14

ALGO VA MAL…

El día había empeorado ostensiblemente, incluyendo con ello una tormenta bíblica que azotaba las ventanas. Y Adrián seguía sin venir. Al menos estaba agradecida de que no fuera en moto, pero… ¿metido en ese minúsculo coche con aquel cuerpo jovencísimo a su lado? Humm…, tampoco me gustaba.

Cuando escuché las llaves, salté del sillón y fui hacia la puerta. Adrián entró empapado.

—¡Hola! ¿Qué tal en el estudio?

—Pse… —murmuró—. Lo de siempre.

Me lancé a su cuello y le besé.

—Deja, Valeria, que estoy empapado y te vas a poner perdida.

—Me da igual, estás muy guapo.

Me quitó de su lado y, tras sonreír forzadamente, me pidió que le diese diez minutos para darse una ducha y quitarse la ropa mojada. Sin entender que entre líneas decía «Déjame un rato solo», me metí en el cuarto de baño con él.

Adrián se quitó el cárdigan y la camiseta que llevaba debajo y los dejó caer pesadamente sobre el suelo, empapados. Se quedó mirándome extrañado cuando vio que yo también me desnudaba.

—Voy a meterme en la ducha —dijo arqueando una ceja.

—Y yo. —Sonreí.

Se rio entre dientes como si en realidad no le hiciera ninguna gracia. Se desabrochó el vaquero y se quitó las Converse mojadas.

Cuando estuvo desnudo no pude evitar mirarlo. Adrián tenía uno de esos físicos agradecidos a los que no les hace falta ir al gimnasio. Siempre estuvo delgado pero firme. Tenía el pecho definido por naturaleza y el vientre plano como una tabla. Seguí mirando hacia abajo, hacia el vello que iba haciéndose más frondoso hacia el sur, y me encendí. Me sonrojé por el desnudo de mi marido. Me mordí el labio, pestañeé y me di cuenta de que me estaba hablando.

—¿Qué? —pregunté con un hilillo de voz.

—Digo que qué miras tan interesada… —Y ni siquiera lo decía con una sonrisa dibujándose en sus labios.

—Estaba mirando a mi marido desnudo. Mira… —Me bajé las braguitas, las lancé de una patada a un rincón y me solté el pelo—. Tu mujer desnuda.

Adrián me observó con el ceño fruncido.

—Vaya…, pues sí —repuso sin pasión alguna.

—¿No te gusta? —Me acerqué y me vi de refilón en el espejo.

Tenía los pezones duros por el cambio de temperatura y la piel ligeramente de gallina. El pelo me caía ondulado por la espalda. Me toqué el vientre y le sonreí.

—Claro que me gusta, cariño. Eres muy mona.

Mona. Mona, como esa bufanda que te regala tu madre que, aunque no te gusta nada, aceptas por no hacerla sentir mal. Mona, como esa niña a la que su madre ha llenado de lazos. Mecagüenla

Bajé la mirada, avergonzada, y Adrián se metió en la ducha. Hice de tripas corazón y entré detrás de él. Estaba de espaldas y lo abracé y hundí la nariz en la piel de su espalda, tan tersa.

—¿Se puede saber qué te pasa? —dijo mientras se giraba hacia mí, empapado, esbozando una sonrisa pequeñita.

—Que te echo de menos —balbuceé estampándome en su pecho y acariciando con la punta de mi nariz su vello mojado.

—Pero si me has visto hace un rato… —Adrián cogió el champú y yo se lo quité de las manos y le pedí que me dejara a mí lavarle el pelo—. Casi no llegas —objetó cuando levanté las manos hasta su cabeza.

—Adrián…, ¿te acuerdas de la mamada que te hice en la ducha el día después de la boda? —Me reí al acordarme de aquello.

—Claro que me acuerdo.

Puso la cabeza bajo el chorro de agua y un montón de volutas de espuma se le escurrieron hacia abajo, como mis manos, por su pecho, por sus caderas y más tarde hacia su entrepierna. Jadeó secamente cuando la agarré.

