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TÚ YA ME QUIERES, PERO AÚN NO TE HAS DADO CUENTA

A la mañana siguiente Víctor me despertó con suavidad. Y menuda visión la mía con todo el pelo revuelto por la cara y un poco de baba escurriéndose por la comisura de los labios. Él, como siempre, estaba perfecto, vestido ya con un traje azul marino y camisa blanca. Remoloneé apoyada en su hombro cuanto pude mientras me ponía un cojín detrás de la espalda. Después me aparté a manotazos el pelo de la cara, di los buenos días y él me colocó sobre las rodillas una bandeja con el desayuno. Se marchó a trabajar enseguida, pero con la promesa de que volvería a la hora de comer. La bandeja tenía una nota, breve.

«Eres la única que me ha hecho sentir así en toda mi vida».

Como una tonta, miré la nota durante minutos y acaricié el trazo, fuerte y decidido, de sus letras. Era la primera vez que veía su caligrafía y la primera vez que me sentía tan ilusionada en años.

Al rato me fui a casa. Estaba borracha de Víctor. Todo era Víctor y hasta el café me sabía a su olor. No, aquella era otra Valeria, una muy colgada, muy ilusionada, muy… ¿enamorada? Podría convivir en el mismo cuerpo con ella siempre y cuando me dejase algo de espacio.

Pasé el día en mi piso y me dediqué a escribir un rato por puro placer. Víctor llamó a las dos y relató su profunda decepción por no encontrarme en casa a la vuelta. De todas formas me pareció que en el fondo le aliviaba saber que comprendía que el hecho de que me hubiera dado las llaves de su casa no significaba que tuviéramos que vivir juntos los siete días de la semana.

Después hablamos de nuestras cosas, como una pareja cualquiera. Víctor no iba a poder coger vacaciones el miércoles y tendría que esperar dos días más, lo que no le hacía exactamente feliz. Me temía que estaba planeando algo para los dos durante ese mes de vacaciones y que los cambios de última hora le incomodaban, pero él no dijo nada al respecto y yo tampoco confesé estar sospechando.

El viernes por la mañana, a eso de las doce, llamé a Nerea. No sabía nada de ella y se suponía que aquel día era la fecha concertada para la interrupción de su embarazo. Ella me contestó con voz fatigada.

—Te iba a llamar ahora mismo. Los de la clínica me dejaron un mensaje ayer en el contestador. Dicen que se equivocaron al darme la cita y que necesitan que lo retrasemos hasta el miércoles de la semana que viene.

—Oh, Nerea…, yo no sé si estaré aquí la semana que viene.

—¿Sales de viaje?

—No estoy segura, pero juraría que Víctor me quiere llevar a algún sitio de sorpresa. Sé que si al final son películas que me he montado en la cabeza voy a quedar fatal, pero es que…

—No tienes ninguna obligación. No voy a hacer que pares tu vida por mí. Tendré que decírselo a otra persona. —Percibí en su voz una nota de decepción que me pareció injusta.

—Nerea, cariño, lo siento, pero yo me programé para…

—No, no te preocupes. Perdóname. Estoy un poco nerviosa hoy. No me lo tengas en cuenta.

Quedé en llamarla el martes para charlar un rato y nos despedimos.

Cuando colgué el teléfono me di cuenta de que mi hermana me había mandado un mensaje en el que decía que la niña estaba para comérsela y que tenía que ir a verla. Una lucecita se me encendió dentro de la cabeza.

Aparecí en la oficina de Víctor a las dos, arreglada, peinada y maquillada. Saludé a la chica de recepción y le pregunté si él estaba en su despacho. Me dijo que sí y le dije que si podía entrar sin que le avisase, a darle una sorpresa. Aunque la noté reticente, al final acabó cediendo.

Caminé despacio por el pasillo hasta su despacho y llamé a la puerta formalmente. Me fijé en su nombre, en una placa en la puerta, y sonreí. Qué importante parecía.

