LA VIDA ANTERIOR DE VÍCTOR
El agua repiqueteaba sobre la ventana desde hacía un buen rato. Resonaba en la lejanía una tremenda tormenta de verano que había oscurecido el cielo. Eran las cinco de la tarde y parecían las diez de la noche, pero eso a nosotros nos daba igual.
Víctor me quitó las braguitas con suavidad, deslizándolas por mis piernas. Era la única prenda que aún tenía encima después de cuarenta y cinco minutos de besos y caricias. Nos sentíamos como si nunca tuviéramos suficiente…
Gemí cuando lo vi acercarse a mi estómago con la boca entreabierta. Me repasó con la lengua el costado y me besó la cadera, para subir encadenando pequeños mordiscos hasta el cuello. Un escalofrío me puso toda la piel de gallina y me sensibilizó los pezones.
Me separó las piernas, haciéndose hueco entre ellas, y me acarició el clítoris con la punta de su pene. Arriba y abajo, suavemente. Placer para los dos. Eché la cabeza hacia atrás y él, dejando la palma de la mano izquierda abierta sobre mi estómago, me penetró suavemente en un movimiento certero, saliendo de mí al instante.
—No…, no pares —le pedí con un hilo de voz.
Me cogió la cara entre sus manos y colocó los dos pulgares sobre mis labios.
—No voy a parar —susurró—. Nunca.
Nunca, repetimos los dos jadeando.
—¿A las demás te las follabas también así? —le pregunté.
—No te estoy follando. —Sonrió—. Te estoy haciendo el amor. —Mis caderas subían y bajaban en busca de su cuerpo. Me acarició la boca con las yemas de los dedos y me tocó la lengua con uno de ellos, con una sonrisa en la cara—. Pero te lo hago con las mismas ganas. O más. —Volvió a esbozar una sonrisa.
Giramos. Me senté encima de él, apoyé las manos sobre su pecho y me moví mientras él, que me tenía sujeta por el final de la espalda, me acercaba y me alejaba sin parar.
Gemí con fuerza y jadeé exasperada; no me reconocía en todos aquellos sonidos guturales, pero no podía controlarme. Me cogió un pecho y, tras levantarme un poco a su antojo, se lo acercó a la boca.
—Dime cuánto te gusta.
—Joder, Víctor… —contesté con los ojos casi en blanco.
—¿Cuánto? —Y el tono de su voz, duro y apremiante, nos aceleró un poco, situándonos en un plano más carnal.
—No puedo dejar de pensar en ti en todo el día. Día y noche… —Nos besamos en la boca. Después me arqueé hacia atrás y me besó en el cuello—. No puedo más, Víctor.
—Acabamos de empezar —susurró.
—Pero no puedo más…
—Anoche soñé con esto. —Sonrió—. Y te retorcías debajo de mí mientras me hundía en tu… —Temí que terminara la frase, pero solo ahogó un gemido que me excitó muchísimo—. Eres tan diferente… —terminó diciendo.
—¿Qué les hacías a ellas?
Se acercó a mi oído.
—¿Te pondría saberlo?
—No lo sé.
—Iba directo a esto.
Sentí cómo la sacudida me revolvía entera la piel cuando me penetró profundamente. Quería más.
—¿Solamente esto? —pregunté.
—Sí.
—¿Qué te gustaba que te hicieran ellas?
—Me gustaba que se pusieran de rodillas y me la chuparan —dijo con voz grave—. Y que se lo tragaran mirándome a la cara.
Resoplé.
—No puedo más…, no puedo más, Víctor.
Se tumbó sobre mí y le rodeé con las piernas. El cabecero de la cama golpeó primero suavemente la pared. En el siguiente golpe los vecinos parecieron quejarse. Gemí. Sus manos se agarraron al mueble y en sus embestidas la pared empezó a desconcharse.
—¿Te corres…? —dijo subiendo el ritmo.
—Ya. Sí. Me corro —le contesté.
Por un momento pareció que fueran a caerse hasta los cuadros de la pared. Víctor gemía palabras entrecortadas y yo contestaba como podía. Los vecinos golpearon la pared y nosotros les contestamos con el orgasmo más colosal de toda nuestra existencia.
Víctor se cayó a mi lado, boca arriba, empapado en sudor y con la respiración ruidosa y agitada. Le miré de reojo.
—Creo que los vecinos me van a echar de la comunidad —murmuró. Miró la pared—. Y que voy a tener que volver a pintar.
—¿Valió la pena?
—Siempre vale la pena contigo. —Me besó en la boca—. ¿A qué ha venido ese punto de preguntarme…? —dijo jadeante, con el ceño fruncido.
—No lo sé. —Me avergoncé—. Pero…
—¿Te ponía? —Me miró de reojo mientras se dejaba caer junto a mí, sobre la almohada.
Me puse roja como un tomate, pero la verdad es que me había puesto muchísimo pensar en aquello, a pesar de que me repateara que otras, antes que yo, disfrutaran de él.
