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HACER COLA EN TU RESTAURANTE PREFERIDO, LOLITA

Carmen y Nerea eran como el sol y la luna; no se parecían en nada. Bueno, las dos son hembras humanas. Por lo demás, nada de nada. La una llevaba las uñas largas y pintadas con el esmalte a la francesa y la otra siempre cortas y de colores oscuros. La una pensaba que estar delgada era una bendición mientras que la otra, aunque se preocupaba por que los vaqueros siguieran abrochándole, se «cagaba desde lo alto» en la superficialidad. La una era clásica, tradicional y un poquitín carca (lo siento, Nerea, cariño, pero tú sabes que es verdad); la otra estaba al día, era moderna y nunca agachaba la cabeza para acatar ninguna orden que no considerara lícita y justa.

La cuestión es que casi nunca estaban de acuerdo ni en lo más mínimo, pero… ahora resultaba que siempre se daban la razón, terminándose las frases la una a la otra y asintiendo en modo ceñudo. A los hombres no había quien les entendiera, decían; se nos vendía a las mujeres la idea de que una debe ser independiente y tomar sus propias decisiones, que debe hacer su vida sin necesitar un hombre al lado. ¿Por qué? Porque una chica que admitía públicamente que quería ser madre y esposa daba miedito.

Y ahora que Nerea tomaba una decisión por sí misma, creyendo que de esa manera iba a proteger su relación con Daniel, se daba cuenta de que en realidad a él le daba igual que la tomara, no la tomara o hiciera el pino puente. ¿Cómo puede dar igual que tu novia te confiese que se quedó embarazada, que abortó y que encima pretendía escondértelo por los siglos de los siglos? Sabía lo que las demás pensaríamos y diríamos si ella nos lo contaba, así que prefirió callárselo, al menos hasta averiguar qué era lo que más le inquietaba del asunto. Pero mientras tanto, ante nuestra estupefacción, renegaba de los hombres como buena mujer despechada sin dar más que vagas explicaciones del tipo «hemos discutido» o «nunca lo entenderé».

Por otra parte, Carmen no era de esas que adoran el hogar. A ella le encantaba su estudio y su intimidad, pero había decidido que había llegado el momento de dejar de pensar en ella para pensar en un nosotros que se le antojaba ideal. Pero lo de la novia maruja metida en casa de la suegra haciendo calceta… ya le superaba. Su suegra merecía todo el respeto del mundo como madre de Borja, pero no sumisión. No estaba por la labor de darle alas a una situación que no entendía y que le parecía absurda y patética. Lo malo es que su postura parecía ser un poco radical y había enfadado a Borja mucho más de lo que pensaba. Veía a Borja con menos asiduidad que antes y cuando lo hacían, ni arrumacos en el sofá ni palabra del piso al que se tenían que mudar en cuestión de nada. Habían conseguido atrasar un mes su entrada allí y con eso se habían quedado. De repente los dos fingían estupendamente estar muy ocupados y no tener ganas de follar.

Yo por mi parte…, pues ¿qué decir? No, ni supe nada de Víctor ni lo olvidé. Me pasaba los días tumbada en la cama, paseando por mi pequeño piso o sentada junto a la ventana fumando un cigarrillo detrás de otro. ¡Me daba tanta rabia no poder recuperarme! Jamás me había imaginado que acusaría un vacío tan grande. Si al menos hubiera tenido que trabajar…, pero no, claro, estaba en una pausa creativa. Era imposible que nada saliera de mis dedos en aquel momento, aparte de lamentos y sandeces moñas que no quería escribir.

Y la llamada de Jose con una supuesta oferta de «trabajo» que solucionara al menos mi precaria e inestable situación económica no llegaba. Y no quería acosarle telefónicamente y que terminara mandándome a la mierda, porque la verdad es que si él me ayudaba era por simpatía personal, ni de lejos por obligación.

Lola estaba cansada de verme vagar como un alma en pena. Le resultaba raro y, aunque ella lo niegue, también algo patético verme en tales circunstancias. En ocasiones me echaba en cara, esperando verme reaccionar, que jamás hubiera imaginado que una persona como yo se escondería del mundo durante tanto tiempo. Pero, bueno, si pude llegar a salir en pijama, sin peinar y sin maquillar a la calle cuando estuve casada con Adrián, casi que cualquier cosa era posible.

Yo quería preguntarle por él, pero tenía miedo. Al fin y al cabo eran amigos. Muy amigos. Amigos que habían follado durante años sin ningún tipo de compromiso ni mal rollo y que, si mal no recordaba, según confesaba Lola, compartían después del sexo un buen rato de confesiones, risas, planes y cigarrillos. Dios…, qué horror. Ella tenía más historia con Víctor que yo.

