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LAS DEMÁS

Carmen miró de reojo a Borja, que andaba arreglando trastos tirados por el salón, y se preguntó si no habría llegado ya el momento de hablar de… futuro.

Podía decir muchas cosas para justificarlo y seguir pareciendo una persona completamente independiente, pero la verdad es que Carmen se veía formalizando lo suyo con Borja y empezaba a necesitar pasar cada minuto libre con él ahora que no lo veía en la oficina. Pero ¿y si él estaba bien tal cual estaban y no se planteaba nada más? En varias ocasiones pensó hablarlo en serio con él, pero luego le entró miedo.

Borja aún vivía en casa de sus padres. Solamente tenía un hermano, diez años mayor, que residía en Francia. Y claro, Borja no era hijo único, pero… se sentía algo responsable de sus padres, que lo habían tenido cuando ya rondaban los cuarenta. Carmen no sabía si en el fondo él no se había acostumbrado a que se lo dieran todo hecho en casa de sus padres. El caso es que allí seguía él sin hacer amago de independizarse, e incluso siempre que salía el tema decía que vivir con sus padres era la única forma de poder ahorrar para comprar un piso. Y sí, muchas veces dejaba caer el tema de que iba siendo hora de irse de casa, pero no pasaba de ahí.

Carmen creía que había llegado el momento. No llevaban mucho tiempo juntos, pero pensaba que era el hombre de su vida y, la verdad, se trataba de la primera vez desde que la conocíamos que le oíamos decir algo así. Estaba segura de que quería emprender con él un proyecto en común…, pero estaba haciéndose a la idea de cómo abordar el problema.

Borja le devolvió una mirada sonriente.

—Mucho mirar y poco ayudar.

—Eres una chacha muy eficaz. No me necesitas —contestó ella, coqueta.

—Vaya, pues si soy tu chacha al menos págame. A poder ser en carnes.

Se acercó y se besaron. Borja se dejó caer en el sofá a su lado y Carmen le acarició una sien, enroscándole el pelo.

—Oye, Borja… —susurró.

—¿Sí?

—He estado dándole vueltas a un asunto. No sé cómo planteártelo.

—¿Vas a dejarme porque no sé planchar?

Carmen puso los ojos en blanco.

—No, es algo serio. Es sobre lo nuestro.

—Pues habla —la animó él al tiempo que se acomodaba en el sofá.

—A lo mejor sales huyendo.

—Apuesto a que no. —Alcanzó el paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.

—Pues…, no sé, es que… tenemos ya una edad y lo nuestro va tan bien que… quizá deberíamos dar un paso al frente y…, ¿sabes a lo que me refiero?

Borja la miró, turbado.

—Bueno, yo…

—Somos adultos y yo creo que podemos hacernos cargo de… —siguió diciendo Carmen.

—¿¡No querrás tener un bebé!? —Y Borja palideció.

—¡No! ¡Por Dios, no!

Los dos se quedaron callados y él suspiró aliviado.

—Yo… no es que no quiera, es que… quizá es muy pronto y… esas cosas… Yo soy de los clásicos, lo sabes, ¿no?

—No, no, Borja, ya lo sé. No quiero ser madre aún. Me refería más bien al hecho de…

—¡Ah! Ya sé por dónde vas —dijo él seguro de sí mismo.

—¿Sí?

—Sí, y creo que tienes razón. ¿Por qué no vamos a cenar esta noche a mi casa y conoces a mis padres?

Oh, oh… Se quedó callada. La conversación había dado un giro extraño. Nunca le había caído bien a las madres de sus parejas. Era una variable que se repetía siempre, sin excepción; no poseía el gen de nuera adorable.

—No te preocupes, Carmen.

—No me preocupa, pero me refería más bien a algo más nuestro.

—¿Como qué?

—Como vivir… juntos…

Carmen lo miró aterrorizada, pero Borja sonrió.

—Créeme, el primer paso es conocer a mamá.

Carmen tragó saliva. ¿Por qué no podía quedarse calladita? ¿Por qué «mamá» le daba tanto miedito…?

Nerea se miró en el espejo preocupada. Nunca había sentido aquella desazón en su cabeza porque nunca había tenido que preocuparse por su cuerpo. Había nacido con una buena genética. Con cuidar un poco su alimentación podía mantener su peso ideal sin dificultad, dándose lujos como el chocolate que no podía, ni quería, eliminar de su dieta; como unas copas de vino.

