DARSE CUENTA DUELE
Lola se sentó en el suelo de su habitación, junto a la cama, y se encendió un cigarrillo. Le dio dos caladas profundas y de pronto la pequeña estancia se llenó de humo. Dejó el cigarro en el cenicero y sacó una caja del último cajón de la mesita de noche. La abrió, suspiró y ojeó las fotos que guardaba dentro. Solo había dos y, aunque era un número que no podía avergonzarla, negaría vehementemente delante de cualquiera que esas fotos existieran en realidad.
En una, ella y Sergio se miraban cómplices, compartiendo una sonrisa. Se la habían hecho durante el cóctel de Navidad de la empresa del año anterior. Se acordaba perfectamente de las sensaciones que vivió en aquella fiesta. Fue un mes después de que, un viernes, Lola se despertara en la cama de Sergio a las siete de la mañana. Él le dijo que se fuera a casa y fingiera estar enferma.
—Yo iré a trabajar y te cubriré. Nadie lo sabrá —le dijo sonriendo.
Lola en aquel momento pensó que todo quedaría en un episodio aislado. Al fin y al cabo esas cosas pasan. Sí, a ellos les apetecía, pero no tenía por qué ir más allá. Se habían bebido unas copas de más y se les había ido de las manos.
Pero en Navidades ella ya sabía que se repetiría y que probablemente le costaría salir de allí con el ánimo íntegro. Sergio tenía algo que la enganchaba. Era como un chute de adrenalina, de seguridad en sí misma y de rubor inocente a la vez. No había muchos hombres en el mundo capaces de arrancarle a Lola esa sensación de rubor adolescente. Ella ya se sentía de vuelta de todo y no le gustaba demasiado hacerlo.
Y allí estaban en aquella foto. Sergio le había buscado una copa, le había dicho un par de sandeces y le había guiñado el ojo. La seguía con la mirada y cuando uno de sus compañeros pasó delante de ellos con la cámara en la mano, le dijo:
—¡Haznos una foto!
Se miraron, como si compartieran un secreto, y el flash los sorprendió sin mirar a cámara.
Lola dejó la foto en el suelo y cogió la otra. Los dos acostados en su cama, riéndose, abrazados y tapados por una escueta sábana blanca sin estampados. A ella se le veían los pómulos sonrosados y los labios algo hinchados, de tanto besarse y de tanto hacer el amor. Aquel fin de semana Sergio mintió a su novia para escaparse a casa de Lola. Fue al principio de su aventura, cuando aún era emocionante y casi no había dado tiempo a que se desarrollaran las implicaciones sentimentales que lo harían todo complicado en el futuro.
Lola cogió las dos fotos, las metió de nuevo en la caja y las enterró en el cajón. Después rescató el cigarrillo justo a tiempo de darle un par de caladas más y apagarlo. Se revolvió el flequillo, cogió aire y se puso a pensar en si no resultaba premonitorio el telón de fondo de aquellas fotos. En los dos casos, una mentira. Algo que no existía fuera de las cuatro paredes de casa de Lola. Algo prohibido y que estaba mal.
Lola no creía en Dios ni en el karma ni en esas cosas. Pensaba que la mayor parte de las cosas que la gente atribuye a la divinidad no son más que el resultado del azar y las coincidencias. Pero, por un momento, no pudo evitar pensar que el cosmos estaba poniendo cada cosa en su lugar. Ellos dos no habían tenido problema en hacer daño a todo aquel que se metiera en el camino a lo largo del año y pico que llevaban «juntos». La exnovia de Sergio, los ligues de Lola… Todo el mundo daba igual. Y ellos, disfrazados de todas esas excusas de mal pagador que se daban a sí mismos, se destrozaban entre sí sin importar nada.
Vale. Ya no había nadie más. Ya habían terminado por apartarlo todo. Pero… ¿no era demasiado tarde? ¿Es posible volver a encarrilar una relación que siempre fue destructiva e insana? ¿Se puede arreglar algo que nunca estuvo bien?
