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LAS PREGUNTAS PENDIENTES

Abrí un ojo. Todo estaba en calma; ni un ruido, ni un murmullo, ni un movimiento…, ni rastro de la sensación de tener brazo derecho. Me moví, descargando el peso que había sobre él, y lo agité, y noté un hormigueo muy molesto. Estaba sola en la cama; mi cama, reconocí. Me coloqué boca arriba, tapada con la sábana, y suspiré. Si Lola no se había entretenido la noche anterior en suministrarme psicotrópicos, me había encontrado con Víctor.

¡Las chicas! ¡Me había ido sin decirles nada! Tenía que llamarlas.

Pero…, humm…, Víctor. Sí. Y llevaba una camisa negra preciosa que le quedaba como un guante. Cuando se la quitó llegué a atisbar la etiqueta roja de Carolina Herrera.

Habíamos venido a mi casa y habíamos hecho el amor, ¿verdad? Entrecerré los ojos con placer. Miré alrededor. No quedaba nada de él por allí. Quizá se había despertado antes que yo y había huido. Fruncí el ceño. Eso no me gustaba.

Entonces, un ruido en el cuarto de baño me puso en alerta.

No, Víctor no se había ido aún.

Después de un par de minutos salió del pequeño cuarto de baño abrochándose la camisa y, al percatarse de que estaba despierta, sonrió, escondiendo los ojos en dos ranuritas entre su pelo alborotado.

—Cada vez me gustan más esas fotos del cuarto de baño.

—Ya te dije que hace demasiados años de eso y que han dejado de ser representativas —contesté con voz pastosa mientras me desperezaba—. Pero me parece que eso ya has podido comprobarlo tú mismo. —Él se apoyó en la ventana, cruzó los brazos sobre el pecho y mantuvimos una mirada que fue toda una declaración de principios—. Oh, oh…, ahora es cuando empiezan las preguntas. —Me reí.

—¿Crees que tengo alguna pregunta que hacerte? —contestó a la sonrisa, encantador.

—Anoche me pareció que sí.

—Bueno, hay una cosa que quiero saber.

—Pregunta y contestaré.

—¿Dejaste a Adrián por mí?

—Oh, joder —me quejé.

Una garrafa de agua helada encima habría tenido un efecto en mi cuerpo semejante a la sensación emocional que me produjo aquella pregunta; menos mal que ya iba mentalmente preparada para algo similar; Víctor no se andaba con chiquitas. Pero quizá, por un poco de piedad, podría haber esperado a después del café.

Bueno, pues allí estaba. Me humedecí los labios y me recosté en la cama de manera que pudiera verle la cara y no se me vieran las tetas. Hablar de esas cosas con las merluzas al aire no me daba seguridad, la verdad.

—¿Qué? —dijo frunciendo el ceño.

—No, no lo dejé por ti —contesté segura mientras me acomodaba el cojín en la espalda.

—¿No?

—No. No tienes por qué preocuparte.

—¿Me ves preocupado?

—No sabría decirte. A mí no me cayó del cielo tu manual de instrucciones. —Fingí estar muy despreocupada.

—¿Por qué iba a estarlo? —Sonrió.

—No sé, quizá sentirías mucha responsabilidad sobre tus hombros. Por lo que sé eres un hombre. Huis de estas cosas como los gatos del agua.

—¿No dejaste a tu marido por lo que pasó entre nosotros? —inquirió otra vez, entrecerrando los ojos.

—Más bien fue al revés.

—Vaya. —Arqueó las dos cejas y metió las manos en los bolsillos de su pantalón vaquero.

Me pareció que la respuesta no llegaba a satisfacerle del todo y me extrañé. ¿No le había gustado porque pensaba que mentía o porque esperaba ser algo más para mí? Me animé a preguntar más.

—¿Estás decepcionado?

—Un poco, sí. Pensé que estabas interesada en mí. —Se mordió el labio inferior.

—En ti no, solo en tu cuerpo.

Puso los ojos en blanco y se incorporó para recostarse junto a mí en la cama. Miró por debajo de la sábana.

—Oh, vaya. Qué sexi. ¿No son muy pequeñas esas braguitas?

—¿Te tienes que ir ya? —pregunté obviando el tema de mi ropa interior que, por supuesto, había elegido cuidadosamente la noche anterior tras la ducha.

—Sí. Quedé a comer con mis padres. Si no, tú y tus braguitas os ibais a enterar.

Levanté las cejas y asentí, con un mohín en los labios.