—Entonces… ¿quedamos en que te acuerdas o mejor te ayudo a hacer memoria? —susurré en plan seductor.

Adrián abrió los ojos, con el pelo pegado a la frente y el agua chorreando por la cara. Lo conozco. Dudó. Dudó un momento. Después, con decisión, me cogió la mano, la apartó con suavidad y dijo:

—Me acuerdo bien. Era más joven y tenía más energía.

Al ver que yo no añadía nada más, se acercó, dejó un beso raro en mi frente y susurró que estaba cansado.

Y mi pregunta es: ¿desde cuándo un hombre está cansado para que se la coman?

No hablamos más del asunto. Él terminó de darse la ducha y salió. Yo tardé un poco más, tratando de quitarme aquella horrible sensación de encima. Después, al ver que no desaparecería, simplemente cerré la llave del agua y me sequé.

Al salir del cuarto de baño me encontré con Adrián viendo las noticias. Fui a la cocina, saqué la cena del horno (sándwiches de pavo y queso), me senté junto a él en el suelo y le pasé su plato.

Durante la cena estuvo callado, masticando en silencio. Mientras, yo rumiaba la forma de encauzar el tema, pellizcando el sándwich sin prestarle demasiada atención. Al final, carraspeé y me armé de valor:

—¿Cuándo te diste cuenta de que creía que Álex era un chico? No es un reproche, pero…

—Esta mañana —contestó sin mirarme—. Pero como ibas a verla en breve…

—Ya.

Volvimos a callarnos.

—Es muy guapa.

—Supongo. Tiene edad de serlo —contestó.

¿Tiene edad de serlo? ¿Quería decir que yo ya no tenía edad de parecerle nada más que mona?

—También es muy sexi.

Asintió.

—¿Te parece atractiva? —Me asusté.

—A estas horas la única que me parece atractiva es la cama, Valeria.

—Ya… —La cama, que no yo.

Me miró, serio, sin resquicio alguno de sonrisa.

—¿Y esto? —preguntó.

—¿Qué?

—¿A qué viene este interrogatorio? —dijo sin ni siquiera mirarme mientras se limpiaba las manos con una servilleta.

—A nada, solo quería charlar un rato. Llevo todo el día sola desde que te fuiste.

Hubo una pausa tras la que creí que diría algo trascendente, pero nada más lejano de la realidad:

—Estoy cansado. No te importa fregar a ti, ¿verdad?

—No, no me importa.

Y, sin más, Adrián se levantó y desapareció de mi vista. Se fue detrás del biombo que separaba el minúsculo salón del dormitorio, algo que hacíamos cuando uno de los dos quería intimidad.

Fregué los platos en silencio y ordené la cocina. Después, sentada bajo la luz de una lamparita de Ikea, me puse a fingir que hojeaba una revista cuando en realidad estaba muy lejos de allí.

Algo iba mal…, aunque sin engañarme a mí misma debía confesarme que hacía tiempo que algo fallaba. Pero… ¿el qué?

Lola escuchó su teléfono móvil sonar de fondo, pero no tenía intención de cogerlo. Estaba tumbada bocabajo en la cama. Sergio había sido especialmente duro con ella al final del día y la había encerrado en un despacho para decirle que dejase de acosarlo con la mirada. La amenaza estaba clara: «Si no puedes trabajar en esta situación, hay dos posibilidades: o dejas la empresa o te dejo yo». Y ella solo quería cortarle los huevos y hacerse un monedero con la piel.

Estaba fastidiada porque ella no soportaba ese tipo de cosas vinieran de donde vinieran. Si lo pensaba un poco, se daba cuenta de que en una situación de tensión ella podría tener la sartén por el mango y de que si él se permitía el lujo de hacer aquella especie de amenaza, ella haría lo propio.

Siempre se le ocurrían las mejores contestaciones dos o tres horas después de haber discutido con él, pero en el momento se quedaba callada con la cabeza bien alta para que Sergio no pudiera sentirse superior, pero amedrentada en su interior por el miedo que le provocaba la idea de dejar de tenerlo cerca.

