LA RESACA Y LAS CONSECUENCIAS VARIAS DE UNA NOCHE COMO AQUELLA…
Adrián se marchó temprano el lunes. Estaba preparando una exposición de fotos en la galería de un colega fotógrafo y tenía mucho trabajo. La inaugurarían en unas semanas. Pero, como siempre, yo me acababa de enterar y de refilón. Habíamos llevado demasiado lejos eso de no hablar del trabajo, me temo.
Yo me dediqué toda la mañana a meditar sobre cómo podía costarme tanto recuperar el sueño y la energía después de una noche de marcha. Me estaba haciendo mayor…, aunque bien pensado quizá solamente había perdido práctica. ¿Y lo de Almería? Parecía habérseme olvidado. Lo que mantenía muy fresco era el recuerdo del olor de Víctor y esa manera de morderse el labio inferior… Me dio para un par de…, para un par de fantasías. Ejem.
A mediodía Lola me llamó para intercambiar impresiones sobre el sábado mientras se comía un sándwich en su mesa de trabajo.
—Quería llamarte ayer, pero cuando Carlos se fue caí inconsciente hasta esta mañana.
—Una noche movidita, por lo que me cuentas. —No como la mía, maldije internamente.
—Quien dice noche dice día. Ese hombre es una máquina. Me folló hasta que creí que se me saldrían los ojos. ¡Qué manera de darle al mete-saca! Me ha dejado el chichi…
—Estarás más relajada, ¿no? —pregunté obviando todo su despliegue de vocabulario tabernario.
—Estoy en la gloria. Para más inri, ayer por la tarde Sergio me mandó un mensaje en el que me preguntaba si podía pasar por mi casa. Le contesté que estaba acompañada y el muy panoli me llamó diciendo: «Venga, Lola, no seas cría. Los dos sabemos que estás sola». Y ¿sabes qué?
—Le pasaste el teléfono a Carlos.
—¿Cómo lo sabes?
—Te conozco. Con eso me basta.
—Que se joda. Hoy me mandó un email diciendo que en realidad se alegraba de que los dos tuviéramos las cosas claras y que le encantaba ver que yo ya no dependía de él.
—Menudo gilipollas. ¿Y no te sentó mal?
—No. Me da igual. —Mentía y en su voz se traducía una rabia contenida de tamaño colosal—. Pero, bueno, a lo que íbamos… Víctor me ha llamado hace un rato…
—Ah, ¿sí? —comenté distraída mientras hojeaba una revista.
—Sí, y me pidió tu número de teléfono.
La revista se me resbaló entre las piernas y se cayó al suelo abierta de par en par, como estaba mi boca.
—Supongo que no se lo habrás dado —dije con rapidez.
—Pues iba a decirle que eras una mujer felizmente casada y que no se hiciera el menor tipo de ilusiones, pero me vino con el cuento de que le caíste muy bien y que pensaba portarse como un caballero, que solo quería tenerte como amiga y ya… Me pareció feo no dárselo.
—Estás loca. —¡Víctor quería mi número!
—Pero te encanta que se lo haya dado.
—No, no es verdad. —Comedí una sonrisa mientras me pellizcaba un labio.
—Valeria, te considero una mujer inteligente y, a pesar de que sé que este comentario estará de más, tengo que decírtelo: Víctor es un tren de mercancías. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja tiene que conseguirlo, y los métodos que tenga que utilizar para hacerlo le vienen al fresco. Pasa por encima de lo que sea. Es un amoral…
—¡Dios mío, es como tú en hombre!
—Yo no me lo tomaría tan a broma.
—Lola…, no va a pasar nada. A mí también me cayó bien y no hay nada de malo en que vayamos a tomar algo. Una mujer puede tener amigos.
—No como Víctor —replicó muy segura.
—Tú lo tienes como amigo.
—Por eso te lo digo. Id a sitios públicos. Ese hombre puede llegar a ser muy…
—No termines la frase. Acabo de darme cuenta de que debes de haberte acostado con él. —Me tapé los ojos.
—¡Bah! Fue una noche y estaba tan borracha que ni cuenta me di.
—No me lo creo.
—No, haces bien; el cabrón folla como un dios y tiene una polla de dos palmos. Me corrí tres veces.
