24

CONFIESA, PECADORA…

El sueño me produjo, por supuesto, una profunda desazón que se vio alimentada (y con creces) por la expectativa de la cena de aquella noche con las chicas. Estaba claro que no iba a poder callármelo ni esconderles el hecho de que había tenido un sueño tórrido con alguien que era «solo un amigo».

En principio no había nada de malo en aquello, pero pensé que después de la conversación que habíamos mantenido la noche anterior, seguida de las copas y la velada de jazz, la situación tenía agravantes. Por otro lado, si lo pensaba bien, me tranquilizaba la idea de poder compartir aquel secreto que me quemaba por dentro en todos los sentidos. Yo no era muy buena confidente de mí misma. Necesitaba desahogarme con frecuencia. Normalmente, si eran asuntos que despertaran verdadera preocupación, solía comentarlos con mi hermana o mi madre. El resto era incumbencia de las chicas. Siempre daban tres visiones totalmente diferentes e incluso contrapuestas, pero cuando coincidían era signo inequívoco de que tenían razón. Además, se trataba de una buena terapia de grupo y una tradición con demasiados años como para ni siquiera cuestionarla. Sí, aquella noche iba a confesarlo todo.

¿No le ha llamado a nadie la atención que el nombre de Adrián no se encontrara entre mis confidentes? Una vez lo estuvo, pero se perdió por el camino de las cosas que le importaban demasiado de sí mismo.

Cuando me desperté, para variar, ya no estaba allí. Más que un matrimonio parecíamos compañeros de colchón. Pensé en hacerle una visita al estudio, pero me distraje y se me olvidó. Estaba dispersa… y además no me apetecía. Era trabajoso e incómodo lo de tratar de recuperar una relación de intimidad con él, así que prefería obviarlo. Ojos que no ven…

Para mejorar la situación, cuando me disponía a comerme un enorme plato de pasta con queso y tomate escuché mi teléfono móvil en la lejanía. Descolgué sin mirar, después de encontrarlo sepultado por revistas y cojines en el único sillón de la casa.

—¿Sí?

—Hoy no te lo esperabas… —La aterciopelada voz de Víctor me acarició al otro lado del teléfono.

—No, hoy no te esperaba a ti en general. Es fin de semana. —Me sonrojé y me tapé la cara con uno de los cojines que había desperdigado al acordarme de que me había hecho correrme en sueños—. Pensé que saldrías con tus amigos por ahí, de caza.

Se echó a reír. ¿Resultaría convincente mi fingida naturalidad? Lo que realmente me apetecía era preguntarle por qué estaba llamándome o…, mejor pensado, soltar el teléfono y marcharme gritando hasta debajo de la cama.

—La expresión salir de caza es un poco… —dijo entre risas.

—Horrenda, lo sé. Le presento mis disculpas.

—Disculpada queda, señorita. ¿Tienes planes hoy?

Me quedé unos segundos callada. Me cogía por sorpresa su interés.

—Sí, he quedado con las chicas para salir a cenar.

—Vaya. ¿Solo chicas?

—Solo chicas.

—Mmm. Me encantaría verlo. —Y la vibración de su garganta fue directamente hasta mi entrepierna, adonde me llevé una mano con el objeto de parar la sensación de hormigueo.

—Fantasea con ello si quieres —contesté.

—No dudes que lo haré, aunque prefiero imaginarnos solo a ti y a mí… —Carraspeé y él prosiguió—: Oye…, y esas salidas de chicas ¿se suelen prolongar hasta la madrugada?

—A veces.

—¿Me das un toque si acabas pronto?

—Humm… —dudé. No estaba preparada para aquella insistencia.

—¿No te estaré asustando?

—Asustando no, pero… —Me reí.

Se quedó callado un momento y luego rio con vergüenza.

—¿Ves? Deberíamos haber ido a la comisaría aquel día. Ahora, sumergido en este frenesí, no querré hacerlo.

—Bueno, no te preocupes, contrataré un servicio de guardaespaldas.

—No quiero molestar. Estaré en casa; llámame si te apetece.

—Víctor —dije antes de que colgara.

—¿Sí?

—¿Por qué me llamas? —Cerré los ojos y me mordí el labio inferior.

—Me apetece…, me apetece hacer cosas contigo. Eres tan… —resopló—. Prometí que me portaría bien, pero no sé por qué no dejo de pensar en ti… —Me quedé callada y ahogué un suspiro. ¿Dónde narices me había metido?—. ¿Ves? Ahora sí que no me llamarás —afirmó.

—No sé si te llamaré, pero si no lo hago no tendrá nada que ver con lo que acabas de decirme —confesé.

—¿No tienes nada en contra de eso?

—Tendría que creérmelo para que me supusiera algún problema. Un abrazo.

