¿DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES, MATARILE RILE RILE?
Llegué a casa de Víctor a las nueve y media cargada con una botella de vino. Si entre las cosas que él decía tener que pensar estaba plantearse la idea de dejarme, podía bebérmela a morro o matarlo con ella.
Él me abrió la puerta con el pelo mojado por una reciente ducha, con un pantalón vaquero y una camiseta blanca que le quedaban…, no hay palabras. ¡Maldito hombre completa y lascivamente deseable! Apartábamos la opción de matarle con la botella.
Nos quedamos mirándonos un momento en el quicio de la puerta sin saber qué decir ni qué hacer. ¿Qué era lo más adecuado? ¿Un beso en la boca? ¿Un abrazo? ¿Un beso en la mejilla? ¿Una palmadita en la espalda? Víctor, que era más valiente, me dio un beso en los labios y me metió en casa. Después cerró la puerta a mi espalda.
—Espera aquí, ¿vale? —dijo con una sonrisa antes de desaparecer por el pasillo.
Arqueé la ceja y mantuve mi rictus inexpresivo. Aún me dolía acordarme de que me había dejado más plantada que a un árbol el día que pretendimos ir al cine.
Víctor salió de su dormitorio y, levantando el dedo índice con expresión divertida, me pidió que cerrara los ojos.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque sí. Tú cierra los ojos.
Lo último que vi antes de cerrar los ojos fue una sonrisa espléndida en sus labios, de las que si mantienes mucho rato hace que te duelan las mejillas.
Me rodeó, se puso detrás de mí y me besó en el cuello. Después le sentí delante de mí. Abrí los ojos y lo descubrí mirándome.
—¿Qué haces, Víctor?
—Comprobaba que tenías los ojos cerrados. —Chasqueó la lengua contra el paladar—. Chica mala… —No pude evitar reírme—. Buf. Menos mal. Te ríes y todo.
Sacó una corbata del bolsillo y me pidió permiso para taparme los ojos con ella. Cuando se lo di, cogió la goma del pelo que llevaba en mi muñeca, me sujetó el cabello en una desastrosa coleta y después me cubrió los ojos.
Caminamos por el pasillo con sus brazos rodeándome la cintura. Entramos en su habitación.
—Quédate aquí un momento —dijo en voz baja.
Después le escuché moverse por allí. ¿Qué narices sería todo aquello? ¿Qué estaría haciendo?
Cuando ya empezaba a desesperarme sentí sus dedos juguetear con el nudo de la corbata.
—Valeria… —susurró cerca de mi oído.
—¿Qué?
—Sé buena conmigo. Es la primera vez que lo hago…
La venda de los ojos resbaló y pestañeé. Después me tapé la boca y contuve una carcajada.
—Oh…, Víctor.
Y en mi mente apareció solo una idea: «No te rías o herirás su orgullo».
El dormitorio estaba lleno de pequeñas velas encendidas: por las dos mesitas de noche, sobre la cómoda y hasta por el suelo, junto a la puerta. Cuando me vio mirando las de la puerta sonrió y dijo:
—Esas son para que no te escapes. —Me eché a reír y él hizo lo mismo, avergonzado. Bajó la mirada—. ¿Demasiado?
—Eh… —Lo miré todo alrededor—. No. Supongo.
—¿En el límite?
—Bien, bien —resolví con una sonrisa—. Te ha salvado no llenar la cama de pétalos de rosa.
—Anotado. Nada de pétalos sobre la cama. —Los dos nos mondamos de risa—. Quería pedirte perdón —dijo al fin—. Quería hacer algo por ti y compensarte el hecho de que, bueno…, a veces soy un imbécil. Y se me ha ocurrido…, yo lleno todo esto de velas y… ¿hacemos como si nada? —Su sonrisa me enterneció.
—No tenías por qué hacer todo esto. Con hablarlo es suficiente. Todo el mundo discute alguna vez.
—Bueno, tanto como discutir…, lo del otro día fue un intercambio de opiniones.
—Pues cuando intercambias opiniones te pones bastante tenso. Y gritas.
—Pierdo los nervios porque… soy imbécil, ya lo sé. Pero… —rebufó— soy nuevo en estas cosas. No sé nada del amor. —Me acerqué y le besé en los labios, porque con esa última frase me había ablandado un poquito más—. ¿Me perdonas?
—Sé que tienes razón con lo de Adrián —concreté.
—Pero ¿vas a hacer algo?