Pestañeé unas cuantas veces seguidas y quise olvidarlo al momento.
—Vale, Lola. No me des más datos, por favor.
—Entonces no te diré que se me corrió en la boca y que es de los que les mola que te lo tragues mientras le miras a los ojos.
—Oh, Dios… —Me tapé la cara.
—Nos vemos una tarde de estas, ¿vale? Me pasaré por tu casa. Quiero ver a Adrián e informarme bien sobre esa exposición de la que tú solo sabes dar datos inconexos.
—Vale.
No pude decir mucho más. Colgó. Como siempre.
Lola fue a su agenda roja y pasó hojas con soltura para apuntar en el día de la exposición: «Rescatar a Valeria o buscarle un abogado especialista en divorcios». Se mordió el labio preocupada con la idea de haberse equivocado al provocar toda aquella situación.
Eran las seis de la tarde cuando sonó mi teléfono. Llegué por los pelos desde la cocina, donde me estaba tomando un tazón de leche con cereales sentada sobre la encimera.
Se trataba de un número que no conocía, de modo que supuse de inmediato que era Víctor. Un avispón me agujereó el estómago. Carraspeé, aclarándome la voz, y contesté:
—¿Sí?
—Me apuesto una cena a que Lola ya te puso sobre aviso sobre esta llamada. —Su voz acarició de una manera sexual cada una de las sílabas.
—Cierto. —Tragué saliva.
—Me debes una cena.
—No acepté la apuesta. Directamente te di la razón.
—Te las sabes todas. ¿Estás ocupada?
—Pues… —Miré alrededor para ver qué podía inventarme.
—Eso es que no. ¿Por qué no me paso a recogerte y nos vamos a tomar algo?
—No sé…, se haría muy tarde. —Vagabundeé por la habitación—. Y no sé qué podría pensar Adrián.
—¿Estás sola?
—Sí.
—Pues venga, baja… —suplicó—. Llevo quince minutos frente a tu puerta armándome de valor para llamarte.
—Víctor…, yo…
—¡Incluso recuerdas mi nombre! Solo un café rápido.
—¿Quieres que te diga la verdad? Es poco glamurosa. —Me miré en el espejo con horror.
—Venga, sorpréndeme.
—Voy en ropa de casa.
—¿En salto de cama?
—No, no, yo… —dije apurada.
—Era broma. Ponte cualquier cosa. Te espero. —Colgó.
A hurtadillas, me asomé por la ventana y lo vi en la acera, apoyado en su coche. Llevaba puestos unos vaqueros, una camiseta gris lisa, un cárdigan de un gris un poco más oscuro y unas gafas de sol RayBan que le quedaban como si a un helado de vainilla le echas chocolate caliente por encima. Ciertamente, daban ganas de darle mordisquitos y luego lamerlo.
No muy orgullosa de mí misma, me acerqué emocionada al armario y lancé por encima de mi hombro los que un día fueron mis vaqueros preferidos y una camiseta muy casual de escote desbocado que se me escurría irremediablemente hacia abajo. Lola siempre decía de ella que era «sexi pero informal». No era, desde luego, el tipo de ropa que solía llevar últimamente, pero cuando me la puse y me vi en el espejo no pude más que confesar que me sentía favorecida.
Me hice una coleta de caballo despeinada y en el ascensor me entretuve poniéndome brillo de labios, colorete y rímel. Crucé la calle corriendo y le saludé con dos besos.
—¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí?
Víctor sonrió, seguro de sí mismo, mientras me hacía un escáner visual. Luego contestó:
—Básicamente, te acoso. Si quieres vamos a la comisaría. Yo mismo me entregaré.
Chasqueé la lengua, puse los ojos en blanco y, tras pedirle permiso, me subí al coche. Me asomé por la ventanilla abierta y le pregunté adónde quería llevarme.
—¿Adónde quiero llevarte? —Se rio—. Esa pregunta es peligrosa.
Se subió al coche y nos quedamos mirándonos.
—¿Está usted coqueteando con una mujer casada, caballero?
—¿Está usted coqueteando con un hombre que no es su marido?
—Me prometiste que te portarías bien. —Hice un mohín.
