VALERIA TIENE QUINCE AÑOS
Víctor y yo nos besábamos en el sofá de su casa. Eran las cinco de la tarde del domingo y llevábamos media hora así. Sus labios se apoyaban en los míos, su lengua se abría paso, acariciaba la mía y recorría el interior de mis labios. Los saboreaba. Volvíamos a juntar las lenguas, que se abrazaban una y otra vez, rondándose. Un mordisco en el labio inferior y vuelta a empezar…
Y, para qué decir lo contrario, yo llevaba ya veinte de los treinta minutos deseando arrancarle la camiseta. Esa era yo ahora. Una yonqui de Víctor. De modo que no pude más. Le miré, apoyada sobre su pecho, y bajé la mano derecha hasta su bragueta. Quería ver su expresión. Sonrió y se mordió el labio con morbo cuando ejercí presión; estaba tan excitado como yo.
Abrí los botones de su pantalón vaquero de un tirón. Metí la mano dentro y Víctor echó la cabeza hacia atrás con placer. Le toqué, le acaricié rítmicamente, notando cómo se enervaba más, si es que era posible.
Él bajó la mano hasta mi entrepierna y me desabrochó el vaquero. Tardó un segundo en estar debajo de mi ropa interior y tocarme con la yema de su dedo corazón. Estaba muy excitada y su caricia resbalaba con suavidad de un modo delicioso.
—Esto lo haríamos mejor en la cama o encima de la mesa de la cocina… —susurró Víctor con una sonrisa.
Me levanté y tiré de él. Trató de meterme en la cocina, pero yo me escabullí hacia la habitación, donde me desnudé frente a la cama y a Víctor. Él hizo lo mismo y el suelo se cubrió de ropa.
Víctor se recostó sobre mí y con su mano recorrió mi cuerpo, como dos novios de instituto que aún no se atreven a dar el paso.
—¿Te gusta? —me preguntó mientras me tocaba.
Asentí.
Me besó el cuello y su lengua dibujó un camino hasta mi hombro. Desde allí fue hacia mi pecho izquierdo y tiró del pezón entre sus labios. Lo mordió, lo chupó con fuerza y sopló sobre él…, y siguió hacia abajo, abriéndome las piernas…
Me encogí.
—No…, Víctor… —pedí con un hilo de voz.
Él se incorporó sobre sus brazos y me miró intrigado.
—¿Por qué?
—Es que… no me siento… cómoda haciendo eso.
Víctor trató de contener la sonrisa en sus labios, pero no lo logró.
—Esto… —dijo mientras se sentaba en la cama—. Pero es que… yo quiero hacerlo. ¿Cuál es el problema?
—Me da corte —confesé.
—¿Es que Adrián no lo hacía? —Arqueó sus perfectas cejas.
Me encogí de hombros y me tapé un poco con la sábana. Con Adrián todo era, no sé, confuso, como un tabú extraño que me hacía sentir avergonzada. Y no tenía más referencia que esa. No pensaba que el sexo fuera algo sucio y prohibido, pero seguía sin sentirme cómoda con ciertas prácticas sexuales. Además, como Adrián jamás le puso demasiadas ganas a eso en concreto, yo tampoco entendía a qué se debía tanta fama; el sexo oral me parecía soberanamente aburrido.
—Val… —dijo al tiempo que la palma suave de su mano me recorría la pierna—. Yo quiero hacerlo.
—Pero por mí, ¿no? —Y notaba las mejillas tan calientes que estuve a punto de salir ardiendo.
Se echó a reír y negó con la cabeza.
—Quiero hacerlo porque me excita, me da morbo ver que hago que te corras… y porque a mí también me gusta el sexo oral.
Levanté las cejas. Oh…, claro. Quid pro quo.
—¿Me dejas…, por favor? —Hizo un mohín y besó mi rodilla.
—Es que…
—Cierra los ojos. Venga… —me apremió—. Confía en mí.
Cerré los ojos y me dejé caer sobre la almohada otra vez.
—Si no te gusta…, pararé.
Me cogí a la almohada fuertemente cuando noté su lengua caliente en mi sexo, lamiendo despacio.
—¿Te gusta? —volvió a preguntar.
Eché la cabeza hacia atrás y no contesté. Me daba vergüenza confesar lo mucho que me estaba haciendo disfrutar ya. Y habían sido dos lengüetazos inocentes…
Sus manos se hicieron fuertes en mis caderas, acercándome hacia su boca. Poco me costó darme cuenta de lo pobre que había sido mi vida sexual con Adrián en diez años de relación.
