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LA INSPIRACIÓN Y EL MODELO DE ROPA INTERIOR

Abrí la ventana. El ambiente estaba viciado de frustración. Para más señas, la mía. Estaba segura de que Picasso tenía razón cuando decía que la inspiración te debía encontrar trabajando, pero lo que yo estaba haciendo se acercaba más al comportamiento de un adolescente que intenta hacer creer a sus padres que estudia, en lugar de un proceso de creación serio. A lo mejor debía agenciarme una botella de absenta y unos terroncillos de azúcar…

Adrián estaba trabajando fuera como casi siempre a esas horas, y yo estaba… cansada y angustiada. Según pasaban los días, más cerca sentía la llamada de mi contacto en la editorial y no quería echarlo todo a perder presentando una novela birriosa, moñas, predecible y presuntuosa. Y lo que tenía entre manos cumplía todos los requisitos para hacerme una desgraciada.

Intenté recordar qué fue lo que funcionó de mi primera novela y me recordé a mí misma escribiendo hasta las tres de la mañana, durmiendo pocas horas y trabajando en la oficina sin ninguna pasión. Lo que funcionaba era la idea, no la rutina de trabajo. Estaba segura de que el problema era la calidad de la idea inicial. Mi primera novela era verosímil. Cualquiera podría creer que había sucedido en algún rincón del país. Una historia de amor complicada adornada con vida de verdad, dijo alguien en su crítica. Había ganado un premio. Había vendido suficientes ejemplares. Solo había recibido buenas críticas. Y no solo hablaba de amor. Cuando mi hermana la leyó, dijo de ella que era una declaración de principios. Yo, sinceramente, no sabía qué era, pero me sentía orgullosa. Él era un personaje bien construido y altamente atormentado al que, sinceramente, conocí una vez hacía muchísimo tiempo. Ella era una persona de carne y hueso y sus cavilaciones podrían ser reales porque eran un poco las mías, las de Nerea, las de Carmen o las de Lola.

¿Y ahora?

Tomé la iniciativa y marqué el teléfono móvil de Jose, mi contacto en la editorial, que contestó a los pocos tonos.

—Hola, Valeria. —Tenía una voz amable y profunda que reconfortaba.

—Hola, Jose.

—¿Qué tal andas? Pensaba llamarte un día de estos para comer.

—Lo sé. Sentía tu llamada como la espada de Damocles que pendía sobre mi cabeza.

—No me asustes. —Se rio.

—Quizá es una buena idea eso de comer juntos un día de estos. Quizá así no me dé tanto pánico confesarte que estoy realmente atorada con la novela.

Jose se rio. Supongo que estaba acostumbrado a aquellos vaivenes artísticos.

—Bueno, Valeria…, no quiero que te agobies. No tenemos nada cerrado.

Y eso sonaba peor aún.

—Bueno, ya sabes que dejé mi trabajo en un ataque de locura, así que… sí me agobia.

—Quizá le dedicas demasiado tiempo.

Me sorprendí.

—Adrián piensa lo contrario.

—Bueno, Adrián es fotógrafo, no es el mismo tipo de proceso creativo. Él puede encontrar una obra de arte sin buscarla. Tú la creas desde los cimientos.

—¿Cuánto tiempo tengo para presentarte algo y que sigas tomándome en serio? Necesito saberlo.

—Val…, no quiero sacar una novela que funcione. Quiero algo que explote. Ya sabes cómo va esto.

—Al final explotaré yo. Creo que mi idea no tira.

—¿Por qué no te vas unos días por ahí con Adrián?

—Bueno, pues… él está muy ocupado ahora. —Ocupado ignorándome, para concretar—. Temporada alta.

—Entiendo —contestó.

—He perdido el hilo de lo que quería contar. Recuerdo que te encantó la idea. Por eso me preocupa. Porque si no sé contar una historia que suene a algo real…, ¿qué…?

Jose me interrumpió.

—Te diré lo que necesitas escuchar: no tenemos prisa.

—Humm… —Medité una respuesta.

—Y ahora te diré una parte que quizá no quieras escuchar: que te dé más tiempo no hará que te guste más lo que has escrito.

—¿Quieres decir que debo empezar de cero?

—No quiero decir nada. No he leído el manuscrito.

—Gracias a Dios.

—Sé que sabrás sacarlo adelante. Aunque ahora puedas llegar a pensar lo contrario, Oda no fue cuestión de suerte. No se ganan premios con la suerte, y te recuerdo que nosotros no nos tiramos a la piscina con cualquier manuscrito. Ni siquiera era de un género que estuviera en boga. Será que era bueno, ¿no?

