¡UPS, YO NO QUERÍA SABER ESTO!
Aquel fin de semana Carmen se marchó a ver a sus padres, a los que hacía al menos dos meses que ni siquiera llamaba ella motu proprio. Harta ya de que le echaran en cara que era una hija horrible que siempre olvidaba los cumpleaños y aniversarios, cogió un billete para viajar «en mula» a «esa pútrida aldea» donde creció; evidentemente, la parafraseo.
Aunque nos pidió y nos suplicó que no hiciésemos nada interesante mientras ella estuviese fuera, Lola y yo pensamos que tomar una copa el viernes por la noche no era un plan demasiado apasionante que envidiara cuando volviera. A decir verdad, yo prefería quedarme en casa en pijama viendo Moulin Rouge (juraré no haber dicho esto jamás), pero Lola me metió en la ducha de muy malas maneras y me obligó a ponerme unos vaqueros ceñidos y unos zapatos de tacón. También me puse algo arriba, que dicho así parece que me fui enseñando las merluzas…
Llamamos a Nerea y le dejamos un mensaje en el buzón de voz animándola a venir. Creo que debimos hacerlo antes del primer margarita, porque el mensaje quedó como un guirigay de gritos a lo «postadolescente alocada», como si estuviésemos invitándola a un macrobotellón o algo así.
Luego, a la espera de su contestación, mandamos a Carmen un mensaje con foto: nosotras alzando unas copas. Como texto: «No te pierdes mucho. Te echamos de menos». Sabíamos que iba a hacerle mucha ilusión cuando encontrara un punto de cobertura en el pueblo donde vivían sus padres. Y conociendo a Carmen, no pararía hasta encontrarlo. Un fin de semana sin Facebook no entraba en sus planes.
Al poco, Nerea contestó un escueto «No puedo, nenas, he quedado con mi chico. Pasadlo bien» que nos dejó un poco decepcionadas. Teníamos miedo de que se convirtiera en una de esas chicas que abandona a sus amigas cuando se empareja. A lo mejor ya no le parecía tan importante emborracharse un viernes con dos personas como nosotras.
No quisimos darle más vueltas y seguimos bebiendo, brindando por acordarnos de ofrecerle planes a Nerea al menos con veinticuatro horas de antelación.
Cuando brindábamos con la tercera copa, mi móvil empezó a vibrar encima de la mesa y al contestar me sorprendió escucharla a ella.
—Chicas, Dani se va a retrasar porque aún no ha salido de la oficina; ha estado de viaje y no sé qué historias de un cliente muy importante que tenía que solucionar. ¿Dónde estáis?
—Pues estamos en Maruja Limón —contesté divertida.
—Oh, sois unas abuelas. Voy hacia allá. Dadme diez minutos.
Al colgar, sorprendida, le dije a Lola señalando el teléfono:
—Nerea, que dice que somos unas abuelas y que viene hacia aquí.
—Dios mío, ese chico le está haciendo mucho bien. ¡Le ha devuelto la sangre a sus venas!
Se levantó de la silla y entonó un «¡Aleluya!» que sonó a coro góspel.
Cuando Nerea entró con aquellos vaqueros ceñidos y una blusa negra de cuello desbocado, los que se desbocaron fueron los hombres del garito. Se la habrían podido comer a manos llenas en ese mismo instante si no los hubiese fulminado con su mirada de gata. Llamó al camarero con un gesto elegante y le susurró que quería lo mismo que nosotras. Luego se sentó y sonrió.
—Vaya, vaya, Maruja Limón, ¿eh? Os viene que ni pintado, porque sois unas marujas y unas agrias. —Se rio.
—¿Qué quieres de nosotras? Pero ¡si estoy con una mujer casada! ¿Dónde quieres que la lleve? —se quejó Lola.
—Esta mujer casada nos tumbó a tequila un mes después de su boda, así que…
—Gracias, gracias. —Hice una reverencia. Me encantó recordar aquellos tiempos en los que yo aún molaba.