—Eres tú la que se está portando mal. —No dejaba de sonreír mientras ponía el coche en marcha.
—No entiendo por qué.
—Dime que no te has puesto esos vaqueros y esa camiseta porque sabes que te quedan de vicio.
—Me gusta salir a la calle con buen aspecto. —Al menos desde que te conozco, añadí mentalmente.
—¿Vas a jugar a volver loco al chico soltero?
Nos miramos, divertidos.
—En absoluto.
—Eso espero. Supondría un problema que yo también jugara a volver loca a la mujer casada.
—Apuesto lo que quieras a que no es la primera vez que lo haces.
Se echó a reír.
—Lo siento, Víctor. Mejor tira la toalla. Conmigo no tienes nada que hacer. —Sonreí mientras hablaba.
—Oh…, no, no, no hagas eso. Lo vas a convertir en un juego apasionante.
—Tu proposición no incluía estas cosas… —Me miré las puntas del pelo, sin darle importancia.
—Lo sé. Mejor me portaré bien. No quiero verme al amanecer en un duelo a muerte.
—Aprendes rápido. —Observé cómo movía suavemente el volante—. ¿Qué tal el día?
—Humm…, bien. —Se rio—. Joder, hacía tanto tiempo que nadie me preguntaba algo así que no sé ni qué decirte.
—Es solo una pregunta de cortesía.
—¿Te gusta la cortesía? —Me miró fugazmente y se mordió el labio.
—Me gusta la naturalidad.
—Entonces yo no te preguntaré qué tal ha ido el día. Prefiero decirte que he pasado parte del mío acordándome de ti.
Los dos nos reímos.
—¿Adónde me llevas? —pregunté.
—A mi casa. Te voy a atar a la cama y te haré cosas perversas hasta que grites mi nombre. —Me quedé con la boca abierta sin saber qué contestar—. Vaya, aún suena mejor que en mi cabeza. —Se echó a reír y puso el intermitente.
¡¡Joder!! ¿Eso que sentía en la entrepierna era que me estaba poniendo cachonda solo con verlo conducir? Eché un vistazo a su cuerpo mientras él se concentraba en atravesar una rotonda con mucho tráfico: el pecho que se le marcaba, bien formado, bajo la camiseta; el vientre plano y… ¿ese bulto? Me acordé de Lola.
—Vaya por Dios… —murmuré.
—¿Qué pasa?
—Eh…, qué tráfico.
Me echó una mirada de reojo y sus labios se curvaron en una mueca muy sexi.
—Cuando te canses de mirar, puedes tocar.
Me puse como un tomate.
—¿Qué dices? ¡Yo no te estaba mirando!
—Súbete un poco la camiseta, anda, que solo me falta verte el sujetador de encaje para terminar de ponerme tonto.
En una maniobra suave aparcamos frente a un parque enorme.
—Como ves, ni es mi casa ni te voy a atar a la cama con mi cinturón. Aún.
—¿Vamos a pasear? —pregunté con cara de buena chica.
—Y a tomarnos un café. Quédate aquí un momento.
Víctor bajó del coche y dio la vuelta hasta llegar a mi puerta. La abrió y me dio la mano para ayudarme a salir de su Audi. Al hacerlo, me pegó a su cuerpo y, acercando la nariz a mi cuello, susurró:
—Hueles deliciosa.
Tuve ganas de decirle que él olía de vicio y que no podía dejar de pensar en mis dedos desabrochando su pantalón. Pero mejor le dirigí una sonrisa enigmática y anduve delante de él, hacia la cafetería que había al otro lado de la calle.
—¿Qué quieres tomar? —preguntó mientras tiraba de mi mano y me plantaba en la puerta.
—Humm…, un café americano.
—Vaya… —dijo sonriendo—. Una chica dura. ¿Sin leche?
—Sin leche ni azúcar.
—Espérame aquí.
Cuando Víctor desapareció dentro de la cafetería, respiré hondo tratando de tranquilizarme. La calle estaba muy concurrida. La gente empezaba a salir de trabajar y de pronto recordé la sensación que tenía siempre que bajaba en el ascensor de la empresa, hacia la calle. Con qué ansia esperaba salir de la redacción cada tarde para marcharme a casa a escribir como una loca… La historia me perseguía allí donde fuera, en aquello que hiciera. Todo eran ecos de lo que quería escribir, caminos alternativos, diálogos mejor llevados, personajes más reales…
De pronto Víctor me tocó un hombro y me pasó el café preparado para llevar. Le di las gracias.