—Quizá se me acabó la creatividad en el epílogo.

—No, no. De eso nada. ¡Ay, Valeria! —Se rio—. Llámame cuando estés más animada y comemos juntos, ¿vale? Estaré encantado de leer el manuscrito cuando lo consideres oportuno.

Asentí y me despedí.

El viernes Adrián llegó tarde a casa, tanto que yo ya me estaba preparando para salir con Lola por ahí. Bueno, a decir verdad seguía en ropa interior frente al armario, mordiéndome las uñas.

Pasó por delante de mí sonriendo con suficiencia y me contagió. Al menos era un gesto muy suyo. Quizá estábamos retomando la normalidad a pesar de que yo llevara puesta mi mejor lencería negra de encaje y él no me hubiera echado ni una miradita lujuriosa.

—¿Te ríes? —le sonreí.

—Sí.

—¿De algo que acabas de recordar?

—Más bien de ti. Toda esa ropa y nada que ponerte, ¿eh? —Nos miramos, me rodeó por la cintura y me dio un beso en la frente. La frente. Yo con un bustier negro de encaje y un culotte a conjunto que dejaba entrever mi depilación extrema y él me besaba en la frente…—. Espero que te lo pases muy bien esta noche —dijo.

—Empiezo a dudarlo. He perdido fuelle. Y tienes razón: no sé ni qué ponerme.

—No te pongas ni esto —señaló un vestido negro colgado de una percha— ni esto. —Agarró otra percha con un top de seda verde.

—¿Por qué?

—Porque estás demasiado guapa con ello y me enfadaré si otro te mira.

¿Me enfadaré si otro te mira? Bueno, primero me tendría que mirar él, ¿no?

La tentación de coger una de las prendas «tabú» era demasiado poderosa, sobre todo porque no podía evitar desear que Adrián volviera a mirarme de aquella manera. Cogí la percha con el vestido negro y lo deslicé por encima de mi cuerpo. A pesar de lo que pensaba, no tuve problemas para abrocharlo.

Estaba guapa, favorecida. Me animé y al mirarme en el espejo me pareció intuir a la antigua Valeria, la coqueta, haciéndome un guiño.

Mientras me arreglaba en el cuarto de baño, Adrián se sentó en el borde de la bañera a comerse un sándwich.

—¿Qué tal el día? —le pregunté sin mirar mientras seleccionaba la barra de labios que me iba a poner.

—Bien. Un poco duro. Mucho trabajo. Álex se ha ido a casa agotada.

—Humm. —La tetona adolescente también se cansaba… Esperaba que no estuviera agotada de tanto chingarse a mi marido.

—Me ha comentado un proyecto que podría interesarme; creo que podría vendérselo a alguna de las revistas.

—¿Sobre qué? —Ahora la niñita, además de tener un cuerpo brutal, también era un genio.

—Va a ir a un festival de música independiente en Almería y, por lo que me ha estado contando, es todo muy fotografiable. El lunes voy a ponerme en contacto con la organización para ver si consigo un pase de prensa.

—¿En Almería? —Me giré sorprendida con el labio inferior pintado y el superior color maquillaje.

—Sí. Sería un fin de semana. El domingo por la noche estaría de vuelta.

—Pero… ¿irías con ella?

—No, no. Ya no tengo edad de dormir en una tienda de campaña sin posibilidad de darme una buena ducha al despertarme. Ella va con un grupo de amigos. Yo cogería una habitación en algún hostal cerca. —Me tranquilizó y seguí con lo mío.

—Bueno, ten cuidado no te metan nada en la bebida.

—Gracias, abuela.

Me alejé del espejo, me miré de perfil, de frente y me acerqué, evaluando el estado de mi maquillaje. Me di el visto bueno, me dirigí a Adrián y le di un beso.

—Estás increíble —comentó con una mano bajo mi vestido, acariciando mi muslo izquierdo.

—Gracias.

¿Debía quedarme y dejar que su mano siguiera viajando hacia arriba?

—Espero que no se te acerquen jovencitos de buen ver.

—Bueno, tengo derecho a un acercamiento al menos. Tú pasas ocho horas al día metido en una habitación oscura con una tía de bandera.

—¿Ocho horas en una habitación oscura? —Me miró de soslayo y se echó a reír.

Le miré con desconfianza. Evitaba darme una contestación directa.

Me encontré con Lola nada más salir del taxi. Sus acompañantes aún no habían llegado y ella esperaba en la puerta de un local de copas pitillo en mano. Nos saludamos con un abrazo. Nada de besos cuando llevábamos los labios pintados.

