SE DESATÓ…
Carmen me llamó al día siguiente preocupada por saber si las cosas volvían a su cauce. No supe qué contestarle. Cuando llegué a casa después de tomarme unas copas con ellas, Adrián ya estaba acostado y dormido, y si no lo estaba lo fingía muy bien.
La verdad es que prácticamente no había pegado ojo, pero aquello me lo callé. Lola tenía razón. Ellas miraban mi relación como quien mira una fotografía idílica en la que se quiere ver reflejado. Mi relación en su opinión era sublime…, y yo jamás debería bajarme de aquel altar contando que me había pasado la noche en vela, al borde del llanto y de arrancarme la camisa como Camarón, imaginando a mi marido enredado con una chica guapísima en una cama ajena. Porque pocas razones más me quedaban para tratar de explicarme por qué mi marido y yo hacíamos la cama juntos pero nunca la deshacíamos. Estaba la posibilidad de que otra lo saciara fuera de casa y también, por otro lado, que yo ya no le gustara y se matara a pajas. Al menos todo aquello me había servido para decidirme por solventar el problema de mi aspecto, que… como que no ayudaba.
—Bien, bien, las cosas están mejor. —Bien porque al menos ya me había decidido a deshacerme de casi toda aquella ropa antimorbo y desgarbada, como atestiguaba la bolsa de basura a rebosar que tenía junto la puerta.
—Me alegro. Es normal que tengáis vuestras peleas, Valeria. Sé indulgente con él y contigo misma.
—Sí, tienes razón. —Me mordí las uñas esperando no tener que mentirle durante mucho tiempo más—. ¿Y tú? ¿Cómo andas?
—Pues la verdad es que un poco angustiada. Este fin de semana es el famosísimo cumpleaños de Daniel y estamos todos invitados. Ya tenía decidido que ni siquiera haría acto de presencia, pero… no sé.
—¿Borja irá?
—No es por eso, ya sabes que no espero nada de Borja.
—A lo mejor si no vas Daniel se da cuenta y se molesta… Además, si está Borja te divertirás y estoy segura de que te acompañará a casa.
—Buf… —resopló—. No tengo nada que ponerme.
—No digas mentiras. Tienes un vestido negro precioso.
—No tengo zapatos con los que ponérmelo.
—Pues pásate por casa y te presto unos. Deja de poner excusas.
Carmen se rio, risueña.
—Probablemente lleves razón, pero tengo una poderosa intuición que me dice que será mejor que no vaya.
—Ay, la madre que te parió. Avísame si te animas a formar parte del elenco del teletarot, por favor. Te espero esta tarde para elegir los zapatos.
Y así lo hizo. Se llevó unos salones negros preciosos, un bolso de mano y una sombra de ojos.
El día del cumpleaños de su jefe, Carmen bajó al portal a las diez y media en punto y se encontró con que Borja ya la esperaba. Estaba apoyado en su coche fumándose un cigarrillo, con la mirada perdida en la calle, y Carmen tuvo ganas de gritar y de volver a subir a su casa. Estaba muy guapo. Aquello no ayudaba a alejarse del asunto y calmar lo que sentía por él.
Cuando la vio, Borja tiró el cigarrillo y sonrió de esa manera que la volvía loca. Lo demás se les olvidó. Carmen bajó la mirada, coqueta, y, haciéndole una caída de pestañas, dio la vuelta al coche y se sentó en su interior sin decirle nada. Borja se puso al volante y, después de mirarse en silencio, se dijeron un escueto hola.
Y yo me pregunto: ¿qué narices le pasaba a Carmen para no ver lo loco que estaba ese hombre por ella?
Como todos los años, Daniel se había esforzado organizando su propia fiesta de cumpleaños. Un local solamente para ellos, un cáterin sencillo pero cumplido y ríos de alcohol. Todo pagado. La gente solamente tenía que ir y pasárselo bien. Habría sido un plan de lujo para Carmen, que bebía como una auténtica esponja, si no fuera porque odiaba al organizador más que a nadie en el mundo.
Borja y Carmen entraron y localizaron a Daniel en un rincón.
—Vamos a saludarle —dijo Borja.
—No quiero —contestó Carmen.
Borja se echó a reír y pasó su brazo por la espalda de ella para conducirla hasta allí.