Colgué, muerta de miedo, y sentí tentaciones de meterme debajo de la cama, pero con meterme dentro y taparme con la colcha por encima de la cabeza tuve suficiente.

Aparecí en nuestro restaurante favorito a la hora convenida. Nerea ya estaba allí, deslumbrante, con un vestido corto lleno de flecos, como de los años veinte, que a mí me habría hecho parecer un tonel pero que a ella le quedaba de ensueño. Solamente pudimos saludarnos, porque al momento llegaron Carmen y Lola, cada una desde una esquina diferente.

Carmen llevaba unos vaqueros de talle alto y pernera ancha con una blusa beis estampada, algo transparente y con lazada en el cuello, muy seventies. Lola, por su parte, lucía unos pantalones negros de cinturilla baja con un top negro bastante escotado y unos zapatos rojos. Era una especie de rebelde Olivia Newton-John al final de Grease, pero más sexi. A pesar de que todas estaban espectaculares, esta vez no me miré con vergüenza ni me hundí dentro de mí misma en mi ropa arrugada o demasiado holgada, porque yo había sacado de mi armario una blusa de seda de color coral y unos pantalones negros tobilleros que quedaban de vicio con mis zapatos negros de tacón XXL.

No pude evitar darme cuenta de que las tres me echaban una miradita y sonreían, dándole la bienvenida a la nada tímida antigua Valeria, que se asomaba por momentos.

Nos sentaron en la mesa de siempre y, tras pedir cuatro copas de vino, todas me miraron con una sonrisa tonta en la cara. Podía pensar que se debía a mi nuevo atuendo y mis renovadas ganas de hasta rizarme las pestañas antes de salir de casa, pero sabía de sobra que si me estaban escrutando de aquella manera era porque Lola había estado cotilleando por teléfono con ellas acerca de mi «relación» con Víctor.

—Lola…, ¿vas a llamar también a la madre de Adrián para comentarlo con ella? —dije malhumorada.

—Venga, Valeria. ¡Cuéntanoslo todo! —me animó Carmen.

—No hay nada que contar —contesté haciéndome la dura.

—Ayer volviste a salir con él, ¿no? —inquirió Lola.

—Sí, pero dicho de esa manera suena muy raro. No es nada depravado ni extraño.

—Antes de que sigas mintiéndonos te diré que he hablado con Carlos hace un rato y me ha dicho que esta noche Víctor no va a salir…, se va a quedar en casa ¡esperando que le llames! —Y al decir esto Lola abrió mucho los ojos y dejó las manos a la vista, con las palmas hacia arriba.

—Me dijo esta tarde que no deja de pensar en mí. —Me reí sin mirarlas, al tiempo que doblaba la servilleta.

—Me parece muy mal, Valeria; le estás dando cancha a un tío con el que no vas a querer nada al fin y al cabo —afirmó Nerea muy seria.

¿Que no iba a querer nada con él al fin y al cabo? Bueno…, eso esperaba.

—¡Déjala que fantasee un poco, Nerea! No hay nada de malo —intervino Lola.

—Creo que Nerea tiene razón…, esta noche ya fantaseé demasiado. —Les guiñé un ojo.

—¡¿Qué significa eso exactamente?! —preguntó Carmen emocionada.

—Tuve un sueño de lo más excitante con él…

Nerea y Carmen exclamaron su sorpresa, a lo que Lola contestó con un bufido:

—¡Normal! Se nota que no le conocéis. Es el morbo en persona.

—¿Y qué soñaste?

—Pues que hacíamos calceta —contesté con desdén.

—Quería que entraras en detalles. El contenido general ya lo entendí —protestó Carmen.

—Buf…, aquello era el Kamasutra.

—La tiene como un trabuco y folla como un dios —sentenció Lola mientras se encendía un pitillo.

—¿Te has acostado con él? —preguntó Nerea sin llegar a sorprenderse.

—Hace un par de años.

—En un portal —añadí yo.

—Esa información era confidencial, Valeria —dijo con firmeza Lola a sabiendas de que si yo no lo hubiera dicho, habría sido ella la que habría añadido esa información.

—¿En qué portal? —preguntó Nerea asustada.

—¡Yo qué sé! Pues en uno. Nos dio el apretón en pleno casco antiguo. ¡Igual era en el de tu madre y no me di cuenta!

Nerea puso los ojos en blanco y me miró de nuevo, dándome a entender que quería que siguiera explicándoles.

—Bueno, lo realmente digno de mención es que me cae muy bien, me gusta estar con él y punto.

—Mientras se quede ahí… —susurró Nerea mientras desdoblaba su servilleta y se la colocaba en su regazo.

—Pero, chicas…, estoy casada con Adrián. No puedo pedirle nada más a la vida. —Y yo no sé si es que estaba borracha o que lo que me emborrachaba era el mero recuerdo de Víctor, pero lo dije ahí, mintiendo sin contemplaciones.

