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SENTIR MIEDO NO TIENE SENTIDO

Nerea cogió todo el aire que pudo dentro de su pecho y después lo dejó escapar poco a poco. Se convenció de que era una tontería. No era una de esas cosas de las que uno trata de autoconvencerse sabiendo que en el fondo no tiene razón. No, ahora la tenía. Necesitaba hacer aquello. Cogió el teléfono inalámbrico y se sentó en el sofá, donde suspiró un par de veces más. Marcó el número de memoria y esperó escuchar los tonos. Uno, profundo, grave. Dos, monótono. Tres, haciéndose eterno. Cuatro, invitándole a colgar, y al quinto, la voz cantarina de Carmen le recibió con un enérgico:

—¡Hola, preciosa!

—Hola, Carmenchu —dijo Nerea cariñosa—. ¿Te pillo mal?

—Para nada. Con esto de la jornada intensiva estoy de lujo. ¡Salir a las tres! Pero ¡si hasta tengo vida por las tardes! De repente dispongo de tiempo para ver a Borja y todo. Para verlo, claro, y para discutir, no te vayas a pensar.

Nerea asentía, aunque Carmen no fuera a verla.

—Pero dime, Nerea, guapa, ¿querías algo?

—No. Solo charlar —mintió.

—Bueno, cuéntame, ¿qué tal? Pero no me cuentes cosas de ese cretino. Ya sabes a quién me refiero. Sé que tendré que ir digiriendo poco a poco que algún día os casaréis, pero dame tiempo. Ahora se me atraganta. Mamón asqueroso. Y lo digo con respeto, cielo, con respeto hacia ti.

Nerea sonrió. En el fondo nunca la ofendió ese odio acérrimo a Daniel. Casi la entendía. Si ella hubiera estado en la situación de Carmen le habría suministrado cicuta la primera semana. Su chico era terriblemente guapo y atractivo, pero podía ser frío y monstruoso como el abominable hombre de las nieves. Eso lo sabíamos todas ya a esas alturas. Lo que había pasado entre Carmen y él no había dejado mucho lugar a dudas.

—Oye, ¿de verdad no pasa nada? —insistió Carmen.

—Bueno…

—¿Qué pasa? ¿Te ha hecho algo? ¿Es eso? ¿Quieres que le den una paliza? Si quieres que se la den, creo que podríamos apañarlo con unos cuantos cientos de euros…

—Carmen… —se quejó Nerea.

—No bromeaba.

—Lo sé, eso es lo que más miedo me da.

—¿Qué pasa?

—Lo que pasa es que te he escondido algo y me siento ridícula porque no tenía que haberlo hecho.

—¿Qué pasa? —repitió Carmen preocupada.

—Me he quedado embarazada.

—Oh, Dios —se escuchó gimotear a Carmen.

—No voy a tenerlo. Iba a interrumpirlo ayer, pero al final en la clínica se equivocaron al darme cita… —Suspiró—. Iré la semana que viene.

—Pero…

—Daniel no lo sabe y no quiero decírselo.

—¿Por qué? ¿Crees que reaccionaría mal?

Nerea arqueó una ceja. Ni siquiera se lo había planteado.

—No, no es eso. Es que quiero hacerlo y punto. Ya está. Él me dirá cosas como que tenemos que pensarlo bien y… yo quiero deshacerme de todo este lío lo antes posible. ¿Entiendes?

—No… ¿No quieres tenerlo? —Y Carmen, en su casa, se tocó el vientre de manera involuntaria. Su opinión sobre ese tipo de interrupciones era tan diferente…

—No. ¿Qué hago yo ahora con un bebé que no quiero?

—Quizá después te arrepientas, Ne. Deberías pensarlo detenidamente. Igual ahora crees que no quieres a ese bebé pero después…

—No lo voy a querer nunca. Odio esto. Odio…

—Y… ¿la adopción?

—¿Y qué hago con los nueve meses anteriores? ¿Qué hago en mi trabajo? ¿Qué pensarán de mí? ¿Y mi madre?

—Vale, vale —contestó Carmen.

Cerró los ojos y se obligó a sí misma a no juzgarla, a no pensar en «lo que yo haría es…». Respiró hondo. Conociendo a Nerea, no sería una cuestión de irresponsabilidad o de falta de educación sexual. Sería un error ajeno a ella que no habría podido controlar. Ya no éramos unas crías. Tenía que entender que, aunque su reacción no hubiera sido la misma, debía respetar que Nerea pensara de otro modo.

