NOS HACEMOS MAYORES
Carmen había decidido que Borja y ella necesitaban un poco de aire. Quizá, se dijo, solo era el estrés lo que les había vuelto tan susceptibles. La cuestión era que desde que se pelearon en el portal de casa de Borja, solo se habían visto una vez, en el centro, para tomarse algo y discutir las cosas con calma para sentar las bases de una relación adulta.
Aunque después se fue a casa más tranquila, no dejaba de producirle mala sensación el hecho de haberse dado cuenta de que todo había sido demasiado frío. Y Borja con ella no era así. Apenas se habían tocado. No se habían dado la mano al caminar, no se habían abrazado y como despedida solamente se habían dado un beso distraído que no les había sabido a nada. Ella era consciente de que Borja era muy suyo para algunas cosas; quizá él solo necesitase más tiempo para olvidarse de la dichosa pelea. No es que fuera la primera, pero sí la más importante. Hablaban de vivir juntos y del tipo de relación familiar que esperaban del otro. Hablaban de su relación y de su futuro.
Así que, visto aquello y dado que acababa de empezar sus vacaciones de verano, decidió ser buena persona y visitar a sus progenitores en el pueblo. De este modo a lo mejor le demostraba a Borja que no era un bicho raro desnaturalizado, sino que su madre era muy pesada y algo desagradable con ella. Le invitó, no obstante, a ir a verla y pasar un día con su familia. Él aceptó.
—Iré el miércoles, ¿vale?
—Si te quedas a pasar la noche me vuelvo contigo en coche el jueves —planeó ella.
Cuando Borja llegó al pueblo el miércoles, Carmen se deshizo en atenciones hacia sus padres y los trató con mucho mimo. No es que no lo hiciera habitualmente, es que nunca conseguía ser tan dulce durante tanto tiempo seguido. Pero se esforzó muchísimo e incluso ayudó a su madre a cocinar. Pobre madre de Carmen, pensaba que su hija había enloquecido o sucumbido a las drogas de diseño.
Para tremenda sorpresa de Borja los padres de Carmen no tuvieron ningún problema en que durmieran juntos. No eran tontos y ella ya hacía mucho tiempo que era completamente independiente. Además, Borja les parecía tan buen chico…
A la hora de acostarse la imaginación de Carmen se puso al rojo vivo y cuando Borja se metió en la cama, ella se puso en plan seductor…, pero la cosa seguía fría. Se dieron un par de besos y cuando Carmen se subió a horcajadas sobre él, esperando que no pudiera controlarlo por más tiempo y se lanzase sobre ella, Borja le cogió la cara entre las manos, la miró a los ojos y le dijo:
—Carmen, ¿tú me quieres?
—Claro —contestó ella más concentrada en averiguar si Borja tenía una erección que en su contestación.
—¿Piensas alguna vez en el futuro?
El tono de voz de Borja la devolvió un poco a la realidad. Estaban a oscuras, pero entre las rendijas de las persianas se colaba la luz blanca de las farolas del pueblo. Carmen se encogió de hombros y, tras bajarse de su regazo, se sentó con las piernas encogidas frente a él. Se temía que algo no andaba bien.
—Todos pensamos en el futuro. ¿Por qué?
—Tú… ¿realmente te imaginas pasando toda tu vida conmigo? Y dímelo con sinceridad. Dime si de verdad sabes que nunca querrás estar con otra persona.
Carmen rebufó. Joder…
—A ver… Por más que tú quieras, yo no puedo hablar por la Carmen de dentro de diez años. Yo hablo por la de aquí y ahora, y la que no puede dejar de pensar en ti desde que te conoció.
—No me sirve —murmuró él—. Eso no es un compromiso.
—¿Qué quieres saber?
—Para mí el compromiso es básico y significa que por muy desagradable que a veces se ponga mi madre tú la tolerarás, porque es mi madre. A mí me dará igual que un sábado a las seis de la mañana me despiertes para venir al pueblo solo porque te apetece ver a tus padres. Yo me comprometo contigo. Quizá voy un paso más allá, pero ya pienso en dentro de esperemos muchos años cuando tus padres necesiten ayuda. Y sé que pondré todos los medios a mi alcance para que tú hagas las cosas como más correctas te parezcan. Pero me da la sensación de que tú no te has parado a pensar en que si esto es para siempre hay muchas cosas que tendrás que aprender a capear. Y mis padres son mayores…
—A lo mejor tienes razón. Yo siempre he vivido más al día. En eso somos diferentes.