—Sé buena —murmuró cerca de su oído, lo que le puso la piel de gallina.
Daniel estaba exultante. Ellos le felicitaron, él les animó a tomarse una copa y hasta les prometió pasarse por la barra a presentarles a su chica. Estaba, evidentemente, bajo el efecto del «buen rollo» de la tercera copa. O cuarta. Por Carmen podía beberse todo el bar y morir de una intoxicación etílica o, mejor aún, ahogándose con su propio vómito.
Carmen es una macarra de cuidado…
Ella, harta de esa sensación de ser la pareja de Borja sin serlo, se fue a lucir modelito por la sala charlando con un par de compañeras mientras él, apoyado en la barra, no le quitaba los ojos de encima. Siempre le daba la sensación de que él estaba alerta, a la espera de tener que salvarla de alguna situación violenta. Carmen no entendía por qué, pero se sentía reconfortada con aquella sensación y también con el hecho de que él la llevara a casa. Los momentos en su coche eran especiales. Cada canción que escuchaban juntos se convertía en una bomba emocional y en un recuerdo precioso. Mi pequeña Carmen no era ñoña por naturaleza, pero estaba enamorada, qué le vamos a hacer.
Se sentía tan protegida, a salvo y apreciada junto a Borja que no entendía qué los separaba de entregarse al fornicio hasta desmontarse. Esa era mi Carmen, la del fornicio.
Al final, se cansó de escuchar cotilleos de oficina y quejas sobre niños hiperactivos y maridos que no ayudan en casa, así que se acercó a la barra a pedir una copa, al lado de Borja.
—¿Has fichado a alguna chica guapa? —le preguntó al tiempo que le daba un suave codazo.
—Alguna hay —dijo crípticamente él con una sonrisa.
Los dos se rieron como niños.
—¿Brindamos? —propuso Carmen.
—¿Por nosotros? —contestó Borja.
—Por nosotros.
Y ella quería creerlo al pie de la letra.
La música subió de volumen y Carmen, que ya llevaba un par de copitas, se animó a moverse alrededor de Borja. Y allí todo el mundo estaba ya medio borracho (o borracho y medio) y bailaba, se jaleaba y se restregaba como en un maratón de bachata. Y Carmen, mucho más contenida, movía las caderas, tarareaba la canción, se reía y su pelo se movía girando con ella cuando Borja le tomaba la mano para darle vueltas.
Y tras un ratito, sin saber si había sido efecto de tanta vuelta seguida, de pronto Borja y ella estaban apartados del resto de la gente en un rincón oscuro y la respiración de Carmen no era la única alterada. Se miraron sin saber qué decir y, como no había nada que decir, Carmen puso los brazos alrededor del cuello de Borja y le abrazó. Carmen abrazó a Borja, un hombre para el que el contacto físico no era lo que se dice… cómodo.
Pero él no solo no se alejó, sino que la cogió por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo. Borja se acercó un poco a su cuello y dejó un beso distraído allí. Carmen abrió los ojos, esperando que al hacerlo no se desdibujara todo, pero la mirada viajó hacia el final del local, hacia la escalera de acceso por donde bajaba Nerea, cogida de la mano de Daniel.
Nerea de la mano de Daniel.
Un montón de fotogramas se le cruzaron por la cabeza. De pronto todo tenía sentido. Todas esas cosas que le habían chirriado. No había querido ni siquiera imaginarlo, pero ya no tenía dudas, ya no podía obviarlo más. Nerea y Daniel estaban juntos. Y tendrían hijos monísimos que llevarían con conjuntitos de perlé y a los que pasearían en cochecitos de cuatro ruedas antiguos. Nerea y Daniel estaban juntos. ¡Por Dios santo, Nerea y Daniel estaban juntos! ¡Que alguien la matase!
Se estremeció cuando cayó en la cuenta de que no debía encontrarse con ella. Daba exactamente igual que Borja la besara o la abrazara. Porque, entre otras razones, Dani ataría cabos, sabría que ella estaba enamorada de Borja y lo utilizaría en su contra. Tenía que salir de allí.
Se zafó de los brazos de Borja y salió corriendo entre la gente sin perder de vista a Daniel y Nerea. Borja vio a Daniel con una chica rubia…, pero no reconoció a Nerea. La explicación de la reacción de Carmen estaba bastante clara para él…, no debía seguirla.