—Acompáñame —escuchó suplicar a Nerea.

—¿Yo? —preguntó sorprendida.

—Sí. Por favor.

—¿No puede Lola?

—A Lola no lograría arrastrarla hasta allí ni metiéndola en un carromato lleno de hombres desnudos.

—Bueno, quizá así sí que podrías. —Las dos se echaron a reír y la tensión se rebajó un poco—. Nerea, sabes lo que opino sobre el aborto.

—Por eso me cuesta tanto pedírtelo.

—No voy a juzgarte, pero preferiría no pisar jamás una de esas clínicas.

Nerea se calló. Se tapó la cara y sollozó en silencio. Ella no pensaba mejor de sí misma, pero sabía que era lo que quería y debía hacer.

—Cariño… —dijo Carmen—. Dime que me entiendes.

—Te entiendo, Carmen. Siento ponerte en esta situación. Es culpa mía.

Carmen suspiró y en su casa también se tapó la cara. Las dos se quedaron en silencio. La cabeza de Carmen iba a toda velocidad. Abortar. Ella nunca lo haría. Para ella aquello era muy diferente. No podría hacerlo. ¿Por qué no podía acompañarla yo? Ella no. Por favor, ella no. Pero… ¿iría entonces Nerea sola? ¿Pasaría por aquello sola? Ya había tenido que tomar sin ayuda ni respaldo la decisión, que no era precisamente fácil. Nerea sola y ella en su casa, ignorando el problema de una de sus mejores amigas. Pero ¡es que no estaba de acuerdo con aquello! Dios, qué difícil. Sin embargo… ¿lo más importante no era seguir siendo el tipo de amiga que nosotras éramos para ella?

—Tranquila, Nerea. Vale. Haremos una cosa. Vamos, lo hacemos y después volvemos a tu casa y te mimo. Será noche de chicas, ¿vale? Tú y yo. Comemos helado, vemos alguna peli de hombres sudorosos semidesnudos y jugamos a la Wii. Pero nada de hablar de tu chico. Si me lo prometes, yo tampoco hablaré del mío.

—Prometido —repuso Nerea con una sonrisa tonta—. Pero tú puedes hablar de Borja si quieres. Me cae bien.

Después se despidieron y Carmen, antes de colgar, le dijo:

—Te quiero mucho, Nerea. Que no se te olvide nunca. Sobre todo cuando me meto con él.

Y cuando colgó, Nerea se dio cuenta de que no tenía sentido tener miedo, porque con nosotras siempre podría sentirse en casa. Sin secretos. A su madre, que le dieran viento fresco y una caja de Valium.

Carmen anduvo hasta el final de la avenida con los brazos cruzados sobre el pecho, meditando sobre la conversación que acababa de tener con Nerea. ¿Cómo había podido pasarle? Con lo cuidadosa que era… o, más bien…, con lo cuadriculada que era. Se dijo que debía andarse con ojo. Sabía que Borja no iba a repudiarla si le pasara y que incluso se ilusionarían. Sus padres tardarían un poco más en encajarlo porque apenas conocían a Borja, pero terminarían por animarse con el rollo de ser abuelos. Pero… ¿la madre de Borja? Ella se tiraría desde el balcón. Humm…, quizá quedarse embarazada no era tan mala idea.

Vislumbró a Borja al final de la calle, fumándose un cigarrillo apoyado en una pared. No pudo evitar sonreír al imaginarse a su suegra tirándose de un cuarto piso al grito de «Gerónimo». Él se giró, la vio y le devolvió la sonrisa de una manera tan clara que a Carmen le hormigueó el estómago. No tenía duda. Aquello era estar enamorada.

—¿Qué pasa, mi vida? —dijo él rodeándole la cintura con un brazo y besándola.

—Fumas mucho.

—Eso es que te echo mucho de menos.

—Bah, no trates de camelarme.

Una chica con una carpeta de piel bajo el brazo se paró frente a ellos y les preguntó si habían quedado para ver un piso.

—Sí, yo soy Borja, encantado. Hablamos esta mañana.

Le dieron un apretón de manos cada uno y subieron con ella al tercer piso de aquel edificio.

