25

VÍCTOR Y VALERIA

Pasé por casa para cambiarme, claro. Víctor no iba a verme de esa guisa. Me solté las horquillas que me sujetaban el pelo, me coloqué un vestidito vaporoso color verde y unos zapatos de tacón y volví a salir a la calle, donde paré un taxi y apagué el móvil.

Víctor me abrió la puerta de su casa con una sonrisa de lo más explícita, y válgame Dios que las sonrisas de Víctor ya eran explícitas en un bar y hasta en la calle. Entrar en su casa me dio hasta escalofríos.

Me cogió de la cintura y con educación me metió dentro del piso, donde me dio el beso de rigor en la mejilla, con caricia en el pelo incluida, claro.

—¿Y esto? No me malinterpretes, me encanta verte aquí, pero pensé que… —dijo sonriente.

—Me apetecía.

—No necesito más explicación que esa.

Si una se fiaba de las explicaciones de Lola, era fácil imaginar aquella casa como un antro de perversión pintado de rojo, lleno de correas de cuero, juguetitos para adultos y olor a látex, pero nada más lejos de la realidad.

Se trataba de un estudio de una habitación independiente, moderno, reformado y de lo más cool. Estaba impecablemente limpio, era muy luminoso y olía a lavanda y limón. Debía de tener a alguien contratado para encargarse de las tareas del hogar; no podía ser tan sumamente perfecto y además ser un ejemplar amo de casa.

Víctor iba vestido con un polo negro y un pantalón vaquero y olía tan delicioso que temblé de ganas.

Después me senté en un taburete en la cocina, a la espera de que él y su coctelera me sirvieran un dry Martini en una impecable copa ad hoc. Estar con él me hacía sentirme segura de mí misma. Era más agradable que ser el manojo de nervios en el que la actitud de Adrián me convertía.

—¿Has comido? —preguntó mientras me pasaba la copa.

De pronto, la seguridad con la que había ido se esfumó. Ni siquiera había tenido en cuenta la hora que era. Quizá estaba molestándole. Tal vez me creía que él iba a estar a todas horas dispuesto a dejarlo todo por verme. Me avergoncé.

—No. Lo siento, ni siquiera lo pensé y…

—¿Te gusta el sushi? —Sonrió al tiempo que me miraba de reojo con su encanto habitual.

—Me encanta. —Me relajé un poco.

—Tengo la suerte de vivir sobre el mejor restaurante japonés de la ciudad y, además, tienen servicio a domicilio. —Levantó las cejas.

—Perfecto, pero invito yo.

Negó con la cabeza.

—Me parece que no.

La comida transcurrió con naturalidad. Aunque la saliva se me arremolinara en la garganta cuando Víctor se acercaba, estaba muy cómoda con él. Bebimos cerveza japonesa, comimos sushi y tomamos un café expreso en la barra de su cocina americana, sentados en taburetes altos. Después de comer me cogió de la mano y me llevó al salón, donde nos acomodamos en el suelo, entre unos cojines inmensos y preciosos, a charlar como si fuésemos viejos amigos. Pero aunque todo estuviera fluyendo tan bien, los dos éramos conscientes de la realidad y de que yo no era de ese tipo de chica que olvidaba las broncas con su marido echando un polvo con un recién estrenado amigo. Víctor, al fin, levantó una ceja y torciendo los labios en una sonrisa me preguntó:

—Oye…, ¿y tu marido? ¿No se molestaría si supiera que estás sola conmigo en mi casa?

—No tiene motivos.

—¿Aún no los tiene? —De pronto recordé el sueño y me sonrojé—. Te has puesto colorada. ¿Debo preocuparme? —Sonrió.

—En absoluto.

—¿Debe preocuparse él?

—De esto no. Tiene otros motivos.

—Déjame adivinar… —Se levantó y colocó un CD en la cadena de música. Su sonido apareció de la nada, repartido por un equipo de sonido que envolvía el salón.

—¿Qué quieres adivinar?

