22

ASÍ LAVABA, ASÍ, ASÍ, ASÍ LAVABA QUE YO LA VI

Abrí un ojo. Víctor se vestía frente al armario. Tenía el pantalón del traje desabrochado y estaba abotonándose la camisa. Me removí y él se giró, mirando en mi dirección por encima del hombro. Al ver que estaba despierta me guiñó un ojo, se metió la camisa por dentro del pantalón y después de abrochárselo se acercó, inclinándose sobre la cama.

—Buenos días.

—¿Qué haces levantado? Es demasiado pronto. Aún no están puestas ni las calles. —Miré el reloj de la mesita de noche. Marcaba las seis y cuarto.

—Tengo muchas cosas que hacer antes de las vacaciones.

—¿Vendrás a comer?

—No. —Y me pareció que estaba muy serio—. Volveré sobre las ocho. Hoy tengo que pasarme por una obra que estamos terminando y después quiero ir al gimnasio. ¿Estarás aquí cuando vuelva?

—No sé. Ni siquiera sé si está bien que me quede en tu cama durmiendo mientras tú te vas a trabajar.

—Tienes llaves. Entra y sal cuando quieras.

—Haré una fiesta en el salón.

Levantó una ceja y me acarició los labios con la yema del dedo índice de su mano derecha.

—Venga, duérmete otra vez.

—¿No desayunas?

—No…, he quedado con mi padre para tomarnos juntos un café frente al estudio y aquí —se rio— sigo sin tener más que un limón mustio y unos ganchitos rancios. Mal desayuno ese.

Y su risa me relajó. ¿Cuándo llegaría a tener la confianza suficiente en mí misma y en nuestra relación como para dejar de sufrir por cada gesto o cada sospecha?

Encendió el aire acondicionado, lo puso a una temperatura moderada y me arropó.

—Venga, duerme un poco por mí, cariño.

Me acurruqué sobre su parte de la almohada. Olía tanto a él… Vaya…, la otra parte ya era mía. ¿Ya no habría más chicas pasando por ella? No. No las habría. No habría más morenas, rubias y pelirrojas revolviéndole el pelo sobre sábanas diferentes, revolcándose con él. Solo su olor y el mío. ¿Verdad? Me entró una feliz modorra. Cuando cerró la puerta yo ya estaba sumida en un espeso sueño. Valeria y madrugar: enemigos irreconciliables.

Me desperté con un molesto dolor en la espalda y una punzada en el vientre. Me revolví con las sábanas enrolladas entre las piernas, medio atontada, y me sentí realmente incómoda. Miré el reloj. Eran casi las once. Dediqué un solo segundo a pensar en que a lo mejor Adrián tenía razón cuando dijo que yo vivía en unas eternas vacaciones.

Me giré de nuevo en la cama, algo más despierta, haciéndome a la idea de levantarme. Tenía un dolor sordo. ¿Qué sería? De pronto lo recordé. La tableta de pastillas se había terminado hacía…, a ver…, uno, dos, tres, cuatro…, cuatro días. Me puse boca arriba y sentí los muslos húmedos.

Levanté la sábana con miedo. ¡Oh, no!

Tenía una mancha de un rojo brillante que me traspasaba la ropa interior y que me había manchado las piernas y las sábanas. Hasta el camisón.

—¡Joder!

Me levanté de un salto y fui corriendo al baño, donde abrí el grifo de la ducha y me metí rauda y veloz.

Al salir, cogí una muda de ropa interior y un tampón del bolso y encontré el desolador paisaje de las sábanas de Víctor totalmente manchadas. ¿Por qué yo? Estupendo estropicio para el primer día que me quedaba sola en su casa. Un comienzo propicio para demostrar que era digna de confianza para tener las llaves de su casa. Me consolé pensando que, de todas formas, después de lo de la noche anterior las sábanas necesitaban agua y jabón a raudales.

Hice un gurruño con ellas y las metí en la lavadora. Tardé diez eternos minutos en enterarme de cómo funcionaba y otros tantos en encontrar detergente y suavizante.

Se iba a dar cuenta…, estaba claro.

Cogí mi flamante juego de llaves y bajé a la calle. Localicé el supermercado más cercano, pero antes hice una visita fugaz junto a mi tarjeta de crédito, que lloriqueaba, a una franquicia de una maxiconocida tienda de ropa interior, donde me hice con un par de braguitas de algodón con dibujitos nada sexis y un pijama mono con el que dormir. Pero todo muy barato y rebajado, claro está.

Bueno…, vale. No estaba rebajado y entre pitos y flautas al final me gasté casi cincuenta euros que, por supuesto, no debería gastar. Pero esto era de causa mayor.

Después me paseé por el supermercado como buena ama de casa, pensando qué podría hacer falta en la nevera de un soltero. Por un momento me sentí su madre, haciéndole la compra…, aunque conociendo a su madre seguramente el lubricante o una caja de condones sería el elemento estrella. Quizá ella era la responsable de la cantidad ingente de profilácticos que acumulaba en su mesita de noche. Bueno, quizá no, con toda probabilidad.

Metí en el carro huevos, pan, algo de pasta y condimentos para cocinarla. También verdura y todo lo necesario para una ensalada. Me paré a pensar en que Víctor era un hombre y no compartiría los mismos hábitos alimenticios que yo… Con Adrián no me pasaba. No solía tener problemas porque era una de esas personas a las que no les gusta comer y casi lo hacía por obligación. Jamás lo vi darse un atracón. Hasta para eso era soso, el pobre.

Cogí el teléfono móvil y llamé a la primera persona que pensé que podía ayudarme. Tardó en cogerlo más de lo que imaginé y ya estaba a punto de colgar cuando contestó:

—¿Quién osa molestarme en mi primer día de vacaciones?

—Lo siento Lolita. —Cogí también una caja de tampones—. Pero es pasado el mediodía. Pensé que estarías despierta.

—Estaba despierta. Acabo de darme un revolcón con mi consolador. Nos estamos fumando el cigarrito de después. ¿Qué haces que se oye ese barullo?

—Estoy haciendo la compra. —Y como estoy acostumbrada, no hice ni caso a su confesión.

—Aburrida.

