TENGO MIEDO A LA MUJER QUE VIVE EN MI ARMARIO…
No nos costó entablar conversación. Además de guapos, eran simpáticos. Un punto más a su favor. En busca de la virtud de la buena esposa, me senté lo más lejos de Víctor que pude y traté de no mirarlo. Una cosa es echar una ojeada a la mercancía y otra muy distinta recrearse, ¿no? Lola me ayudó, al menos, no apartándose en un rincón a comerle la boca a Carlos. Mejor seguir charlando por el momento, hasta que se asegurara de que yo estaba cómoda.
Rompí el hielo y les pregunté a qué se dedicaban. Aunque Lola ya me había puesto al día, era una pregunta facilona que ayudaba a entablar una conversación válida y distraída. Y a juzgar por lo distendido del ambiente, creo que me había salido bien eso de hacerme la simpática y la enrollada.
Carlos era profesor de optativas varias en un colegio privado donde, según me había comentado Lola, se encontraban muchas de sus conquistas sexuales. Había sido pareja de la directora, diez años mayor que él; había tenido un lío con la profesora de actividades plásticas extraescolares y con la de gimnasia, y también había tenido que ver con alguna que otra exalumna. Todo un gigoló de aula.
Juan trabajaba en una empresa de diseño gráfico. Según él mismo decía, se pasaba diez horas al día sentado delante de un ordenador, otras diez durmiendo y las cuatro restantes en el gimnasio intentando evitar el destino al que su profesión le tenía abocado.
Víctor era arquitecto, aunque ejercía más bien de diseñador de interiores. Qué sorpresa. Siempre pensé injustamente que para dedicarse a eso era condición sine qua non ser gay. Y algo me decía que de gay poco. Aunque traté de no hacerle más caso que al resto, me interesé por su profesión. Hablaba de su trabajo con pasión; se notaba que le gustaba aunque, bueno, también que su padre era el dueño del estudio de interiorismo donde nunca trabajaba muchas horas. No digo que fuera el típico niño malcriado, solo que esa situación le daba la ventaja de tener tiempo libre. Entraba a trabajar a las ocho y salía unos días a las dos, otros a las cuatro… El resto del día lo pasaba en el gimnasio, con proyectos personales o con sus ligues. Lola me había contado que Víctor tenía cierta inclinación hacia las chicas jovencitas. Solía dejarse ver por un máximo de tres meses con niñas de unos dieciocho años con un perfil bastante diferenciado: habían dejado los estudios, eran despampanantes y pasaban el fin de semana subidas a la barra de alguna discoteca luciendo sus tersos muslos. Me da que lo que le interesaba de ellas no era la conversación.
Tras una copa todos estábamos mucho más animados y ya no hacía falta echar mano de preguntas de formulario para conversar. Se sorprendieron mucho de que me dedicara a escribir y a todos les pareció una profesión de lo más chic. Sexo en Nueva York había hecho eso por las escritoras. Daba igual que te pasaras todo el día en pijama, con el pelo sucio y las pantuflas que te regalaron a los doce años, porque todos te imaginaban calzando unos Manolos y de fiesta en fiesta. Eso animó el ambiente y caldeó la discusión sobre si era o no cool ser escritor hoy en día.
Cuando vaciamos las copas de la segunda ronda, los tres se fueron a la barra a pedir la siguiente y, por supuesto, a cotorrear sobre nosotras sin piedad donde no pudiéramos oírlos. Lola se sirvió de la situación para bombardearme a preguntas.
—¿Qué te parece Carlos? ¿A que está como un tren? ¿Y Juan y Víctor? ¿Te caen bien? Y… oye, oye, esas miraditas con Víctor ¿son reales o producto de mi imaginación?
—Imaginaciones tuyas, por supuesto. Y, Lola…, Carlos es aún más chungo que Sergio. Sergio por lo menos tiene carisma y es elegante, este tiene pinta de… cantante guapo de verbena de pueblo.
Lola se echó a reír.
