23

CULPABLE DE TODOS LOS CARGOS…

Lola miraba a Sergio agazapada detrás de sus sublimes gafas de pasta, frente al ordenador. Y digo sublimes porque todo el gusto del que carecía para elegir a los hombres lo tenía para los complementos. Faltaban poco más de diez minutos para el final de la jornada y muchos de sus compañeros ya recogían y apagaban sus ordenadores. Ella, sin embargo, esperaba para hacer que un efecto dominó le cayera encima a Sergio y disfrutar molestándole.

Uno a uno, todos se fueron de la oficina y ella se quedó fingiendo estar muy ocupada a la espera de lo que evidentemente iba a suceder.

Sergio rondó su mesa como quien no quiere la cosa y, después de vagabundear por allí unos minutos, se acercó. Llevaba el traje impoluto y al apoyarse en la mesa de trabajo de Lola se desabrochó el botón de la chaqueta con una elegancia innata que casi consiguió descentrarla.

—Lolita… —le susurró.

Pero ese «Lolita» de nada le valdría, porque hacía cinco minutos, con premeditación y alevosía, le había dado un toque a Carlos, que esperaba desde hacía tres días que Lola le llamara. Era cuestión de minutos que le devolviera la llamada y, entonces, Sergio la escucharía hablar con él. La cuestión era saber alargar lo suficiente la conversación como para que todo fuera según lo planeado.

—Dime —respondió ella.

—¿Te apetece una copa de vino en mi casa?

Lola puso su estudiada cara de «me lo estoy pensando» y luego negó con la cabeza.

—Será mejor que no. Estoy esperando una llamada.

—¿Y si no la recibes?

—La recibiré. —Se miró las uñas, pintadas de marrón chocolate.

—¿Cómo estás tan segura?

Le mantuvo la mirada mientras pensaba en lo segura que estaba de que su plan surtiría efecto.

—Simplemente lo sé.

Su móvil empezó a sonar justo entonces y Sergio espero allí. Él creía que acabaría la noche en su cama…

—¿Sí? —contestó Lola.

—Dijiste que llamarías el lunes —susurró la voz de Carlos desde la otra parte de la línea.

—Soy mala, pero por eso te gusto tanto.

—Tienes razón. ¿Paso a por ti? Te echo de menos.

—¿Sabes dónde trabajo?

—Dame diez minutos, estoy muy cerca.

Lola sonrió y colgó. Miró a Sergio y, fingiendo un gesto compungido, le dijo que esta vez no podría ser. Recogió el bolso, se miró en el espejo de mano y se retocó el pintalabios y se empolvó un poco la cara. Bordeó a Sergio, pero este la cogió del brazo y la mantuvo a su lado.

—Lola…

—Dime —repuso mientras se atusaba el pelo.

—¿Esto es por despecho?

—Sergio…, andas bastante equivocado conmigo desde hace tiempo. —Cogió los dedos de Sergio y los fue desprendiendo uno a uno de su ropa.

—No tiene otra explicación. ¿Me castigas? ¿Es eso?

Lola sonrió.

—¿Sufres? —le preguntó ella con una sonrisa sardónica en los labios.

—Simplemente estoy nervioso, Lola, no sé a qué atenerme contigo.

—Simplemente nunca debiste dar las cosas por sentadas.

Salió andando despacio. Sabía que él iría detrás de ella para asegurarse de que no se estaba marcando un farol, pero Carlos, más rápido de lo que ella esperaba, le puso la guinda al pastel y la aguardaba con su moto frente a la puerta del edificio. Sergio se quedó en la puerta, parado, aplastado mientras Lola saludaba a su nuevo amante con un beso antes de ponerse el casco y subirse a la moto junto a él.

Todo le había salido a la perfección… Entonces… ¿por qué se sentía tan vacía? ¿Por qué tan triste?

Carmen encendió unas velas perfumadas y colocó el incienso en la mesa baja del salón. La botella de champán se enfriaba en la cubitera y había un cuenco de fresas frías preparado junto a las dos copas. Borja subía por las escaleras y ella estaba peinada, depilada y perfumada para el momento.

Cuando le abrió la puerta, Borja dio un brinco, asustado. Una Carmen que no conocía lo esperaba en el quicio con una bata de satén que se abrió en cuanto Borja cerró la puerta tras de sí. Bajo la bata llevaba un escueto camisón que decía mucho de lo que Carmen esperaba de aquella noche.