Lo primero que les sorprendió fue el ascensor, de los antiguos, pero a diferencia de todos en los que Carmen había subido hasta el momento, era amplio. La chica los miró con una sonrisa y dijo:

—No os asustéis por el ascensor. Es más nuevo de lo que parece. Vintage. —Lanzó una risita y sin perder la sonrisa añadió—: Y cabe un carrito de bebé, por si pensáis ampliar la familia pronto.

Borja se echó a reír mirando al suelo y metió las manos en los bolsillos y Carmen, de pronto, tuvo miedo. ¿Bebé? ¿Ampliar la familia? ¿Cuándo había pasado de hablar de ligues, ropa, sexo, trabajo, política, literatura… a hablar de bebés? El corazón le retumbaba dentro del pecho y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva.

Se trataba de un piso de unos sesenta metros cuadrados, pero ellos no buscaban más. Eran dos y, por lo que ella tenía entendido, a no ser que la señora Puri quisiera mudarse con ellos, por ahora no planeaban ser más. Tenía una cocina digna, no como la minúscula barra en la que ahora cocinaba, un salón que podría definirse hasta como amplio, dos habitaciones y dos baños. Estuvieron viéndolo todo minuciosamente, tratando de no quedarse con ninguna duda.

—¿Tiene calefacción? —preguntó Borja.

—Sí, calefacción y aire acondicionado.

—¿Gas natural?

—Gas natural para la calefacción y el agua caliente. El resto va todo con luz. El horno, la vitrocerámica, el aire acondicionado… Mirad, tenéis también toma de teléfono y luz aquí, aquí y aquí. —Les señaló tres puntos del dormitorio principal.

Carmen abrió el armario y sonrió al tiempo que le lanzaba una miradita de aprobación. Era un buen armario, sin duda. Miró a Borja de reojo, que apuntaba cosas en una pequeña libreta, y los dos se sonrieron.

Carmen hizo resonar sus tacones sobre el parqué y anduvo hasta la habitación que había junto al que podría ser el futuro dormitorio de los dos. De los dos. Ya no de ella. De Borja y suyo. Menudo paso. Era un paso importante.

Llevaba cuatro años viviendo sola. Al principio había compartido piso con unas cuantas chicas, pero cuando se dio cuenta de que el mundo estaba lleno de gente loca, quiso salir de allí sin tener que arriesgarse a que las siguientes estuvieran peor. Por eso alquiló su pequeño estudio. La soledad le gustaba y no le importaba que su dormitorio, su despacho y su salón fueran casi la misma estancia. Al fin y al cabo era para ella sola y, siendo realista, no podía gastarse más. Ya era un lujo vivir sola. Pero cuando Borja y ella empezaron a salir supo que su tiempo allí estaba a punto de terminar. El estudio se le quedaba pequeño. Era lo natural, ¿no?

Conoces a alguien, te enamoras poco a poco de él y al final se toman decisiones entre dos. Primero los besos, después las caricias, luego el sexo y las palabras de amor. Las promesas, los planes y, poco a poco, la vida en común. ¿Iba ella a asustarse ahora por un paso tan natural?

Sí.

Un poco.

Tragó saliva otra vez, entró hasta el fondo de la habitación y se asomó por la ventana, mientras escuchaba a Borja y a la chica de la inmobiliaria charlar de fondo, sin prestar atención a lo que decían. Suspiró, se apoyó en la pared y se dio cuenta de que parecía que había terminado el instituto dos días antes. Hacía una milésima de segundo ella cumplía dieciocho años con la ilusión de hacer doscientas cincuenta mil cosas emocionantes con su vida. Tenía todas las puertas abiertas. Y, de pronto, tenía casi veintinueve años, algunas puertas ya se le habían cerrado, estaba viendo un piso prácticamente vacío para alquilarlo con su pareja y alguien había hablado de niños… ¿Era aquello lo que quería? ¿Tan rápido? ¿Tan pronto?

Unos pasos detrás de ella la devolvieron a la habitación vacía y al girarse se encontró con Borja, que sonreía.

—¿Qué te parece?

—Es bonito —contestó Carmen.

—¿Te gusta?

—La verdad, me gusta mucho. Es el mejor de los que hemos visto.

—¿Te has fijado en los techos? —dijo él señalando las molduras.

—Son una pasada. —Carmen se embobó un poco mirando por la ventana otra vez.

—Es un buen barrio. El piso está reformado. Tiene dos baños…, dos habitaciones… Creo que es lo mejor que encontraremos por este precio. —Carmen suspiró y asintió—. Pero no tenemos por qué conformarnos, ¿sabes, cariño? Podemos seguir mirando. Podemos echar un vistazo a otras zonas, otros barrios. Quizá salir un poco más, alejarnos del centro.

