A MI MANERA
Carmen tenía la mosca detrás de la oreja. No dudaba ni por un segundo que algo estaba pasando con Borja y aquello le daba mala espina. Quizá el temor se debía a lo desconocido, pero no era normal que Borja se mantuviera callado en cada una de sus «citas», que contestara apenas con monosílabos y que fuera reacio a los besos y las caricias. Estaba meditabundo. ¿Estaría planteándose terminar con todo aquello?
Carmen pasó por todas las fases posibles en un proceso como aquel. Primero temor, un «Oh, Dios mío, si me deja, ¿qué hago?». Luego negación: «Pero ¿cómo me va a dejar?». Después irritación y amenaza: «¡A que le dejo yo! ¡A que le dejo yo!»; y por último resignación: «Si es lo que tiene que pasar, que pase».
Carmen estaba cansada de ese sí y no, de ir tanteando con los pies como si anduviera a oscuras en un terreno lleno de socavones. ¡Cómo la entendía!
Habían retrasado ya un par de veces la dichosa firma del contrato del piso con excusas varias. A decir verdad, era ella quien llamaba suplicando a la inmobiliaria que los esperara. Los dueños del piso debían de estar muy desesperados por alquilarlo, porque siempre conseguían llegar a un acuerdo.
Pero… cualquier cosa antes que sentarse con Borja y hablar del tema; no quería arriesgarse a sufrir un hongo atómico. Sin embargo, no podía retrasarlo más.
Faltaban tres días para la firma definitiva del contrato cuando Borja la llamó y le dijo que tenían que hablar. Carmen no sintió ni siquiera nervios. Seguía en su fase «Lo dejo en manos del destino». Borja había reservado mesa en un restaurante a las nueve y media.
—¿Quieres que pase a buscarte? —le preguntó.
—No hace falta. Nos vemos allí.
Nos mandó un mensaje a todas cuando se encontraba frente al armario en el que nos decía que estaba dudando qué ponerse para ir a cenar con Borja. «Creo que debería ponerme un vestido negro, ya se sabe, como voy de entierro… Debería ir encargando la corona para lo nuestro. Que pongan algo como “Fue bonito mientras duró…”».
Todas le contestamos que era una agorera, pero la verdad es que teníamos nuestras dudas. No conocíamos tanto a Borja como para poner la mano en el fuego y saber que no pondría en peligro su relación por tenerle pánico a su madre.
Cuando Carmen llegó, Borja ya estaba sentado a la mesa. Qué raro que no la esperara en la puerta. Fue entonces cuando a Carmen le dio un vuelco el estómago. Estaba tan guapo… Con el codo apoyado en la mesa, se fumaba un pitillo mirando al vacío. Frente a él, dos copas de vino. Ella se sentó y le sonrió. No se atrevió a besarle, por no querer pensar que aquel podía ser el último beso que le diera. De pronto, como en un fotomatón mental le pasaron por la retina cientos de recuerdos. La primera vez que él le intentó coger la mano, las conversaciones en el coche, los nervios en el estómago cuando de repente se acercaba, su declaración, su primer beso, la primera vez que hicieron el amor…
Le empezaron a temblar las piernas.
Borja también parecía nervioso. Ella vaciló entre una fase y otra dudando si llorar o enfadarse, porque para romper no hacía falta tanto tinglado. ¿Qué había sido de las típicas llamadas de teléfono y los clásicos «no eres tú, soy yo» o «solo podemos ser amigos»? Al fin, sin querer demorarlo más, ella rompió el hielo.
—Bueno, Borja…, creo que querías hablar conmigo sobre algo, ¿no? No le demos más vueltas.
—Estoy buscando las palabras adecuadas para decir esto, pero es probable que no las haya.
Carmen flaqueó un momento y se sintió muy tentada de huir hacia la salida. Sin embargo, dedujo que ya no tenía edad de salir corriendo con los brazos arriba y dando gritos, así que asumió que su madurez emocional se haría cargo de la ruptura.
—Dilo sin más. —Y bajó la cabeza.
—No sé si estarás de acuerdo conmigo, pero creo que las cosas se nos han ido de madre; no he sabido llevar esto como debería. No me reconozco en estos planes, no soy así. La culpa es mía, lo sé. Me he callado, he agachado la cabeza y no he sido del todo sincero contigo en lo concerniente a nuestros planes.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que yo no quiero ir a vivir contigo.
A Carmen la saliva se le congeló y bajó hasta la boca del estómago cristalizada. Prefería una excusa educada que no dijera nada en particular que aquel bofetón de realidad.
—Solo tenías que decirlo.
—Lo siento, tienes razón. —Él agachó la cabeza.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—Porque, por raro que parezca, yo no hago las cosas así.
Ella asintió sin acabar de entender a qué se refería con aquel comentario.
Borja sonrió de pronto, como entre dientes, cosa que le molestó sobremanera. ¿Tendría a otra? ¿Sería eso? Seguro que su madre le había presentado a la hija o a la sobrina de alguna amiga que le gustara más que ella.