Carmen se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo mirando a Borja, que se había quedado dormido en su cama. Habían comido en casa de los padres de él y después, con excusas vagas, se habían marchado al estudio de ella, a «darse mimos». Sin embargo, les había costado un mundo. La madre de Borja no había dejado de insistir ni un momento.
—Quedaos un rato más. ¿No queréis un café? —Le daba igual cuál fuera la respuesta—. Sacaré unos tocinillos de cielo caseros. Ya veréis qué ricos.
—Déjate de café y de tocinillos, Puri —le contestó el padre de Borja con su barba blanca—. ¿No ves que los niños tienen planes?
—Nos vamos, mamá —insistió Borja.
Ante la negativa, salió con otra cuestión, empezando a ponerse algo más a la defensiva.
—Pero ¿adónde vais a ir ahora? ¡Aún hace mucho calor!
—Ay, Puri, cielo… —se quejó el padre por lo bajini.
—Mamá, tenemos que hacer cosas —contestó Borja mientras buscaba su paquete de tabaco y se encendía un cigarrillo.
—¿Qué cosas? ¡A estas horas!
—Mamá, cosas…
—Pero ¿qué cosas?
—Esto… Carmen necesita que le eche una mano con una cosa en su casa. —Se miraron de reojo.
Ella se carcajeó por dentro. Bonito eufemismo. Claro que necesitaba que le echara una mano, ¡y las dos si le apurabas! Pero dentro de la ropa.
—Pues que Carmen vaya yéndose a su casa y luego, si eso, ya vas tú, ¿no?
Carmen vio a Borja suspirar. Pensó con terror que terminaría cediendo y que aquello, seguro, les costaría una bronca brutal, pero gracias a Dios no hizo falta discutir nada.
—No. Ya si eso me voy ahora —replicó firme pero cariñoso Borja—. No sé si vendré a cenar, ¿vale?
—Pues voy a hacer croquetas.
Después, en su pequeño piso, habían obviado el tema y ni siquiera mentaron a la señora Puri. Pero, claro, no es algo en lo que se piense cuando sube la temperatura corporal, sudas, jadeas y buscas el orgasmo.
Después de que se corrieran, se dieran mimos y recuperaran el aliento, Borja se fumó un cigarrillo en la cama, se bebió tres vasos de agua y se durmió. Así son los hombres, pensó Carmen. No iba a darle ni media vuelta a la cabeza al tema de su madre, pero ella sí. Probablemente él estaba más que acostumbrado. Una madre dominante no despierta porque sí cuando aparece la novia roba-hijos. Es así siempre, en pequeños detalles, en contestaciones, controlando, vigilando y pidiendo explicaciones. Sí. Era evidente que Borja estaba más que acostumbrado. Carmen se preguntó alarmada si no habría sido este el motivo por el cual rompió con su exnovia años atrás.
Se removió en la cama, esperando que él se despertase, pero no lo hizo. Solamente se acomodó en su lado haciendo pastitas con la boca. Carmen se movió con más fuerza, tirando también de la sábana que Borja tenía debajo. Al final, como este seguía durmiendo como quien oye llover, optó por darle un codazo. Borja levantó la cabeza, asustado, y miró alrededor.
—Ay, cariño, ¿te has despertado? —le dijo Carmen.
—Mñe… —murmuró Borja más allá que acá.
—¿Quieres un café? —le preguntó ella solícita.
—E…, s…, esto…, vale. ¿Qué hora es? —dijo con la voz pastosa.
—Las seis.
Se levantó de su lado y se fue a la minicocina, donde encendió la Nespresso y preparó dos tacitas.
—¿Quieres la leche caliente?
—No. Y cortado, no con leche —contestó Borja desde el baño, donde se escuchaba el agua correr.
Para cuando Borja apareció en la pequeña salita del estudio, Carmen ya tenía pensadas todas las preguntas que iba a hacer.
—Oye, cariño, estaba pensando… Nunca me has hablado de tu exnovia.
Borja cogió la taza que Carmen le tendía y la dejó sobre la mesita que había frente al sofá. Levantó las cejas sorprendido y se encogió de hombros.
—No pensaba que fuera relevante.