—Ya lo sé. Es un creído, pero esta noche se lo voy a hacer de todas las posturas posibles… y también de las imposibles. Y que tenga cuidado no lo sodomice también. —Ambas nos reímos. Me pareció evidente que Lola hacía aquello por despecho y que con seguridad el lunes iría con la historia a Sergio. Pero parecía saber lo que estaba haciendo, así que no me atreví a contradecirla—. Oye, me alegro de que te hayas quitado de la cabeza esa estúpida idea de que a Adrián le gusta su ayudante —dijo de pronto al tiempo que buscaba su mechero.
—Oh, sí, no tenía sentido. Creo que todo lo que me pasa es que estoy muy agobiada con lo del proyecto, pero hablé con mi editor y me tranquilizó bastante. Tampoco tiene sentido vagar como alma en pena por casa, hecha un moscorrofio.
—Estoy segura de que Adrián agradece mucho esa confianza y que hasta trabajará más a gusto, sobre todo si empiezas a peinarte.
Lola me guiñó un ojo y yo pasé por alto su mordaz comentario.
—Sí, he cambiado mi punto de vista sobre el asunto. Soy la nueva Valeria. Esta misma noche me ha comentado que seguramente se vaya a hacer fotos a un festival el mes que viene y, la verdad, aunque ha sido idea de Álex, me parece bien.
Lola contrajo el gesto.
—¿Qué? —dije secamente.
—¿Álex irá al festival?
—Sí, pero irá con un grupo de amigos. Adrián se quedará en un hostal. —Lola miró hacia el humo de su cigarrillo y se mordió el labio—. ¿Qué? —repetí—. Lola, dilo ya.
—Adrián no quiere nada con ella, pondría la mano en el fuego por él, y probablemente ni siquiera la vea de la manera que tú crees…, pero ella…
—Ella ¿qué?
—Esa putilla va a por todas. —Y lanzó una carcajada seca.
—¿Qué dices? —contesté irritada.
—Valeria, no pasa nada.
—Claro que no pasa nada —sentencié enseguida.
—Solo digo que… ¿viaje para hacer fotos? ¡Venga ya!
Víctor llegó hasta nosotras poco antes que los demás y, tras coger una silla, se sentó entre las dos.
—¿Qué cotorreáis?
Juan y Carlos se unieron a la mesa y a la conversación y nos pasaron nuestras copas. Lola contestó:
—Valeria me comentaba que un amigo suyo fotógrafo —recalcó la palabra «amigo»; era evidente que aquella noche quería hacerme pasar por soltera— va a ir a un festival el próximo mes con su ayudante de veinte años. Yo le comentaba que, aunque sé de sobra que él no quiere nada con ella, ella sí anda a la caza.
—¿Irán solos? —me preguntó Víctor.
—No, ella irá con unos amigos y él irá por su cuenta a trabajar. —E hice hincapié en el verbo trabajar.
—Yo no creo que entre en los planes de esa chica dejarle trabajar mucho —comentó Juan entre risas.
Le miré sorprendida.
—¿Todos pensáis lo mismo?
—Sí —respondieron al unísono.
—¿Soy la única alma cándida de esta mesa que piensa que no tiene por qué pasar nada? —dije señalándome el pecho.
—Si él lo tiene claro y posee una voluntad de hierro…
—Él está casado —contesté tajante.
—¿Desde cuándo eso significa algo? —comentó Víctor.
—Pues… —empecé a decir.
—No quiero decir que todos los casados echen canitas al aire, pero si él no lo tiene muy claro o es de fuerza de voluntad débil…, es fácil que pase algo. Ya se sabe: música, alcohol, drogas, chicas jóvenes… —sentenció Víctor.
Preocupada, perdí la mirada en el vacío ante el atónito escrutinio de los demás.
—Bueno, no te preocupes por tu amigo. Si le echa un polvo, tampoco le pasará nada —comentó Carlos con su cara de estríper.
Me revolví el pelo conteniendo las ganas de matarlo y suspiré antes de decir:
—No es mi amigo. Es mi marido.