Carmen salió a la calle y cuando la alcanzó gimoteó. Miró a su alrededor. Todo giraba a su alrededor. La cabeza le daba vueltas. Jadeaba. Se convenció de que aquello no era el fin del mundo, que tendría una solución. Recordó otra vez a Nerea diciendo todo lo que sabía su nuevo novio sobre los sentimientos que tenía Carmen hacia Borja y quiso llorar.
Y Borja…, ¿qué habría pensado él? ¿Por qué había salido corriendo? Dio un par de vueltas sobre sí misma. ¿La habría besado si ella no hubiera salido corriendo? ¿Por qué había salido corriendo, maldita sea? Tenía que cambiar de trabajo, tenía que escondérselo a Nerea. Quería matar a Lola. Ahora lo entendía todo. Le odiaba. No podía hacer nada por remediarlo. Odiaba a Daniel.
Salió corriendo calle abajo. Eran las doce y media de la noche y no había un alma en aquella calle, ni un taxi…, y escuchó unos pasos en su dirección que la asustaron. Siguió corriendo hacia la avenida con mis zapatos negros de tacón alto (y cuando me lo contó temí por mis zapatos y por sus dientes).
—¡Carmen! —gritó alguien a sus espaldas.
Ella se giró y, tras apoyarse en un coche, se sintió débil. Borja no la quería, su trabajo la hacía sufrir, estaba sola y ahora tendría que dejar entrar a Daniel en su vida. A un tío al que le deseaba una almorrana gigante en el mejor de los casos.
Borja llegó hasta ella corriendo.
—Carmen, perdóname, yo no pensé que…
—No, no, perdóname tú, Borja, perdóname. No debí irme corriendo, pero es que… —Se cogió de su brazo sin saber si iba a echarse a llorar y si podría contenerse.
—Lo sé. No te preocupes. Hace mucho tiempo que lo sé, pero tenía que intentarlo.
Carmen le miró sorprendida.
—¿Tú? ¿Tú lo sabías y no me lo dijiste?
—¿Qué iba a decirte sin ponerme en evidencia?
—¿Desde cuándo? —preguntó sorprendida.
—Desde siempre. —Ella movió su cabeza sin entenderle del todo—. Tenía que intentarlo, Carmen. A lo mejor le olvidabas. —Parecía desesperado—. Soy imbécil Carmen, ya lo sé, pero ¡dime algo!
Carmen no podía pronunciar palabra alguna. No entendía nada. Le parecía estar en un sueño de esos en los que nada tiene sentido. A lo mejor ahora aparecía su madre dirigiendo una comparsa de moros y cristianos por la calle. Eso estaría bien. Al menos se reiría. En fin, no era el caso. El cri cri de unos grillos la devolvió a la realidad y contestó, cerrando los ojos:
—¿A quién tendría que olvidar, Borja?
—Venga, Carmen…
—¿A quién piensas que tendría que olvidar, Borja?
—A Daniel.
Ella abrió los ojos asustada.
—¿Qué? —dijo Borja, alarmado.
—¿Doy la sensación de estar enamorada de Daniel? —preguntó en tono agudo.
—Yo… pensé que…
—Borja. Yo no quiero estar con… —Un gesto de asco le llenó la cara—. Le odio. Odio a Daniel por encima de todas las cosas.
—Entonces…
Carmen sintió cómo la risa le brotaba de la boca.
—Daniel sale con Nerea. —Ahora era Borja el que no entendía nada—. Mi amiga Nerea… —Se quedaron callados, apoyados en un coche, sin dirigirse la palabra—. Y me acabo de enterar, joder —acabó por decir ella.
—¿Tú odias a Daniel?
—Con toda mi alma —sonrió Carmen.
—Yo pensaba que…, no sé. No dejabas de mirarle.
Carmen se tapó la cara con ambas manos y se rio de pura desesperación. Temía ya en ese momento que hasta el mismísimo Daniel pensase que ella iba persiguiendo sus pantalones.
—Pero, Borja, ¡le odio! Me da un asco que no puedo reprimir. Pero ¡si le he hecho hasta vudú!