Sin embargo, llevaba unas semanas algo preocupada. Tenía más pecho, aunque eso no le importaba. Pero tenía más culo y los pantalones le abrochaban a duras penas. Había descubierto un pedazo de carne que sobresalía de la cinturilla que no había visto jamás… Se lo enseñó a Lola y esta, muerta de la risa, le dijo que aquello tenía un nombre y se llamaba lorza.

Aquella conversación la hundió en un proceso de cavilación del que salió muy decidida a llevar una dieta sana y a hacer deporte. No pudo hacer ejercicio; lo constató muy pronto cuando un sábado por la mañana salió a correr y vomitó en el felpudo al volver a casa. Dieta sana… Había eliminado el chocolate, el vino y el pan…, pero cada vez tenía más hambre, y más hambre… solo podía pensar en comida cuando intentaba olvidarlo.

Le había dicho a Daniel que nada de salir a cenar fuera y que se tenía que cuidar. Pensaba que su nuevo estado físico era resultado de la vida sedentaria y de las malas rutinas alimentarias, pero… ¿cómo le había pasado tan de repente? En cuestión de dos meses, pum…, la lorza. ¿Y si se apuntaba al gimnasio? No, no podía…, vomitaría.

¿Y si…? No, no. Seguro que no.

Y volvió a estudiar su silueta en el espejo.

Lola encendió el primer cigarrillo del día sin ni siquiera desayunar. Nosotras lo llamábamos el cigarrito yonqui y casi siempre venía de la mano de la resaca, de una dieta o de las cavilaciones. En este caso creo que era una mezcla entre la primera y la tercera opción.

Lola llevaba un tiempo sin meter a ningún tipo en la cama. El proceso de seducción, aunque fuera el más burdo y simple, le resultaba cansino. Si fuera por Lola, podría ser como en el paleolítico. Solo necesitaba un revolcón. Estaba harta de los hombres, pero empezaba a necesitar a uno que hiciera por ella las cosas que no podía solucionar sola, y no estamos hablando de colgar cuadros ni poner bombillas. Para eso se servía ella sola sin ningún problema.

Pensó en llamar a algún ex, pero se acordó de Carlos y, buf…, se le revolvió el estómago. No había terminado lo que se dice bien con él. Después de abofetearlo en la puerta de su casa y de decirle que era un cretino con la picha torcida, la relación, caprichos de la vida, se había deteriorado.

Pero… ¿y si…?

De repente se le ocurrió una idea genial y sonrió. ¡¡Sergio!! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Bueno, bien mirado antes no estaba preparada para hacerlo, pero ¿ahora? Ahora sí podía llevárselo a la cama y ser ella la que le utilizara. Lo recordó jadeante sobre su cuerpo empapado de sudor, haciéndola aullar de placer… Sí.

Cogió el móvil y se lo pensó con el morrito apretado un segundo… Quizá había una remota posibilidad de que aquello no saliera como esperaba, pero escribió: «Estaba tirada en la cama acordándome de aquella vez que me hiciste todas aquellas cosas sucias y húmedas sobre la alfombra de tu casa y me preguntaba si, como adultos, podríamos repetir aquel capítulo sin esperar segundas partes…».

Sergio no tardó ni cinco minutos en contestar: «En media hora en tu casa».

Y en media hora exacta Lola miró al techo con una sonrisa de suficiencia en la boca. Sergio gemía sobre ella como un loco. Lo abrazó con las piernas, sintiendo el tacto de la alfombra bajo su espalda, y entrecerró los ojos de placer. No, no habría nadie en el mundo que lo hiciera mejor que él. Sintió que… tan pocas cosas le preocupaban en ese momento que… agarró a Sergio y en dos de sus embestidas se fue de una manera brutal, gritando «sí».

Sí, ahora sí que había encontrado la ecuación perfecta. El problema Sergio-Lola-sexo ya no tenía ninguna incógnita.

Él se tumbó a su lado, con el pecho hinchándose descontrolado, mientras trataba de respirar con normalidad. La miró y, sonriendo, le dijo que la había echado de menos. Lola cerró los ojos. Era el momento. Por mucha pereza que le entrara sabía que tenía que moverse y moverlo a él también, así que alcanzó las braguitas y el sujetador, se los puso y se levantó.

—Sí, sí, yo también, pero oye, Sergio, verás, es que he quedado con las chicas dentro de un rato y…

—¿Me voy? —dijo él un poco avergonzado.

—Pues me harías un favor… —Sonrió ella.

Sergio se vistió e intentó despedirse con un beso, pero ella le rehuyó y, tras una palmadita en el hombro, le cerró la puerta. Esa era Lola.