—No es una compra aburrida.

—¿Estás comprando juguetitos guarros? —dijo de pronto emocionada—. Yo puedo ayudarte a elegir los mejores. Pasa de la discreción. Caballo grande ande o no ande.

—Joder, no. No —remarqué mientras me apoyaba en el carro, con los ojos cerrados—. Estoy haciéndole la compra a Víctor.

—Oh, Dios mío…, ¿qué te ha hecho? ¡Sublévate! La tiene grande, pero, oye, que se busque una chacha para eso, ¿no?

—Es largo de contar. Oye…, ¿qué come un soltero?

—No sé, deberíamos llamar al Discovery Channel a ver qué opinan ellos.

—¡Lola! —me quejé.

—Es que lo dices como si fueran animalitos en peligro de extinción.

—Ven a ayudarme.

—Valeria…, come lo mismo que tú, por Dios. No comen solteras ni cocinan a las monjas vuelta y vuelta en la sartén. —Un silencio—. Oye…, ¿te dejó Víctor las llaves de casa y se fue a trabajar?

—Si vienes te lo cuento…

—Joder, ya voy. Adiós al segundo orgasmo…

Luego colgó, como siempre, sin despedirse.

El móvil comenzó a vibrar en mi bolsillo justo después y creí que sería Lola para decirme que se lo había pensado mejor y que eso de sacarla de la cama ya, ni hablar del peluquín, pero era un número con una extensión eterna que me hizo ponerme alerta.

—¿Sí?

—¿Valeria?

—Sí.

—Soy Jose.

¡Gracias a Dios!, pensé.

—¿Qué tal, Jose?

—Te llamaba para ver qué día de la semana que viene podríamos comer juntos.

—¿Invitas tú? —dije riéndome.

—Invita la editorial, como siempre. ¿Has leído la crítica que te hacen en Cuore?

—No. —Respondí avergonzada por no haberme preocupado del asunto de mi novela un poquito más—. ¿Es buena o mala? Si es mala no me lo digas.

—La recomiendan para estas vacaciones. Dicen que es sincera y divertida.

—Oh, gracias. Pero ¿dicen eso de verdad o es que no me quieres decir que…?

—Me dijiste que si era malo no te lo contara.

—Da igual, quiero saberlo —insistí.

—Es una mención de dos líneas a letra minúscula en una sección de las del final. Esa es la mala noticia. ¿Te quedas ya más tranquila?

—Sí. Oye, Jose, en realidad yo quería comentarte algo.

—Lo deduje en cuanto leí tu mensaje —dijo en un tono divertido.

—No me pintes peor de lo que soy.

—¿Es dinero?

—¿Cómo? —pregunté sin entenderle.

—Que si el problema que tienes es de dinero.

—Bueno…, a lo mejor sería mejor hablarlo en la comida.

Me tapé la cara, avergonzada, y una señora se me quedó mirando al pasar junto a mí.

—Si tenemos que quedar a comer para hablar solamente de eso, nos ahorramos la cita, que estoy a punto de coger las vacaciones y no tengo demasiadas ganas de ir de arriba abajo reuniéndome con un tropel de escritores pobres como ratas. Dímelo ya y punto. —Ese era Jose, quizá demasiado directo, pero ¿de qué sirven realmente los rodeos?

—He pensado que… —Tragué saliva y aparqué el carro en un lugar tranquilo: la sección de alimentos biológicos.

—Te voy a ahorrar el mal trago. Preguntaré a un par de conocidos a ver si tienen algo para ti, ¿vale? No puedo hacer más. La cosa está difícil. ¿Te han dicho ya tus papás que lo de dejar tu trabajo…?

—Sí, sí, no hace falta que insistas en ello.

—Te llamaré en cuanto sepa algo.

Después, recordándome a Lola y tras una minúscula y casi imperceptible despedida, colgó.

Y hablando de Lola, por ahí entraba, con unas gafas de sol divinas y el pelo recogido en un moño favorecedor. Qué rápida la tía. Vivía cerca, pero… no me imaginaba que la curiosidad pudiera hacer andar a nadie tan rápido.

Llevaba una minifalda vaquera y una camiseta gris de hombro caído por cuyas exageradas y amplias mangas se le veía el sujetador negro de encaje cuando se movía. La saludé con un sonoro beso y ella, sin quitarse las gafas, se hizo cargo del carro.

—Déjame a mí y cuéntame.

Lola empezó a llenar el carro de cervezas.

—Anoche Víctor me regaló… Oye…, ¿no te estás pasando con la cerveza? —La miré sobresaltada.

—Víctor bebe como un soldado ruso que intenta entrar en calor en la estepa siberiana, que no te engañe su apariencia de lord inglés.

—No digas tonterías. —Y seguí mirando alarmada la cantidad de cervezas que había metido en el carro.

—Bueno, bueno…, ya lo irás viendo. ¿Qué me decías?

—Que anoche me regaló…

—Ah, sí, lo elegí yo. Es divino, ¿verdad? —Sonrió.

—Aclárame eso… ¿Le acompañaste, lo compraste tú por tu cuenta o…?

—Fui yo a la tienda, lo elegí y lo dejé encargado. Di el nombre de Víctor y su número de teléfono y lo reservaron. Luego pasó él y lo recogió. Qué risa, les dije a las de la tienda que era su personal shopper.

—Estás pirada.

—Pero es precioso, ¿a que sí?

—Muy elegante. Gracias. Pero… no te iba a contar eso.

—Este Víctor debe de ganar más dinero que un ministro, porque con lo que se gastó en La Perla va la mitad de mi sueldo de un mes.

—Qué exagerada eres, reina. —Metí la mano en el bolsillo y seguí—. Me regaló esto.

Saqué las llaves y se las enseñé. Lola lo entendió enseguida y se paró en seco.

—¿Te ha dado las llaves de su casa?

—Sí.

Lola se apoyó en el carro con los ojos abiertos como platos.

—Debes de chuparla taaan bien… Un día igual te pido que me enseñes.

—Déjate de historias. ¿Sabes cómo se lo agradecí yo?

—¿Lo ataste a la cama? ¿Felación en la ducha? Con lo bien que se te da, igual lo siguiente son las llaves de una casita en Suiza.