—Empezamos pronto con excusas de mal pagador —respondí con la intención de jugar un poco.

—¿A qué te refieres?

Una de sus manos se metió por debajo de la sábana y fue al vértice entre mis muslos, e hizo serpentear los dedos.

—Adrián siempre me decía eso de: «Si no bla bla bla, te ibas a enterar». Y nunca me enteraba, ¿sabes?

Víctor esbozó una sonrisa enorme.

—La has cagado.

Apartó la sábana de un tirón y me agarró en brazos. Me eché a reír y pataleé.

—Vete a casa de tus padres. ¡Vete! —Me reí a carcajadas.

—De eso nada. No vas a compararme con tu ex y a quedarte tan pancha.

Deambuló por la casa conmigo encima y me dejó sobre la mesa del ordenador. Se desabrochó el pantalón rápidamente y, metiendo sus dedos entre mi ropa interior y mi piel, tiró de la tela y la rompió.

—¡Bruto! —me quejé riéndome.

—No lo sabes bien…

Me obligó a arquearme, tiró de mis piernas y de golpe y porrazo me penetró. Gemí ante la contundencia de su embestida.

—¿Siempre estás preparada? —me preguntó mientras se mordía el labio inferior con fuerza.

—Para ti sí —contesté, y juro que no me reconocí en el tono de mi voz, sucio y sexual.

Víctor me levantó a pulso en el aire sin salir de mí y me empotró contra una pared, donde seguimos durante unos minutos. Mis vecinos debían de estar alucinando. Tres años viviendo allí sin decir «esta boca es mía» y ahora…, ahora me convertía en una gemidora profesional.

Víctor gruñó, se sentó en el único sillón de la casa conmigo encima y yo, tocándome mientras me hundía en él con cada movimiento de cadera, me corrí. Me corrí dos veces.

—Me voy —dijo mientras salía del baño otra vez.

—Que vaya bien tu comida familiar de sábado.

—Gracias. —Se inclinó y me besó en los labios—. ¿Por qué no te pasas por mi casa esta noche y hacemos una cena sexi de sábado?

—¿Una cena sexi de sábado?

—Sí. Vienes, te desnudo, te follo hasta que pierdas el conocimiento y después te reanimo y cocino para ti. ¿Qué te parece?

—Humm…, no sé.

Me miró con la ceja izquierda arqueada.

—¿Cómo que «humm, no sé»? —Se rio—. Luego te llamo, nena.

Asentí y caminó hacia la puerta, pero cuando ya estaba a punto de salir, volvió sobre sus pasos y me besó en los labios otra vez. Luego se marchó.

Me tapé la cara con un cojín y resoplé. No sabía a qué atenerme con él. Por un lado parecía interesado, pero ¿con cuánta implicación? Quizá no era momento de comenzar a comerse la cabeza ni plantearse empezar nada serio. Me acababa de separar y ya era mucho pedir el hecho de que un tío se me metiera en la cama con la frecuencia con la que yo quería tener a Víctor allí dentro. Pero, no vamos a negarlo, soy una mujer y estos procesos mentales son inherentes a mi naturaleza; quizá no por el hecho de ser mujer (no creo que Lola se planteara estas cosas cuando se despertara al lado del ligue de una noche), sino por ser este tipo de mujer.

Mi generación se sentía ya muy liberada; éramos mujeres trabajadoras, con inquietudes intelectuales y cierto grado de ambición laboral. Controlábamos nuestra propia maternidad relegando el papel de madres al momento en que nos apeteciera, si nos apetecía. Estábamos bien formadas académicamente y preparadas para el mundo laboral. Hablábamos de sexo con naturalidad y ya no dependíamos de nadie. Pero… en muchos casos no era más que una falacia enorme. La verdad es que seguíamos dependiendo enfermizamente de los hombres en el plano sentimental…, cuestión que afectaba a toooodooo lo demás. Lola era, sin duda alguna, un ejemplo de mujer evolucionada.

Pero no quise pensar más. Tenía que espabilarme y vivir, en vez de dedicar tanto tiempo a darle vueltas a la cabeza. Ya se vería.

Al girarme en la cama olí la almohada y sonreí. Víctor. Qué maravilla…

Estiré el brazo, cogí el teléfono y, tras marcar con dedos ágiles, esperé a escuchar la voz de Lola…, pero solo me contestó un gruñido.

—Soy una perra, ya lo sé —le dije disculpándome.

—Alégrame la mañana con una narración horriblemente sucia y pervertida. Entonces te perdonaré el plantón.