Concretando: no quería meterla en medio.

Sin embargo, ella misma notaba la presión del ambiente, cargado de preguntas por hacer, y un día, aplastada por un signo de interrogación, me dijo que no sabía nada de él desde hacía dos semanas y que Juan le había comentado que probablemente había salido de viaje.

Me resigné. Así debía ser a partir de ahora. Él tampoco querría verme y yo había sido la que había decidido romper, así que…

Lola tiene muchas virtudes, pero la paciencia no ha sido nunca una de ellas. Había aguantado ya el resto de su mes de vacaciones con mis «no me apetece», «mejor en mi casa», «no me hagas salir»… Me dejaba los viernes por la tarde diciendo que no iba a mutar a octogenaria conmigo en el calor de mi piso y resucitaba al tercer día con un cigarrillo entre los labios pintados de rojo. Estaba en su derecho de disfrutar de sus días libres y, por más que le pedí que hiciera planes sin mí, no salió de la ciudad con la excusa de que había gastado demasiado en ropa y copas como para permitirse unas vacaciones propiamente dichas.

A lo que iba. Su paciencia, estirada como un chicle, estalló en pedazos un viernes a mediodía al salir del trabajo. Carmen aún tenía una semana libre y aburrida; había llamado a todas horas para ver si hacíamos algo y Nerea empezaba a las dos de la tarde su mes de vacaciones. Era el día perfecto para una comida de esas que acaban en plena madrugada.

Pero yo… seguía acurrucada sobre la cama regocijándome en un estado que Lola llamaba «Oh, qué desgraciada y frígida soy».

—Carmen quiere ir a ese japonés que hay en la plaza de…, bueno, no recuerdo el nombre de la plaza, pero seguro que tú no has podido olvidar esa tienda de zapatos que hay haciendo chaflán… —decía Lola sentada en el borde de la cama mientras se limaba las uñas.

—No sé, Lola…, me da pereza. Y no tengo dinero.

—Dinero, dinero, dinero. ¿No puedes gastarte cincuenta euros? Venga, por Dios. Es el colmo de la depresión. Estoy segura de que ni siquiera te has depilado desde que no ves a Víctor. —Trató de subirme la pernera del pantalón de pijama.

—Déjate de depilación. —Le di un sonoro cachete en la mano.

—El próximo tío que te toque va a creer que ha encontrado al yeti.

—Eres imbécil. —Me reí.

—Te harán una foto y se la mandarán a Iker Jiménez. Oye, ¿nunca has pensado que tiene su puntito sexi?

—¿Quién: el yeti o Iker Jiménez?

—Bah, eres tonta. Dúchate, ponte un vestidito y unos taconazos. Nos probamos zapatos y comemos sushi hasta que el anisakis o el sake nos maten. Pero depílate antes.

—No sé… —Me tumbé mirando hacia el techo.

—Voy a ser cruel.

—Qué novedad…

—Me tienes hasta las pelotas. —Sonrió, pero hablaba en serio—. Sal de casa. Estás hecha un auténtico asco. Hasta tienes menos tetas. Y todo el mundo sabe que tus tetas siempre han sido parte fundamental de tus encantos, chata.

—¡Venga, Lola! No seas pesada, solo conseguiría aguaros la fiesta.

—Valeria, todas somos igual de desgraciadas. —Frunció el morrito—. Además… hay unos zapatos mega rebajados preciosos… —Me tapé con un cojín—. Vi unos que te irían genial con ese vestido azul que tienes de verano…

—No. No puedo —farfullé.

—Rebajas del setenta por ciento. Pares sueltos. Y como tienes ese pie tan pequeño, igual…

—¿De qué color? —Asomé un ojo.

No se debía flaquear ante Lolita.

Las chicas se sorprendieron al verme aparecer tan bien vestida, bien calzada y bien maquillada para una salida con ellas. Pero, como bien había aprendido yo de las seis temporadas de Sexo en Nueva York que me había tragado en casa casi del tirón, una tiene que salir siempre perfecta a la calle porque en cualquier rincón puede estar esperándote, agazapado, un ex. Y mira tú por dónde que yo tenía un ex muy guapo que no quería que me viera hecha un asco.

Cargadas con dos cajas de zapatos (yo con una, por no tener después demasiados remordimientos de conciencia), llegamos al restaurante a las dos y media y nos encontramos con que estaba plagado de gente. Según Nerea, que todo lo sabía, se había puesto de moda porque una revista muy esnob lo había colocado entre los diez mejores restaurantes de la ciudad. Me sorprendió, pensé que era imprescindible tener unos precios astronómicos para ponerse de moda entre ese tipo de gente. Además, desde fuera tenía pinta de tugurio infernal.