—Pasa —dijo desde dentro.

Me asomé. Estaba inclinado sobre una mesa de dibujo de espaldas a la puerta, bajo un potente haz de luz y armado con un lápiz. Se había quitado la chaqueta, que tenía colocada en el respaldo de la silla, y llevaba la camisa arremangada hasta los codos y un par de botones desabrochados. Hacía calor allí dentro. A pesar de ello, cerré la puerta a mis espaldas.

—¿Tiene usted un momento?

Se giró y, sorprendido, vino a besarme. Tenía las manos manchadas de carboncillo y descubrí que sobre la mesa tenía el boceto de un interior.

—Perdona que no te toque todo lo que me apetece, pero no quiero ensuciarte. ¿Y esta sorpresa?

—Me ha surgido una cosita.

—¿Pasa algo? —Cambió la expresión.

—No, qué va, voy a comer a casa de mi hermana, a ver a la niña.

—Ah…

Le miré fijamente, con una sonrisa, a la espera de que añadiera algo más. Como no lo hizo, seguí:

—¿Tardarás mucho en salir?

—No, me pillas a punto de irme.

—Venga, pues coge las cosas —le pedí resuelta.

—¿Quieres que te acerque?

—¿No quieres conocer a mi sobrina Mar?

Arqueó las cejas. Y mientras se pasaba el dorso de la mano bajo la nariz fue hacia la mesa y dejó el lápiz. Nada que no hubiera previsto ya.

—Bueno, Valeria…, a mí estas cosas no se me dan especialmente bien, ¿sabes? —Me eché a reír y se giró de nuevo hacia mí—. ¿De qué te ríes? —preguntó contagiándose de la risa.

—De ti. Venga, coge la chaqueta y relaja el culo. Si te lo pido será porque no te va a doler, palabrita.

Como respuesta, solo una sonrisa de conformidad.

Llegamos a casa de mi hermana después de muchas vueltas para poder aparcar. Después de salir de su despacho, Víctor no mostró ni un ápice de nerviosismo. En realidad no era como si fuera a presentárselo a mis padres y a obligarlo a que me pidiese la mano. Era Rebeca, y si algo tenía era una capacidad natural asombrosa para ser amigable.

Mi hermana nos abrió la puerta muy sonriente y miró de arriba abajo a Víctor antes de presentarse.

—¡Hola! Soy Rebeca.

—Encantado, Rebeca. No puedes negar de quién eres hermana. —Sonrió él.

—¿Tú crees? —bromeó ella. La verdad es que nos parecemos muchísimo.

—Sin duda. Soy Víctor. —La magnífica sonrisa de Víctor, con su dentadura blanca perfecta, la dejó flaseada.

Mi hermana esperó más explicación con una sonrisilla en la cara.

—¿Un amigo? —pinchó.

—Creo que eso debería contestártelo ella. —Me señaló con una simpática mueca.

—¡Oh! ¡Qué cabrón! —Lanzó una carcajada—. Ya me caes bien. ¿Qué quieres beber? ¿Cerveza?

—Sí, gracias.

Víctor le estrechó la mano a Eduardo, el marido de mi hermana, se presentaron y me miró cómo cogía a Mar en brazos.

—Se te ve muy desenvuelta.

—No, a mí no me pega eso de ser madre. Carezco de estos superpoderes.

—Es cierto. Es inútil perdida —convino mi hermana al tiempo que le pasaba una cerveza fría a Víctor y otra a Eduardo.

—¿Puedo cogerla? —preguntó tímidamente Víctor.

—Claro.

Dejó el botellín en su posavasos y cogió a la niña mientras se sentaba, frente a mí.

—Vaya, pues parece que el caballero también tiene mano con los niños —dijo mi hermana al ver la postura con la que sostenía a Mar.

—Tengo un sobrino recién nacido al que trato de coger todos los días. —Sonrió y yo aprendí algo más de él que no sabía—. Me gustan mucho los críos.