—Hola cariño —susurró él anonadado con los ojos clavados en los pechos de su novia.

—Hola…

Borja le dio un beso en la boca y se fue directamente a la cocina, donde dejó unas bolsas.

—He pasado por el restaurante japonés y he traído algo de cena. Bueno, cena para ti, porque yo no me como eso ni loco. Espero que tengas algo en la nevera.

Carmen lo agarró por el cuello de la camisa y, acercándolo a ella, le dijo que quería pasar directamente al postre.

—Estás un poco rara, ¿no? —repuso él acongojado.

—No, no estoy rara. Estoy… —se lo pensó un poco pero al final confesó—, estoy cachonda.

Borja abrió los ojos de par en par y de pronto cayó sobre el sofá con Carmen sentada a horcajadas encima.

—Carmen, ¿por qué no te tranquilizas?

—Porque no quiero.

Le besó el cuello y empezó a desabrochar la camisa. Borja, claro, no estaba excitado, estaba aterrorizado, así que cuando Carmen metió mano dentro de su pantalón se llevó la decepción de ver que ella corría demasiado, que Borja no tenía ni amago de erección y que aquello parecía una película de Gracita Morales. Menuda primera vez para tocar la mercancía.

Miró a Borja a los ojos, chasqueó la lengua y se fue hacia la habitación, donde se encerró con un gran portazo. Él se acercó confuso a la puerta, con sigilo, pero antes de que pudiera llamar, ella volvió a abrir vestida con un pantalón corto y una camiseta con el cuello dado de sí.

—Carmen…, ¿qué pasa? —La cogió por la cintura.

—Tú sabrás —contestó tratando de zafarse.

—No, yo no sé nada y, la verdad, me estoy quedando un poco alucinado con este despliegue de sinrazones.

De pronto Carmen se dio cuenta de que no estaba discutiendo con su novio de toda la vida que la conocía y que perdonaría y pasaría por alto algunas rarezas. Borja y ella apenas llevaban juntos unas semanas. Se sintió avergonzada.

—Lo siento, Borja. Yo… no sé qué me pasa. No sé comportarme con este asunto. —Se revolvió el pelo.

—Pero ¿qué asunto? ¿Qué problema hay?

—Pues… —Señaló el sofá, donde acababa de admitir que estaba cachonda—. Eso.

—Carmen… —Borja se rio—. Tú has visto demasiadas películas porno.

Horrorizada, ella ni siquiera tuvo fuerzas de negarlo, mientras Borja se encendía un cigarrillo y se dejaba caer en el sofá.

—Con aquel comentario…

—¿Qué comentario? —se apresuró a preguntar Carmen.

—Al decirte que me sentía algo intimidado no esperaba esto…, más bien lo contrario. No te estoy pidiendo nada del otro mundo. Solo que mires hacia otra parte, que te distraigas, porque tengo muchas ganas de hacerte el amor, Carmen, pero quiero que pase a mi manera y estoy empezando a sentirme un poco presionado.

—Es que… nunca pensé que un hombre pudiera tener esa… opinión.

Carmen empezó a temer que Lola tuviera razón y que Borja, por mucho que le gustara, fuera un poquito meapilas…, pero entonces él dejó el cigarrillo en el cenicero y, tras obligar a Carmen a sentarse sobre él, le susurró al oído:

—Déjame que te sorprenda. No necesito saltos de cama, ni velas, ni ninguna de esas chorradas. Solo quiero tenerte desnuda en la cama y poder hacer todo lo que quiero hacer. Y que cuando nos corramos, signifique algo de verdad.

—No deberías haber dicho eso… —lloriqueó Carmen entre la risa y la desesperación.

—¿Por qué?

—Porque me arrancaría la ropa ahora mismo.

Borja se echó a reír y se marchó a la cocina dejando a Carmen suavemente a un lado del sofá. Entonces ella lo admitió: quizá era una ansias, quizá él estaba barajando el factor sorpresa…, quizá aquella podría ser su primera relación de verdad.

Me miré de nuevo en el espejo y me retoqué el pintalabios y el colorete, consultando el reloj de vez en cuando. No me gusta hacer esperar a nadie.

Adrián había llegado a casa hacía un rato y estaba muy concentrado tirado en el suelo haciendo una selección de fotografías, en silencio. Le había preguntado si le molestaba que me fuera a tomar algo, pero él susurró que no.