No. No era lo mismo…, ni siquiera se le parecía.
La lengua de Víctor siguió metiéndose entre mis pliegues con una calma tan excitante que a cada roce me sentía más húmeda y más cerca del orgasmo. No me lo podía creer. Cuando gimió, dejándome claro que aquello le estaba excitando tanto como a mí, me agarré a la almohada y relajé los músculos. Noté cómo la mano derecha de Víctor me acariciaba el interior del muslo, obligándome a abrir más las piernas… Dos dedos se introdujeron dentro de mí y siguió lamiendo.
—Para… —pedí jadeando—. Para…
—No. Solo… disfruta… —susurró.
Su lengua dibujó un ocho alrededor de mi clítoris y después se hundió en mí, jugueteando al tiempo que sus dedos entraban y salían sin dejarme tregua. Y, abandonándome a todas esas sensaciones, me dejé ir con la cabeza de Víctor hundida entre mis muslos. Y, Dios…, fue una explosión de sensaciones que nacían de mi sexo y se expandían como un azote por mis piernas y mis manos. Tuve que retorcerme para poder absorber y soportar tanto placer.
—¡Oh! —grité—. ¡Oh, joder! ¡Joder!
Víctor se levantó, midiendo mi expresión, y se pasó el dorso de la mano por los labios brillantes. Me dio unos segundos para respirar y volver al mundo real. Después, quiso cerciorarse de que había disfrutado.
—¿Qué tal? —me preguntó.
Le sonreí.
—Ha sido… increíble.
Me cogió la mano y la colocó sobre su cuerpo aún excitado. Se acercó y me dijo:
—Y a mí me ha encantado hacerlo. ¿Lo notas? Porque sabes tan bien…
Estaba claro…, ahora me tocaba a mí.
Desperté de mi letargo, me senté sobre él y le besé con pasión. Su boca sabía a él y a mí y eso me excitó. Después le lamí el cuello, le mordí la oreja, jugueteé en su pecho… y Víctor se echó a reír.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Te hago cosquillas?
—No. Es que no tienes que disimular, ya sé hacia dónde vas.
Me encantaba que él supiera hacia dónde iba, porque yo no tenía ni la menor idea. Lo que sí tenía eran serias dudas sobre mi habilidad para ciertas cosas… y, la verdad, lo seguro y desenvuelto que se le veía a Víctor en la cama no me ayudaba demasiado. Pensé en la cantidad de chicas que habría pasado por sus sábanas. Si algo tenía él, era práctica. Pensé en todas las chicas que habrían cerrado el pestillo del baño de una discoteca con él dentro. Esas chicas que se habrían arrodillado delante de él y le habrían abierto la bragueta. ¿Y si no le gustaba cómo lo hacía yo? Su voz llamó mi atención.
—¿Vamos a la ducha? —Levantó las cejas un par de veces.
El agua chorreaba entre nosotros con fuerza, templada, empapándome el pelo. Recorrí su pecho con besos mientras me acomodaba de rodillas frente a él. Me agarró suavemente la cabeza con una mano cuando notó mi aliento cercano a su cuerpo y me excité de nuevo. Así era con Víctor: un solo movimiento de sus manos y yo me volvía una hormona con patas.
No es que se hubiera esfumado el miedo a no cumplir con sus expectativas, pero poco a poco todo eso dejó de importarme tanto. Víctor me estaba convirtiendo en una quinceañera con las hormonas desbaratadas; aunque bien pensado, la mayor parte de las quinceañeras de hoy en día tenían más experiencia que yo. Pero si tenía que ir aprendiendo sobre la marcha, lo haría.
Cogí su erección con la mano derecha y la llevé hasta mis labios. Besé la cabeza húmeda y después la deslicé dentro de mi boca. Lo saboreé. Saboreé el momento de sentirme poderosa aun estando allí de rodillas.
Enredó la mano entre mi pelo y gimió. Le miré sin detener la caricia y mantuve la mirada fija en él mientras descubría cuál era el movimiento de mi boca que más le gustaba. La llevé hasta el fondo de mi garganta y succioné al hacer el movimiento a la inversa. Víctor golpeó los azulejos de la ducha y lanzó un gruñido. Gemí también, entrecerrando los ojos, mientras me concentraba en devolverle lo que él me había hecho sentir con su lengua. A juzgar por su expresión, válgame Dios, parecía que incluso se me daba bien. Me recreé, me crecí. Lamí, chupé, succioné, besé, acaricié; todo casi a la vez. Y Víctor gimió, jadeó, aulló y lanzó un quejido agudo que era de todo menos de dolor.