—De eso ya hace mucho tiempo, zagala. Y, bueno, dinos, ¿a qué se debe tu cambio de planes? ¿Te han dejado tiradilla? —preguntó la mordaz Lola.
—No, Dani se iba a retrasar y pensé que qué mejor manera de presentároslo. Es casual, me vino al pelo y así no tiene que quedarse. Solo un hola, encantado, adiós, y vosotras, mensajito al móvil con vuestras opiniones.
«Ya lo sabía yo. No era posible que Nerea improvisase tanto…».
Después de una hora y dos combinados más, Nerea nos había contado ya la mayor parte de su naciente relación con Dani. Lo sabíamos prácticamente todo y, por lo que contaba, la cosa prometía.
Cuando ya pensábamos que no iba a aparecer, la puerta del local se abrió y un chico de unos treinta y pocos años entró mirando alrededor; fijó la mirada en nuestra mesa y sonrió. Tenía unos ojos azules de pasmo y una sonrisa preciosa. El cuerpo le acompañaba: era alto y apuesto, como un galán de película de los años cincuenta. Claramente aquel era Dani. Temí quedarme con la boca abierta viendo cómo le quedaba el traje a ese pedazo de hombre. Una barbaridad, una barbaridad…
En la siguiente copa póngame bromuro, por favor, Míster Waiter.
Miré de reojo a Lola para ver su reacción y me sorprendió ver que la cara le había cambiado por completo. Tenía los ojos abiertos de par en par y le costó cerrar la boca. En un primer momento pensé que se había quedado muy impresionada con el nuevo novio de Nerea, pero cuando empezó a agitarse extrañamente, me olí que había algo más que me arrepentiría de averiguar. Y si se agitaba era para contener sus carcajadas, que empezaron a escaparse de entre sus labios, al principio como silbiditos y después como toses. No entendía nada.
Nerea, que no se había dado cuenta, se levantó a darle un beso a Dani. Él le hizo una caricia dulce en la mejilla y Lola apartó la vista hacia el suelo. Siempre ha tenido la curiosa idea de que si se tapa los agujeros de la nariz se le pasan los ataques de risa, pero, por Dios, Lola, ¿no has visto ya que no es cierto?
Lo primero que pensé es que se trataba de un antiguo ligue de Lola, lo cual, seamos realistas, era fácil. Lola ha tenido más rollitos de una semana que la más popular del instituto, de modo que podía haber sido uno de esos chicos con los que se despertaba el domingo y no volvía a quedar jamás. Sin embargo, su risita no era de apuro ni de sorna, era de verdadera sorpresa.
Mi mente empezó a trazar historias paralelas.
De pronto se despidieron amablemente y casi ni me di cuenta de los cinco minutos que estuvieron intentando charlar con nosotras. Desde luego, el chico se había tenido que llevar una visión de nosotras de lo más tremenda. Ya me lo imaginaba contándoles a sus amigos: «¡Ese par de chaladas! Alguien voló sobre el nido del cuco».
Miré a Lola, que seguía riéndose pero ahora pasándolo realmente mal. Quería contarme qué era lo que le hacía tanta gracia pero no podía dejar de reírse y empezaba a lagrimear. De pronto cogió aire y gritó:
—¿Tú sabes quién es ese tío?
—¡No! Pero ¡¡dímelo ya!!
Volvió a coger aire. Mientras, mi cabeza daba vueltas: actor porno, gigoló, casado, cura…
—¡Es el jefe de Carmen!
El mundo se paró un instante. Ni siquiera escuchaba la música del local. Ahora sí que iba a armarse la Tercera Guerra Mundial, una orgía nuclear de la que no íbamos a saber salir ni Lola ni yo.
—Bromeas —respondí entre dientes.
—¡Ni de coña! —gritó Lola—. ¡Ese es el tío al que Carmen hace vudú!
No me lo podía creer. Lola no paraba de reírse a carcajadas, pero porque en realidad aún no se había dado cuenta de lo jodido de nuestra situación.