—Lola, por Dios. —Aparté de mi mente los recuerdos de todo lo de la noche anterior, que había sido bastante pervertidilla.

—Venga, ¿cómo?

—Pues le he puesto las sábanas perdidas. Me bajó la regla esta mañana.

—¡Qué putada! ¿Y qué te dijo? ¡Si le manchaste a él también te invito a comer! —Se rio a carcajadas—. Ya me lo imagino. ¡Dios! ¡¡Sangre!!

Lola empezó a dar grititos y a reírse después.

—No dijo nada, Lola. Él no estaba, se ha ido a trabajar a una hora inhumana. Las puse a lavar a ver si sale la mancha.

—Les tenías que haber dado con un hielo, se les va a quedar cerco.

La miré preocupada mientras ella cargaba el carro hasta los topes.

—¿Tú crees? Tienen pinta de ser sábanas caras.

—¡Qué va! ¿Tú ves a Víctor pagando más de cincuenta euros por un juego de sábanas pudiendo gastárselo en profilácticos? —Se paró a mirar la etiqueta de una botella de ron y la reprendí, quitándosela al momento y dejándola en la estantería.

—A Víctor no le hacen falta profilácticos y sí, tienen pinta de ser muy caras —contesté—. Al tacto son…, son más suaves y…

—¿Subimos y me lo enseñas? Si vas a ponerte ahora a describir todas las cosas que hacen que las sábanas de Víctor sean maravillosas, vas a tener que invitarme al menos a una copa.

Entramos en la cocina cargadas como mulas. Abrí todos los armarios y estudié el orden con el que Víctor había colocado la poca comida que había. Lola me lanzó una miradita de soslayo cuando echamos una ojeada a la nevera.

—Ya lo sé —le dije.

—En serio, no entiendo a los hombres. ¿Qué hacen si tienen hambre?

—Se van a casa de su madre o comen fuera. Venga, ayúdame a colocar todo esto.

Entre las dos fue mucho más fácil y en un momento teníamos guardada toda la compra. Lola había decidido que de paso comprara un cepillo de dientes rosa fucsia, que dejamos en el baño, junto a la caja de tampones. Marcar territorio, se llama. Pero elegantemente, claro.

—¿Has estado aquí muchas veces? —le pregunté al verla moverse por allí con comodidad.

—Un par, pero vi poco más que el sofá y la cama. —Se rio.

Hice una mueca.

—Aún me cuesta hacerme a la idea de que os acostarais.

—Si te quedas más tranquila, probablemente lo que hicimos poco tiene que ver con lo que vosotros dos… —Juntó los dedos índices de sus dos manos—. Nosotros fornicamos. Como animales. Vosotros dos follaréis como personas.

—Me resulta chocante. Te has acostado con mi…, con el chico con el que… —Dejé por imposible lo de ponerle nombre dentro de mi vida—. ¿Cómo os conocisteis?

Lola me miró durante un instante que me pareció eterno. Luego sonrió y dijo:

—En la escuela de idiomas. Él iba a hacer un posgrado en el extranjero y estaba preparándose. De eso hace un trillón de años.

—¿Mejorando el inglés?

—No, el alemán. Vivió un año en Múnich.

—No tenía ni idea. Parece que le conoces bien. —La escruté con intensidad y vi cómo Lola miraba a su alrededor, deseosa de cambiar de tema.

—Supongo. Víctor es uno de esos amigos que… me gusta que estén ahí.

Levanté una ceja.

—Lolita… —dije con voz melosa—. ¿Qué me escondes?

Se mordió el labio y negó con la cabeza.

—Nada.

—¿Fue un rollo serio?

Se dejó caer en una banqueta de la cocina y se encendió un cigarrillo.

—Serio no.

—¿Entonces? —Arqueé las cejas.

—Entonces nada.

Respiré hondo.

—Lola, te conozco desde hace muchos años. Aún llevabas pantalones de talle alto y el pelo desteñido. Sé cuándo me escondes algo y el hecho de que lo niegues me asusta más, así que, sea lo que sea, dímelo de una puta vez antes de que me entre el siroco y empiece a darme vueltas la cabeza.

—¡Es que te vas a enfadar y no tiene importancia! —se quejó.

—Si no tiene importancia no me voy a enfadar…

Suspiró, resuelta.

—Vale, lo que quieras… ¿Te acuerdas de aquel chico que te conté…?

—Dios… —Me asusté y me senté en una banqueta.

—No, no… —Se rio—. Suena fatal, pero escúchame. ¿Te acuerdas de aquel chico con el que follaba de vez en cuando, cuando ninguno de los dos tenía pareja? Con ese con el que te decía que me llevaba tan bien y que tú insistías en que debía mirar con otros ojos y convertir en el hombre de mi vida…

—Sí, claro. El que le dio un puñetazo en un bar a un tipo que se propasó… —añadí asustándome por segundos.

—De eso ni me acordaba. Sí. Ese. Pues es Víctor. —Lanzó una carcajada.

Hostias…

—Que, a ver…, no pasa nada, Valeria. Víctor y yo ya llevamos un par de años sin acostarnos, lo sabes. Se puso a salir con la estirada de Raquel y yo conocí a aquel tipo…, bueno, que nada.

—Pero lo vuestro fue…, fue una historia, no un polvo loco. —Y encima se puso a salir con una tal Raquel, nombre que ya había escuchado de sus labios.

—Piénsalo antes de darle más vueltas. Junta a una persona como yo con una como Víctor. El resultado es el mismo que dos trenes de mercancías encontrándose en la misma vía a todo trapo.

—Pero… ¿por qué lo escondéis?

—No lo escondemos, chata, te lo escondemos a ti, que no es lo mismo.

—¿¿¡Por qué!?? —insistí.

—Pues porque…, ¡ay, yo qué sé por qué! Pues porque cuando os conocisteis… no me apetecía ir anunciando que Víctor y yo habíamos sido follamigos. Intentaba calzarme a un amigo suyo y…, vaya, que nos da un poco de cosa acordarnos. La relación que tenemos es muy estrecha, pero dista mucho de aquello. No volvería a tirármelo ni loca, independientemente de que esté contigo.