—¿Pelea doméstica?

—Más o menos. —Quise desaparecer cuando se giró hacia mí y levantó las cejas significativamente, dibujando una sonrisilla.

—Vaya…, me he convertido en el arma arrojadiza. ¿Y por qué discutisteis, si se puede saber?

—Fui a verle al estudio donde trabaja y lo encontré a pecho descubierto, metido en el cuarto de revelado con su ayudante, bastante ligerita de ropa. —Aunque no quería contarlo, las palabras burbujearon solas de mi boca.

—¿Los pillaste haciendo algo? —Frunció el ceño.

—No, pero no me gusta que mi marido ande quitándose ropa delante de niñas de veinte años con minifalda y sujetador. De todas formas, no quiero hablar de esto ahora.

Se pasó la mano por la barba de tres días y, apretando los labios, susurró:

—¿Y quieres hablar de por qué no me miras como antes?

Sonreí y le miré de reojo.

—No hay ningún motivo. Te miro como siempre.

—Algo hay. Estás como tensa…

—Será la espalda. Ya sabes, demasiadas horas sentada frente al ordenador —dije mirándolo desde el suelo.

Se echó a reír. Acto seguido se sentó detrás de mí, en el sofá, apoyó su mano sobre mi cuello y apretó levemente. Casi gemí de placer.

—No pareces muy contracturada.

—Pues me duele —reí.

—Farsante. —Me masajeó el cuello durante unos minutos y enredó su mano entre mi pelo. Me acomodé, quitándome los zapatos de tacón y dejándolos a un lado—. Sería más fácil si te quitaras el vestido.

—No te pases —me reí.

—Tenía que intentarlo.

—Si fueras un buen profesional te tendría que dar igual si no llevara el vestido. Deberías estar concentrado en lo tuyo.

—Por eso no soy fisioterapeuta ni quiropráctico. Todos conocemos nuestras limitaciones.

Volvimos a callarnos y sentí su respiración pegada a mi cuello. Lo que más me apetecía en el mundo, por mucho que me empeñase en negármelo, era que me besara, que me lamiera y que me follara encima de la alfombra sin darme ni siquiera oportunidad de pensármelo dos veces.

—¿Sabes? Habría jurado que rehuías el contacto físico conmigo —susurró mientras sus manos resbalaban sobre mi piel.

—Lo evitaba. Casi no te conozco. —Cerré los ojos.

—¿Y esto no es demasiado?

Me giré y le miré.

—Según por dónde se mire.

—Me lo estás poniendo verdaderamente difícil. —Se mordió el labio, grueso y jugoso. Me volví del todo hacia él y apoyé los brazos en sus rodillas—. Muy difícil —insistió.

—No es lo que pretendo.

Mis manos, con vida propia, se deslizaron por sus piernas, sobre la tela del vaquero, hasta una altura aún honrosa de sus muslos.

—¿Tú sabes lo deseable que eres? —susurró devorándome.

—No digas tonterías. —Agaché la cabeza, con las palmas de las manos todavía en sus muslos.

—No digo tonterías. Me haces sentir como un jodido adolescente. —Me alcanzó la mano derecha y jugueteó con ella. Toqueteó mi alianza de casada y después dejó caer la mano. Los dos nos miramos y él añadió algo que yo también estaba empezando a plantearme—: Quizá deberías irte a casa con tu marido y arreglar las cosas, ¿no?

Me levanté. Él también. Dios, qué grande era y qué ganas me daban de pedirle que me envolviera.

—¿No vas a preguntarme por qué? —Me retuvo, cogiéndome de la cintura.

—No. Tienes razón. Lo que debería estar haciendo es…

—Sabes que no quiero que te vayas, ¿verdad?

—Entonces… ¿por qué?

—Porque tengo un límite, Valeria. Y porque además me cabrea que ese tipo te haga sentir tan poca cosa.

—No me hace sentir poca cosa.