Se hizo un silencio en la mesa. Todos miraron a Lola, que sonrió con vergüenza, como si la acabase de poner en un compromiso.
—Vaya… Lola nos dijo que… —se excusó Víctor.
—Lola es una lista —sonreí.
El ambiente se enrareció y Juan sacó otro tema para intentar desviar la atención. Yo me quedé pensativa, sosteniendo en silencio la copa que acababan de traerme. Sentí unos ojos sobre mi cuello y, al volverme en esa dirección, Víctor me golpeó suavemente con el codo y me susurró que no me preocupara.
—Bueno, es evidente que si él no tiene demasiada fuerza de voluntad…
—Valeria, cielo, está casado contigo. ¿Por qué tendría que mirar a otras mujeres teniéndote en la cama a ti? —contestó sensualmente mientras apoyaba la barbilla sobre el hombro.
—No tengo ni idea de lo que quieres decir con eso —me reí.
—Yo creo que sí lo sabes. —Y después de susurrarlo sonrió de una manera tan sensual que mis braguitas de encaje gritaron queriendo meterse en su bolsillo.
Joder, Valeria. ¿Este tío está tratando de ligar o es solamente coqueteo inofensivo? Y… ¿realmente importa?
Dios, estaba para hacerle un monumento. ¿Era tan grave el asunto de Almería para no poder esperar a la mañana siguiente?
No. No lo era.
Cambiamos de local cuando la cosa se empezó a animar. Y no sé por qué, pero Víctor decidió que yo era compañía más grata que el resto. Las excesivas rondas de combinados habían hecho que en mi cabeza se disipara la preocupación por ese maldito festival y esa pequeña y joven furcia; me reía y bromeaba tranquilamente con Víctor. A decir verdad, no es que lo hubiese olvidado, pero tenía otra perspectiva enturbiada por el alcohol y el hecho de que un hombre muy guapo estuviera tonteando conmigo aquella noche. Ya lo pensaría por la mañana. Esa era mi perspectiva.
Hacía siglos que no salía a bailar en serio, ni me ponía tan mona, ni conocía a gente nueva de copas. Me sentía cogiendo carrerilla, quitándome las telarañas y colgando por fin la bata de casa.
Cuando entramos en la discoteca, Juan y yo nos pusimos a hablar en un rincón sobre la música que nos gustaba escuchar, pero Víctor se acercó y al aviso de que allí no se hablaba se le unió un tirón de brazo que consiguió llevarme hasta la pista. Quitarse telarañas es una cosa y lanzarse al centro de la discoteca, rodeada de desconocidos que se agitan descontroladamente, es otra. Confesé que ni siquiera recordaba cómo se bailaba y Víctor me contestó, hablando junto a mi oído, que bailar era lo de menos. Levanté la vista alarmada hasta su cara y lo encontré riéndose. Me dio media vuelta, apoyó su pecho contra mi espalda y sus dos manos se aferraron a mi cintura. En aquel momento me pareció recordar cómo se bailaba…, ¿o bailar aquello no era una excusa estupenda para tocarse, rozarse y ponerse el caramelito entre los labios?
Bueno…, en aquel momento me pareció recordar, más bien, lo que es estar caliente y cachonda. ¡Y solo me había agarrado por la cintura!
Vimos a Lola pasar a la acción con Carlos en un rincón oscuro y de pronto fue como si Víctor y yo estuviéramos allí solos y nada más importase. Era liberador, pero… ¿y Juan? ¿Se quedaba compuesto y sin noche?
En un pispás, ejerciendo de chico mono al que sus amigos han dejado plantado y con más cara que espalda, se plantó en medio de un grupo de chicas para hacerse el simpático y tratar de camelarse a alguna. Y, cosas de la vida, una de ellas le hizo ojitos.
—Tu amigo Juan ha ligado —dije encaramándome al pecho de Víctor para que pudiera escucharme.
—Es un listo. ¿Con cuál de ellas?
Nos giramos hacia allí y Juan se acercó a la afortunada y susurró algo en su oído que la hizo estallar en carcajadas.