—Tienes que darme tiempo. El mismo que te estoy dando yo, pero por otros motivos. —Tras su silencio añadí—: ¿Vas a castigarme por eso?
—Iba a ofrecerte vino y preguntarte si quieres sexo de reconciliación. ¿Sirve como castigo?
—Oh, sí —repuse en un tono exageradamente grave.
—Pero… antes…, te compré un regalo. —Me besó en el cuello mientras sus dedos patinaban sobre mi espalda.
Le miré sorprendida.
—¿Y eso?
—Aún no hemos celebrado lo de tu libro. Y… quería resarcirte por la cantidad de bragas que te he roto últimamente y que seguiré rompiendo con total seguridad. Tu regalo tiene dos partes, una que voy a disfrutar tanto o más que tú y otra un poco diferente… ¿Cuál quieres primero?
—No sé. —Me reí muerta de vergüenza.
Suspiró. Abrió un poco una de las hojas del armario y sacó una bolsita de mi tienda preferida de ropa interior.
Abrí la bolsita y, apartando un delicado papel de seda, saqué un salto de cama muy pero que muy breve. Era negro y de encaje de seda francesa, prácticamente transparente. Estaba segura de que dejaría muy poco a la imaginación, pero con gusto y con estilo. Si una se plantea ponerse un camisón tan atrevido, tiene que hacerlo bien.
—Eres un listo —le dije. Se apoyó en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida en la poca tela que tenía en las manos—. ¿Lo elegiste tú? —le pregunté asombrada.
Negó con la cabeza.
—¿Me ves a mí eligiendo lencería en La Perla?
—Sí. Te veo eligiendo lencería para las propias dependientas.
Se echó a reír mirando al suelo.
—La verdad es que ni siquiera lo había visto. Lo compró alguien por mí.
—Tu madre. —Me reí.
—Se habría ofrecido seguro si se lo hubiera comentado, no te vayas a pensar.
—¿Entonces?
—Fue Lola. —Sonrió.
—Vaya con Lola.
—Vaya, vaya… —repitió con una expresión de lo más morbosa.
Me acerqué, le di las gracias y nos besamos. En mi vientre ya sentía una pulsión bastante animal, sucia y sexual.
—¿Por qué no te lo pruebas? —me preguntó—. Tendrás que recompensarme por el descaro con el que hablas en el libro de mí, ¿no? Y todas estas velas…, no vayamos a desaprovecharlo.
Entré en el cuarto de baño camisón en mano. Me solté el pelo, me desabroché el vaquero, me quité la camiseta y lo dejé todo doblado en una balda.
Antes de ponerme el salto de cama eché un vistazo a mi ropa, mi pelo, mi maquillaje, mi manicura y los zapatos que me acababa de quitar. Me miré en el espejo otra vez y recordé a la desastrada Valeria en la que me había convertido antes de conocerle.
No fue de la noche a la mañana. Se trató de un proceso largo y lento que también tuvo sus fases. Primero luché con aquella parte de mí, contra la pereza de dedicarme tiempo, mimos y demás detalles. Poco a poco esta fue ganando terreno hasta que me pareció que maquillarme o peinarme era una pérdida de tiempo. Estaba demasiado ocupada, me decía, pero lo que me pasaba es que me sentía insatisfecha y aquella era la manera en la que mi yo interior mostraba que algo no iba bien. Yo que siempre había sido la mujer más coqueta del mundo, aprendí a vivir conmigo misma descalza y en pijama y, aunque no era feliz y no me sentía contenta ni a gusto, la Valeria rebelde se calló. Hasta que llegó Víctor. Y con él no solo habían vuelto las coqueterías superficiales, había regresado una chispa…, algo…
Deslicé el camisón por encima de mi cuerpo, me atusé el pelo y salí.
La luz de las velas creaba en la habitación una atmósfera muy cómoda casi de película. El resto del dormitorio estaba oscuro y las llamas dibujaban sombras oscilantes en el techo. Sí, definitivamente era romántico.
Víctor me esperaba apoyado en la pared y al verme no dijo nada. Deduje por su gesto que le gustaba ver su regalo sobre mi cuerpo y me acerqué. Me recibió cogiéndome de la cintura. Ese único gesto me hizo sentir en casa, protegida, sexi y fuerte. Lo suficientemente fuerte para ser yo misma y no preocuparme de nada más.
—Lola tiene muy buen gusto —susurró.
