TIC TAC…
Me encendí otro cigarrillo con el móvil en la mano y el mensaje de Víctor abierto. Un escueto «Aparece pronto» que me revolvía por dentro. Si lo hacía, ¿no terminaría tirando una enorme piedra contra mi propio tejado? ¿No era mejor dejarlo estar ahora que aún estábamos a tiempo?
Y para terminar de mejorarlo todo…, Jose sin llamar. Y mi economía doméstica pendiente de un hilo.
Nerea salió de la consulta del médico sin aire y, a pesar de lo que esperaba, no le reconfortó la amplitud de la calle, sino que sintió vértigo. El móvil de empresa le sonaba en un bolsillo. Estaba segura de que era Daniel; ya había llamado otras dos veces a su móvil personal.
Un autobús paró delante y ella se subió, sin ni siquiera saber adónde la llevaba. Se sentó junto a una ventana y, hecha un ovillo, se puso a pensar.
La gente iba bajando poco a poco y ella seguía allí, sin saber qué decisión tomar.
Eran las cuatro de la tarde y Carmen llevaba una hora entera de plantón bajo un sol de justicia, mirando sin parar el reloj. ¿Dónde se habría metido Borja?
Cogió el móvil, llamó a la inmobiliaria y canceló definitivamente la cita. A continuación marcó el teléfono de Borja.
—Carmen, escúchame —dijo nada más descolgar.
—No, escúchame tú. Llevo una hora bajo el sol más infernal del mundo, esperándote. ¡Si no vas a venir, al menos dígnate a avisarme! ¡Me dijiste hace media hora que estabas llegando, joder!
—Es que… —bajó el tono de voz— mi madre no se tomó muy bien esto…, empezó a encontrarse mal y…
Carmen recordó a Lola y se cagó en su estampa por tener tanto ojo para adivinar todas las desgracias que se le venían encima.
Lola miró el reloj del salón con los morros apretados. Llevaba una hora en casa y ya tenía unas ganas horribles de llamar a Sergio. Media hora, se dijo. Media hora más.
Abrió la agenda. ¿No se estaba pasando?
Miró el reloj. Habían pasado dos lentos minutos.
Se desnudó compulsivamente en el baño y se metió en la ducha dispuesta a tener un tórrido idilio con el chorro de agua. Y lo tuvo, que conste, pero las ganas no se le calmaban. Empezó a dudar de que fuera solamente una necesidad carnal.
Salió de la ducha y se tumbó en la cama. Maldición. El tiempo no pasaba.
Cogió el teléfono. Lo soltó. Cogió el teléfono y marcó. Colgó antes de que diera un tono. Volvió a llamar.
—¿Sí?
—Sergio, me muero de ganas de que me folles encima del banco de la cocina.