—Pasando por alto ese comentario taaaan empalagoso y mis repentinas ganas de vomitar, te diré, como consejo, que no te fíes demasiado de él y que, por encima de todo, jamás subas a su piso. Es como un antro de perversión. Si entras ahí, follas…, está claro.

—Pero ¿cuántas veces has estado con él? —dije frunciendo las cejas.

—Dos…, creo. O tres. Quizá cuatro. No sé. Una en el portal y otra en su sofá, eso seguro. Y no sé en cuál disfruté más. —Y puso los ojos en blanco.

Los imaginé desnudos, sudorosos, gimiendo y apretados, entregados al fornicio y no me gustó nada la sensación de celos que me despertaba. Así que, dando un saltito en mi silla, dije fingiendo una sonrisa:

—Tema zanjado. ¡Cambiemos de tercio!

Carmen nos puso al día sobre su relación con Borja y su «no vida sexual» y aprovechó para que Nerea hablara de lo lindo sobre la suya. Hasta podíamos verla hacer anotaciones mentales del tipo «que esto no se me olvide». También hablamos sobre el nuevo ligue de Lola y lo rabioso que estaba Sergio y, aunque me lo estaba pasando muy bien, tuve ganas, sintiéndome peor que un perro, de llamar a Víctor y tomarme una copa con él… Era divertido, guapo y amable y olía a gloria divina, además de tratarme como una reina. ¿Cómo no me iba a gustar estar con él?

A las dos llegué a casa y tras dudar durante diez minutos en el portal, me decidí a subir, al considerar que era demasiado tarde para llamar a Víctor y que no tenía por qué mandarle ni siquiera un mensaje para justificarme. Así que entré en el apartamento, me desnudé frente a la cama, me deslicé dentro y me abracé al cuerpo somnoliento de Adrián. Moviéndome como una culebra conseguí abrirme paso bajo uno de sus brazos y apoyar la cabeza sobre su pecho. En el fondo le echaba de menos. Si él diera algún paso…

—¿Qué tal la noche? —murmuró medio en sueños.

—Lo de siempre. Mucho cotorreo.

—¿Me has echado de menos? —preguntó con sus dedos serpenteando en mi cintura.

—Un montón.

Adrián se giró hacia mí y, cogiéndome por sorpresa, me besó, primero inocentemente. Después el beso dio más de sí de lo que yo esperaba y nos besamos profundamente. Mi cuerpo reaccionó al microsegundo y lo agarré. Giramos y me senté sobre él; moví ligeramente las caderas con el fin de provocarle y sufrí un escalofrío húmedo al sentir el roce de una tímida erección bajo mi pubis. Jadeé. Adrián siguió besándome, pero atisbé algo de desgana en el ritmo en que lo hacía. Cuando cogí una de sus manos y la coloqué sobre mi pecho derecho, él me paró.

—Valeria…, son las dos de la madrugada.

—¿Y qué?

—Estoy sobadísimo. No…, no tengo ganas.

¿No tengo ganas? ¿Son las dos de la mañana? Pero… ¿qué narices estaba pasando? Aunque visto lo visto en los últimos meses, lo extraño y realmente reseñable habría sido que hubiéramos echado un polvo digno.

Me dejé caer a su lado en la cama y respiré hondo, tratando de no llegar a desarrollar todo aquel torrente de humillación. Sin más, Adrián se dio la vuelta en la cama y tras unos minutos se durmió, dejándome completamente desvelada. Tenía demasiado en lo que pensar como para imitarle.

Me desperté porque la persiana dejaba entrar un maldito haz de luz que me daba directamente en la cara. Llamé a Adrián en voz alta, pero enseguida recordé que los sábados en temporada alta también eran laborables para él. Maldije la puñetera exposición.

Eran las once de la mañana y sabía de sobra que por mucho que me pusiera frente al ordenador no saldrían ni tres frases seguidas, y si salían, otro día con más criterio las borraría. Delante del espejo del cuarto de baño recordé el lamentable episodio pseudoerótico de la noche anterior y me pregunté amargamente qué había pasado en mi relación en el último año para haberse convertido en el antagonista de lo que era. Me analicé bien en el espejo y, muerta de miedo, me pregunté si mi cuerpo ya no le gustaría a Adrián. No había cambios sustanciales en él, pero a lo mejor a él ahora le gustaba más alguien como Álex. Me mordí el labio. No. Yo no me iba a quedar allí, meditando qué había pasado. Quizá ignoraría, por mi propia dignidad, el rechazo de la noche anterior, pero no iba a cruzarme de brazos y resignarme. Tenía veintiocho años; era muy joven aún.

Así que me metí en la ducha y decidí visitar a Adrián en el estudio que tenía alquilado.