—La jovencita de pelo castaño —le aclaré.
—Ya veo, ya.
Volvimos a mirar y sus amigas nos devolvieron la mirada.
—Ups, ven, disimulemos —dijo Víctor mientras cogía mis brazos y los colocaba en torno a su cuello.
Sus manos fueron a parar al final de mi espalda y nos abrazamos, riéndonos.
—Creo que el listo eres tú —dije junto a su oído.
—Shhh…, estamos de incógnito. No pares de bailar.
Coloqué la cabeza junto a su cuello y noté como su respiración agitaba un mechón de mi pelo.
—Mal hecho, Juan. Esa no cae —murmuró.
—¿Cómo?
—Que esa no cae.
—¿Qué eres? ¿Adivino? —le pregunté mirándolo, divertida.
—Me apuesto lo que quieras a que esa chica le da calabazas.
—Venga, si se la camela me invitas a otra copa.
—Y si por el contrario ella se niega a irse a casa con él, me das un beso. —Levantó las cejas un par de veces.
—No te pases —le previne, con ganas de que en realidad se pasase mucho y muy fuerte.
—Es un trato justo.
—Bueno, pero donde yo quiera.
—Eso suena bien.
Le di un codazo y se quejó entre risas. ¿A quién quería engañar? Lo que me apetecía era su lengua en mi boca, bien profunda. O más abajo.
—Bueno, adivino, entonces ¿qué dices que va a pasar?
—Juan va a insistir —su mano me apartó el pelo y sus labios se acercaron más a mí— y ella supongo que caerá en el primer asalto. Se darán cuatro besos y cuando él quiera llevársela a casa…, zas, desaparecida en combate.
—¿Y por qué dices eso?
—Porque os conozco. Esa solo viene buscando besitos.
—A veces no somos lo que parecemos.
—A mí no me engañáis. Ninguna. —Y a continuación se separó para mirarme a la cara, me rodeó las caderas con un solo brazo y repitió—: Ninguna.
«¿Hola? ¿Los bomberos? ¿Pueden venir corriendo para enfriarme la entrepierna? Gracias».
Me concentré en el ceremonial de cortejo de otros. Era más sano que ahondar en lo que mi cuerpo estaba experimentando. Y en poco más de dos minutos Juan realizó una maniobra magistral de acercamiento y estampó su boca contra la de la chica, que se apretó a él. Se apartaron a una esquina oscura y le pedí a Víctor que nos acercáramos a mirar, pero, tras cogerme del cuello con las dos manos y acariciarme después el pelo, negó con la cabeza.
—¿No?
—No hace falta. Deberías ir dándome el beso ya. —Y se mordió el labio inferior.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh?
Sonrió, me cogió la mano y me llevó hasta la barra, donde me invitó a un chupito, al que no quiso acompañarme. Había venido en coche, dijo. Después tomé otro, al que invitó el camarero, y después otro más; este último no tengo ni idea de quién lo pagó, pero yo no, desde luego.
Cuando mordía el limón del tercer chupito de tequila, una mano se apoyó en el hombro izquierdo de Víctor. Los dos nos giramos para encontrarnos con Juan, que traía la boca roja y una sonrisilla tontorrona en la cara.
—¿Vienes a celebrar tu conquista? —le preguntó Víctor guiñándome un ojo.
—Pues más bien a anunciar mi retirada. Es tarde y mañana quería…
—Te ha dado calabazas, ¿eh?
—Ya te digo…
Víctor le dio una palmada en la espalda y Juan se despidió de mí con un beso en la mejilla. Cuando volvió a desaparecer entre la gente eran las cinco y cuarto de la mañana y Víctor me miraba con una mueca de suficiencia en sus labios de bizcocho.
—¿Qué te dije?
—Deberías dedicarte a esto y dejar el interiorismo —sentencié alucinada.
—¿No me debes algo?
Me acerqué y le besé en la mejilla. Qué buena chica, ¿eh? En la mejilla. Pues no, no fui tan buena chica porque el beso duró más segundos de los necesarios, la verdad. A él le dio tiempo de sobra para girar la cara y besarme en la barbilla.