—¿En qué piensas?
Me mordí el labio y, después de poner los ojos en blanco y suspirar, respondí:
—En nada. Dejé la mente en blanco.
—Bueno…, como esta noche no creo que puedas dormir —susurró mirando mi café—, ¿por qué no damos una vuelta? A lo mejor consigo cansarte y duermes como los bebés.
—Oh, no, nunca duermo como un bebé, más bien como los murciélagos. De noche nunca tengo sueño, pero no intentes levantarme de la cama antes de las diez de la mañana.
Cruzamos la calle y me rodeó la cintura con su brazo izquierdo.
—No sería mi intención sacarte de la cama. —Me miró de reojo y puntualizó—: Más bien meterte en la mía.
Me reí, me separé un poco, carraspeamos y seguimos andando.
—Debes de tener el horario cambiado por la rutina de la escritora —dijo de pronto.
—No, no es por eso. Es por la teletienda de madrugada. Me pirra.
Le guiñé el ojo y él añadió «pornoadicta» entre dientes.
—Cambiemos de tema. No quiero empezar contigo una conversación sobre el porno. Es mejor no despertar a la bestia. —Se rio.
—¿Yo soy la bestia?
—No. Me refería más bien a mis ganas de tumbarte encima de ese capó… y ese… y ese… —Fue señalando todos los coches junto a los que pasábamos—. Dime, ¿cómo se llama tu primera novela? Quiero comprarla.
—Oda. Pero no la compres. Yo tengo ejemplares de la primera tirada en casa.
Me miró con las cejas levantadas y ladeó la cara.
—Menuda vendedora estás hecha…
—Lo sé. Soy pésima haciéndome marketing. Si por mí fuera, ninguno de mis conocidos habría gastado un euro en comprar el libro.
—Dime que tu marido no te lo permitió.
—No, pero no por un concepto económico, sino por otro más bien relativo al valor del arte. Adrián para estas cosas es muy… —hice un gesto con la mano que tenía libre, buscando las palabras—, quizá el término sea «filosófico». Desde que vendió su primera fotografía opina que el intercambio económico entre artista y comprador es más parecido a un mecenazgo que a una transacción del mercado y que, además, aumenta el valor intrínseco de la obra dándole el verdadero significado de arte.
Víctor abrió los ojos de par en par.
—¡Vaya!
—Ya. Tiene una vida interior muy rica. —Y pensé que, lamentablemente, demasiado interior.
—Pero… no estoy muy de acuerdo. —Me paré y le miré, a la espera de su pregunta—. ¿Cree que toda obra sujeta a la ley de la oferta y la demanda es arte?
Esto sí que no me lo esperaba. ¡Una conversación de verdad! ¡Con el hombre de las largas piernas y la boca más sexi que había visto en mi vida!
—No exactamente. También tiene una opinión bien formada sobre el efecto «bestseller» y las modas. —Reanudé la marcha.
—Un hombre inteligente.
—Y guapo. Tengo un gusto exquisito. —Nos reímos. Lo pensé durante un segundo y decidí que, dadas las credenciales con las que venía aquel hombre, era mejor no andarse con chiquitas con él. Así que le pregunté—: Dime, Víctor, ¿por qué me has llamado?
Asintió, como si esperara que tarde o temprano le hiciese aquella pregunta.
—Me quedaron muchas preguntas sobre ti el sábado. Me pareces alguien interesante. Una mujer que no debo descartar por no poder meter en mi cama.
Sonreí al tiempo que le quitaba las gafas de sol del cuello de la camiseta y me las ponía.
—Según Lola, tu tipo de mujer es otra.
—Bueno… —Se echó a reír, avergonzado—. Según lo que entiendas por tipo de mujer. ¿Puedo ser franco contigo sin que creas que soy un guarro?
—Claro. —Le devolví las gafas, colocándoselas en el mismo lugar sin tocarle.