—Seguro que ni siquiera te toca… —Joder…, menudo giro a la conversación. Alargó una mano y me acarició un brazo—. ¿Te toca?

—No —confesé sin poder dejar de mirarle.

Víctor dio un paso hacia mí, se inclinó, me apartó el pelo hacia un lado y susurró:

—Dile algo de mi parte. Dile que no se merece lo bien que me estoy portando. Y dile que no se merece lo bien que te estás portando tú. Dile que si él no estuviera, tú y yo follaríamos hasta echar abajo las paredes. Que se espabile. Un día dejará de importar si está o no.

Me alejé un paso y le miré con los ojos como platos. Tenía los labios entreabiertos y se me escapaba el aire a trompicones. Debía irme; nos estábamos poniendo demasiado cariñosos.

—Joder —susurré.

—Sí, ¿verdad? —dijo sin dejar de mirarme.

Sin embargo, a pesar del momento de tensión y complicidad, miré detrás de él, al sofá, y sonreí juguetona. No quería irme con aquella sensación.

—¿Fue en ese sofá donde Lola y tú…?

Víctor esbozó una sonrisa sensual y contestó:

—No sé quién es peor: Lola por contarlo o tú por ser tan morbosa. —Y esa sonrisa me recordó que Víctor en realidad no era uno de esos chicos dulces que buscan querer siempre, sino de los que cada fin de semana tienen unas piernas enroscadas a las caderas.

—¿Lo es o no? —Y quise jugar.

—Sí, lo es. —Lo estudié, mordiéndome el labio, sin poder evitar imaginarlo—. ¿Estás fantaseando? —preguntó al tiempo que se metía las manos en los bolsillos del vaquero.

—No. No te hagas tantas ilusiones.

—Al menos deberías decirme si lo que dice Lola me deja en buen lugar…

—He llegado a pensar que la has sobornado.

Levantó las cejas sorprendido.

—¿Sí? —Entonces me cogió de la cintura y me acercó a él.

—Dice que… —empecé a decir.

—¿Qué?

—Nada.

—Venga —suplicó, y me apoyé en su pecho.

—No debería decírtelo. —Le acaricié por encima del polo sutilmente.

—Pero quieres.

—Sí. Quiero ver tu reacción.

Nos echamos a reír y Víctor me rodeó las caderas.

—Dice que follas como un dios —susurré.

—¿Como un dios?

—Sí. Dijo que se corrió tres veces cuando apenas habías empezado.

—¿Y qué opinas de eso? —Una de sus manos bajó por la curva de mi espalda y se dejó caer levemente en mi trasero.

—Que deberías dejar de tocarme tanto.

—¿Eres consciente de la cantidad de cosas que me están pasando ahora mismo por la cabeza? —Y sus brazos volvieron a envolverme las caderas.

—No. Cuéntame alguna.

En una especie de abrazo, Víctor y yo jadeamos levemente. Me apartó el pelo y susurró:

—Para mientras puedas. Me estoy poniendo muy tonto…

—Algo noto —repuse refiriéndome a su amago de erección.

—A Lola no le hice ni la mitad de lo que te haría a ti. —La respiración entrecortaba levemente las palabras.

—El ambiente se está caldeando un poco, ¿no crees? —Traté de alejarme ligeramente.

—Un poco, sí.

—Tengo que irme —dije poniéndome un poco más seria.

—Vete antes de que te arranque las bragas y te folle contra la pared —me susurró perversamente al oído.

Buf. Demasiado. ¿Era sensación mía o mi ropa interior estaba a punto de desaparecer por combustión espontánea?

—Ahora sí se ha caldeado demasiado el ambiente. —Me alejé un paso y me dirigí hacia la puerta, fingiendo tranquilidad.

Víctor se adelantó y se colocó frente a la salida.

—Perdona, no debería haber dicho eso.

—No, no deberías. Soy una persona muy sensible y luego tengo pesadillas. —Pestañeé coqueta un par de veces seguidas.

Nos quedamos callados y en su boca fue dibujándose una sonrisa.