—Tengo curiosidad —insistió ella.
—Pues… no sé qué decirte. ¿Tienes alguna pregunta en especial?
—¿Dónde os conocisteis?
—En la universidad.
—¿Estuvisteis juntos mucho tiempo?
—Cuatro años.
—¿Ibais en serio?
—Supongo que sí.
—Entonces ¿por qué lo dejasteis?
—Ahora es cuando digo cualquier cosa y tú te enfadas, ¿verdad? —dijo Borja apesadumbrado.
—No, cariño. —Rio ella—. Solo es curiosidad, te lo prometo.
Y Carmen cruzó los dedos en la espalda.
—Bueno… —comenzó Borja—, nos dimos cuenta de que teníamos planes diferentes para nuestras vidas. Ella quería viajar, irse de aquí a allí…, algo nómada, por decirlo de alguna manera. Lo nuestro estaba ya algo deteriorado. Yo buscaba algo más estable. Quería un trabajo fijo y, ya sabes, una vida normal, no vagar de lado a lado siguiéndola a ella. Pero, dime, ¿a qué viene ahora tanto interés?
—No sé.
—Ah, pues nada… —contestó él.
—Bueno, me preguntaba cómo sería su relación con tu familia…
—Supongo que la normal.
Borja se abstrajo un momento y Carmen respiró aliviada. Al menos sabía que no había sido presión por parte de su madre lo que le había hecho romper y le quedaba más o menos claro que no se trataba tampoco de que la chica estuviera harta de aquella mujer. Se encogió de hombros y, tras acomodarse en el sofá, bebió un poco de su café.
—Hacía tiempo que no me acordaba de Elena —dijo Borja de pronto.
—Eso es bueno y dice mucho de mí. —Se rio Carmen.
—Vaya, ¿qué será de ella? —Lanzó una risa seca y añadió—: Cómo la odiaba mi madre, hay que ver.
Carmen dejó el café en la mesa, se disculpó y salió al balcón a tomar el aire, porque de repente su salón le parecía sumamente claustrofóbico.
Nerea se miró en el espejo una vez más. No eran paranoias suyas, ya se le notaba. Como ella siempre fue muy delgada, era más evidente que el vientre nunca había seguido una línea tan convexa. Llevaba evitando visitar a sus padres y a sus hermanas desde que se había enterado. Estaba más que segura de que ellas lo notarían y entonces… sería una debacle. Su madre lloraría, gritaría y hasta se arrancaría mechones de pelo en un ataque de histeria.
Se preguntó cómo era posible que Daniel no se hubiera dado cuenta. El único comentario que había recibido por su parte era una escueta alabanza al tamaño de sus pechos una noche cuando estaban haciendo el amor. En realidad no estaban haciendo el amor, estaban follando, pero a Nerea esas cosas, así dichas, le parecían una auténtica ordinariez. Que Lola las dijera si quería, pero a ella no se las escucharían ni en sueños. Follar, sí, claro, como los animales.
Pero no podía negarse que lo que le llevaba a desear a Daniel últimamente no era más que un deseo animal. Animal, sin más. Además, sobraba confesarse a sí misma que no lo deseaba a él, sino a un hombre. Ella quería sexo y él era su novio. Y era guapo. Muy guapo, cabe decir. Era lógico. No es que lo viera aparecer y se derritiera de lascivia con el más mínimo de sus gestos. No. Para nada. Es que el proceso hormonal que suponía el embarazo la tenía desenfrenada. Y sí, sus pechos estaban grandes, no podía negarlo.
Se puso de perfil y trató de imaginarse a sí misma viviendo aquello con ilusión, pero le resultó imposible. Se acarició la piel del vientre, que empezaba a estar algo tirante, y se imaginó a alguien a su lado con las manos posadas sobre él, con emoción. Tristemente, se dio cuenta de que no era Daniel al que imaginaba. No era más que alguien sin cara.
De pronto la puerta del cuarto de baño se abrió y Daniel entró atropelladamente.
—Nerea, sal, que me meo.
Y ella se miró por última vez en el reflejo del espejo antes de cerrar la puerta…