Al colgarlas en el cuello de la camiseta atisbé un poco de vello en su pecho y, válgame Dios, qué pensamiento más tórrido me vino a la mente… Concretamente, mi lengua en dirección descendente por todo su torso. Descendente, que conste.
—Una cosa es la mujer que yo busco para pasar un buen rato, aunque pase con ella un par de meses. No nos tomamos muy en serio esas… —dudó un momento— relaciones.
—Guarrindongo —me reí.
—Un poco, sí.
—Entonces, ¿qué interés tienes en tomarte un café con alguien como yo? —Levanté una ceja.
—Nunca sobran las amistades, ¿no?
—¿Tienes muchas amigas como yo? —Y la pregunta fue toda una provocación.
—No —se rio.
—¿Por qué te ríes al decir que no?
—Quizá deba aclarar que en el pasado tuve algunos problemas para discernir entre…
—Ah, ya, ya entiendo.
—¿Te ha pasado?
—Sí, y acabé casándome con él.
—Explícame una cosa… ¿Por qué te casaste con veintidós años? Eres una mujer aparentemente independiente, inteligente, con su propio círculo de amistades, sin hijos…, porque no tienes hijos, ¿verdad? —preguntó parándose de nuevo.
—No, no los tengo. Sigue andando y bájate las gónadas de la garganta.
—No me asustaría que los tuvieras —aclaró.
—Ya, claro. La cuestión es que no tiene nada que ver con eso. Ni con la independencia, ni con las amistades, ni los hijos, ni la inteligencia. Bueno, quizá sí habría sido más inteligente que hubiera esperado, pero siempre tuve una idea más romántica que real sobre el matrimonio.
Me apoyé sobre una barandilla y luego me subí a ella y me senté haciendo equilibrios, mientras le daba un sorbo al café. Víctor estaba de pie, frente a mí, mirándome. Le sostuve la mirada durante al menos dos minutos, en los que, en silencio, nos examinamos al milímetro casi riéndonos. Coqueteo visual, supongo. Qué extraña pero cómoda situación.
—¿En qué trabajabas antes de ser escritora? —rompió el hielo él de nuevo.
—En una página web, era gestora de contenidos. ¿Y tú?
—Yo siempre trabajé en la empresa de mi padre. —Quizá no se había acercado, pero de pronto notaba su cuerpo mucho más cercano.
—Entonces…, eh… —miré hacia el cielo en busca de una pregunta absurda que rompiera el extraño momento de complicidad—, ¿qué fuiste en tu anterior vida?
—¿Y tú?
—Yo fui musa de un pintor. Ya sabes, de las de curvas rechonchas y sexis.
—Entonces desearía haber sido pintor…
Me reí. Sí, con aquello acababa la magia. Burdos trucos para postadolescentes impresionables. Justo a tiempo sonó mi móvil. Lo saqué y vi que tenía un mensaje de Lola:
«Valeria, eres una mujer mala de vida alegre que me va a arrastrar al infierno con ella. Aléjate ahora mismo de ese hombre. No le mires a los ojos o cuando te descuides estarás follándotelo en un portal. Luego te quedarás ciega y se te caerán las manos. Al menos eso decían las monjas que me daban clase».
Me reí de nuevo.
—Es Lola. —Me rasqué la frente, levanté la mirada hacia el cielo y dejé caer el móvil dentro de mi bolso otra vez.
—Lola, Lola… —Él también se rio y se sentó a mi lado en la barandilla.
—En un portal, ¿no?
—No debería haberte contado eso. —Volvió a reírse, pero mucho más orgulloso que avergonzado.
—Bueno…, ¿por qué no?
—Sois unas morbosas.
Se levantó, me cogió de la mano y me ayudó a bajar. Yo solté su mano como si ardiera. No quería tocarlo demasiado.
—Valeria…
—Dime.
—¿Sería ir demasiado lejos si te invito a una copa de vino mañana por la noche?
—Sí.
—Ya, entiendo… —Agachó la cabeza y metió las manos en los bolsillos.
—Mejor el jueves.
Sonrió y yo seguí andando un par de pasos por delante de él mientras me sentía, en el fondo, tremendamente culpable por querer volver a verlo. Víctor tenía algo… diferente.