EL MUNDO AL REVÉS
Al levantarme con la noticia de que Nerea lo había dejado con Daniel en un arrebato apasionado de sinceridad y amor por ella misma, no pude más que pensar que el mundo había terminado por volverse loco. El mundo al revés, como cantaba aquella cancioncilla infantil. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Que Lola encontrase la vocación religiosa e hiciera voto de castidad?
Pero no. Gracias al cosmos, no todo fue extraño.
Que Lola hubiera zanjado su relación autodestructiva con Sergio estaba fuera de aquel saco de sinrazones. Probablemente era lo único que seguía teniendo sentido y que me daba una pista de que seguíamos madurando, haciéndonos mayores y de que el mundo giraba como siempre, en la misma dirección. Pero lo demás…
Aunque fuera una buena noticia que Carmen y Borja fueran a casarse, muy poca gente hubiera vaticinado algo así cuando empezaron a salir. ¿Carmen en el altar dando el «sí quiero», con un «para siempre» incluido? Por Dios, eso era muy fuerte. Y no porque fuera una persona a la que le costase comprometerse. Ella siempre lo había tenido muy claro con Borja, desde la primera vez que nos habló de él. Se le llenaba la boca con esa expresión que tantas veces utilizamos en vano: «Es él», nos decía con los ojos brillantes de ilusión. Y ella jamás había creído que ninguno de los anteriores hombres que habían pasado por su vida fueran los definitivos. Pero Borja había hecho algo…, algo que había alcanzado a Carmen como una descarga eléctrica cuando se dieron la mano el primer día de trabajo. Algo en sus ojitos color miel o en esa forma tan sutil que tenía de hacerle ver que la vida es mucho más que blanco o negro. Pero era nuestra Carmen la que iba a casarse, la que iba a dar aquel paso, y no dejaba de ser… raro.
Y que Nerea (¡Nerea la fría!) se hubiera sublevado…, aquello sí que era fuerte. Más que fuerte, impensable. ¿Quién iba a creer que algún día la rubia iba a cansarse de la rigidez victoriana de su madre y se iba a liar la manta a la cabeza? Me sentía muy orgullosa de ella por haberse atrevido a dar ese paso, lo que no significaba que no me hubiera dejado boquiabierta. Ella sabía que ninguna nos lo esperábamos y estaba orgullosa de haber podido sorprendernos. Aunque era posible que solo se tratase de una época de reafirmación personal que desapareciera tal y como había llegado. Ya se sabe…, que en un par de meses encontrara a otro caballero andante con cuyo corcel blanco trotara hacia el castillo del matrimonio, donde la esperaban un montón de niños monos. Pero… ¿quién nos decía que iba a quedarse ahí? Lo que suele pasar con las rebeliones es que se expanden, se expanden, se expanden… y llega un momento en el que, si vencen en una de las batallas, las tienen todas ganadas.
Parecía que todo iba cobrando sentido a nuestro alrededor. Lola, que era fuerte y demasiado buena para casi todos los hombres que se cruzaban en su camino, había decidido que no más relaciones basura. Carmen, que era pasional como ella sola, había decidido casarse con Borja, un hombre que se deshacía por dentro cada vez que la miraba, con ese orgullo con el que miran los enamorados. Nerea, que era fría y cautelosa, había terminado por dar carpetazo y alejar todas las cosas que tenía porque pensaba que debía poseer, no porque en realidad las quisiera. Bien pensado todo parecía bastante lógico, ¿no? Pero lo mío…
Recapitulemos. Cuando me presenté con mi pantalón corto de los noventa, sumida en el agobio de la sequía creativa y abriéndole la puerta a una Lola escapista laboral, estaba casada y ¿enamorada de mi marido? Bueno, al menos aparentemente. De eso hacía seis meses. Y en seis meses, ¡seis míseros meses!, me había dado cuenta de que algo andaba realmente mal, le había quitado la sábana con la que escondía el problema y le había plantado cara. Había conocido a VÍCTOR, con mayúsculas. Y me había encaprichado, había descubierto que si mi marido no me tocaba era porque tocaba a otra y me había redescubierto a mí misma surgiendo de entre las sábanas revueltas de la cama de Víctor, como la Venus de Botticelli escondiendo sus vergüenzas.
Me había separado, había empezado una relación con Víctor que, aunque a veces complicada, parecía sana y madura, algo adulto. Y ahora, en pleno mes de octubre, sabía que me esperaba un invierno muy frío, porque al tratar de ordenar mi vida había dado la vuelta al tablero y lo que antes había sido una partida de ajedrez se había convertido en una de oca. Y en la oca todo es azar y nunca dependemos de nuestros propios movimientos. El dado y el tiro porque me toca. Ya se sabe. Y yo en la casilla de la cárcel esperando tres turnos sin tirar, viendo cómo Víctor había retomado su vida tal y como la conocía antes de encontrarse conmigo en el camino.
Con casi veintinueve años, sin experiencia previa y con Víctor jugando al rollo sin compromiso. Esto no pintaba bien, sobre todo porque en aquel entonces yo ya estaba lo suficientemente enamorada como para saber que me quedaba mucho que tragar, muchas ocasiones para saltar y pasar por el aro y, a fin de cuentas, arrastrarme por un arrozal cual geisha de mala vida, por no decir como puta por rastrojo. Pero… ¿de verdad?
Y es que las mujeres solemos infravalorarnos continuamente. Si nosotras quisiéramos y lo creyéramos, el mundo sería nuestro. ¿Podría poner el mundo bajo mis zapatos o terminaría sin verme del todo en el espejo?