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ORDENAR LA BASURA

El lunes a mediodía Eduardo, mi cuñado y abogado, me llamó para decirme que ya se había puesto en contacto con Adrián y que todo podría hacerse de mutuo acuerdo sin tener que llegar a complicar mucho la cosa. Esa misma tarde el que me llamó fue Adrián para pedirme, en un tono muy serio pero cordial, que nos viéramos en una cafetería del centro. Era lo único que pedía antes de firmar el divorcio. Ni en mi casa ni en su estudio ni en un restaurante que nos recordara nada. Una cafetería gris y desconocida, sin ningún recuerdo adosado como una bomba lapa.

Cuando nos vimos los dos sonreímos tirantes. A ninguno se nos habían olvidado las cosas horribles que nos habíamos dicho el uno al otro. Adrián y yo habíamos discutido muchas veces en nuestra relación, pero jamás como aquella tarde.

Nos sentamos en una mesa al fondo y me fijé en que ya no llevaba la alianza; me sorprendió descubrir que aquello me dolía. En el fondo yo no odiaba a Adrián. Iba a ser una separación dura.

Durante un rato hablamos fríamente de algunos asuntos sobre nuestra separación que según Eduardo era mejor aclarar. Cosas desagradables llegados a aquel punto. Mi casa, las cuentas del banco, la moto, lo poco que teníamos de valor… Eduardo iba a encargarse de todo y Adrián ni siquiera necesitaría buscar un abogado. Pronto firmaríamos los papeles y dejaríamos de ser marido y mujer.

Mientras Adrián, muy serio, me explicaba cómo procederíamos con nuestras cuentas conjuntas del banco y garabateaba en un papel, me acordé de cuando, en la cafetería de mi universidad, hicimos la lista de invitados de nuestra boda y organizamos las mesas. Recordé la ilusión y el miedo de aquel momento. No sabíamos si la gente tendría razón y aquello sería una locura. Al final sí lo fue. Les dimos la razón.

Adrián sacó las cartillas del banco actualizadas y anotó cifras en el papel en blanco. Dividió. Esto es tuyo, esto es mío. Todo en un tono tan frío…

—Tú pagaste la Vespa, así que… —y siguió hablando.

Vi el casco apoyado en una silla vacía. Nos montamos en aquella moto vestidos de novios. Quise comprarla para que tuviéramos algo nuestro aquel día. La pagué con todo lo que había ahorrado trabajando en una pastelería.

Nos casamos en un jardín precioso un día de abril, en una ceremonia íntima a la que no asistieron más de cuarenta personas… Yo llevaba un vestido corto color marfil con zapatos marrones y él un pantalón gris pardo, una camisa blanco roto, unos tirantes beis y zapatos marrones. Brindamos con botellines de coca cola en lugar de con copas de champán.

Aquella noche me desnudó despacio y lo hicimos por primera vez sin preservativo, como si fuera nuestra forma de perder la virginidad. Después nos levantamos de la cama y, vestidos con nuestra ropa de dormir, nos comimos las sobras de la tarta nupcial…

Tragué saliva y me acaricié el dedo en el que antes llevaba la alianza. Al levantar la mirada me encontré con la de Adrián.

—Quédate la moto. Fue mi regalo de boda. —Me froté la frente—. Tú me regalaste aquellos zapatos…

La expresión de Adrián cambió un ápice y se volvió más cálida.

—¿Estás segura?

—Sí, pero júrame que irás con cuidado. —Se me hizo un nudo en la garganta y empecé a toquetearme la frente con nerviosismo.

Él asintió y lo anotó en el papel en el que estaba escribiendo todos nuestros acuerdos.

—Creí que resultaría más fácil —dije de repente.

—Eduardo se encargará de todo —contestó mirando el papel concentrado en el trazo que describía con el bolígrafo.

—No, no es a eso a lo que me refería. —Sentí un nudo de nuevo—. Estaba acordándome del día de nuestra boda. —Sonreí evitando parpadear demasiado—. He decidido que es el recuerdo con el que me quiero quedar.

Adrián cogió aire y después lo echó fuera de su pecho.

—Yo… Ojalá pudiera borrar todas las cosas que han ido mal, Valeria. Estoy enfadado, pero sé que un día me levantaré y se me habrá pasado. Nunca debí decirte aquellas cosas ni faltarte al respeto. Y mucho lo he hecho sin darme cuenta.

—Siento que todo haya sucedido de esta manera. De verdad que lo siento… —Jugueteé con una servilleta.

—Y yo, pero tienes razón. Esto está destrozado. Quizá podríamos volver a levantarlo, pero ya no sé si… —Se pasó las manos entre el pelo y las dejó caer sobre la mesa—. Tú has rehecho tu vida y…

—No, yo… —Cerré los ojos y tragué saliva.

—Pídele disculpas a Víctor. Sigo pensando que cruzó por donde no debía, pero no fueron maneras. Ni siquiera recuerdo bien qué le dije. Estaba… como loco.

—Adrián…, Víctor y yo ya no… —No creo que tenga ocasión de decírselo—. Hemos roto.

Me sostuvo la mirada.