—¿Has soñado conmigo?

—Eso pertenece a mi intimidad.

—Daría la talla, espero.

—No te lo diré —sonreí.

—¿Cuánto vale esa información?

—Mucho. No tienes nada con suficiente valor para ofrecerme.

—Si me lo dices, te dejo marchar sin intentar besarte.

Me agarró de la cintura y se inclinó sobre mí.

—Échate faroles con otra —sonreí de lado.

Le aparté y me despedí de él con la puerta ya abierta.

—No te vayas… —suplicó—. Quédate…

—Adiós —le dije riéndome.

—Te llamaré esta noche —repuso apoyado en el quicio.

—No creo que te lo coja…

Oh, oh…

Se había convertido en un juego apasionante.

No pensé en nada durante el trayecto de vuelta a casa. Estaba embotada en todas las sensaciones y en la cara me reinaba una sonrisa muy perversa con la que no me escondía a mí misma lo caliente que me había puesto Víctor con un par de susurros. Me sentía tan mujer, tan orgullosa de ser deseable… Tal cantidad de hormonas flotaban por mi cuerpo que no me di cuenta de que la moto de Adrián estaba aparcada frente a casa, así que me llevé la sorpresa al entrar en el piso.

Adrián me esperaba apoyado en el respaldo del sillón, de espaldas a la puerta, mirando por la ventana. Dejé las llaves en la entrada y me descalcé. Era de imaginar.

—Te he llamado como unas veinte veces —dijo sin girarse en un tono que presagiaba el tipo de conversación que íbamos a tener.

—Apagué el teléfono.

—¿Dónde estabas? —El mismo tono tenso y frío.

—Por ahí.

—Llamé a las chicas. Ninguna sabía nada de ti desde anoche. —Se giró y me miró la ropa, extrañado—. ¿Has salido con tu amigo?

—Sí. Fuimos a comer. —Dejé el bolso de mano y me revolví el pelo.

—¿Lo haces para molestarme, Valeria?

—Tú estabas muy ocupado como para prestarme atención.

—Y él seguro que te dedica todas las atenciones del mundo, ¿no?

—¿Estás celoso? —Me apoyé en la pared, tranquila.

—No lo conozco y no sé a qué juegas. Creo que no puedo estar demasiado tranquilo.

—¿Y puedo estar tranquila yo? —Arqueé las cejas.

—No seas tonta, Valeria. —Puso los ojos en blanco.

—Yo no me quito la ropa cuando estoy con mis amigos.

—Sabes de sobra el calor que hace allí dentro cuando no enciendo el aire acondicionado, no seas cría.

—Ni siquiera sabes por qué estoy enfadada.

—¡Claro que lo sé! ¡Te conozco desde hace diez años! —Y por primera vez en muchísimo tiempo, Adrián levantó la voz. Hubo un silencio denso. Pensé que si no contestaba, él volvería a callarse y saldría de casa con cualquier excusa, pero no fue así. Abrió la boca y, después de un par de intentonas y de chasquear la lengua contra el paladar, por fin dijo—: Valeria, no soy Superman. A veces esperas demasiado de mí. No puedo contentar a mis clientes, preparar lo de Almería, organizar la exposición y hacerte el amor todas las noches.

En cuanto lo dijo me di cuenta de lo mucho que me hacía falta.

—¿Todas las noches? —rebufé.

—Sí, todas las noches.

—Eso implicaría que al menos una lo hicieras, ¿no?

—¿Qué quieres decir con eso? —Se mordió el labio superior y puso los brazos en jarras.

—Que me rehúyes.

—Eso no es verdad. —Se revolvió el pelo.

—¿Que no es verdad? Entonces ¿por qué hace meses que ni me tocas? —inquirí resentida.

—Lo hicimos hace muy poco. —A Adrián nunca le gustó hablar de sexo, así que se sentía violento.

—¿A eso le llamas hacerlo? —pregunté en un tono cruel.