—No voy a ser muy divertido esta noche. Tengo que decidir de una vez qué fotos de esta serie voy a presentar en la exposición.

Tuve ganas de decirle que nunca resultaba demasiado divertido, pero estaba decidida a ser una buena esposa, al menos mientras estuviera en casa.

—¿Quieres que me quede y te ayude? —pregunté solícita.

—Qué va. Tengo que hacerlo solo.

Solo. Como todo. También debía apañarse él solo con su mano, porque si no…

Salí del cuarto de baño calzando unos tacones altísimos, unos vaqueros rectos y una camisa blanca entallada con un par de botones sin abrochar. Adrián me miró sorprendido.

—Vaya, qué guapa. ¿Te llevan las chicas a algún local chic de los suyos?

—No salgo con las chicas hoy. Voy a tomar algo con un amigo.

Se quedó callado un momento.

—¿Con quién?

—Con Víctor.

—¿El amigo de Lola?

—Sí. —Me miré de cerca en un espejo sin darle importancia al tema.

No dio muestras de que aquello le molestase, pero antes de que pudiera añadir nada más, sonó el fijo de casa. Miró el teléfono y me lo lanzó.

—Es para ti.

Descolgué.

—¿Sí? —contesté mientras me miraba la manicura. Con lo bien que quedaban las manos arregladas, ¿cómo podía haberlas llevado siempre hechas un desastre?

—Hola.

—¡Hola, Nerea! ¿Qué tal?

—Pues… desconecto un par de semanas y cuando vuelvo a manifestarme de entre los muertos Carmen tiene novio, Lola lo ha dejado con Sergio y tiene otro rollo y tú sales por ahí con un colega de Lola como si fuerais novios adolescentes. No sé qué pensar.

—Qué tonta eres. ¿Qué tal con Dani?

—Muy bien, pero no cambies de tema. ¿Cómo es que sales por ahí con ese chico?

—Me cae bien y es divertido.

—Y por lo visto también es bastante guapo. Dime, por Dios, que no estás coqueteando con la idea de tener un amante.

—Claro que no, loca.

—Cuéntamelo todo, por favor, Val…

—No puedo. Estoy esperando a que me recojan.

—¿Las chicas? ¿Y no me habéis avisado? —preguntó alarmada.

—No, Víctor.

—Víctor es el otro.

—Lo dices como si fueran personajes de una copla de la Piquer —contesté al tiempo que vigilaba a Adrián por el rabillo del ojo.

—Ay, Valeria, por Dios, que tú eras la sensata…

—No te preocupes tanto, Nerea. Te saldrán canas. —Seguro que estaba parafraseando a su madre sin saberlo.

—¿Cenamos mañana? —propuso.

—Por mí perfecto. ¡Oye! ¿Sabes lo de la exposición de Adrián? —Lancé una sonrisa hacia donde estaba él.

—¡No!

—Expone en una galería dentro de unas semanas. Vendrás, ¿verdad?

—Claro que sí. ¿Puede venir también Daniel?

Un coche hizo sonar el claxon un par de veces en la calle. Adrián se asomó.

—Por supuesto —contesté a Nerea sin saber ni para qué le estaba dando el beneplácito.

—Creo que tu amigo está ahí abajo —dijo Adrián con sorna.

—Nerea, te tengo que dejar. Mañana hablamos, ¿vale?

—Besitos y no hagas nada que yo no haría.

—Duerme tranquila.

Colgué el teléfono, le di un beso a Adrián y bajé las escaleras a toda prisa.

Víctor me esperaba apoyado en su coche con vaqueros y una camisa negra que le quedaba como si la hubiesen cosido sobre su cuerpo. Qué barbaridad de hombre. Nos saludamos con un solo beso en la mejilla, pero cuando Víctor te daba un beso en la mejilla una de sus manos se instalaba en tu cintura, pegándote mucho a él, y la otra en el cuello. En las décimas de segundo que duraba aquel gesto, le daba tiempo a juguetear con un mechón de tu pelo. Tenía tanta práctica que le salía solo.

Después nos miramos un momento y poco a poco, sin apenas darnos cuenta, las comisuras de nuestros labios se arquearon hasta formar una sonrisa pérfida e incluso sensual que, probablemente, decía más de lo que pretendíamos.