Ella le miró y él dibujó otra vez una sonrisa clara.

—Me gusta. En el dormitorio cabría hasta un tocador —bromeó ella.

—Sí, y el palacio de la Nancy —le contestó Borja mientras sacaba su manoseado paquete de tabaco del bolsillo de sus pantalones—. ¿Dónde he dejado el mechero?

—En el bolsillo de la camisa —le contestó ella dándole una palmadita en el pecho.

Por un momento solo se escuchó el ruido del mechero y una calada al cigarrillo. Después el humo se acercó sigilosamente a ella y las manos de Borja le abrazaron la cintura, por detrás. Apoyó la barbilla en la coronilla de Carmen y suspirando le dijo:

—Yo preferiría que esperáramos, que hablásemos con los bancos y que compráramos un piso…

—Como antaño. —Se rio ella.

—Pues sí, supongo —ya lo habían discutido. Estando la cosa como estaba en el tema económico, ella no se atrevía a dar un paso tan grande. Él siguió hablando—. Pero ¿qué le voy a hacer? A estas alturas ya es más que evidente que harías de mí lo que quisieras.

—¿Sí? —Le miró de reojo.

—Claro. Porque te quiero más que a mi vida.

A Carmen las rodillas se le pusieron flojas y el estómago le estalló. Se vio a sí misma saludando a Borja por primera vez, en el trabajo, creyendo que en realidad le estaban presentando a un tal Enrique. Después recordó la primera vez que se sorprendió a sí misma ensimismada mirando el pestañeo de sus ojos amarillos, escondida detrás de su ordenador. Cogió aire y aspiró ese olor, mezcla de tabaco, perfume y él mismo, y sonrió.

Borja y Carmen eran como el sol y la tierra. No podían ser más diferentes. Ella era algo rebelde por naturaleza, abierta, contestataria, tenía un genio de mil demonios y algunas veces resultaba hasta soez. Era independiente y sorprendentemente sensible a la vez. Sin embargo, Borja era tradicional y tímido, rayando en el hermetismo. Era familiar, pero extrañamente frío para algunas cuestiones. A veces discutían por nimiedades y hasta les entraban ganas de mandarse a tomar viento, pero es que el amor es así de aleatorio; no busca a quienes mejor se llevarían para juntarlos. Hay cosas que exigen ser peleadas. Carmen empezaba a tenerlo más que claro.

Y por si aún tuviera alguna duda, Borja la estrechó y le puso una de sus manos abierta sobre el vientre. Se acercó y le susurró al oído:

—Estoy aquí y no dejo de pensar… que contigo tengo ganas de ser padre. Y que eres la mujer de mi vida.

Y Carmen, sin más, sonrió. No. Sentir miedo no tenía sentido, porque aquel era Borja.

Lola estaba absorta en el bailoteo de un poco de vino tinto en una copa que sostenía en su mano, haciendo que el líquido empapara las paredes para volver después plácidamente al fondo. No sabía cuánto tiempo llevaba así, pero a juzgar por lo lleno que estaba el cenicero, debía de ser más bien mucho.

Estaba asustada. A Lola, aunque a nuestros ojos era una superheroína sin miedo a nada, le daba miedo pensar en estar sola. Llevaba un par de días interrogándose a sí misma sobre si en el caso de Sergio y ella no sería suficiente con quererse. Podían intentarlo.

Trató de imaginárselo, pero no pudo.

Estuvo pensando largo rato si no sería ella el problema. Quizá estaba aquejada del síndrome de Peter Pan y no se sentía aún preparada para el compromiso. Pensó en que hasta el más inútil sabe vivir acompañado y se sintió sola. En un intento por sentirse fuerte pensó que quizá lo complicado era saber estar con una misma. Ella se conocía y, aunque a veces se había mentido con el tema de Sergio, estaba segura de saberse todos los entresijos y triquiñuelas de las que era capaz para hacerse sentir bien. No, en el fondo ella nunca lograba engañarse.

Hizo un repaso mental sobre sus últimas relaciones. Relaciones, que no rollos. Para ella siempre fue muchísimo más fácil conocer a un chico mono, besarle, llevarlo a casa y después de correrse, pedirle que se fuera. Nunca pasó un mal trago, aunque muchas veces se arrepintió. Como con Carlos. Hacerlo con alguien por despecho no hace más que engrosar el saco de sentimientos perversos y malintencionados que tenemos hacia una persona y que, al final, terminamos gestionando solas.