Él la miró con los ojos abiertos de par en par y ella bajó la mirada, tras darse cuenta de que había cosas que era mejor no mencionar fuera del círculo íntimo de amigos.
Ambos se quedaron callados un instante y Borja también sonrió un poco avergonzado. Carmen, atolondrada, preguntó:
—Oye, pero… ¿y por qué ibas a ponerte tú en evidencia por preguntarme si me gustaba Daniel?
Borja miró hacia el cielo con una sonrisa y susurró:
—Bueno. Algún día tenía que pasar. —Metió una mano en el bolsillo y con la otra cogió a Carmen por la cintura—. Creo que tenemos que hablar.
Ambos se subieron en el coche a la vez. Apenas habían intercambiado un par de palabras desde que Borja había confesado que tenían que hablar, pero no había que ser un lince para saber de qué. Solo postergaban el momento del beso un ratito más.
Borja enfiló el camino hacia casa de Carmen y al llegar aparcó. ¡Aparcó! Las braguitas de Carmen iban ya entonando canciones de campamento de contentas que estaban. Después subieron en el ascensor callados. Ni siquiera tuvo que invitarle a subir. Borja la miraba y sonreía con una leve nota de suficiencia en su cara que a Carmen le excitaba amargamente.
Entraron en casa tras un leve forcejeo con la puerta y él la llevó a oscuras hasta la habitación. Se quedaron de pie junto a la ventana y Borja la tomó de la cintura para acercarse a su cuello y susurrar su nombre.
Ella nos contó que la luz de unas farolas entraba por las rendijas de la persiana casi bajada cuando Borja se inclinó hacia ella. Se acercó despacio hasta sus labios y se besaron. Fue uno de esos besos de película que ponen la piel de gallina. Solo un roce que se convierte en un pellizco, que crece hasta convertirse en… Carmen dijo pasión desenfrenada, pero creo que yo voy a llamarlo «calentón infernal». Y es que no, Borja no era el hombre tímido que ella esperaba.
Él la tomó de la nuca, manteniéndola bien cerca mientras saboreaba sus labios y su lengua iba dibujando círculos junto con la de Carmen. Se separaron un momento y los dos jadearon.
—Joder… —dijo ella.
—Aún tengo más que decir… —sonrió él mientras se acercaba de nuevo.
Volvió a besarla y dio unos pasos hacia la cama. Carmen no daba crédito. ¡Hacia la cama! Él se sentó en el borde y después la acomodó sobre él, a horcajadas.
—Me encantas… —dijo él con una sonrisa.
—Y tú a mí —contestó ella al tiempo que notaba cómo iba bajando la cremallera de su vestido.
Con las manos temblorosas y el vestido totalmente arrugado a la altura de la cintura, se atrevió a desabrochar el polo de Borja y quitárselo por encima de la cabeza. Se acariciaron mutuamente la piel de la espalda y volvieron a besarse en un abrazo muy sensual. Carmen agarró el cinturón de Borja, lo desabrochó y tiró de él para poder hacerlo desaparecer. La mano de Borja se cernió sobre la suya y la apartó suavemente. Se tumbaron y, girando sobre sí mismos, él se colocó sobre ella, entre sus piernas.
—Carmen, no voy a hacer el amor contigo esta noche —dijo risueño mientras la acariciaba y le besaba la barbilla.
Carmen, que esperaba otro tipo de reacción, claro, se sintió frustrada y algo ridícula. ¿Qué pasaba? ¿Tan mal besaba? Pensó que ya no era sensual, que ya no tenía la capacidad de volver loco en la cama a ningún hombre. Quizá no la había tenido jamás. Bufó resignada al darse cuenta de que jamás sería tan guapa como Nerea, ni tan ardiente como Lola, ni tan segura como yo. Pobre Carmen…, estaba tan equivocada…
—Humm…, vale. —Se incorporó en la cama y se subió con dignidad el tirante de su sujetador negro.
—No, no me entiendes. —Borja le bajó de nuevo el tirante y volvió a sonreír con suficiencia.
—No, creo que no.
—He estado esperando demasiado tiempo este momento como para dejar que pase todo tan rápido. Quiero tenerte aquí durante dos o tres siglos. —Se miraron. Ella sonrió abiertamente y Borja le devolvió una sonrisa amplia. Al fin la besó de nuevo y, mientras se recostaba sobre su cuerpo, le dijo—: Estoy loco por ti.