Un cosquilleo en la nuca me recordó que, seguramente, Adrián estaba mirando desde la ventana como quien no quiere la cosa, así que le apremié para que me dejara sentarme en el coche. Además de por la vigilancia de mi marido, no era cuestión de seguir violándole visualmente de aquella manera. Víctor dio la vuelta, se sentó frente al volante y sin más dilación nos pusimos en marcha.

—¿Hoy no me preguntas qué tal el día? —dijo sonriente mientras se incorporaba al tráfico.

—¿Qué tal el día?

—Se ha hecho muy largo. He pensado mucho en ti y en la camiseta del otro día.

—Eres un cerdo —me reí, muy coqueta.

—Tengo ojos en la cara. Hoy tampoco estás nada mal, que conste.

—Lo mismo digo.

—¿Qué te hace tan sexi, Valeria?

—No soy sexi, eres tú, que estás enfermo.

—Enfermo me pongo cada vez que te veo, tienes razón, pero de morbo.

Lancé un par de carcajadas y le golpeé el brazo.

—Déjalo ya.

—El chico asomado a la ventana del cuarto piso era tu marido, ¿verdad? —preguntó con los ojos sobre el retrovisor.

De verdad, Víctor al volante era como una escena de porno para mí. Pero ¿qué tenía que me excitaba tantísimo?

—Es probable.

Sonrió, se acomodó en el asiento, cambió de marcha y aceleró para incorporarse al tráfico de una avenida muy amplia de tres carriles.

—¿Está inquieto con la idea de que te lleve por ahí?

—No creo. No tiene motivos.

Se mordió el labio y giró a la derecha en una pequeña bocacalle.

—Ah, ¿no? —susurró malicioso.

—No.

—Qué pena…

—No sé qué esperabas. —Me reí.

—Esperar, esperar…, nada del otro mundo. Desear…

—Víctor. —Miré distraída por la ventanilla—. Me doy perfecta cuenta de que esto es simplemente un juego de palabras. No hay nada de verdad tras esos comentarios.

—Tienes razón. Nunca podría desear meterte vestida dentro de la ducha de mi casa y arrancarte la ropa empapada.

Lo miré. Había detenido el coche y miraba hacia delante con una sonrisa cínica en la boca.

—Bah, si quisieras no lo dirías.

Pasó el brazo por encima del reposacabezas de su asiento para aparcar, sin dejar de sonreír, y cuando el coche estuvo perfectamente colocado junto a la acera me miró mordiéndose el labio inferior.

—¿Qué? —espeté contagiándome de su sonrisa.

—¿Crees en serio que no lo diría?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por pudor —dije como si fuera algo evidente.

Torció la boca en una mueca perversa.

—Yo no tengo de eso. Vamos a aclarar las cosas —dijo muy seguro de sí mismo mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y se giraba hacia mí—. Que no pueda no significa que no me apetezca. Y por supuesto que me apetece meterte en mi cama. Ahora mismo haría volar todos los botones de tu camisa con un solo tirón, te lo aseguro. Otra cosa es que conozca mis posibilidades y me dedique solamente a fantasear. —Tragué con dificultad. Él siguió—: Cosa que, por supuesto, hago. Y creo que tú también. Mientras se quede ahí, no creo que suponga ningún problema para mí, para ti o para tu marido. Si estoy equivocado, por favor, corrígeme.

—Jamás he fantaseado contigo.

—Bueno, yo contigo sí. Y no sabes los buenos ratos que me haces pasar. Tengo fe en que más pronto que tarde yo también te los haré pasar a ti. —Abrió la puerta del coche y salió. Yo le imité. Al juntarnos en la calle yo ya no sonreía, pero disimulaba haciendo como si buscara algo en mi bolso de mano. Él me rodeó con el brazo y, zarandeándome suavemente, añadió—: Relájate, Valeria. Vamos a charlar un rato, a tomar un poco de vino y a escuchar jazz. No vamos a hacer nada que tengas que ocultar a tu marido, ¿vale? No estás haciendo nada malo.

Asentí. De pronto me sentí mejor. Era una presuntuosa. Un hombre como él, con su historial de conquistas, era evidente que no intentaría nada conmigo.