Nunca se ponía triste por esas cosas. No solían afectarle. Que Sergio le ladrara no le importaba lo más mínimo, porque sabía que siempre acababa volviendo. No sabía qué había cambiado aquel día para que su ánimo se hubiera visto tan afectado.

Al final la música del móvil cesó y ella se sintió aliviada. Sabía de sobra que aquel no podría ser Sergio. Jamás llamaba para pedir perdón. Si se llamaban, era ella la que lo hacía y él quien tenía ganas de colgar. Y ¿por qué entonces no podía evitarlo? Por mucho que maquillara las historias para nunca parecer la que le buscaba sin cesar, nosotras nos dábamos cuenta de que Sergio no aparecía en mitad de la noche en su casa sin un mensaje previo o sin saber que ella estaría dispuesta a dejar cualquier cosa por pasar un rato en la cama con él.

Lola se dio cuenta de que estaba siempre demasiado accesible y, además, ser la bomba, la chica abierta, la que siempre está motivada, no era especialmente bueno en aquella situación. No es porque necesitara una pareja fija para serlo, pero con Sergio era contraproducente. Recordó algunas cosas y se sintió avergonzada y resentida consigo misma. Le daba la impresión de que el barco zozobraba y se hundía con ella dentro.

Se levantó, fue a la cocina y se sirvió una copa de vino, aunque siempre le pareció preocupante y patético beber sola. Tras el primer trago empezó a encontrarse mal. Y sin más, como en una arcada, un sollozo le fue a rendir cuentas y se echó a llorar.

Al día siguiente me llamó para que comiéramos juntas. Me acerqué a la zona donde trabajaba y nos refugiamos a tomar el almuerzo en un italiano que estaba cerca de su edificio. Nos sorprendimos las dos; yo porque Lola tenía pinta de no haber dormido demasiado… y no por haber pasado la noche acompañada; ella porque yo me había puesto un poco de maquillaje y me había peinado con un mínimo de esmero. Sin embargo, ninguna dijo nada.

Aquel día observé que Lola comía con ansia. La verdad, me preocupó. Me daba miedo que estuviera tratando de llenar un vacío…, de matar con la comida la ansiedad que le producía su situación sentimental, como otras tantas veces había hecho yo.

—Lola… —le dije con cariño apoyando mis dedos sobre el dorso de su mano.

—¿Qué? —Hubo un silencio que ella misma atajó—. Estoy comiendo como una cerda, ¿verdad?

Asentí con apuro.

—¿Estáis bien Sergio y tú?

—¿Alguna vez estamos bien Sergio y yo? Él está de puta madre. —Se metió un trozo de pan en la boca—. Pero yo ya empiezo a cansarme.

—¿Nunca te has planteado decirle que o deja a su novia o…?

Me miró extrañada.

—Valeria, yo nunca querría salir en serio con alguien como Sergio. Si a su novia la engaña conmigo, ¿con quién me engañaría a mí?

—Traga el pan. Te vas a ahogar. No tiene por qué ser una situación recurrente. A lo mejor…

Lola levantó la palma de la mano, tragó y dijo:

—Sergio es así por naturaleza. Se cree que esa es la función que tenemos las mujeres en su vida. No estoy diciendo que sea un machista, sino que, simplemente, debió de creerse aquello que decían nuestros abuelos de «búscate una buena esposa, las mujeres con las que pasarlo bien se encuentran solas».

—¿Y tú te consideras una de esas mujeres, Lola?

—¿Qué importa lo que yo me considere? —dijo mirándome a los ojos, triste. Sorbí un poco de mi coca cola light. ¿Y tú? —espetó.

—¿Y yo qué?

—Llevas un vestido, te has maquillado, tomas coca cola light, ensalada, nada de pan…

—He decidido cuidarme un poco. No tiene nada de malo.

—No, no tiene nada de malo. A decir verdad, llevabas unos meses hecha un moscorrofio.

—Gracias, Lola —dije al tiempo que removía con desgana la ensalada.