—¿Te ha dejado? —dijo con expresión neutra esperando escuchar un sí para decir eso de «yo tenía razón».

—No. Yo…, era demasiado pronto. Yo…, yo le dejé.

Hubo un silencio en el que no me pasó desapercibido que Adrián se tocaba el dedo anular de su mano derecha, donde antes estuvo la alianza.

—¿Es por mí? ¿Ha sido porque…?

—Dijiste algunas cosas… —bufé, qué duro estaba siendo—. Dijiste cosas que creí que podrían hacerse realidad. Y no estoy preparada para otra ruptura traumática. Con esta ya tengo suficiente.

—¿Traumática?

Apoyé los codos sobre la mesa y después la cara sobre una mano. Sonreí con pena.

—Dejar de quererte no está siendo un proceso fácil, Adrián. Claro que es traumática.

Se mordió el labio y miró a la mesa.

—Para mí tampoco está siendo…

Asentí. Él hizo lo mismo.

Se removió en la silla y supe que iba a decirme algo sobre nosotros, sobre lo que signifiqué en su vida. Siempre se sentía incómodo cuando se veía abocado a hablar de emociones. No le gustaba manejar sentimientos. Para ser artista era un hombre muy contenido.

Al fin suspiró y confesó:

—Si nunca te dije lo muchísimo que te quiero es porque no sé decirlo. Solo sé que jamás podré querer a otra mujer. —Un nudo en la garganta no me permitió tragar y los ojos se me humedecieron. Disimulé. Él siguió hablando—: Me bastaron unos días con Álex después de irme de casa para saberlo. No…, no era lo mismo. ¿Te acuerdas de cuando te ibas de mi cama por las mañanas para ir a clase?

—Sí. —Me reí al recordar la cantidad de mentiras que tenía que contarle a mi madre para poder dormir con él.

—Dejabas las sábanas llenas de cosas bonitas de las que acordarse. Por eso me dio por fotografiar nuestra cama desecha durante tanto tiempo. Cuando Álex se iba las sábanas estaban vacías y yo también. ¿Por qué rompí lo nuestro para meterme entre sus piernas? No lo sé. Pero sí sé que solo podré quererte así a ti. No podré enamorarme nunca de la misma manera.

—Sí podrás —dije al final.

—No, lo supe en el mismo momento en el que me di cuenta de que te quería.

Aquello llegaba tantos años tarde…

—¿Y cuándo lo supiste? —Y no pude evitar que me temblaran los labios.

—En el jardín de casa de Jaime una tarde tomando algo. Se estaba poniendo el sol y te daba en la cara. El pelo te brillaba mucho y deseé que nunca se hiciera de noche, que los días no pasaran. Te dije algo… —se rio—, algo de averiguar cómo conseguir que no te secaras. Supongo que no lo recordarás…, hace muchos años.

—Se te derramó la coca cola en el pantalón y bromeamos sobre que esas manchas desaparecían. —Una lágrima cayó encima de una servilleta de papel y respiré hondo.

—Tú siempre lo supiste demostrar mejor que yo. —Nos callamos. Me sequé las mejillas—. Por fin estamos haciendo algo bien —dijo—. Venga, Valeria, nos quedará buen sabor de boca cuando pase el tiempo y todo se calme —él siguió hablando algo más resuelto. Dejábamos de lado, por lo visto, los asuntos sentimentales y volvíamos a lo práctico—. Quería aprovechar para decirte que voy a irme una temporada. Un colega me arregló unos trabajos fuera…

—Vaya.

—Sí… Necesito irme. Empezar de cero.

—Lo entiendo.

—No te llamaré en una temporada. Quizá pase mucho tiempo hasta que pueda hacerlo. Necesito dejar de escuchar tu voz, dejar de verte y…, ya me entiendes, volver a familiarizarme con las cosas ahora que no estás. Han sido muchos años… —Respiré hondo—. No voy a volver para arreglarlo. Me conoces y quería al menos darnos ese alivio. Un se acabó de verdad. Solo… sé que con el tiempo te llamaré y que me encantará saber, no sé, que te has casado otra vez, que tienes niños. —Sonrió tristemente—. Tú siempre quisiste niños… Pero tendrá que pasar mucho tiempo para que me alegre por ti y no me duela.

Sonreí y me sequé las lágrimas.

—¿Puedo preguntarte algo? —dije.

—Claro.

—¿De verdad el libro te pareció…?

—Bueno… —me interrumpió—, no puedo decir que me gustara, pero no soy objetivo. Yo no puedo hacerte daño con mis fotos, pero las palabras son mucho más peligrosas.

—No intentaba hacerte daño.

—Bueno, pero siempre te gustó demasiado escribir guarradas —dijo sonriendo.

Cuando nos despedimos en la puerta de la cafetería lo hicimos hasta el día de la firma de los papeles. Después de aquello ya no sería hasta luego. Sería adiós y, conociendo a Adrián, sería de verdad.

Bien. Parecía que los cabos sueltos se iban solucionando.

Ahora solo me quedaba volver a casa, hacerme un ovillo y lamerme las heridas.