Después, la noche pasó tan rápido que no me enteré…

Me dejó en casa a las doce y media de la noche. Las tres copas de vino tinto sin haber cenado nada se me subieron tímidamente a la cabeza. Me lo había pasado de maravilla, aunque esa expresión resulte repipi. Además, estaba un poco achispada y tenía ganas de encontrarme a Adrián despierto y juguetón. A decir verdad, tanto tiempo de abstinencia, el vino, las luces tenues del local, el sensual sonido del jazz y el suave y elegante coqueteo de Víctor habían terminado por despertar ciertos instintos en mí, por no hablar del olor que desprendía su cuello. Víctor tenía una manera muy sutil de hacer que una mujer se volviera loca de ganas. Simplemente se inclinaba hacia ti, apartaba tu pelo suavemente hacia un lado y susurraba junto a tu oído. Aquello era suficiente para ponerme la piel de gallina y de paso erguir mis pezones dentro del sujetador.

Víctor debería ir con un cartel de precaución enorme y luminoso junto a él…

Pero por muchas ganas que tuviera, al abrir la puerta de casa me recibió la oscuridad total. Adrián roncaba con sordina en la cama, así que entré en la cocina, piqué algo de la nevera, fui al baño, me lavé los dientes y la cara con agua fría y me desmaquillé antes de meterme en la cama. Cuando fui a ponerme la camiseta de dormir me lo pensé mejor y, tras rebuscar en el último cajón de la cómoda, rescaté mi camisón de raso negro.

Me tumbé y aunque pensé en la posibilidad de despertar a Adrián a las bravas y desnudarme sin pudor, noté cómo el sopor venía a rendir cuentas de mi consumo de vino…

«Notaba la respiración de Víctor agitada junto a mi cuello mientras sus labios lo recorrían entero y sus manos me acercaban a su cuerpo. Y notaba su perfume, mientras pensaba que me gustaba demasiado.

»Me colocó delante de él y de un tirón me abrió la blusa. Todos los botones rodaron por el suelo desconsolados y él me agarró el pecho con desespero y me besó apasionado en la boca, con desenfreno…, con lengua. Con los dedos índice y pulgar me pellizcó el pezón y me hizo gemir.

»Yo también le quité ropa. No sé cuántas piezas, muchas, como un milhojas, pero de pronto estaba sentada sobre él. Víctor yacía tumbado en una cama en una habitación con pinta de suite de hotel que recordaba vagamente a uno que visitamos Adrián y yo cuando solo éramos novios. Pero no era Adrián. No. Era Víctor en una espléndida desnudez susurrándome que quería estar dentro de mí y hacer que me corriera. Me balanceé sobre su erección y de pronto, en un hondo gemido, empezamos a follar.

»Me acarició todo el cuerpo con las manos y era como si supiera en cada momento dónde debía tocar. Cambiamos de postura, se puso encima de mí y de repente estaba atada al cabecero de la cama. Le sujeté con las piernas con su erección clavada profundamente, sintiendo la fricción de su cuerpo y el mío más salvaje en cada penetración, y grité cuando una fibra vibró dentro de mi cuerpo. Dios. Pero ¡qué bien lo hacía!

»De pronto, estábamos arrodillados sobre la cama y aunque no sabía cómo habíamos llegado a aquella postura, no me importaba lo más mínimo, porque Víctor estaba entregado, penetrándome con mi espalda pegada a su torso y sus manos sujetando mis pechos, que temblaban en cada embestida.

»Empecé a gemir desesperada y me pareció sentir incluso la vibración en mi garganta. Pensé que estaba a punto de despertarme. Me enfadé, porque iba a perderme un orgasmo brutal, así que le pedí a Víctor que acelerase el ritmo y él, sobre mi cuerpo otra vez, gimió con los labios pegados al lóbulo de mi oreja. Una colección de gemidos, uno detrás de otro, más rápidos, más rasgados, rítmicos, y de pronto sentí que me iba, que me iba, que me iba y que Víctor, sosteniéndose con sus fuertes brazos sobre mí, lanzaba un quejido de alivio que…», me despertó.

Me incorporé en la cama, jadeando y empapada. Adrián que estaba a mi lado se había despertado también.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —preguntó adormilado.

—Una pesadilla —dije mientras intentaba recuperar el aliento y notaba el súbito hormigueo en las piernas.

—Bueno, vuelve a dormirte, no es nada.

Me tumbé de nuevo. Pesadilla…, sí; pesadilla es que otro hombre me hiciera correrme de aquella manera en sueños mientras mi marido dormía plácidamente a mi lado, abrazado a su libido muerta.