—Pero debiste hacerme algún comentario…

—Cuando la cosa empezó a ponerse seria, me imaginé que no te apetecería escucharme hablar sobre lo bien que se le dan a Víctor los cunnilingus o el morbo que le produce el sexo anal.

La miré horrorizada.

—¿Sexo anal? —pregunté con voz aguda.

—Si aún no te lo ha pedido, eso es amor. —Se echó a reír a carcajadas.

—Está bien. —Levanté las manos y dejé estar el tema. Lo que fuera que hubo ya no estaba, así que…—. No quiero saber nada más.

—Sé cosas que le gustan… ¿Quieres algún consejo?

—Quiero que te calles —insistí malhumorada.

—No, ahora en serio, Valeria. Víctor es muy amigo mío. Mucho. No quiero que te rayes y tener que alejarme de ninguno de los dos. —Me mordí los labios por dentro y asentí—. Además…, ¡menuda domada le has pegado! —Lanzó unas carcajadas—. Pero no lo amanses, anda. Víctor es como es. Una bestia parda.

—Déjate de bestias pardas. Vámonos. No sé si está bien que el primer día que tengo las llaves te meta en su casa. De paso me cuentas cosas de esa Raquel…

—¿Qué dices? ¡Quiero cotillear un rato más! —Sonrió de lado—. Puedo entrar en su ordenador y mirar qué tipo de porno le va, si quieres.

—¡Ni pensarlo!

—¿No tienes curiosidad? —dijo clavándome el codito en las costillas.

—Lo que me sorprende es que no lo sepas ya…

Puso los ojos en blanco.

—Claro que lo sé. Pero mejor no te lo digo. Ya lo descubrirás. —Lanzó un par de carcajadas—. ¡Divirtámonos un poco a su costa! ¡Vamos a cotillearle los cajones!

—No. Vamos, te invito a comer en casa —insistí.

—¿En cuál de tus dos casas?

—Muy graciosa. —Le levanté el dedo corazón.

—La lavadora ya ha acabado —comentó lanzándole una miradita.

—Ah, bueno…, pues entonces ven. Ayúdame.

Empezamos a sacar las sábanas y las extendimos. Un manchurrón enorme reinaba casi en medio y creo que aún estaba peor que antes de meterlas en la lavadora. La sangre había cogido un tono parduzco nada favorecedor y además tenía cerco. Vamos, todo un éxito.

—¡Dios mío! —exclamé asustada por el desastre.

—Vaya tela, Valeria. Pero ¿a quién has matado aquí encima? —Y Lola, sin paños calientes, empezó a descojonarse.

—¡No te rías! Ahora ¿qué hago?

—¿Les pusiste lejía?

—No. ¿Debería haberlo hecho?

Lola buscó la etiqueta y murmuró:

—No, yo tampoco me atrevería a echar lejía a unas sábanas de algodón egipcio de ochocientos hilos.

—¿De qué hablas? ¿Son caras? —pregunté esperando que dijera que valían dos duros y que merecía la pena reponerlas y olvidarse del asunto.

—Mucho —respondió Lola apretando los morritos—. Lo siento.

—Define mucho.

—Pues la verdad es que no sabría decírtelo, pero cerca de trescientos euros.

—¡Por Dios! —grité—. ¡Trescientos euros en unas sábanas, joder!

Y mi economía como estaba… A ese ritmo iba a tener que echar el currículo en la frutería de debajo de mi casa.

—Vaya con Víctor…, no me sorprendería que me contases que el papel del váter está hecho con seda y pétalos de flores.

—No seas cerda —gruñí—. Ahora las sábanas. ¿Qué hago?

—Busca otras sábanas y ponlas en la cama. Luego espérale desnuda encima de la colcha con las piernas bien abiertas.

—Sí, estoy yo para monsergas encima de la colcha —le espeté.

—Ah, vaya, ya… Bueno, siempre tienes la opción de la mamada, que por lo visto se te da de fábula.

—Pero qué bruta eres. Ven, ayúdame.

—Oye, ¿te das cuenta de que es mi primer día de vacaciones y tú estás muy mandona?

En el altillo del armario del dormitorio encontré perfectamente planchadas unas sábanas de color lila que Lola y yo colocamos en la cama. Echamos un vistazo a la composición. Sí, estas también eran de algodón egipcio de ochocientos hilos. Pero… ¿con quién narices estaba acostándome yo? ¿Con la princesa del cuento del guisante?

Luego arrastré a Lola de la oreja a la tintorería, con las sábanas empapadas metidas en una bolsa del supermercado. Por Dios…, casi trescientos euros en ropa de cama… ¡¡¿A quién se le ocurría?!!

Después pensamos en irnos a mi casa, pero la verdad es que mucho hablaba yo de Víctor y mi nevera estaba en condiciones similares. Creo que solo me quedaba un brick de leche, unas manzanas y queso. No iba a hacer dos compras semanales sin sentido, ¿no? Así que volvimos al piso de Víctor y nos preparamos algo de comer. Nos sentamos en la barra con dos sándwiches y encendimos un cigarrillo mientras nos servíamos unos zumos de tomate. Bueno, a decir verdad eran dos bloody marys…, no sé a quién trato de engañar.

Lola me miró de reojo y, mientras se apartaba el flequillo de la frente, se mordió los labios por dentro, como siempre que quería preguntar algo peliagudo.

—Venga, dilo —la animé sin lanzarle ni una mínima miradita.

—Solo me preguntaba si…, estando tan reciente todo el rollo de Adrián y esas cosas…, ¿no te ha acojonado con el tema de las llaves?

—No. —Levanté las cejas mientras masticaba—. ¡Qué rico el queso!

—¿Lo tienes claro, Valeria?

—¿Qué es lo que crees que tengo que tener claro? ¿Querer estar con Víctor?

—Eso me consta que lo tienes clarísimo; lo que ya dudo un poco más es si tienes totalmente decidido no querer estar con Adrián nunca más.

Se me paró el bocado en la garganta.

—Creí que eras defensora acérrima de Víctor.