—¡¡Eh!! —me quejé—. ¡Eso es una violación de barbilla en toda regla!
—No, más bien mala puntería.
Tiró de mi brazo de nuevo hacia la pista de baile.
Víctor entendió que ya no eran horas para andarse con galanterías y fusiló el espacio que había entre los dos, agarrándome firmemente. Cogiéndome de una mano, me dio un dramático giro de baile para dejar mi espalda apoyada en su pecho y pegó sus labios a mi pelo, sobre mi oreja. Entonces susurró:
—Venga, dímelo, lo de que estás casada es una broma.
Me reí.
—No. Llevo casi seis años casada.
—Pero ¿a qué edad te casaste? ¿A los quince?
—Muy galante por tu parte. —Me giré, me alejé un poco y sonreí coqueta.
—Sé que es de muy mala educación preguntarle esto a una señorita, pero, puesto que tú ya eres oficialmente una señora casada…, ¿cuántos años tienes?
—Casi veintiocho.
—Pero ¡te casaste con veintidós!
—Sí. —Sonreí.
—Y yo con treinta y uno sigo sin sentar la cabeza.
—No has conocido aún a tu chica…
—Y cuando la conozco está casada.
—¡Venga! ¡Prueba con otra cosa, que eso es muy viejo! —Me reí.
Me cogió de la mano y me volvió a acercar a él. Acarició mi alianza de casada e hizo una mueca.
—Pero ¡qué fastidio!
No supe qué contestar. Creo que él aún albergaba ilusiones de no irse solo a casa.
—Oye, Valeria. —Se volvió a acercar—. Voy a hacerte una proposición.
—Más vale que no sea indecente, si no mi marido se verá con la obligación de retarte en duelo al amanecer.
—Ah, conque es un caballero de los de antaño…
—Sí. —Me alejé un poco.
—Pues entonces no creo que tengas nada que temer de su ayudante, ¿no?
—Sí, ya, ahora arréglalo.
—No, ven, escucha lo que tengo que proponerte.
Me acerqué un poco, de manera que pudiera escucharle pero que nuestros cuerpos no se tocaran demasiado.
—Y si se va con su ayudante, yo te acojo en mi casa unos días… —Le di un golpe en el pecho, que aproveché para palpar. ¡Por Dios santo! Pero ¡qué duro!—. No, en serio. Prometo ser un buen chico y portarme bien, pero… podemos volver a vernos, ¿verdad? —Le miré con desconfianza. Él levantó las manos en son de paz—. Yo también puedo ser un caballero. Solo un café, una copa de vino, una exposición, un cine…, alguna fiesta. Pídele permiso a tu señor marido si quieres.
—No tengo que pedirle permiso. Puedo ver a quien quiera. —Piqué el anzuelo muy fácilmente.
—Si no te deja verme lo entenderé. Hay hombres a los que no les gusta un poco de sana competencia.
—Lo pensaré. —Y, cogiéndole de la mano, volví a arrastrarlo al centro de la pista.
—Espero que eso signifique que me vas a dar tu teléfono antes de que te deje en tu casa.
—¿Vas a llevarme a casa? Es mucho suponer, ¿no?
—Una mujer no debe andar sola a estas horas por la ciudad y creo que ella no va a poder acompañarte…
Miramos a Lola, que estaba literalmente empotrada en una pared, besándose con Carlos y metiéndole mano. A decir verdad, vi mucho más de lo que estaba preparada para ver. No sé qué hacían todavía allí. Deberían estar en una cama y no en medio de un montón de gente desconocida.
A las siete y media de la mañana me pareció que yo ya había bebido, bailado y coqueteado suficiente por aquella noche y, aunque el alcohol me había ayudado a no sentir demasiado el dolor de pies provocado por mis zapatos de tacón altísimo, ya empezaba a estar cansada y resacosa. Le anuncié a Víctor que me iba a casa y que cogería un taxi, pero me respondió que habían venido en su coche y que lo tenía muy cerca, en una zona de aparcamiento azul.