—No pasa nada. —Se rio—. En la cama se dicen muchas cosas, nena. Solo tenía curiosidad. No vas a asustarme. Ya he oído casi de todo.
—¿Casi de todo?
—Huy, sí. —Se incorporó, despeinado, y se levantó de la cama, tan desnudo…—. He escuchado verdaderas explosiones de creatividad. No tienes de qué preocuparte.
—¿Como qué?
Cogió el mando del aire acondicionado y lo accionó, cambiando la dirección para que no diera directamente en la cama. Después, con una sonrisa enigmática, salió de la habitación.
—¡Eh! —me quejé—. ¿¡Como qué!?
No contestó, pero escuché sus pasos volviendo hacia el dormitorio. Apareció igual de desnudo, pero con una botella de agua fría en la mano.
—Salí con una chica que me gritaba de todo cuando se corría. —Bebió un trago de agua y siguió hablando—. «Hijo de la gran puta» era lo más suave. Pero esa, dentro de lo que cabe, pues oye…, era su manera de expresarse. Otra me pedía que le gritara yo que era una puta y una guarra. Y a mí me daba tanta risa que hasta me la bajaba. Creo que lo más extraño que he escuchado en la cama fue un «pégame» o… —Se quedó pensativo y después se echó a reír—. No, no…, una que me decía, así, como despacio, tipo psicópata, que quería que me corriera en sus ojos.
Me callé. Llevaba un rato pinchándole para que me contara ese tipo de cosas y ahora que lo había hecho… ni estaba excitada ni me hacía gracia. Me daba miedo, asco y rabia. Pensé en Adrián con otra mujer y de pronto me di cuenta de que no sentía lo mismo.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Te ha cambiado la cara.
—No sé. No me gusta imaginarte con otra chica. Y menos con otra con gustos raros.
Sonrió.
—¿Celosa?
—No lo sé. Esto es nuevo para mí. —También sonreí—. ¿Son celos?
—Supongo. Cuando yo pienso en Adrián tocándote me dan ganas de liarme a tortas con una pared. —Se rio.
Me eché a reír a carcajadas, sobre todo porque casi no me acordaba de la última vez que Adrián me tocó.
—Pues imagínate cómo debería sentirme yo. ¿Con cuántas tías habrás follado? No lo pagues con mi ex. Es mi única experiencia previa. —Y después volví a reírme.
—No te rías. Los hombres somos así de tontos y de brutos.
—¿Y por qué es de ese modo? ¿Por qué nacen los celos? —Miré al infinito, poniéndome trascendental de pronto, desnuda sobre la colcha arrugada de la cama de Víctor.
—Sé por qué siento celos yo. Creo que tú deberías averiguarlo sola. —Le miré. Sonreía ampliamente—. Joder, no me quito el calor. Voy a darme una ducha fría. ¿Te vienes? —Y se pasó la mano por la frente para secarse el sudor.
—Sí. Dame un segundo. Voy a meditar tu contestación.
Víctor se marchó hacia el cuarto de baño contiguo y yo me quedé mirando al techo. Estaba angustiada. Todas esas chicas en la cama de Víctor… Y él acumulando experiencias. ¿Qué pintaba yo en todo aquello? ¿Era realmente donde quería estar? Y, sobre todo, ¿era consciente yo de dónde me estaba metiendo?
Sabía cuál era el paso pertinente en ese momento. Sin embargo, no me creía lo suficientemente valiente para hacer aquella pregunta.
Pensé en Lola. ¿Qué haría ella? Ella no la haría. Le tenía alergia a aquellas cosas. Pensé entonces en Nerea… ¿Cuál sería la reacción lógica y la pregunta acertada y pragmática para aquel momento? Bueno, no imagino a Nerea hablando en el fragor de la batalla y mucho menos peguntándole a Dani sobre sus anteriores experiencias sexuales. Además, a ella no le haría falta tener esa información, porque tenía ojo clínico. ¿Y Carmen? ¿Qué haría Carmen? Carmen sería sincera, de golpe, sin más. Quizá debía aprender un poco de ella.
Me levanté decidida de la cama y entré en la ducha. Víctor trató de cazarme para llevarme bajo el chorro del agua, pero lo esquivé y me quedé a una distancia prudencial.
—Ven, no está muy fría.
—Víctor —dije sin moverme.
—¿Qué?
Nos mantuvimos la mirada unos segundos. El agua me salpicaba suavemente en la piel, refrescándola.
—Víctor…, dímelo ya —pedí.
—¿Qué quieres que te diga?
—Ponle nombre. —Y le miré suplicante—. No me importa qué nombre le pongas, pero dímelo. No sé qué esperar de ti y no sé qué esperas de mí.
Él asintió. No hicieron falta más explicaciones. Su nuez viajó de arriba abajo y después cogió aire.
—Valeria, cielo, quieres escuchar cosas que no estoy preparado para decir.
—Yo no…
—No, escúchame. Quiero que esto salga bien, pero tienes que dejarme espacio y tienes que darme tiempo. Vas demasiado rápido.
Bien, Valeria, bien. Ahora aún está más asustado.