—Lola, no te rías. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Y yo qué sé! ¡Es el jefe de Carmen! —No podía dejar de repetirlo, había entrado en bucle.
—¡¿Por qué has tenido que decírmelo, Lola?!
Y Lola se rio con tantas ganas que de pronto desapareció, cayendo de culo al suelo…
Al día siguiente se lo conté todo a Adrián, que parecía distraído. Qué novedad… Estaba como ido, serio y monosilábico, así que no me satisfizo demasiado la confesión.
Llamé a mi hermana después y se lo detallé. No podía parar de reírse, como Lola, pero con la diferencia de que estaba embarazada y con la vejiga floja, por lo que me tuvo que dejar para irse al baño con urgencia. Menuda mierda.
La siguiente con la que lo intenté fue mi madre, que arregló el asunto tranquilamente con un: «Chica, pues decídselo, porque cuando se entere van a rodar cabezas». Sí, la teoría era muy fácil, pero en la práctica yo no quería que una de las cabezas que rodara fuese la mía. ¿Que por qué iba ella a enfadarse con nosotras? Con nosotras por nada, pero no iba a hacerle gracia la situación. Y Carmencita enfadada disparaba sin ton ni son y con munición blindada… ¿Y si esa relación no duraba? Mejor ahorrárselo.
A media tarde del sábado, mientras me fumaba un cigarrillo tirada en el suelo con los pies en el umbral de la ventana, llamó Lola. Acababa de darse cuenta de la magnitud del problema y lloriqueaba sin parar que querría poder sacarse los ojos, como Edipo, con tal de que Carmen ni se enterase.
—Lola, vamos a hacer una cosa.
—No, Valeria, no se lo voy a decir. Sabes que el mensajero siempre acaba siendo el peor parado y paso de ver a Carmen graznando y girando la cabeza como la niña del exorcista.
—Aunque parezca increíble, no quiero que se lo contemos…, me da miedo.
Lola soltó una risilla nerviosa como contestación antes de decir:
—¿Entonces?
—No sé, Lola, pero creo que debemos esperar un poco. A lo mejor esto no dura y podemos capear el temporal sin que Carmen tenga que enterarse.
—Bien, me gusta, me gusta tu plan.
Y prometimos que callaríamos como mujeres de vida alegre para salvaguardar nuestra integridad física. No es que nos fueran a pegar un par de sopapos si lo descubríamos, pero la situación iba a ser tan tensa que lo mejor era callarse… Pero ¿era mejor para Carmen, para Nerea o para nosotras?
Como soy un poco dispersa y por aquel entonces yo tenía más preocupaciones de las que creía, el domingo ya se me había olvidado el tema. La verdad es que mientras Lola y yo estuviésemos atentas y evitáramos cualquier encuentro «mamón» con Carmen, todo iba a salir bien, así que cuando por la tarde Nerea me llamó estuve de lo más natural:
—Valeria, ¿tienes un rato esta tarde?
—Claro —dije confiada.
—He avisado a las demás y he pensado que podíais venir a mi casa y os invito a unas cañitas.
—Intuyo que tienes ganas de contarnos algo. —Sonreí.
Nerea se rio, pero no contestó a ese tema.
—Bueno, pues nos vemos aquí, ¿vale? Carmen pasará a recogerte.
¿Carmen? ¿Cuándo había vuelto Carmen de su incursión en el turismo rural?
—¿Carmen también?
—Sí, quiero limar asperezas y disculparme por lo que le dije en la fiesta de tu casa. Al final me dio vergüenza llamarla y aún no he hablado con ella en serio.
—Oh, vale, vale. Pero… solo nosotras, ¿no? Nada de hombres —añadí con ánimo postizo.
—Sí, sí, a menos que Adrián quiera venirse…
—No, no, así está bien. Te veo dentro de un rato.
—¡Qué bien!
—Sí, sí, qué bien…