Para Carmen aquella había sido la declaración de amor más bonita del mundo. Le daba igual que no bajara la luna hasta su cama, porque aquella noche no necesitaba todas aquellas palabras de novela romántica edición de bolsillo. Le daba igual que Nerea besara a Daniel, que la despidieran, que Lola la hubiese engañado y que incluso yo le hubiese ocultado aquella información.
A Carmen le daba igual no dormir, porque iba a pasarse la noche en vela dándole a Borja todos los besos que ella había imaginado desde su mesa.
Lola abrió la puerta sorprendida por tener visita un domingo por la mañana. Tenía aún los ojos llenos de legañas negras. No acostumbraba a desmaquillarse. A decir verdad, creo que no lo ha hecho como Dios manda nunca, pero es que la naturaleza le ha regalado una piel perfecta y color canela que no se resiente con sus excesos, así que no existe nada que le haga preocuparse lo suficiente como para pasar por el cuarto de baño para quitarse la pintura de guerra antes de acostarse.
Con legañas negras o sin ellas, lo que no esperaba era encontrarse a Carmen en el quicio de la puerta con una sonrisilla pérfida. Lo más curioso es que estaba perfecta, radiante; como si llevara levantada desde las seis de la mañana poniéndose mona.
Sin dejar que Lola articulara palabra, pasó hasta su salón y plantó una botella de ginebra fría sobre la mesa. Lola, con el pelo enmarañado y en camisón, miró con recelo la bebida y luego, girándose hacia Carmen, susurró:
—Pero… ¿y esto?
—La tenía guardada en el congelador esperando la ocasión. Me gusta tomar una copa para celebrar cosas importantes. ¿Por qué no sacas dos vasos, Lola?
—Carmen, son las once. Es demasiado pronto para la ginebra incluso para mí.
—Saca dos vasos —dijo firmemente haciendo desvanecer la sonrisa que tenía en los labios.
Lola estaba demasiado dormida para echarla de casa o para averiguar si realmente Carmen estaba colocada, así que sacó dos vasos chatos de la cocina, se sentó junto a ella y se encendió un cigarrillo. Las dos hicieron un duelo de miraditas. Al fin, Carmen carraspeó y sirvió las dos copas.
—¿A palo seco? —preguntó Lola escandalizada.
—A palo seco.
—¿Estás borracha, Carmen?
—No.
—¿Entonces?
—Bebe —ordenó Carmenchu.
Lola no se lo pensó dos veces: empinó el codo y se tragó todo el vaso de un sorbo. Si aquello era algún tipo de concurso para ver quién tenía más aguante, Carmen había elegido mal a su contrincante. Carmen tragó el suyo y dejó también fuertemente el vaso sobre la mesa.
—¿Y qué celebramos? —preguntó Lola expulsando el humo del cigarro.
—Anoche fue el cumpleaños de mi jefe. —Lola tragó saliva—. Conocí a su novia.
—Ah, ¿sí?
—Sí, me era familiar —susurró Carmen cínicamente.
—Humm… —dijo Lola haciéndose la tonta. Las dos guardaron silencio pero Lola no encontró sentido en seguir mintiendo—. Carmen, yo…
—Dirás vosotras —contestó Carmen con dureza.
—Nerea no sabe nada.
—Ya me imagino.
—Valeria y yo no sabíamos si decírtelo porque…, nosotras qué sabíamos, a lo mejor cortaban antes de que se hiciera importante y ¿para qué ibas a sufrir tú antes de tiempo?
—No estoy enfadada. —Y Carmen sonrió y sirvió dos vasos más de ginebra.
—Ah, ¿no? Nadie lo diría. Estás tratando de perforarme el estómago con ginebra en ayunas. Válgame Dios que no es la primera vez, pero, mujer, que una se hace mayor…
Carmen se rio.
—Quiero brindar.
—¿Por algo en especial?
—Porque por fin voy a poder hacerle la vida imposible a mi jefe y tú me vas a ayudar. Y, además, he pasado la noche con Borja.
Lola la miró y, carcajeándose, levantó el vaso y brindó con Carmen. Se los bebieron de un trago y luego chocaron las manos.
Aquello iba a ser muy divertido.