo que me tragara la tierra—. Vete por favor, Víctor.

Suspiró sonoramente y salió del probador. Pasamos algunos segundos callados, separados solo por la cortina. Le escuchaba respirar hondo. Probablemente se debatía entre seguir allí fuera o entrar y hacer lo que a los dos nos apetecía hacer en aquel momento. Chasqueó la lengua y dijo:

—Al menos enséñame cómo te queda puesto. Necesito quitarte de mi mente estando tan desnuda…, por favor. —Y rio, para quitarle importancia.

—Sí, sí. Dame un minuto. Es que…, bueno, ya te lo diría Lola. Soy tan… patosa. En vez de manos tengo, ya sabes, cuatro pies izquierdos. Siempre estoy cayéndome, tropezándome, atragantándome y haciendo el imbécil en general.

Me coloqué el vestido mientras parloteaba, presa de los nervios, y a la vez alcancé el móvil de dentro del bolso y le envié un mensaje lo más rápido que pude a Lola: «Lola, ampútame las manos. Soy rematadamente torpe. Me acabo de quedar en bragas delante de Víctor en un probador minúsculo».

Suspiré hondo y abrí la cortina. Víctor me miró de arriba abajo.

—El otro color te favorece más.

—¿Sí?

—Sí.

Me empujó hacia el interior del probador con suavidad y volvió a correr la cortina. Después lo escuché caminar hacia el centro de la tienda.

Después de pasar por caja decidimos tácitamente no hablar del asunto. No mencionamos mi piel de gallina, mi sujetador de encaje negro ni mis pezones marcándose sobre su tela. Tampoco el evidente bulto que había tomado vida propia en su cuerpo, en el interior de su pantalón, ni lo cerca que habíamos estado de besarnos. Obviarlo no lo hacía desaparecer, pero al menos nos evitaba tener que mentir para decir que lo que acababa de pasar no significaba nada.

Fuimos directamente hacia el aparcamiento. Nada de tomarnos algo o de perder un poco más el tiempo con cualquier distracción tonta. Ya habíamos hecho suficiente aquella tarde.

—Puedo ir en autobús —comenté sin mirarle.

—No digas tonterías.

Cuando nos sentamos en el coche, Víctor tardó un poco más de lo necesario en arrancar el motor. ¿Y si no solo se me había ido de las manos a mí? ¿Y si para Víctor tampoco era un juego ya? Bufó y me miró de reojo.

—Lo siento —murmuré. Y pedí perdón sin saber muy bien por qué.

—No tienes nada que sentir —rebatió—. Es culpa mía.

Dicho esto, hizo girar la llave en el contacto y el motor rugió, bajo, grave. Hasta eso me excitó, tal era mi estado.

No hablamos más. Ni qué tal el día, ni qué vas a hacer este fin de semana, ni, yo qué sé, qué calor hace. Nada. Ni una palabra. Cuando me dejó en mi casa nos despedimos en el portal con un adiós distraído. No nos dimos un beso en la mejilla, como venía siendo costumbre. Solamente desaparecí. Por primera vez desde que lo había conocido sentí alivio al perderlo de vista y no poder oler la mezcla de su perfume y su piel. Tenerlo a mi alcance y saber que solo con deslizar la mano a lo largo de su pierna podría detonarlo todo me aliviaba y me preocupaba a la vez.

Me recompuse en el rellano y entré en casa, pero allí no había nadie esperándome, como de costumbre. Pensé que si hubiera estado Adrián dentro, tampoco habría habido nadie esperándome. Me senté en la cama y consulté el móvil. Tenía un mensaje de Lola: «No voy a preguntarte por las circunstancias que han hecho que termines dentro de un cubículo con Víctor. Sin embargo superaste la prueba de su casa y su sofá y ahora la del probador. Eres una máquina de voluntad de acero, Valeria, pero me preocupa el cariz que está tomando esto, ahora en serio».

No quise contestarle para quitarle importancia. Me centré en mis remordimientos de conciencia. No podía quejarme porque mi marido no remara en la misma dirección que yo y luego sentirme tan tentada por Víctor. Cogí el móvil y, fingiendo ser una dedicada esposa, le envié un mensaje a Adrián en el que le decía que había encontrado un vestido espectacular para su exposición y que sería una acompañante muy sofisticada.