—Somos diferentes en ochocientos millones de cosas más, cielo, pero eso es lo que más seguro me hace estar sobre lo nuestro. Yo jamás pensé que terminaría con una chica como tú. Me enamoré, punto. No hay más discusión. Hay cosas que no me gustan, Carmen, pero te quiero y tengo que darte más cancha cuando la necesitas. Por eso ni siquiera menciono el tema de que estoy seguro de que tus amigas se mantienen muy al día de nuestra vida íntima…, quizá un poco demasiado para mi gusto. ¡No hay problema! Acepto que soy muy antiguo para algunas cosas y cedo. Pero ¿y tú? ¿Cedes?
—Todos cedemos en pequeñas cosas. Yo jamás me quejé por tener que cenar los viernes por la noche con tus padres en lugar de reservar una mesa en un buen restaurante, bebernos una botella de vino y unos cócteles, y marcharnos a mi casa a follar como locos. —Se encogió de hombros—. Pero cedo, porque lo que quiero es estar contigo aunque sea en casa con tu madre.
Borja asintió y le dio a entender que la comprendía.
—Mira, mi vida, te voy a hablar muy claro. Tú sabes muy bien por dónde voy. Ahora solo me falta saber por dónde vas tú.
—No hablas nada claro. ¿En referencia a qué? —contestó ella.
—A lo nuestro.
—¿Todo esto es por tu madre?
—No. Todo esto es por nuestra relación y porque no estoy muy seguro de que queramos ir en la misma dirección.
No. Evidentemente a Carmen se le habían quitado las ganas de ponerse retozona y estaba segura de que Borja tampoco tenía la mínima intención de entregarse al fornicio. Ahora, además, tenía mucho en que pensar, porque no terminaba de entender por dónde iba exactamente Borja. Pero, claro, como muchas veces pasa, se calló, por vergüenza.
El primer fin de semana en que me di cuenta de que Víctor no aparecería por mi casa fue triste. Me obligué de todas formas a resignarme. Así es mejor, me dije.
Y es que me había agarrado con uñas y dientes a sus reticencias, a esos pequeños gestos que según él eran involuntarios, con los que marcaba territorio y espacio vital. Me autoconvencí de que aquello demostraba que en realidad Víctor no quería comprometerse. Y no estaba hablando de que se arrodillara con un pedrusco de dimensiones faraónicas, y más después de mi experiencia matrimonial que, todo sea dicho, era bastante reciente. Yo solo quería estar tranquila, hablar tranquila, actuar tranquila. No quería preocuparme por esas cosas de «no, no digas eso…, lo asustarás. Pensará que estás desesperada y se irá». Yo no estaba desesperada y tenía más bien claro en base a mi propia experiencia que mejor sola que mal acompañada. ¿Cómo podía haber gente que siguiera pensando que era mejor estar casada aunque un poco a disgusto que sola? Si una decidía no casarse, estaba en su total derecho y, además, ¿qué más daba? ¿Me lo tenía que haber callado todo, la ausencia de sexo y hasta de mimos y de cariño, la infidelidad y los sentimientos que otra persona me despertaba, en pro de nuestro proyecto en común? Eso era tirar sola de un carro que pesaba demasiado. No. Nunca debí casarme con Adrián.
Pero con Víctor era diferente. Aunque, ¿qué más daba? Ya estaba hecho. Víctor y yo ya no éramos Víctor y yo. Solo dos personas, independientes, que no tienen más en común que el recuerdo de haber estado unos meses juntos.
Continuamente trataba de convencerme de todas esas cosas: de que era mejor sin él, que era mejor haberlo hecho en aquel momento, que aún no nos habíamos habituado demasiado al otro, que las cosas no se habían terminado de poner serias. Pero parecía olvidarme, en una especie de amnesia selectiva, de las llaves de su casa, de la fiesta en la que me presentó a su familia, de las vacaciones en Menorca y de su boca susurrando aquel «te quiero, mi vida», con los ojos cerrados y expresión algo torturada, como si el hecho de sentirlo le hiciera débil. Y lo obviaba porque en el fondo estaba segura de que Víctor no era de los que regalaban palabras de amor sin más. Pondría la mano en el fuego al afirmar que era la única chica que en los últimos diez años había escuchado eso de su boca.
Víctor se escudaba en una vida de desdén emocional, eso estaba claro. Detrás de los fines de semana de sexo sin compromiso no había nada tormentoso, simplemente la ausencia total de empatía con el género femenino. Así dicho suena fatal. Suena a sociópata, la verdad, pero lo que quiero decir con innecesaria galantería es que Víctor no necesitaba más que sexo de esas chicas porque aún no había conocido a nadie que satisficiera sus expectativas. Y lo peor es que creo que esas expectativas no eran reales y que nadie en todo el universo las cumpliría. Pero entonces llegué yo, que, aunque tampoco las cumplía, era un reto interesante.