Él rompió sus razonamientos cogiéndola de la mano.
—¿Entiendes lo que esto significa?
—Creo que sí. —Sonrió ella tímidamente.
—Tengo que intentar hacer las cosas a mi manera. Si tú no estás de acuerdo, podemos hablarlo, pero necesito que conozcas mi postura.
—Es lógico.
Poca conversación más. Carmen quería irse a casa cuanto antes. La verdad, no entendía por qué seguía sentada en la silla comiendo lasaña cuando lo que quería era estar en pijama en su casa escuchando a Elton John y llorando. Todo se había acabado allí, punto. Alargar las cosas no tenía sentido.
Dedicó un momento a meditar sobre aquella ruptura. En realidad, pensaba, muchas relaciones se acababan de la misma manera. Era un punto de inflexión importante: hacia delante o nada. Ella jamás quiso que aquello sonara a ultimátum, pero sentía que cada día necesitaba más y no deseaba acomodarse y contentarse con menos de lo que quería.
Salieron del restaurante. Borja tenía una actitud indefinida, cercana al alivio, a los nervios y a la emoción, que Carmen no entendía. La única explicación lógica es que él hubiera encontrado a otra persona y que se estuviera quitando un peso de encima.
—Carmen…, ¿te gustaría dar un paseo?
Eso la pilló con las defensas bajas, así que asintió, sin más, sin saber qué contestar. Fueron andando en silencio hacia un jardín, que olía a jazmín y a hierba mojada. Carmen jamás se olvidaría de aquel olor a verano.
Una enredadera cubría una pared de ladrillo y las farolas salpicaban de luz el césped y el camino de piedra y guijarros. No había nadie alrededor. Carmen pensó que sería un recuerdo precioso si aquello no fuera una despedida, sino una primera cita.
Borja se paró y se giró hacia ella.
—¿Crees en nosotros, Carmen?
Ella no entendía nada.
—Yo sí creo, Borja, pero tú no quieres…
Borja se metió la mano en el bolsillo y sacó algo que tendió a Carmen sin demasiada ceremonia. Ella creyó adivinar que él le estaba devolviendo algún regalo, pero no reconoció lo que le entregaba.
—¿Qué es esto?
Borja lo sujetó entre sus dedos pulgar e índice y algo brilló al encontrarse con el haz de luz de la farola. Algo que no podía ser verdad…
—Carmen, yo estoy chapado a la antigua… —Ella abrió la boca pero no supo contestar. Estaba tan segura de que jamás se vería en aquella situación…—. El problema no era mi madre ni mi familia ni nada… El problema era que yo quería hacerlo así.
—Yo…, no…, pero… —Ni una frase coherente.
Borja cogió aire, hincó la rodilla en el suelo y la miró.
—Cásate conmigo, Carmen.
Ella fue a coger el anillo, para verlo de cerca y confirmar que aquello no era un espejismo, pero Borja lo deslizó en su dedo anular con soltura. Le quedaba perfecto. Era precioso. Tan clásico, tan sencillo. Un diamante de talla brillante montado en oro blanco. Carmen lo miró de cerca.
Se podía decir que desde hacía diez años había perdido la fe en aquella clase de finales felices de película. Para ella casarse siempre tuvo connotaciones negativas; significaba quedarse en el pueblo, como algunas de sus amigas de la niñez; significaba abandonar su carrera y su vida y su rutina y…
Pero ahora…
No, nunca se imaginó vestida de blanco. No era como Nerea, que compraba de vez en cuando revistas Vogue de novias y marcaba lo que le gustaba para su futuro compromiso, y elegía la tarta, y miraba restaurantes. No era como yo, que aunque lo hice a mi manera, creí en el matrimonio.
Tampoco era como Lola. Nunca se consideró nacida para una cosa o para otra. Nerea, a pesar de amar su trabajo, aseguraba que había nacido para ser madre y esposa. Yo albergué durante muchos años la ilusión de que Adrián tomara la decisión de ser padre. Lola, sin embargo, lo negaba categóricamente. Ella nunca se lo había planteado.
Borja esperaba, mirándola vacilante. Entonces Carmen lo vio. No era cuestión de creer o no creer; no era cuestión de nacer para una cosa u otra. Solamente lo necesitaba a él y si tenía que ser así, que fuera.
—Sí.
—¿Sí?
—Sí. Pero levántate ya. —Se rio.
Borja la levantó entre sus brazos y se besaron apasionadamente.
Aquella noche Borja sí se quedó a dormir en casa de Carmen sin que ella tuviera que pedírselo. Entraron en el salón deshaciéndose en besos. Se echaron sobre el sofá, rodaron hasta el suelo y se desnudaron con frenesí. Después se tranquilizaron e hicieron el amor lentamente. Cuando terminaron estuvieron hablando durante casi toda la noche hasta que ella se quedó dormida.
Carmen se iba a casar.