—No puedo tener las energías al mismo nivel que tú.

—Pues no entiendo por qué no.

—¡Porque yo no estoy de continuas vacaciones, Valeria! —Me quedé mirándolo alucinada y él siguió, como si se hubiera dado cuerda—: No madrugas, no escribes, te limitas a arreglar la casa por encima, llenar la nevera cuando te da el venazo y salir hasta altas horas de la madrugada a saber con quién. Apenas nos vemos y ¿esperas que cuando te vea entrar medio borracha me lance sobre ti? ¿Es que estamos locos?

Tardé un poco más de lo necesario en encontrar las palabras adecuadas con las que contestar porque, me gustase o no, había algo de razón en aquel comentario.

—Eso es injusto, Adrián.

—Es lo que pienso.

—Esta es mi vida. Si no te gusta, ya sabes qué hacer —contesté muy en plan pasivo agresivo.

—¿Y ya está? No puedes vivir eternamente de lo que te dieron con la primera novela porque el dinero que te prometieron de la segunda no llegará si ni siquiera la escribes. Pero, claro, como Adrián carga con los gastos…

—Eso no es verdad. ¡Vivimos en una casa que es mía!

—¡Ya estamos con lo de la casa! ¡¿Cuántas veces te he dicho que compremos otra casa?!

—Pero ¡¡es que no quiero!!

En un punto indeterminado de la discusión habíamos empezado a gritar. Desde luego no era a lo que estábamos habituados, pero el silencio en el que nos habíamos acomodado tampoco nos beneficiaba mucho, la verdad. Respiré hondo, me senté sobre la cama y quise reconducir la conversación.

—Estoy cansada, Adrián. Luchar todos los días contigo es…, es agotador. ¿Cómo voy a escribir si me paso el día pensando qué te pasará o cuándo me dirás que en realidad estás decepcionado conmigo? —Adrián se pasó la mano por la cara y no contestó. Su silencio me molestaba de tal manera…—. ¡Dímelo ya! ¡Dime que estás decepcionado! ¡Dime que no te gusta verme en casa, que no puedes soportar esta rutina! ¡Dime de una puta vez que ya no te gusto y que no te apetece una mierda tocarme! ¡Yo qué sé!

—No se trata de eso. Deberías calmarte y dejar de hablar de sexo, porque ese no es el problema.

Pues él debía de ser de piedra para que el sexo no formara parte fundamental del problema en su opinión. Yo había venido desde casa de Víctor con la ropa interior empapada. ¿Era eso sano para nuestra relación? ¡Por Dios! ¡Claro que no!

—Tú me apoyaste cuando decidí dejar la oficina… —dije apartando a Víctor de la discusión.

—No estás siendo constante, Valeria…, y ya no eres una cría a la que hay que atosigar para que haga los deberes. No puedes seguir con ese ritmo de vida adolescente.

—Hace tan solo meses que publiqué Oda.

—¡Eso no tiene nada que ver con la constancia!

—¡¡Sí lo tiene!! ¡Estoy cansada y sola, joder, Adrián! ¡Dame un puto respiro! ¡A mí tampoco me gusta esto! —jadeé.

Adrián suspiró y ni siquiera contestó. Se dio la vuelta y se marchó hacia la cocina. Los gritos no le gustaban, pero la vida es así. A mí tampoco me gustaba gritar y después soportar el nudo en la garganta para que él no me viera llorar.

Diez años después de haberle conocido seguía sin acostumbrarme a aquello. Con Adrián siempre serían discusiones inacabadas, asuntos que se eternizaban y se instalaban con nosotros como parte de nuestra relación.

Estaba claro que yo sería la que diría la última palabra, pero, a pesar de lo que se suele creer, no me satisfacía en absoluto. ¿De qué me servía? Solamente para hacerme sentir más débil y más vulnerable.

No cruzamos más frases aquella noche y cada uno durmió en su lado de la cama, muy lejos del otro. Así era intentar arreglar las cosas en mi matrimonio.