El establecimiento tenía una barra a la entrada, junto al puesto donde te recibía el camarero, así que después de conseguir que nos colaran en la lista de espera para las mesas, nos sentamos allí a tomar una copa de vino.

—He escuchado que una noche vinieron los príncipes a cenar aquí —dijo Nerea muy emocionada.

—¿A este cuchitril? —repuso Carmen—. Pues si yo tuviera la pasta que tienen ellos no me iban a ver por estos sitios.

—Ellos tienen un sueldo como tú y yo —respondió Nerea, que era más monárquica que Juan Carlos.

—Huy, sí, exactamente como tú y yo, cielo.

—Mujer, es más alto, pero porque sobre sus hombros pesa una gran responsabilidad.

—¿Y cuál es esa responsabilidad? —Carmen levantó las cejas, sorprendida.

—Representar al Reino de España.

Las tres no pudimos evitar lanzar una sonora carcajada. Ya decía yo que Carmen y Nerea no podían mantenerse tanto tiempo de acuerdo en todo.

Lola estaba riéndose aún de la solemnidad con la que Nerea hablaba de algunas cosas cuando le cambió la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Carmen.

—Oye, chicas, tengo mucha hambre, ¿por qué no buscamos otro sitio? Total…, ya hemos comprado los zapatos.

—Pero… ¿a qué viene esto? —le dije mientras me volvía hacia ella.

Lo vi con el rabillo del ojo. Era inevitable verle. Sobresalía entre todos los demás, no solo por su altura. Víctor irradiaba una energía sexual que tenía a casi todas las chicas que estaban haciendo cola con los ojos puestos en él. Estaba perfecto, como siempre; llevaba unos vaqueros y un polo azul marino y miraba a alguien a su lado al que no llegaba a ver entre la gente. Estaba sonriente. De pronto estalló en carcajadas. Aunque no le hubiera visto, habría reconocido su risa.

Pero… ¿cómo se podía tener tan mala suerte? ¡¡Con la de restaurantes que había en Madrid!!

Las demás me miraron dubitativas al darse cuenta del desafortunado encontronazo.

—Joder —musité entre dientes—. Qué puta mala suerte. ¿Qué es lo próximo? ¿Una almorrana?

Carmen lanzó una risita, pero cuando la miré volvió a ponerse seria y me pidió perdón.

—¿Nos vamos? —preguntó.

—No, no, si nos movemos nos verá y para salir tenemos que pasar por su lado. Lo mejor es… no hacer nada.

Suspiré, me terminé la copa y le pedí otra al camarero.

—Puta mierda… —murmuró Lola.

—¿Qué pasa? —le dije.

—Va con la arpía de Virginia —dijo Lola mirando hacia otra parte.

Me paré a pensar un segundo… ¿Virginia la de las sábanas de trescientos euros?

—Lola —cerré los ojos—, ¿me quieres decir que viene acompañado de la decoradora?

—Sí, ¿de qué la conoces?

—No la conozco. Vámonos. No quiero saber de ella más de lo que ya sé.

Nerea paró a uno de los camareros con una sonrisa amable.

—Disculpe, ¿no tienen más puertas de salida?

—Las de emergencia —contestó extrañado el joven.

—¿Podríamos utilizarlas? Tenemos una emergencia. Mi amiga acaba de encontrarse con un exnovio que va con otra chica y quiere salir de aquí.

Estuve a punto de estrangularla con mis manos. El camarero frunció el ceño, dijo que no y se fue murmurando en su idioma palabras que me sentí afortunada de no entender… Vale, atrapada en un antro del centro con Víctor y la decoradora de gustos caros.

—¿Es guapa? —pregunté de espaldas a ellos al tiempo que cogía la copa que acababan de servirme.

—Mírala tú misma. A mí me parece un asqueroso putón verbenero —soltó Lola.

Miré por encima del hombro, con sigilo. Carmen y Nerea se movieron disimuladamente para permitirme verla.

Vale.

Quería morirme.

Virginia era una chica bajita y delgada pero con un cuerpo lleno de curvas sensuales. Tenía un pelo negro largo hasta debajo del pecho y lo llevaba ondulado impecablemente con tenacillas. Vestía un microvestido blanco que favorecía su piel morena y unas sandalias de cuña altísima del mismo color, conjuntadas con un bolso de mano de rafia con un ribete blanco. Se giró hacia nosotras en un golpe de melena, dejándonos ver sus pestañas largas y espesas, sus ojos amarillos, una naricita perfecta y la boquita de muñeca.