—Y lo soy, aunque a veces sea un imbécil como el resto de los humanos con pene, pero quiero que hagas las cosas a conciencia y con cabeza. No que las hagas como yo. Luego todo se complica y te ves metida en algo que no esperabas y de lo que no sabes salir. Además, aprecio a Víctor. Le quiero mucho. Creo que podríais hacer algo juntos…, algo de verdad.

Esa idea, la de Víctor y yo haciendo algo de verdad con lo nuestro, me descentró y tardé en formular lo que estaba pensando sobre Adrián.

—Es que… no creo que Adrián y yo podamos estar juntos ahora.

—Crees y ahora. ¿Te das cuenta? Te estás agarrando con uñas y dientes a algo que, por otra parte, creo que tienes claro que ya está muerto. ¿No lo ves?

Le di un bocado distraído al sándwich.

—Quiero estar con Víctor. Es lo único que sé y no quiero darle más vueltas, porque si lo pienso me apetece hacer un hoyo en el suelo y meter la cabeza —contesté con la boca llena.

Ella asintió. No insistiría. Conozco a Lola como la palma de mi mano.

—¿Sabes algo de Nerea? —comenté.

—Sí, la llamé ayer. Tenía la voz tomada. Creo que la pillé llorando.

—Vaya tela, qué fuerte. Pobre.

—No sé cómo le ha podido ocurrir a Nerea, con lo cuadriculada que es. Y lo va a pasar mal, Valeria.

—Pero lo tiene decidido.

—Y yo la apoyo, no vayas a creer. Estoy de acuerdo con ella en que sería una locura seguir hacia delante con este lío. Adiós carrera profesional, adiós relación idílica, hola familia insatisfecha. Tú conoces a sus padres.

—Sí, les faltaría poco para enterrarla viva, pero si ella lo tuviera claro en el sentido contrario, eso sería lo de menos. Ya sabes que mi opinión es más…

—Ya, lo sé. —Agarró el vaso de tubo con el bloody mary—. Gracias a Dios, Carmen no se ha enterado. Ella no lo vería con buenos ojos.

—¿Tú también piensas que tendría que ir Dani a acompañarla?

—Claro. Cada uno tiene que ser responsable de las consecuencias de tener polla e ir metiéndola en caliente.

Lola se marchó a las seis de la tarde. Me dijo que quería irse de compras, pero mi intuición femenina me decía que había algo más. Y no me equivocaba: a las siete menos cuarto llegó a casa de Sergio. Dudó durante unos cinco minutos si llamar o volver por donde había llegado, pero finalmente hizo de tripas corazón y llamó.

Sergio le abrió enseguida. A Lola le dio la absurda impresión de que la estaba esperando. Se encontraron en el quicio de la puerta.

—¿Qué tal las vacaciones? —le dijo él siguiéndola con la mirada mientras ella entraba.

—Bien, ¿qué tal en la oficina?

—¿A ti que te parece? —Se rio.

Sergio le señaló una banqueta y se sentaron en la cocina uno frente al otro.

—¿Qué has venido a decirme, Lola? Sé que no vienes a que te invite a un café.

—Quería pedirte disculpas, y no es algo que haga habitualmente. —Sonrió avergonzada—. Así que disfrútalo.

—¿Disculpas por qué?

—Por lo del viernes. Por lo de venir borracha, tratar de violarte y después vomitar como si no hubiera mañana. Por eso. Y por todo lo que pude decirte y que no recuerdo. Por eso también.

—Bueno. —Sonrió—. No fue nada.

—Gracias por portarte tan bien conmigo. No sé si yo hubiera sido tan benigna de haberse dado la situación al contrario. Probablemente habrías terminado esposado y vomitando en comisaría.

Sergio se apoyó en el taburete de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho y asintió, con una sonrisa.

—No hay de qué. —Se miraron en silencio un momento. Luego él cogió aire para hablar—. Lola, ¿por qué te presentaste aquí a las tres de la mañana?

—Había bebido demasiado. Se me nubló el raciocinio y solo pensaba en que me rellenaras como a un pan de perrito. —Se encogió de hombros.

—¿Solo querías un polvo?

—Es que lo haces muy bien, eso tienes que admitirlo. Pero, de todas formas, en aquel momento no sabía muy bien lo que quería. —Se rio—. Igual me podría haber dado por buscar un Dunkin’ Donuts abierto o tratar de convencer a Nerea para que se lo montara conmigo.

—Pero viniste aquí.

—Sí. Vine y vomité como una loca adolescente. Me habría salido a cuenta violar a Nerea.

Los dos se rieron.

—Me gustaría mucho poder aclarar las cosas, Lola.

—¿Qué quieres aclarar?

—Pues, lo primero, me gustaría que aceptaras que lo que estás haciendo es tu manera de castigarme. Y no es que no me lo merezca, pero creo que tenemos que empezar a ponerle nombre a las cosas.

—No sé a lo que te refieres. —Se hizo la tonta.

—Claro que lo sabes; me echas un polvo y luego casi me echas a la calle con el condón puesto.

—No quiero nada más de ti —contestó ruda.

—¿No? Pues déjame que lo dude, Lola —dijo Sergio muy seguro de sí mismo.

—Eres un gilipollas engreído. El problema es que siempre se me olvida. —Lola se estaba poniendo seria.

—A lo mejor, pero no me creo que cuando tengas ganas de follar no dispongas de nadie aparte de mí.

—Satisfaces mis necesidades mejor que el resto —quiso sentenciar Lola, pero Sergio siguió con la cantinela.

—¿Y el rubio con el que te ibas en moto? ¿Ese no las satisfacía?

—Cuestión de tamaño —añadió—. Pequeñita.

—De esto ya hemos hablado, Lola. Primero trataste de darme una lección con ese tipo y ahora me usas como un macho de monta. Pero no pasa nada, lo acepto y al darme cuenta reacciono. Ahora ya sé de sobra lo que hay y lo que siento. No quiero empeñarme en dar más vueltas al asunto.

—Quizá me equivoqué queriendo que reaccionaras, Sergio. Ya era demasiado tarde y no me valía de nada.

—¿No te vale la pena estar conmigo? ¿No te vale de nada que empecemos otra vez?