Mi lengua siguió humedeciéndolo, acariciándolo. Continué presionando con los labios y, a pesar de lo que creía, en lugar de terminar, Víctor me levantó y me sacó de la ducha empapándolo todo.
Nos tumbamos en mitad del pasillo, donde nos pilló. Él se me echó encima y se hundió en mí con tanta fuerza que resbalamos sobre la tarima flotante. Apoyó la cabeza sobre mi hombro y me pidió que gimiera más fuerte. El vaivén de los cuerpos mojados nos hacía avanzar a lo largo del pasillo y se acentuaba con cada una de sus brutales embestidas. Grité sin poder remediarlo casi inconsciente. El placer me aturdía y me dominaba.
—Así, grita —dijo con los dientes apretados—. Grita para mí.
Casi llegábamos a la puerta de la casa cuando sonó el timbre…
Me miró y, haciendo caso omiso, siguió. Yo gemí con fuerza al sentir cómo se adentraba de nuevo en mí.
Volvió a sonar el timbre.
Me tapó la boca y empezó con un ritmo de penetraciones fuertes y continuas que me pusieron los ojos en blanco. Aquello me excitaba mucho más y me retorcí como una culebra.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Víctor se acercó a mi oído y me susurró una y otra vez que se corría.
—La próxima vez lo haré en tu boca… —gimió.
Contrajimos cada uno de los músculos de nuestro cuerpo y cuando noté que se iba, me fui también. No sabría decir por qué, pero me excitaba sobremanera sentir cómo se corría dentro de mí. Era a la vez un sentimiento oscuro, perverso, sucio e íntimo y especial.
Respiramos hondo, nos abrazamos y nos besamos en los labios una vez y otra y otra y otra, con una sonrisa tonta en la boca. Y entonces… volvieron a llamar al timbre.
Víctor intentó obviar la insistente llamada, pero le di un suave codazo y le pedí que mirara quién era.
—No —negó—. Ahora no me interesa atender a nadie que no seas tú.
—Solo comprueba que no sean los bomberos.
Víctor se rio, se levantó y echó un vistazo por la mirilla.
—¡Joder! —masculló en voz alta.
—Te he oído, ábreme, haz el favor —dijo una voz femenina desde la otra parte de la puerta.
Me susurró que fuera hacia la habitación.
—Val, venga —me apremió—. Métete en la habitación y, por lo que más quieras, no hagas ruido —se aclaró la voz y dijo en dirección a la puerta—: Espera un segundo, ahora abro.
Corrí desnuda hasta la habitación, notando cómo se me humedecían los muslos, y Víctor entró detrás de mí maldiciendo y blasfemando entre dientes.
—Necesito ir al baño —le dije.
—Bien, pero no hagas ruido.
Alcanzó sus pantalones vaqueros, se los colocó y salió, sin nada debajo ni por arriba. A pesar de la tensión del momento de no saber qué estaba pasando, sentí un ronroneo interno. Víctor era superior a mis fuerzas; todo él.
Me metí en el baño, me aseé como pude sin hacer ruido y me vestí rápidamente. Después me apostillé junto a la puerta para enterarme de qué estaba pasando. Ya temía, ¿yo qué sé?, cualquier cosa: una novia secreta, una exmujer celosa… Mi mente empezó a dibujar cábalas sin parar hasta que escuché:
—¿Qué haces aquí, mamá?
Abrí los ojos como platos. Su madre. ¡Su madre! Su señora progenitora acababa de pillarnos como si fuésemos dos adolescentes.
—Huy, hijo, que rojo estás, ¿qué pasa?
—Pues que me has sacado de la ducha… —contestó él en un tono áspero.
—No, no, tú estás muy rojo. ¿No tendrás fiebre?
—No, no tengo fiebre.
—Saca el termómetro, que mamá te lo dirá.
—Mamá, por favor…
Me pegué a la puerta para escuchar mejor.
—Huy, estás ardiendo.
—¡Porque hace calor y acabo de salir de la ducha!
—¿Te encuentras bien?
Víctor se rio con desesperación.
—Te aseguro que estoy muy bien. Nunca he estado mejor. —Reconocí el guiño que me enviaba desde allí fuera y sonreí, tontona—. ¿Qué haces aquí? No te esperaba.