—No sabía que tu hermana… —susurré mesándole el pelo.

—Se le adelantó un poco. Fue cuando estabas… —levantó la mirada hacia mí— dándome espacio.

Los dos sonreímos y yo susurré un «cobarde de la pradera» que nos provocó carcajadas a los dos.

Víctor se acomodó en el sofá con la niña en sus brazos y le acarició la carita con la yema de su dedo índice. Yo, enfrente de él, le miraba ensimismada. Desde allí arriba, sus pestañas negras y espesas caían sobre sus mejillas, mientras miraba a Mar y le dedicaba un arrumaco. El corazón bombeó de pronto más lento y me mareé. Luego un repiqueo molesto me acosó, un bum bum rápido que resonaba dentro de mi pecho. Me posó la mano que tenía libre sobre la pierna y me miró.

—Es preciosa, Rebeca —dijo sin dejar de mirarme.

—Muchas gracias —escuché decir a mi hermana de fondo.

—Valeria está babeando. —Se rio.

—Lo hace a menudo —bromeó ella—. Es como los perros de Paulov.

¿Cómo no iba a babear? ¿Hay algo más sexi que un chico guapo sujetando en brazos a un bebé? Para mí no.

—Tu hermana es una mujer muy inteligente —murmuró Víctor cuando salíamos del portal de casa de mi hermana—. Y muy divertida.

—Sí. Lo es.

—Y tú has estado tan… —Se paró junto a su coche y se quedó mirándome.

—¿Tan qué?

—Tan relajada.

—Quería que me vieras así. Así de paso Rebeca ha podido echar un vistazo y comprobar que tengo muy buen gusto.

Me dio una palmada en el culo y fue andando hacia la puerta del asiento del conductor, pero en lugar de meterse dentro, se apoyó en la carrocería.

—¿Qué miras con esa cara? —le reprendí con coquetería.

—Me gusta que esto vaya hacia delante.

—Vaya, vaya, ¿quién lo iba a decir?

—Sí, quién lo iba a decir. —Y con una sonrisa despegó los ojos de mí.

Yo no dejaba de mirarlo. El sol le daba de cara y él arrugaba un poco los ojos, mientras se mordía los labios y buscaba las llaves del coche en los bolsillos del traje. Su cuello, su piel, sus ojos, la perfecta línea de su nariz, lo mullido de sus labios, la leve sombra de su estudiada barba de tres días, la manera en la que pestañeaba cuando perdía la paciencia… ¿Cómo podía parecerme todo tan adorable? ¿Me estaría volviendo cursi?

Y no era solamente aquello. Era el cosquilleo insistente en mi estómago y esa sensación de placidez cuando nos despertábamos juntos. Era esa voz que me decía, desde muy dentro, que podría pasar todos los días de mi vida solamente con él.

Entonces me di cuenta de que Víctor tenía razón. Estaba enamorada de él…, le quería… ¿Era posible? ¿Ya? El corazón se me aceleró, me faltó la respiración. Le quería.

Víctor y su voz de terciopelo. Víctor y el vello de su pecho, tan sexi… Víctor y la piel de sus manos. Víctor y su forma de besarme, como si se terminase el mundo. Víctor y su risa. Víctor y el modo en el que me miraba de reojo. Víctor y su manera de desabrocharse la camisa y de quitarme la ropa.

Me acerqué a él.

—No encuentro las llaves —susurró sin mirarme—. ¿Has visto dónde las he guardado?

Le cogí la cara y le besé en la boca con pasión. Sonrió.

—Tenías razón —le dije.

—¿En qué? —Y me miró intensamente a los ojos.

—Aún no me había dado cuenta…

Víctor tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción preciosa. Después me apoyó contra la carrocería brillante de su coche y me besó en los labios, primero apretando su boca contra la mía. Luego me atrapó el labio inferior entre los suyos.

—Me haces sentir como un crío enamorado.

Sí…, era posible.