—No lo sé. Ni siquiera me lo he planteado. Lo que hacíamos antes rozaba la prostitución. —Sergio se acercó a Lola y la miró a los ojos, desde muy cerca. Su respiración empezaba a agitarse—. Voy a ser sincera, Sergio, y para serlo me voy a quitar de encima todas las corazas. Siempre me has hecho daño, siempre. Nuestra relación es autodestructiva. Nos atraemos, pero tratar de hacerlo real implicaría una energía que yo ya no tengo. No sé si seré capaz de perdonarte la manera en la que me hacías sentir. Y, además, no sé si podrías quererme como sé que merezco que alguien me quiera. Y no sabes lo que me cuesta decirte esto y no dejarme llevar. Sería mucho más fácil ser débil y…

Sergio besó a Lola tras acercarse lentamente, mientras la apretaba contra su cuerpo con las manos abiertas sobre su espalda. Lola cerró los ojos.

—No quiero que esto termine con una conversación como esta. Deja al menos que nos despidamos…

Lola sonrió, se alejó y negó con la cabeza.

—Adiós, Sergio —susurró—. Espero que encuentres a quien buscas.

Lola ya sabía que no estaba preparada para él o que quizá lo estuvo hacía demasiado tiempo. Le gustó pensar que olvidaría a Sergio teniendo en la boca un sabor casi dulce.

Víctor llegó a casa a las nueve menos cuarto. Entró en la cocina, donde yo intentaba preparar la cena, y dejó las llaves sobre la mesa. Nos miramos con una sonrisa y luego susurró que le encantaba llegar a casa y encontrarme allí.

—Es raro —dijo riéndose.

—¿Demasiado raro? —pregunté sin mirarle.

—Me gusta lo raro. —Nos dimos un beso—. ¿Qué cocinas?

—He hecho ensalada de pasta. Soy una pésima cocinera, así que no quise arriesgarme a mandarte al hospital.

—¡Qué bien! ¡Ensalada de pasta! —dijo emocionado.

Abrió la nevera y se echó atrás, como quien se encuentra con algo que no esperaba. Una exclamación surgió de su boca sin dar forma a ninguna palabra en concreto. Me acerqué y le abracé por la cintura, desde detrás.

—¿Has hecho la compra? —preguntó anonadado.

—No. Cuando me levanté ya estaba así. Creo que tienes gnomos viviendo bajo el fregadero.

Se giró, me miró y se echó a reír.

—Sabes que no tenías por qué hacerlo, ¿verdad?

—Pero quería hacerlo. Por egoísmo, no vayas a creer…

Miró de reojo dentro del frigorífico.

—Hay cervezas —susurró con placer.

—No te acostumbres a todas estas cosas. Soy una fatal ama de casa.

—No te preocupes. A mí tampoco se me da especialmente bien. —Me abrazó—. Demos gracias a Estrellita por dejarme esto como una patena tres veces por semana.

—Ya decía yo. —Me reí.

Después de cenar compartimos un cigarrillo asomados a la ventana del salón. Hacía una noche estupenda; habríamos salido si Víctor no hubiera estado tan cansado.

Al entrar en el dormitorio Víctor echó un vistazo a las sábanas y me miró extrañado.

—Ah, vale —dijo de pronto—. Lo de anoche.

Me sonrojé. Lo había olvidado por completo. Lo de la noche anterior y lo de las sábanas al levantarme aquella mañana. Me gustaba más recordar el sexo que mi periplo sabanero.

—Esto…, las cambié porque además tuve un problemilla esta mañana —aclaré.

—¿Te measte en la cama? —Se rio mientras se desabrochaba la camisa.

—No…, pero tus sábanas han tenido que ir a la tintorería. Las manché enteras.

—¿Con qué? —Frunció el ceño al tiempo que se quitaba la prenda.

¡Dios! Pero ¡qué sexi! Casi me puse bizca. Nada, que no terminaba de acostumbrarme a verle sin ropa. Pestañeé para centrarme.

—No quieras saberlo —sentencié.

—Oh, sí, quiero saberlo. —Sonrió.

—Cosas de chicas —dije poniendo los brazos en jarras y fingiendo que no me iba a morir de un momento a otro de vergüenza.

—Ah, bueno, no te preocupes. Esas cosas pasan.

—Supongo que no en unas sábanas de algodón egipcio de trescientos euros —murmuré de mala gana.

Me miró con las cejas levantadas mientras se quitaba los zapatos mecánicamente.

—¿Cómo?

—Tus sábanas, Víctor. Tus sábanas de marajá.

—¿Esas sábanas valen trescientos euros?

—¿No sabes cuánto cuestan las sábanas de tu cama?

—¿Cómo voy a saberlo? No las compré yo.

Me quité el vaquero y lo dejé sobre el sillón de cuero negro. Al verme la ropa interior se echó a reír.

—¿Se puede saber de qué te ríes?

—Pero ¿qué llevas puesto? ¿Las bragas de tu primera comunión?

—Oh, déjame —refunfuñé—. ¿Y quién te compra las sábanas?

—Pagarlas, las pago yo. Pero las eligió una decoradora del estudio. Me ayudó con el piso en todo lo que eran estores, papel de pared, ropa de cama, ropa de baño…

—¿Otra mujer te elige las sábanas?

Asintió al tiempo que se metía en la cama en ropa interior.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

Hombre, antes no tendrías ningún problema, pero si esperas que esto llegue a formalizarse y que nos llamemos novios, olvídate de que otra elija la ropa de la cama en la que me voy a acostar contigo.

Claro, no lo dije. En su lugar, escogí una respuesta más protocolaria.

—No hay ningún problema, pero pensaba que eras un hombre con extremado buen gusto.

—Lo soy, mírate.

Me puse el pijama y nos acomodamos en la cama, yo sobre su pecho. Apagamos la luz. Le acaricié el vello con las yemas de los dedos.

—Compraste sábanas de trescientos euros sin saberlo… ¿Cómo puede ser?

—Me pasó el coste total y la verdad es que no me paré a… Mejor no quiero saber lo que gasté en sábanas. Me pareció caro pero…, joder. Y no son las únicas que compró. Creo que fueron cuatro juegos. ¡Qué tía! Mañana se lo diré.