Me besó en el cuello y sus manos fueron cayendo hacia la parte baja de mi espalda. Coloqué las manos sobre su cinturón y lo desarmé, desabrochándole el pantalón. Ahí venía el maratón de sexo de reconciliación.
Víctor dio dos pasos, pegándome a él y haciéndome retroceder; cuando noté la cama detrás de mis rodillas me dejé caer. Se quitó la camiseta y me subió el encaje del camisón por encima del estómago. Me besó la piel, me mordió suavemente en los costados, jugó con mi ombligo y se perdió en el recorrido hacia el resto de mi ropa interior. Verle así, perdido en mí y vestido solamente con unos vaqueros desabrochados, fue como una pastilla de Viagra. Solo deseaba tenerlo dentro, empujando hacia mi interior. Y en aquellos momentos no pensaba en nada más.
Víctor me bajó las braguitas y me besó húmedamente el monte de Venus. Después se deslizó por entre mis labios exteriores.
—Me gusta esta piel tan suave… y tu olor.
Su lengua se hundió más hasta encontrar el clítoris y yo me agarré a las sábanas mientras lanzaba un suspiro. Me abrió las piernas a la altura de las rodillas, se metió en medio y le acaricié su pelo negro con los dedos de la mano derecha. Sentía el calor de su saliva y el paseo de sus dedos arriba y abajo, cerca de mi entrada. Me penetró con uno de ellos y, sin poder reconocerme, le pedí más.
—¿Qué más? —preguntó él al tiempo que se apartaba de entre mis muslos con los labios brillantes.
—Todo lo más que tengas —contesté.
Su lengua se movió con fluidez entre mis pliegues como si fuera un pez y yo gemí fuerte. Pobres vecinos. Aunque seguramente ya estaban acostumbrados a ese tipo de sonidos procedentes del dormitorio de Víctor.
Su dedo seguía penetrándome y su lengua lo recorría todo, acercándose hacia abajo. Le avisé de que me correría si no paraba y se puso de pie. A través del pantalón desabrochado se intuía una erección apretada en su ropa interior que, cuando se desnudó, salió como un resorte. Quise incorporarme, pero me detuvo apoyándome una mano abierta sobre el vientre.
—Mira cómo estoy de verte disfrutar. No me lo niegues.
—Me correré —le dije en un murmullo.
—Y volveré a hacer que te corras después.
Se hundió entre mis muslos y miré al techo. Me excitaba escuchar el sonido de su lengua al encontrarse con mi piel húmeda. Me agarró por las nalgas y me levantó las caderas hacia él, dejándome expuesta. Me devoró. Nunca, jamás, había sentido esas cosas. Ni siquiera me importó correrme sola en un alarido desconcertante.
Víctor se incorporó entonces, se secó la boca con el dorso del brazo y se lanzó sobre mí metiendo su lengua entre mis labios al momento. Desnudo y tan dispuesto, su erección se coló dentro de mí después de un forcejeo y me llenó, arrancándome otro grito.
Tiró de mí hacia arriba, me arqueó la espalda y, como si yo fuese una muñeca de trapo, empezó a penetrarme con fuerza. Sus brazos en tensión, su pecho…, Dios…, no podía desearle más.
Perdí la cabeza por un momento. Gruñó y grité.
—¡Dios! —chilló también.
—Espera… —le pedí—. Espera…, no te corras, no te corras.
Víctor me agarró con fuerza de las caderas y me llevó con él cuando se levantó. Sentí la fricción de sus embestidas, una, dos, tres veces, y volvió a dejarme caer en la cama.
—Hazme lo que quieras —susurré cuando él volvía hacia mí.
Y de un manotazo me giró en la cama, haciéndome rebotar contra el colchón. No me subió las caderas para ponerme a cuatro patas; me abrió las piernas y se coló dentro de mí, apoyándose sobre mi espalda.
—Lo que quiero es follarte hasta que me muera. Quiero…
—Hazlo…, hazlo… —le supliqué yo, muerta del morbo de la sensación que sus penetraciones me producían en esa postura.
Empezó a hacerlo más fuerte y sentí cómo palpitaba dentro de mí. Gimió.
—Me corro… —me avisó.
Pero en lugar de acelerar sus movimientos, se retiró de encima de mí y me giró en el colchón de nuevo.