Saúl le había gustado mucho, pero su relación no pasó del año. Era imposible porque él iba un poco de «molón» y se quería demasiado a sí mismo y a sus planes de futuro. ¿Y cuáles eran esos planes? Pues daba un poco igual, porque a ella jamás dejaron de parecerle una rocambolesca patraña que terminaría quedándose en un matrimonio con una niña rica y caprichosa que pudiera seguir permitiéndole vivir sin dar un palo al agua. Esas cosas casi siempre terminan así. Ni siquiera le lloró. Siempre lo tuvo demasiado claro.

Una cosa llevó a la otra y se acordó de Miguel. Buf. Miguel. Aún se le encogían las entrañas al acordarse de él. Su única relación sincera. La única, se repitió. Aquello sí que le había hecho daño, sobre todo porque no tenía edad para enfrentarse a ciertos sentimientos. Ella tenía dieciséis años y Miguel treinta y dos. Nunca se habrían enfrascado en aquella historia de no ser porque Lola nunca aparentó tener la edad que tenía. No le mintió, pero cuando se dio cuenta de que él pensaba que iba a la universidad, calló, sin sacarlo de su error. Él era demasiado serio como para meterse en historias de ese tipo por diversión. Cuando se enteró… lloró. La miró, se sentó y se echó a llorar. Y aquello a Lola la destrozó, porque ya era tarde para los dos. Estaban enamorados.

Lola estaba segura de que él también había sufrido mucho. Ese había sido el motivo por el que después de tres años había terminado todo. Miguel no dejó ni un segundo de martirizarse y torturarse por el hecho de haberse enamorado de una chica de esa edad. Podrían haberlo llevado en secreto, esperar a que ella tuviera dieciocho o diecinueve años y después destapar el pastel, como quien se acaba de enamorar de súbito, pero estaba el pequeño detalle añadido de que Miguel era un hombre casado. Lola se preguntó si no sería aquello lo que le había terminado atrayendo de Sergio…, un nuevo Miguel.

El día que Miguel se presentó en la puerta de su universidad por sorpresa ella tuvo una corazonada: o empezaban de verdad o lo dejaban para siempre…, y poco le costó darse cuenta de que era más bien la segunda opción.

Se ofreció a llevarla a casa y, metido en el coche, en el enorme aparcamiento, le dijo que nunca dejaría de quererla pero que aquello tenía que terminar.

—Esto no es una excusa, te juro que lo hago por ti. Tienes demasiadas cosas por vivir. Yo no tengo derecho a hacerte esto, Lola. Y en el fondo no puedo dejar de pensar que tú me olvidarás un día y que yo nunca dejaré de quererte.

Lola supo que todo aquello era verdad cuando, poco después, se enteró de que Miguel se había separado y había aceptado un puesto de trabajo en otra ciudad. Era, probablemente, el único hombre bueno del que Lola había estado enamorada. Miguel…, cómo sufrió. Quizá siguió sufriendo al despedirse de ella, pero era lo justo para los dos. Cuando maduró, Lola lo entendió.

Lloró mucho. Lloró, lloró y lloró. Pensó que se moriría de pena. Tres años con él, haciendo planes que siempre tuvieron intención de cumplir. Pero Miguel luchaba contra algo que tenía demasiado arraigado dentro de sí mismo: la idea de que lo suyo estaba mal. Lola sonrió al pensar en el tiempo que esperó Miguel para acostarse con ella… porque estaba mal. No lo pareció cuando lo hicieron por primera vez. Lola casi había olvidado que el sexo puede ser algo más. Dio gracias por tener el recuerdo de Miguel, por haberse entregado por primera vez a alguien bueno.

Dejó la copa sobre la mesa auxiliar que había junto al sofá y de pronto se sintió sumamente liberada. No. No había muerto de pena en aquella ocasión, cuando Miguel la dejó, y no moriría ahora, cuando aceptara que Sergio y ella no tenían futuro de verdad. Futuro sano, como se merecían.

No, no tenía sentido sentir miedo porque, si había podido enamorarse de Miguel y después de Sergio, llegaría un día en el que encontraría a alguien y con un poco de suerte la vida le habría dado ya suficientes lecciones como para hacer las cosas bien.