Una sospecha me rondó la cabeza.

—Y esa decoradora y tú… ¿hacíais juntos algo más que comprar ropa de cama? —No lo miré, pero el silencio dijo mucho más de lo que pretendía—. ¿Te acostabas con ella? —Apoyé la cabeza en la almohada.

—Sí.

—Y… ¿tu padre no tenía nada en contra de que te acostaras con una colega?

—Bueno, no trabajamos juntos. Es como una subcontrata. De todas formas, no es un tema que me dedique a comentar con mi padre a la hora del café. Eh, papá, ¿sabes qué? Anoche me follé a Virginia a cuatro patas. —Le miré con cara de pocos amigos aunque no creía que pudiera verme—. ¿Qué?

—¿No crees que me das demasiada información? —Fruncí el ceño.

—Bah, eso hace tiempo que se terminó.

—Y… ¿duró mucho la historia?

—¿Ves? Eres tú la morbosa —respondió.

—Aceptado —sentencié—. Soy una morbosa, pero contéstame.

—Pues bastante, supongo, no sé.

—¿Cuánto es bastante?

—Un año y medio…, quizá dos.

—¡Un año! ¡Dos!

Víctor se incorporó un poco en la cama. Los ojos se nos habían acostumbrado ya a la negrura de su dormitorio y podíamos intuir los gestos en la cara del otro. Me giré hacia él, dispuesta a no perderme nada de su lenguaje corporal.

—Pero no era una relación —aclaró—. Teníamos… buen rollo. A ella le daba igual que yo anduviera con otras o que me fuera de su casa en plena madrugada y a mí… pues me traía sin cuidado lo que hiciera cuando no estuviera conmigo.

—¿Compaginaste a Lola y a esa?

Víctor se puso tenso.

—¿Qué quieres decir?

—Venga, Víctor, ya sé que Lola y tú tuvisteis ese rollo tan moderno y que follasteis como animales por todo Madrid. Lo que no entiendo es por qué narices me lo escondisteis. —Rebufó—. Dime, ¿las alternaste?

—Sí. Poco tiempo, pero sí —asintió—. Y entre ellas se caen fatal, para más datos. Así que te agradecería que no lo comentaras con Lola.

—¿Primero Lola, después la decoradora y más tarde Raquel?

—No. Lola, la decoradora, Lola, Raquel y la decoradora.

Ay, Dios. Deja de preguntar ya, Valeria… Pero no podía.

—Y Raquel y tú ¿ibais en serio? —Le miré y le pillé poniendo los ojos en blanco—. Joder, Víctor, ¡es que no te puedo preguntar nada!

Rebufó otra vez. Obtener información era como sacarle una muela.

—No. No íbamos en serio. Al principio pensé que podríamos hacerlo en un futuro, pero me duró dos meses. Era una pija estirada que utilizaba el sexo para tratar de manipularme. De esas que si no las llevas a cenar adonde quieren cuando quieren, cierran las piernas. Acabé harto y la largué. Seguí con mi vida y punto.

—¿Y nunca te planteaste empezar nada con la otra, con la decoradora?

Me miró mientras se tumbaba de lado, con la cabeza apoyada en la mano.

—No —negó—. No era en ese plan. Era más algo como…, yo salía un viernes y si a las dos de la mañana aún no tenía plan y tenía ganas, la llamaba y si ella no estaba metida en la cama de otro, se metía en la mía. —Abrí los ojos de par en par—. Follamigos —aclaró—. Solo eso.

—¿Y no te daba… asco?

Víctor se echó a reír y me interrumpió.

—Claro que no me daba asco, Val, por Dios. ¿Te doy asco yo? Yo también me he acostado con muchas otras personas además de ti. Me consta que de eso eres consciente.

—Sí, claro que lo soy —dije para defenderme—. Pero… yo…

—No era como cuando tú y yo… —Entrecerró los ojos, buscando las palabras—. Tú y yo tenemos intimidad además de sexo. Ella y yo… follábamos. Y ya está.

—No sé… —balbuceé.

—Para que lo entiendas: nunca me la follaría a pelo. Ni a ella ni a ninguna de las anteriores. ¡Ni a Lola! Y con Lola tengo mucha confianza. No lo haría con nadie más que contigo. Es… íntimo, es especial y es nuestro. En eso, perdí la virginidad contigo.

—¿Y por qué?

Se incorporó en la cama otra vez, con expresión de guasa.

—¿Por qué qué?

—Que por qué nunca lo hiciste con nadie.

Víctor dejó escapar de entre los labios una carcajada contenida.

—Valeria, puedo estar toda la noche contestando a todas estas preguntas sobre mi anterior vida sexual si quieres, pero… no entiendo qué estás esperando encontrarte en mis respuestas.

—¿Te enamoraste de ella? —disparé.

—¿De quién?

—De la decoradora.

—¿De Virginia? —Un tono demasiado agudo en su pregunta me dio una pista de por dónde iba a ir la respuesta—. No, claro que no, por Dios. —Se carcajeó—. Me lo preguntas porque no la conoces. Es… histriónica y egocéntrica a niveles exagerados. Solo…, ya sabes…, solo follábamos. Mucho y muy a menudo, pero de Virginia no me interesaba absolutamente nada más que ponerla mirando a Cuenca.

—¿Y por qué terminó? ¿Te cansaste de ponerla mirando a Cuenca? —Y la última frase la dije con retintín, para darle a entender que era una expresión que no me gustaba.

—Dejé de llamarla porque una noche salí por ahí y mi amiga Lola me presentó a una chica. Tenía los ojitos así, bonitos y brillantes, y un pelazo espectacular que olía de maravilla. —Le lancé una mirada de soslayo. ¿De quién narices me estaba hablando ahora?—. Intenté ligármela y me comí los mocos, ¿sabes? Resulta que estaba casada.

—¡Vaya por Dios! —espeté sorprendida en el fondo de que estuviera hablando de mí.

—Pero no tiré la toalla, ¿eh? Soy muy cabezón. Quien la sigue la consigue. Así que la llamé. Y salimos un par de veces a tomar un café, una copa de vino, a escuchar jazz, a comprar vestidos… —Sonrió muy descarado.