Me desnudé delante del espejo y me miré al tiempo que me preguntaba si realmente Víctor sería sincero al decirme cuánto le gustaba. Me acaricié el vientre y después me quité el sujetador. Me escruté en el reflejo y me mordí el labio al recordar lo del probador. Me bajé las braguitas y bufé cuando me di cuenta de cuánto me excitaba solo con abrazarme. ¿Podría capear todas aquellas sensaciones o tendría que dejar de ver a Víctor? ¿Quería hacerlo? Las manos de Víctor eran tan firmes, tan cálidas, tan hábiles…

El agua de la ducha caía con fuerza y lo llenaba todo de vaho cuando me metí debajo. Cerré los ojos y no pude dejar de imaginar las manos de Víctor deslizándose por mis costados, pegándose a mí debajo del agua, mientras él me susurraba al oído que aquello estaba mal… Entonces mi mano derecha fue hacia abajo y se metió entre mis piernas. Me apoyé en la pared, con el pelo pegado a la cabeza, y solo con el roce de mi dedo corazón me agité. Lo moví en círculos, me mordí el labio y gemí. Dios. No podía más. ¿Por qué tenía que sufrir porque mi cuerpo pidiera algo tan completamente natural?

Empecé a respirar agitadamente y, de fondo, escuché que mi móvil recibía un mensaje. Pensé que Adrián habría contestado mi SMS y dejé caer la mano. No iba a hacerlo. No iba a masturbarme pensando en Víctor; no quería sentar ese precedente tan peligroso… Pero ¿qué estaba haciendo?

Salí enrollada con la toalla y me encontré con Adrián, que entraba por la puerta en ese mismo instante. Se quedó observando el vestido, que colgaba de una percha, sonrió con cortesía fría, me dio un beso y me dijo que era precioso. Miré al suelo. Era una pésima mujer. Quería acostarme con otro hombre.

—¿Qué te vas a poner tú? —le pregunté mientras me secaba el pelo con la toalla.

—Pues no tengo ni idea. Igual voy en pelotas, así, en plan artista excéntrico.

—Te ganarías más de una fan.

Nos miramos fijamente y después los dos sonreímos. Me relajé. No había pasado nada. Nunca había llegado a pasar nada. Aún podíamos arreglarlo.

—¿Me preparas tú la ropa para mañana? —Me miró suplicante.

—Claro. ¿No has visto el buen gusto que tengo? Me pondré los zapatos rojos de tacón. Te sacaré un palmo. —Me reí y seguí cepillándome el pelo hacia un lado.

Adrián se sentó en el borde de la cama y se cogió la cabeza entre las manos. Me acerqué.

—¿Pasa algo?

—No, no. —Levantó los ojos hasta mí—. Estoy nervioso. Mañana me espera un día duro. Aún quedan cosas por hacer.

—Venga, va a salir todo muy bien y, además, estaré allí contigo.

—Ese es… otro tema…

—¿Qué tema? ¿No puedo ir? —pregunté mientras me agachaba hasta encontrarme con sus ojos.

—No es eso. Es que… quizá mañana deberías buscarte otra pareja. Queda con tus amigas, no sé, trae a tu hermana, lo que más te apetezca. Pero yo voy a estar algo ocupado y no voy a poder prestarte atención. Estaré más tiempo con Álex que contigo, tienes que saberlo desde ya. No quiero que luego te sientas decepcionada y acabemos discutiendo.

Asentí. Me incorporé y fui hacia el sillón, donde me dejé caer casi desnuda, con las braguitas y con el pelo húmedo y liso tapándome los pechos. Alcancé el teléfono móvil, por distraerme con algo y no parecer tan torpe y ociosa. Su respuesta había sido tajante y no sabía qué contestar. Estaba cortada y me sentía vulnerable y ridícula. Jugueteé con el teclado del móvil y vi que el mensaje que me había llegado hacía unos minutos era de Víctor…

«No creo que pueda dormir, soy del todo sincero. No voy a poder cerrar los ojos y no recordarte allí casi desnuda… Sé que no está bien, pero no quiero dejar de verte. No quiero dejar de verte nunca. Él me da igual. Voy a pasar la noche en vela imaginando que he sido menos valiente. Lo siento. No me guardes rencor».

Cerré los ojos, bufé y contesté con un hormigueo en el estómago: «No me guardes rencor tú a mí por ser tan torpe. ¿Me acompañas mañana a la exposición? Habrá mucha gente, será un espacio amplio y yo llevaré ropa».

Cuando me ponía el camisón recibí el último mensaje, aunque no me hacía falta leerlo para saber lo que ponía.

«Sí quiero». Palabras textuales.

Tenía claro que deberían construir barricadas en la galería, por si aquello acababa convirtiéndose en una guerra.

Después, solamente borré los mensajes y me acosté. Adrián se quedó despierto, tecleando muy rápido en su ordenador portátil, como si chatease con alguien.