—¿Qué hago yo aquí sin ti? —dijo con una mirada muy intensa.
—Buscar un plan. La noche es joven, ¿no?
—Yo ya tengo mi plan.
Y después de esto, se mordió el labio inferior.
¡¡Por Dios y todos los santos!! ¡¡Dejad de probarme!! ¡¡Esto es tortura!!
Me acerqué a Lola para despedirme de ella, pero me dio corte despegarlos, así que me dirigí hacia la salida mientras le mandaba un mensaje de texto al móvil. Víctor me siguió con sus andares de galán de Hollywood a través de la discoteca, parcialmente vacía a esas horas.
Cuando salimos me sorprendió ver que había amanecido. Hacía años que no me sobrevenía el día con semejante cogorza. Estaba avergonzada pensando en la pinta que debía de tener después de tantas horas, tantas copas y a la luz del día, y habría agradecido que pasara un taxi libre por allí, pero todos circulaban ocupados. Insinué que cogería un autobús, pero a Víctor no le pareció suficientemente glamuroso para mí.
—Hace años que no llegaba a casa a estas horas —dije sonriente y contenta conmigo misma.
—Ni tan borracha.
—¡No voy borracha!
Se echó a reír. Al hacerlo, los ojos se le escondían y estaba muy guapo, quizá porque dejaba de preocuparse por estar perfecto.
—Venga, súbete. —Me abrió la puerta de su coche.
Negué con la cabeza mientras me partía de risa.
—¿Por qué? —Él también se rio.
—Porque no me fío de ti. Te acabo de conocer y has bebido.
—¡Dos copas al principio de la noche! ¡De eso hace casi siete horas! Venga, no me obligues a meterte en el coche a la fuerza.
—Bah, ¡me gustaría verlo!
No se lo pensó dos veces. Se arremangó la camisa y me cogió en brazos como si yo no pesase nada. Había que ver. Hacía nada yo era una maruja con un moño en la cabeza y pijama y de repente me sentía una chica sexi, joven y con ganas de divertirse, en brazos de un hombre guapísimo. Mis carcajadas debían de escucharse en todos los barrios de la ciudad. Y eran carcajadas, la verdad, de felicidad. Qué bien me encontraba. Flotaba. ¿No me habría colado algo en la bebida?
Víctor me acomodó dentro e incluso me abrochó el cinturón. Después dio la vuelta alrededor del coche y se sentó al volante. Siempre me han gustado los chicos conduciendo…
—¿Dónde vives, mala mujer? —Le miré de reojo, lanzándole una miradita pícara. Yo no vivo en ningún sitio. ¿Qué tal si follamos para celebrarlo?—. Si no me dices dónde vives, no tendré más remedio que llevarte a mi casa. Y no queremos eso, ¿verdad?
—Yo no —puntualicé mintiendo como una bellaca.
—Haces bien desconfiando de mí, así que dime ahora mismo dónde vives. A las ocho se me acaba la caballerosidad y vuelvo a ser un golfo. —Levantó las cejas un par de veces.
—Por allí. —Señalé una calle a la izquierda.
Víctor y yo nos sonreímos y, tras un trayecto cómodo y divertido, me dejó en la puerta de mi casa como el galán que no era.
Mientras entraba en casa empecé a sentirme culpable por habérmelo pasado tan bien con Víctor aquella noche. A lo mejor sí era una mala mujer…, una mala mujer que se ponía calentorra con un desconocido.
Adrián estaba durmiendo de lado, acurrucado. Todas las noches se destapaba con sus movimientos y a esas horas empezaba a refrescar. Le tapé y, abriendo un ojo, evaluó mi estado.
—Hola, cariño. —Sonreí.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí, muy bien. —Gemí de placer al quitarme los zapatos.
—¿Sabes que apestas a garrafón barato? —se quejó él.
Me tiré en la cama y me dormí casi en el acto, vestida. ¿Y a mí qué más me daba a lo que oliera? Pero… ¿y lo bien que olía Víctor?