Me puse unos vaqueros ceñidos y una camiseta negra de los Rolling Stones que a Adrián le encantaba. Empezaba a hacer calor.

Tres paradas de metro, un transbordo, un paseo de quince minutos y estaba llamando al timbre de su estudio. Era un bajo que siempre estaba cerrado a cal y canto. Nada más entrar tenía una mesa y una silla a modo de despacho, con un teléfono y muchos archivadores con su cartera de clientes e historiales de trabajos realizados que, no obstante, también tenía informatizados. Esa parte la solía tener siempre en orden porque era donde recibía a los clientes, pero hacía ya algún tiempo que eso no le hacía falta y los encargos le llegaban por teléfono. A mano izquierda tenía un sofá negro de Ikea con unos originales cojines con forma de carrete de película fotográfica y de cámara que compramos en un viaje.

En esa estancia había dos puertas. Una llevaba a un pequeño aseo y la otra a una habitación que hacía las veces de cuarto oscuro. Adrián era de la vieja escuela y le seguía gustando revelar y positivar sus propias fotos.

Cuando Adrián abrió por fin la puerta, el sol me había enrojecido hasta el cogote. Pero parecía que no era la única que estaba pasando calor, porque el pecho de Adrián estaba empapado de sudor y no llevaba camiseta.

—No te esperaba. Pasa —murmuró al tiempo que se metía otra vez hacia la sala.

—¿Se te ha estropeado el aire acondicionado?

—No me gusta ponerlo cuando positivo, ya sabes.

Me quedé plantada en el despacho tratando de averiguar qué iba mal también allí. Todo estaba extrañamente en orden pero él tan tirante…

—¿Pasa algo? —le pregunté.

—No, es solo que no te esperaba. —Metió las manos en los bolsillos de su vaquero.

Joder. Ese era mi marido. Me mordí el labio, porque era tan deseable… y estaba tan lejos…

—Bueno, me apetecía estar un rato contigo. Antes veníamos juntos muchas veces. ¿Te acuerdas? Seguro que aún puedo ayudarte en algo. —Sonreí.

—No, qué va, ahora mismo se están secando las copias y…

—¿Estás positivando? Hacía mucho tiempo que no lo hacías. Pensé que ya te habías hecho a la fotografía digital…

—Bueno, de vez en cuando…, por no perder la costumbre…

Le pasé los brazos por detrás del cuello y lo acerqué a mí. Hice de tripas corazón. Aún me sentía humillada por la noche anterior, pero era mi marido. Me senté sobre la mesa del escritorio y le besé en los labios, sin ni siquiera cerrar los ojos. Tal y como me imaginaba, él me paró de nuevo.

—Valeria…

—¿Qué pasa ahora? —supliqué.

—No estamos solos.

—¿Cómo que no estamos solos?

Miré hacia la puerta del cuarto de revelado, que estaba entrecerrada. En el proceso en el que decía que se encontraban, las fotografías podían tolerar un poco de luz sin velarse.

De pronto la puerta se abrió y Álex se asomó. Pareció avergonzada por interrumpir el momento de «intimidad» entre nosotros, pero se quedó allí pasmada el tiempo suficiente para que yo apreciara lo ligera de ropa que andaba dentro de aquella pequeña habitación. Se acercó con su minifalda vaquera colocada lo más debajo posible de la cadera y un top negro corto que, la verdad, parecía ropa interior.

—Hola, Valeria.

—Hola, Álex. —Mantuvimos la mirada.

Estuve a punto de no enfadarme con ella, solo con él. Luego pensé en hacer todo lo contrario, pero al fin decidí salir de allí antes de asfixiarme y llorar.

—Bueno, os dejo en la sauna turca, parecéis muy ocupados. —Bajé de la mesa y recogí el bolso, que me colgué al hombro.

—Valeria. —Adrián, que me conocía, me agarró de un brazo para impedir que me fuera—. Álex, ¿puedes dejarnos solos un momento?

—No hace falta. Lo que tengamos que hablar ya lo hablaremos en casa —contesté.

Abrí la puerta y salí a la calle. De pronto me asaltó a la mente la imagen de los dos enredados y sudorosos en el cuarto oscuro…

Aún no había llegado a la parada de metro cuando metí la mano en el bolso y alcancé el teléfono móvil. En el momento en que fui a buscar el número al que quería llamar me di cuenta de que me temblaban ligeramente las manos. Respiré hondo, quería parecer tranquila. No dio más de tres tonos.

—¡Hola! —Y su voz me subió el estómago a la garganta.

—Hola, Víctor.

—No llamaste anoche —se quejó sutilmente.

—Bueno, te estoy llamando ahora… ¿Estás ocupado?

—No para ti. ¿Dónde te recojo?

—Dame tu dirección. Estaré allí en una hora.

Víctor debió de frotarse las manos con la expectativa y yo…, yo no sé lo que debí de pensar.