—Tócate —me pidió—. Déjame que vea cómo te tocas…
Abrí las piernas con cierta timidez y colé la mano hasta mi entrepierna. Lancé la cabeza hacia atrás en un gemido mientras me acariciaba rítmicamente, dibujando pequeños círculos húmedos. Víctor me miraba embelesado mientras se acariciaba también. Me arqueé cuando ya estaba a punto de terminar y Víctor me abordó, colándose dentro y haciéndome estallar. Antes de terminar salió de mí y se corrió abundantemente, manchándome con su semen caliente los muslos.
Pasé la mano sobre mi sexo mientras miraba cómo se recomponía después del orgasmo. Tenía el pelo revuelto, la piel perlada de sudor y los labios hinchados y jugosos. Y me pareció tan erótico que no pude evitar dejar que mis dedos serpentearan por la piel, sensible, resbaladiza y manchada.
Al abrir los ojos Víctor me miraba casi sin pestañear. Me avergoncé y cuando fui a cerrar las piernas negó con la cabeza.
—No. Hazlo otra vez. Me muero… —Se mordió el labio inferior con fuerza—. Me muero por ti cuando te corres. Me haces… tuyo.
Confusa, me llevé la mano de nuevo hasta mi sexo y jugueteé hasta ponerme a tono. Los ojos de Víctor no se despegaban de mí y parecía que todo él se estremecía cada vez que yo gemía. Vi que se tocaba despacio otra vez, despertando.
Estuve a punto de preguntarle si quería ayuda, pero había algo en el ambiente…, algo más profundo, que no quería estropear.
Se tumbó a mi lado en la cama y yo me abalancé sobre él sin pensármelo en absoluto. Aún estaba húmedo y cuando me la metí en la boca, semierecta, todo el paladar se llenó de sabor a sexo. Víctor gimió intensamente y yo lo deslicé hacia fuera otra vez, pasé la lengua suavemente por la punta y después succioné. Víctor se removió.
—Joder. —Cerró los ojos.
Me sujetó la cabeza, acariciándome el pelo, y yo seguí relamiéndolo, pasando la lengua por todo su tronco para terminar en la base, donde revoloteaba, poniendo visiblemente nervioso a Víctor. Después de un par de veces, volvía a estar dura.
Coloqué las rodillas cada una a un lado de su cuerpo y dirigí su erección hacia mi entrada. Ante la mínima presión se coló rápidamente en mí. Víctor echó la cabeza hacia atrás.
—Me llenas… —gemí—. Y jamás tengo suficiente.
No contestó. Abrió los ojos y se quedó mirándome con los labios entreabiertos. Yo subía y bajaba sobre su erección, ondeando, moviendo las caderas y humedeciéndole. Me agarré el pelo, lo aparté a un lado y después me llevé las manos hasta los pechos, por encima del camisón que ni siquiera me había quitado. Gruñí de desesperación al sentir que se acercaba otro orgasmo. Mi cuerpo nunca tenía suficiente.
—No pares… —le pedí.
Pero en realidad Víctor no estaba haciendo absolutamente nada más que disfrutar.
Eché los brazos hacia atrás, me apoyé en la colcha y en esa postura me moví rápidamente hasta sentir ese cosquilleo con el que comienza el orgasmo.
—¡Ah! —grité—. Córrete…, córrete.
Me rompí en pedazos con un orgasmo completamente devastador y, cuando lo miré, Víctor seguía con los ojos clavados en mí. Paré el movimiento de mis caderas, avergonzada por lo salvaje que podía convertirme un asalto en la cama con él. Le acaricié el pecho mientras lo notaba aún duro dentro de mí.
—¿Te has corrido?
Sonrió.
—No creo que pueda tan pronto, nena… —Y al decirlo me acarició el pelo.
—Sí. Sí que vas a poder.
Me acomodé a su lado en la cama y me incliné sobre él. Saboreé la piel húmeda de los dos y le miré mientras hundía su erección en mi boca. Cerró momentáneamente los ojos.
—No sé si podré… —suspiró.
Yo seguí. Arriba, abajo. Dentro, fuera. Sobre la lengua, hasta lo más hondo que podía y nuevamente sobre los labios. Víctor gimió abiertamente tras un par de minutos. Sus dedos se retorcieron, apretando entre ellos la sábana desordenada. Jadeó secamente. Todo su cuerpo empezó a tensarse y seguí, seguí, seguí. Después de unos minutos Víctor ya no podía disimular la respiración alterada y los gemidos que se colaban en ella.
—Nena…, me corro —dijo encendido.