—Oye, ¡estás genial! —exclamó.

—No sé si tomarme a mal que lo digas tan sorprendida.

—No seas tonta. Creí que vendrías en vaqueros y zapato plano. No me esperaba este despliegue de armas de mujer.

—Bueno, fue para poner un poco celoso a Adrián —confesé avergonzada mientras alisaba la tela de mi vestido negro escotado.

—Sea por lo que sea, estás realmente espectacular. Muy tú, pero el «tú» que mola. Dime —entornó los ojos, suspicaz—, ¿otra vez dándole vueltas a la niña de la delantera?

—No, no. Lo he superado. —Me atusé el pelo, orgullosa de mí misma.

—Mira, aquí están. —Los ojos de Lola fueron directamente hasta detrás de mí y sonrió espléndidamente.

Me giré esperando encontrarlos a unos cuantos metros, pero los tenía tan cerca que me vi obligada a apoyar mi mano derecha en uno de ellos para no chocar la cabeza contra su pecho. De todas maneras, tampoco me habría importado chocar ninguna parte de mi cuerpo con él, que conste… Menudos amigos tenía Lola…

De pronto éramos dos liebres en una madriguera a la espera de la caza con hurón. Y supongo que ellos eran los hurones…, pero qué hurones más guapos, leñe…

Enseguida quedó claro que Juan era el simpático del grupo, lo que no quiere decir que fuera el feo. Tenía los ojos castaños enmarcados por unas espesas pestañas largas y una boca grande pero agradable que nos recibió con una sonrisa infantil adorable. Era el típico chico que mi madre habría mirado por encima de sus gafas con una sonrisita pérfida. Vamos, que no le dolía nada.

Carlos era evidentemente la cabeza que Lola quería colgar en la pared de su apartamento esa noche, con piernas largas, pelo rubio peinado de punta con gomina y ojos azules. Tenía un aire de gigoló para la tercera edad que me ponía la piel de gallina. Su sonrisa confiada se dirigió directamente a Lola y faltó que un destello nos cegara procedente de sus dientes acompañado de un clinc. Físicamente, el chico estaba de muy buen ver. Lo único es que era un pelín hortera todo él…

Y el tercero era… Víctor. Madre de Dios, Víctor. La primera reacción que tuvo mi cuerpo al olerlo fue apretar muy fuerte los muslos. El vientre se me contrajo entero y me hormiguearon las braguitas. Su cuerpo, su cara, su perfume, todo…, todo él emanaba una poderosa energía sexual. O esa quizá sea la excusa que yo me puse para justificar que, al momento, lo imaginase montándome en el baño con mi pelo enredado alrededor de su muñeca. Era moreno, muy alto, con la espalda torneada y unos ojos verdes impresionantes. Y cuando digo impresionantes me quedo corta. Recordé que Lola siempre hablaba de él como de un tío algo frío y distante, pero no pude creerla en cuanto vi sus labios dibujar una sonrisa solamente con la comisura derecha. Era cálido, masculino, guapo y elegante…, uno de esos hombres con los que no te molesta que te vean pasear. Era testosterona en cantidades ingentes. Todos los poros de su piel emanaban feromonas y yo sentía la poderosa tentación de alargar la mano y acariciar su antebrazo. ¡Joder! Menudo hombre. Creo que no pude evitar que se me notara que me gustaba lo que veía. Pero que me gustaba muy mucho. Seguro que cuando se ponía a follar, ese hombre no duraba tres minutos…

Lola los nombró uno por uno y ellos se fueron acercando para darme dos besos de cortesía. Se escuchaba el barullo de la gente que reía y charlaba a nuestro alrededor y apenas me pude concentrar en nada que no fuera la mirada que manteníamos Víctor y yo. Cuando se inclinó a besar mis mejillas llegó hasta mi nariz el intenso y magnético olor de su perfume. Víctor era un arma de destrucción masiva… En los segundos que duró su saludo le dio tiempo a acariciar mi cadera, la parte baja de mi espalda y mi pelo.

Y tras las presentaciones y mientras sostenía aún la mirada de Víctor, Lola se acercó y me susurró al oído:

—¿No me digas que no se da un aire a aquel modelo…?

Le miré con una sonrisa torcida y al tiempo que levantaba una ceja me encendí un cigarrillo. Él me sostuvo la mirada torciendo también su boca en un gesto perverso.

Había elegido el día perfecto para desempolvar a la Valeria coqueta. Al volver a casa debía plantearme avisar a la Valeria maruja de que le quedaban pocos días de vida.