—Pues mira, que vine al centro a ver a Mercedes, ¿te acuerdas de Mercedes?
—No, no sé quién es Mercedes. —Se traducía impaciencia en su voz.
—Sí, chico, la que su marido fue militar y…
—¡Mamá! ¡¿Qué quieres?! —gruñó Víctor.
Me dio la risa y, aunque me tapé la boca, se escapó una especie de tos seca. Como respuesta, fuera hubo un silencio.
—Pues mira, venía a verte y a recordarte lo del sábado que viene —dijo su madre reanudando la conversación.
—¿Cómo olvidarlo? —contestó cínicamente.
—Bueno, y de paso a preguntarte si vendrás solo.
—No lo sé.
—Avísame, por lo del cáterin. ¿Está el suelo mojado?
—Sí, es que… me sacaste de la ducha.
—Pero aquí hay mucha agua, ¿tú lo has visto? ¡Y tú estás casi seco! Oye, oye, hijo, no me empujes, que sé de sobra dónde está la puerta. ¿Tienes prisa por que me vaya? ¿Me estás echando?
—No, mamá, pero has venido sin avisar y tengo planes.
—Ah, ¿sí? ¿Con tu chica? Mira tú qué bien. ¿Cómo se llamaba…?
—Venga, vale, mamá, vete a casa —dijo secamente.
—Ay, hijo, ¿tanto te cuesta decirme cómo se llamaba? No me acuerdo, sé que empezaba por uve… ¿Vanessa? ¿Vaa…? ¿O era Bárbara?
—Valeria, mamá. Se llama Valeria.
¿Les había hablado a sus padres de mí? Por poco no me atraganté con la saliva. La conversación se alejó hacia la puerta y ya no escuché más.
Víctor abrió la habitación y entró sonriendo; yo le contesté sonriendo también.
—¿Qué eran esos ruiditos tipo Ewok? ¿Te entraba la risa?
—Me atraganté tratando de no reírme cuando te pusiste a gritar —le confesé.
—Supongo que sabía que estabas aquí, pero ha preferido hacerse la loca. Conociéndola, lo que me extraña es que no me haya placado, haya echado la puerta abajo y haya entrado a la fuerza a saludarte.
—Bueno, parece que ya sabe de mí, ¿no?
Contuvo una sonrisa mientras se ponía el pantalón de pijama y colgaba los vaqueros.
—Mi hermana Aina se lo contó. —Se pasó la mano por el pelo húmedo.
—Ah, ya decía yo…
—¿Qué decías tú? —imitó mi tono.
—Nada. Solo que no tienes pinta de ser de los que presentan a los padres.
—Y, sorpréndeme, ¿de qué tengo pinta entonces?
—De rompe-enaguas. De los que andan con una cada fin de semana.
—Oh, vaya, rompe-enaguas. Qué bonito. Pues ya ando unos cuantos fines de semana contigo. —Me giré hacia él con una sonrisa, fingiendo que no lo tomaba en serio—. Mis padres conocieron a Raquel. —Se sentó en la cama.
—Entiendo que Raquel es tu ex. —Asintió—. ¿Y la presentaste?
—Bueno…, no pude sacarla por la ventana antes —bromeó.
—Conmigo ni lo intentes. Acabaría apareciendo en las noticias y sería una muerte horrible.
—Ven —dijo riendo—. Túmbate aquí a mi lado. —Me acerqué en la cama, me quité de nuevo los vaqueros y me dejé caer a su lado. Víctor me besó en la boca y después me acomodó sobre su pecho—. Ha estado genial. Lo de antes de que apareciera mi madre, digo. —Sus dedos viajaron por toda mi espalda.
—Sí. —Dejé salir de mis pulmones un suspiro que tenía sostenido.
—Sería una pena que esto fuera cuestión de un par de fines de semana —dijo de pronto.
Me incorporé confusa y le miré.
—No sé qué intentas decirme con eso —repuse.
—Me tienes loco. Suena bien, ¿no?
Me ruboricé y traté de hacerme la fuerte.
—¿Las chicas a las que te ligabas se tragaban estas cosas?
—Tragaban cosas, pero no sé si estas. —Me guiñó un ojo, se levantó de la cama y preguntó—: ¿Te apetece una copa?
Fin de la conversación sobre nuestros sentimientos. Cambio y corto.
Hombres…, ellos sí que saben de comunicación.