Qué película: al final se implicó demasiado. Se le fue de las manos y poco importan ya las expectativas cuando el reto se ha convertido en una emoción extraña.
Después de creerme todas esas mentiras sobre mi seguridad emocional y sobre perder el tiempo con relaciones que no llegarían a ningún lado, pasé por otra fase. El segundo fin de semana sin él, sin llamadas ni mensajes ni señal alguna de que seguía vivo, pasé a recordar con melancolía resignada todas las cosas que había tenido durante unos escasos meses.
Me enamoré de Adrián con la ceguera de la posadolescencia y me había casado con él en un estado de total enajenación mental transitoria… ¿O debería decir enajenación emocional transitoria? Si lo hubiera pensado un mínimo de manera adulta, habría visto que las pequeñas cosas que nos separaban ya en aquel momento a Adrián y a mí pasarían de ser pequeños detalles que nos hacían sonreír a gigantescos problemas que harían de lo nuestro algo irreconciliable. Después, cuando ya llevaba meses dándome cuenta de que estaba sumida en un matrimonio que zozobraba, conocí a Víctor y en un curso acelerado tuve que aprender sobre los hombres, en semanas, lo que una mujer normal aprende desde la veintena hasta los treinta.
Y después de aprenderlo, lo había tenido todo durante unos meses.
Al tercer fin de semana, cuando me di cuenta de que hacía más de veinte días que no veía a Víctor y que no sabía nada de él, me enfadé muchísimo. Quizá albergaba, en el fondo, la estúpida y egoísta convicción de que él volvería corriendo bajo la lluvia gritando mi nombre en plena noche. La verdad, las mujeres somos un poco tontas pero no es culpa nuestra, no. Es culpa de la industria cinematográfica, de los cuentos de princesas de Disney y de los libros que siempre terminan bien.
No le dije a nadie que me sentía frustrada por que Víctor no hubiera decidido volver montando un numerito estupendo que contar a nuestros hijos. Lo primero, porque yo aún andaba haciéndome la durita.
Después de llorar en el regazo de Lola me había enclaustrado en mi fortín de treinta metros cuadrados a anhelar y sollozar bien sola, que para esas cosas no necesito público. La primera semana engordé dos kilos. La segunda los perdí. La tercera semana me debatía entre la angustia vital que no me permitía ni levantarme de la cama para comer y la ansiedad más estrambótica, que me llevaba a hacer un enorme pedido de comida grasienta a domicilio que al final, presa de los remordimientos, terminaba durando días. Por lo menos eso me permitió ahorrar. ¡Ahorrar!
Dios…, estaba convirtiéndome en otra persona. Lo normal en mí habría sido que, una vez que Adrián y yo nos repartiéramos el dinero que teníamos en una cuenta común, yo hubiera salido de compras a hacer algún roto, pero no. Conté el dinero, que Adrián me hizo llegar en billetes mundanos (nada de esos glamurosos cheques) y bajé a la sucursal bancaria, donde los ingresé sabedora de que o encontraba un trabajo pronto o terminaría con todos mis ahorros en el lapso de siete u ocho meses.
(Modo ironía On) Qué bien, eso me animaba mucho… (Modo ironía Off)
Me pregunté cuándo se me pasaría y mientras veía un capítulo de Sexo en Nueva York quise que Charlotte tuviera razón al decir que para recuperarse de una ruptura hace falta justo la mitad del tiempo del que has estado con él. Víctor y yo habíamos estado juntos unos cuatro meses. Solo cuatro meses, contando cuando sin estar juntos, lo estábamos. En fin. Cuánto drama para una relación tan corta, ¿no? Pues volviendo a lo de superar lo nuestro, estaba cerca del ecuador de mi duelo. ¿Resurgiría después como el ave fénix? ¿Me cambiaría el color de pelo y me compraría ropa sexi y prieta con la que salir de caza?
Un pensamiento llevó al otro y cuando hizo un mes del día de nuestra ruptura me eché a llorar, mientras planchaba, pensando en lo que me esperaba a partir de ese momento. ¿Ligar? ¡¡Yo no había sabido hacerlo en mi puñetera vida!! A mí las cosas me salían natural y no estaba muy segura de tener capacidad suficiente como para saber ponerme coquetona con un desconocido. Bien pensado, tampoco me interesaba conocer a ningún hombre. Quería estar con Víctor o estar sola.
Bueno, al menos en eso estaba en lo cierto. Sola iba a estar…