No tardé en sentir cómo palpitaba y derramaba lo que quedaba de él en mi boca, sobre mi lengua. Jamás lo había hecho antes. Nunca.
E hice lo que sabía que a él le gustaba: lo miré a los ojos y tragué.
Pero no me dio tiempo ni de respirar.
Víctor se incorporó y, cogiéndome la cara con una mano, me besó como nunca lo había hecho. Y no, no hubo lengua, ni intercambiamos saliva, no seguimos mordiéndonos y lamiéndonos. Solo nos besamos.
Después, con los ojos cerrados, apretó la mandíbula, apoyó la frente sobre mis labios y dijo:
—Eres increíble. Valeria, joder, ¿eres de verdad?
Y aquello me pareció una de las cosas más bonitas que nadie me había dicho en toda mi vida. Le acaricié la barba de tres días sobre las mejillas.
—Espero serlo —contesté.
—Es la primera vez que me siento de alguien. —Levantó los ojos hacia mí con el ceño fruncido—. ¿Qué me has hecho?
Y no supe qué decir. Solo me acurruqué sobre su pecho y cerré los ojos.
Pasó un buen rato hasta que recuperamos el resuello y cuando ya volvimos a nosotros, nos pasamos por el baño para darnos una ducha rápida. Hacía mucho calor y estábamos… sucios.
Víctor me animó a quedarme bajo el agua casi fría un rato más cuando salió y no desaproveché la invitación. Cuando terminé, él ya volvía a estar en la habitación. Había traído una botella de vino tinto espumoso muy frío y dos copas.
—¿Tienes hambre? —preguntó al verme salir con un sencillo camisón blanco de tirantes que había traído en el bolso, mucho más discreto que su regalo.
—¿Pedimos sushi? —y contesté con otra pregunta.
Víctor asintió mientras daba un sorbo, dejó la copa sobre la mesa y vino hacia mí.
—Tengo algo más para ti —dijo muy serio.
—¿Más? —pregunté alarmada.
No iba a decir que no a otro asalto de darse el caso, pero, vaya, que Víctor una noche de estas me iba a matar de agotamiento.
—De ese tipo de regalos no. —Una mueca parecida a una sonrisa le llenó los labios y metió la mano en el bolsillo de su pantalón de pijama.
Puso frente a mis ojos un llavero con dos llaves de colores.
—Humm…, ¿las llaves de tu corazón? —comenté con guasa.
—Ja, ja, ja —contestó con sarcasmo.
—¿Entonces? ¿Me has comprado un coche? —Sonreí y me dejé caer sentada en la cama.
—Llave verde: el patio; llave azul: la casa.
Me volví a levantar como si hubiera rebotado en el colchón.
—¿Qué es esto? —inquirí un poco tensa.
—Las llaves de mi casa.
—Y ¿qué quieres decir?
—Quiero que entres y salgas de aquí con normalidad. Es lo lógico, ¿no? Lo que hacen las parejas.
Me quedé mirándole, anonadada.
—Víctor, tienes una forma un poco curiosa de decir las cosas, ¿no crees?
—Puede.
—Yo…, esto es…
Hubo un silencio prolongado que le hizo fruncir el ceño.
—¿Hola? —dijo algo mosqueado.
—Víctor, ¿sabes lo que me estás dando?
—Sí. —Sonrió de nuevo—. Es un gesto de confianza. De… compromiso adulto. —Cogí las llaves y jugueteé con ellas—. Así, si no estoy en casa puedes esperarme dentro. Trae lo que te haga falta. —Vaya, vaya. Tenía que discutir con Víctor más a menudo—. ¿Aceptas el regalo? —preguntó impaciente.
—Supongo —le dije haciéndome la remolona.
—¿Y todo lo que significa que tengas llaves de mi casa?
—No sé si sé todo lo que significa tenerlas, pero dime: ¿lo aceptas tú?
Se echó a reír y asintió. Me pareció más guapo que nunca. A pesar de todo, Víctor estaba relajado.
—No te estoy pidiendo matrimonio, Valeria…
—Estás haciéndolo otra vez —murmuré molesta.
—¿El qué?
—Marcar territorio…
—Lo siento. —Se rio—. Me sale solo. ¿Las aceptas?
—Sí. —Las cogí y las eché al interior de mi bolso, que Víctor había dejado sobre el sillón de cuero de la esquina.
—Pues hay que celebrarlo. ¿Niguiris de salmón y rollitos California?
—Y wakame, por favor. —Sonreí.