—A lo que voy es…, esto no tendrá nada que ver con lo rebuena que dices que está la ayudante de Adrián, ¿verdad?

—No, nada de nada —negué con la cabeza.

—Me alegro, porque de lo contrario me vería obligada a explicarte que si piensas que Adrián va a quererte o desearte más por perder un par de kilos o volver a calzarte unos tacones, a lo mejor eres tú la que tiene un problema aquí dentro. —Se tocó la sien repetidas veces con un par de dedos.

—No digas tonterías.

—¿No tiene nada que ver?

—A lo mejor, pero no porque piense que Adrián me va a querer más, sino porque creo que me he dejado un poco y la imagen que tengo de mí misma ahora afecta a la relación que tengo con él.

—Eres de lo más retorcida, Val —dijo cariñosamente—. Pero estoy de acuerdo en que eres tú quien debe sentirse cómoda con la imagen que te devuelva el espejo, y ese moño a lo furcia enganchada al crack no te favorece, lo siento.

Callamos y seguimos comiendo. Era curioso. Ninguna de las dos estaba bien y sin embargo no quisimos ahondar en el tema por miedo a hacerlo real. Mientras calláramos no existiría; ni Lola notaría que algo iba mal ni yo me sentiría sola y asqueada.

Cuando llegué a casa, Adrián ya estaba allí, echado en la cama viendo un DVD en el ordenador portátil que tenía colocado sobre las piernas. Al escucharme entrar lo paró.

Me quedé delante de él, mirándole…

—¿Qué tal? ¿Comiste con las chicas? —preguntó con tono impersonal.

—Con Lola. Está pachuchilla.

—Ah… —asintió—. ¿Te apetece ver una peli? Estoy viendo Miedo y asco en Las Vegas.

—Qué desagradable… —Hice una mueca—. No me apetece mucho después de comer. Podríamos hacer algo. —Me arrodillé en la cama y me senté frente a él. Adrián no contestó, simplemente se quedó expectante—. Últimamente trabajas mucho, casi no nos vemos y cuando vienes estás demasiado cansado para charlar ni hacer nada… Podríamos, no sé, darnos un homenaje.

—¿Y eso qué quiere decir? —Sonrió escuetamente, tan poco que casi no parecía una sonrisa—. ¿Qué es un homenaje?

—Un cine, un paseo, unas copas… —Evidentemente no iba a ser yo la que ofertara la posibilidad de una tarde de sexo desenfrenado que durara más de tres minutos.

Adrián arrugó la nariz, mostrando desgana.

—Valeria, estamos a fin de mes…

Asentí y me senté en el escritorio donde tenía mi portátil, frente a la ventana. Follar era gratis, pero parecía que ni siquiera se lo planteaba.

—¿Has comido aquí? —pregunté.

—No, comí fuera con Álex.

Me puse alerta, pero disimuladamente.

—¿Y dónde comisteis?

—En un japonés estupendo que no conocía. Un fin de semana si quieres vamos.

Volví a asentir con desgana. «Un fin de semana si quieres vamos». Era fin de mes para ir al cine o cenar nosotros en cualquier sitio, pero no para comer con Álex en un restaurante japonés, seguramente bastante caro. Hacía un año o dos habríamos paseado por nuestro barrio, habríamos comprado un yogur helado y lo habríamos compartido mientras nos contábamos cosas. Ahora él se quedaba con su película en DVD y yo con mi miedo brutal.

—¿Sabes, Adrián? Me voy a ir a ver a mi hermana. Aquí me aburro y, visto lo visto, no quiero pasarme la tarde vegetando. —Claramente estaba molesta.

—Bueno, también podrías escribir; ya sabes, trabajar un poco. ¿Te acuerdas? —Y claramente él también.

Le miré sin contestarle, manteniéndole la mirada para que se diese cuenta de lo mucho que dolía ese tipo de comentarios. Como ni siquiera levantó los ojos del portátil, donde había puesto en marcha otra vez la película, cogí el bolso y salí con paso firme, aunque en realidad sin rumbo fijo. No quería que nadie me viera en esas condiciones.