Era preciosa.

Era preciosa, menuda y seguro que cinturón negro en todo tipo de técnicas sexuales que permitieran a Víctor explotar en un jugoso y húmedo orgasmo.

—Se podía haber pintado un poco más… —murmuró Carmen irónicamente.

—Da igual, dejadlo, chicas —supliqué.

Miré por encima del hombro de nuevo. Ella hablaba animadamente, gesticulando, y él la observaba con los ojos entrecerrados y se reía. Seguramente iban de camino a casa de él a darse un revolcón salvaje.

Un camarero se acercó a nosotras. Ya teníamos la mesa preparada. Se giró hacia los que esperaban en la puerta y preguntó si había alguna mesa de dos pendiente. ¡Venga! ¿¡Algo más!?

Víctor levantó la mano y él y Virginia sortearon a la gente hasta encontrarse con nosotras de frente en el mismo momento en que ella le dedicaba una caricia en la zona donde la espalda perdía su casto nombre. No pude evitar que mis ojos fueran directamente a esa minúscula mano que pellizcaba el culo del que hacía más bien poco era mi novio. Él le apartó la mano en un ademán rápido y se acercaron.

—Chicas, ¿os importa si me voy a casa? —dije al tiempo que sacaba de mi bolso de mano un billete arrugado.

—No, no te preocupes. Vete, deja eso, nosotras invitamos —contestó Nerea apartándome la mano con el dinero.

—Joder, sale a cuenta lo de tener mal de amores —se quejó Lola—. ¡Invítame a mí, Nerea, que yo también soy una desgraciada!

Di dos pasos hacia la puerta haciendo caso omiso de los comentarios de Lola. Víctor y yo nos encontramos con una sonrisa tímida.

—¿Te vas? —me preguntó mientras se metía las manos en los bolsillos.

—Sí.

—Espero que no sea por mí.

—No, claro que no. Me alegro de verte —mentí.

—Y yo.

—Adiós.

—Adiós.

Salí a la calle y cogí aire, pero aún hacía un calor de mil demonios, así que no me ayudó demasiado. De pronto recordé que había olvidado la bolsa con los zapatos que había comprado y abrí la puerta de nuevo. Podía estar jodida, pero no sin mis zapatos, que mis buenos euros me habían costado y no estaba la cosa para ir tirando el dinero.

Cuando puse un pie dentro me choqué con Víctor, que se disponía a salir también.

—Valeria. —Llevaba la bolsa en la mano.

Avanzó, me hizo retroceder y cerró la puerta tras de sí.

—Gracias. Me dejaría la cabeza si no fuera porque la llevo pegada al cuerpo.

—No es nada. ¿Qué tal todo? —Me tendió los zapatos.

—Bien. —Cogí la bolsa evitando rozarle la mano.

—¿Bien a secas?

Sonreí como contestación.

—¿Y tú? —le pregunté desviando el tema de mi estado.

—Bien también. Cogí el resto de mis días de vacaciones hace poco. Me incorporé esta semana al trabajo, así que, ya sabes, la rutina.

Asentí. Bajé la mirada por su barbilla, su cuello, el pecho, que se marcaba en el polo. No, por ahí vas mal, Valeria. Vas fatal.

—Bueno, no quiero entretenerte. Tu acompañante… —dije con un hilo de voz.

—No te preocupes, Virginia está hablando con Lola.

—¿Virginia? —pregunté maliciosamente.

—Esto…, sí —asintió.

—Pensaba que Lola y tu decoradora no eran precisamente amigas. —Y qué mal sonó lo de «tu decoradora».

—Sí, bueno. Ya sabes…

—Vaya. —Fingí una mueca.

—Sí. —Miré hacia la bocacalle y el casi nulo flujo de gente que caminaba por allí—. Valeria…, yo…

Nos encontramos con la mirada otra vez. La Valeria más débil se acordó de aquella tarde en la que él me había dicho que me quería mientras hacíamos el amor. Me abstraje y de pronto me pregunté por qué habíamos roto. Él decía que me quería. Yo también le quería. El sexo con él siempre había significado algo importante para mí y era brutal.

Quería tocarlo, alargar la mano y acariciarle los antebrazos. Suspiré, me contuve y me di cuenta de que él seguía mirándome también. Recordé a la chica que le esperaba dentro y entonces comprendí por qué habíamos roto.

—Cuídate. —Sonreí forzosamente cortando lo que quisiera que fuera a decirme.

—Igualmente.

Caminé calle arriba sin escuchar abrirse o cerrarse la puerta del restaurante. Víctor seguía allí de pie, pero la verdad es que Víctor ya tocaba a otra…