—Pero si estaba casada… —le seguí el juego.

—Estaba casada, pero con un imbécil que no la cuidaba nada. Y aunque al principio pensé que jugaríamos un rato y al final perderíamos el interés…, empezó a cambiar.

—A cambiar, ¿eh?

—Cuando la tocaba —se acercó y empezó a susurrar—, hasta me daba la corriente. Y yo le decía a mi amiga: «Lola, no lo entiendo. No sé qué me da. No sé qué tiene. Cuando estoy con ella empiezo a sentirme lleno hasta no poder respirar y cuando se va, estoy vacío». Como un gilipollas. —Tragué saliva y él siguió—: Lola se reía, ¿sabes? Me decía que Superman había encontrado su kriptonita. Una noche, en mi cama, la besé y… me di por perdido. Ella se acercaba, se alejaba, me besaba y se sentaba en mis rodillas con la falda subida, pero nunca quería que nos dejáramos llevar. Me moría por desnudarla, por besarla en todos los rincones de su cuerpo…, y se alargaba tanto que era un suplicio.

—Y ¿te cansaste de ella?

—No. Me enganché. Mucho. La entendía y la respetaba. Una noche apareció en la puerta de mi casa diciendo que quería acostarse conmigo. Y a pesar de que no quería que me utilizara, aquella noche me dejé. Hice el amor después de muchos años. Le encontré sentido a todo.

—Y ¿entonces…?

—Repetimos, si no me equivoco, en la ducha, en la cama y de pie en el dormitorio, en la mesa de la cocina, en la ducha otra vez, en el sofá, en la alfombra y otra vez en la cama. En la cama varias veces, además. Y otra vez en la ducha… y sobre la mesa de mi escritorio en el trabajo y…

—Sí, ya, me he hecho una idea… —Me reí.

—Dejó a su marido —susurró.

—Eso debió de asustarte… —repliqué con sorna.

—Claro que me asustó. Yo no quería enamorarme. Eso complica siempre las cosas.

—¿Enamorarte? —pregunté.

—Sí, ese proceso en el que estamos ahora. —Por poco no me desmayé, como una auténtica adolescente impresionable. Él siguió hablando—: Y sí, mi vida es más complicada ahora, pero me gusta. A pesar de que tenga que lidiar con exmaridos, excuñadas, anillos… —Carraspeó—. Pero nada podría compararse a cómo es mi vida desde que me cambias las sábanas y me llenas la nevera.

—Eres imbécil. —Me reí mientras me acomodaba en mi lado de la cama, mirando hacia el armario.

Víctor se acercó, me rodeó con sus brazos y me besó sobre el pelo.

—Me asustas. Mucho y todos los días, porque estás allá donde mire. Todo ha cambiado. El mundo entero. Y nada es igual desde que me di cuenta de lo que significas.

Aquello me recordó súbitamente a Oda, mi primer libro, en concreto al pasaje en el que él admitía quererla. Recordé que él confesaba haberla querido desde que era un niño aunque no lo supiera; recordé que él había decidido que no podría luchar contra ello mientras la veía pelar una naranja con las manos.

De pronto me entristecí, porque era inevitable acordarme del momento en el que me di cuenta de que estaba enamorada de Adrián. Fue una tarde en el jardín de unos amigos. Adrián se había derramado coca cola en el pantalón y, mientras bromeábamos sobre la leyenda urbana de que esa mancha desaparece cuando se seca, él cogió una gota de la lata y me la puso sobre los labios.

—Ojalá tú seas así. Ojalá no manches —había dicho sonriendo—. Pero ojalá yo sepa cómo hacer que no te seques.

De aquello hacía más de diez años. Por aquel entonces aún pensaba que si querías a alguien no podías hacerle daño…

Yo jamás me había sentido querida de ese modo. Jamás me pareció que alguien se daba cuenta, de súbito, de que su vida iba a cambiar por haberme conocido. Y dudé poder sentirme así alguna vez.

—¿Qué pasa? —Víctor me giró hacia él.

—Me has recordado a un capítulo de mi primer libro.

—¿Un capítulo triste?

—Sí —confesé.

—Pero esto no es triste —contestó con mucha más energía—. No es triste que nuestra primera vez juntos fuera especial, que me descubrieras que mi mundo puede girar a tu alrededor o que puedas ponerme el estómago en la garganta solo por pestañear. Me fastidia, pero no es triste.

Le fastidiaba. Dejé escapar una risa entre los labios. Esa era la verdad y lo entendía. Él, tan distante, tan frío, tan «me acuesto contigo y antes de que te despiertes habré desaparecido», enamorándose. Supongo que hasta se habría convertido en el centro de las burlas de sus amigos.

A pesar de la oscuridad de la habitación vi que sonreía y yo también sonreí. Cerré los ojos y lo recordé apareciendo de repente frente a mí, la noche que le conocí; le vi sonreír mientras se alejaba de la puerta de mi casa en su coche, quedarse sin habla dentro de un probador, besarme en el sofá de su casa, hacerme el amor sobre el suelo del pasillo…

—A veces no entiendo esta manera que tienes de gestionar las cosas, Víctor. Hace unos días me estabas diciendo que no sabías si querías una novia y ahora me da la sensación de que me tratas como si lo fuera y además supiéramos que vamos en serio.

Él suspiró y se removió.

—No sé hacer las cosas de otra manera. Me muevo por impulsos y a veces son impulsos no demasiado consecuentes.

—No me siento… segura.

—Eres la única mujer capaz de ponerme un nudo en la garganta. Ya llegará todo lo demás… El amor y todas esas palabras grandilocuentes…, ya llegarán.

—Y, doctor, ¿cuándo cree que llegarán? —bromeé.

—Cuando menos te lo imagines.

—Pareces muy seguro.

Se rio.

—Claro. Tú ya me quieres, pero aún no te has dado cuenta.

¿Cuándo habíamos empezado a hablar de amor con todas sus letras? ¿Qué había pasado con la extraña relación de tanteo que habíamos llevado hasta el momento? Y, sobre todo, ¿tenía razón? ¿Ya le quería? Pero ¡un momento! ¿Quería decir eso que él me quería también?