LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS
Víctor y yo comíamos un sándwich de pie en la cocina y manteníamos un silencio nada tenso, cómodo y familiar. Mientras masticaba, empecé a rumiar también las palabras que me había dicho la noche anterior y me giré hacia él, apoyándome en el banco de la cocina. Tragué.
—Tu hermana Aina cumple los años el mismo día que tú ¿verdad?
—No, Aina no. Carolina.
—¿Cuántos hermanos tienes?
—Tres. —Me enseñó tres dedos y después, tapándose la boca mientras terminaba de masticar, añadió—: Uno mayor, una melliza y Aina.
—¿Una melliza?
—Sí. —Sonrió—. Somos calcados. A veces dudo de que sea una mujer.
—O tú un hombre, ¿no?
—A ver, espera… —Dibujó una sonrisa de lo más pervertida, me cogió de la mano y se la llevó hasta la entrepierna—. Creo que sí, ¿no?
—Pues no sabría decirte —bromeé.
Me enseñó el dedo corazón de su mano izquierda y yo lo solté y recogí mi plato.
—¿Le has comprado algo? —pregunté.
—¿A quién?
—A tu hermana.
—Sí, me pidió unas cosas para el bebé.
—¿Tiene un niño?
—Está embarazada. —Masticó otra vez un bocado de su sándwich y dibujó en el aire una barriga de al menos siete meses.
Asentí. Recordé que no había llamado a mi hermana en dos días y apunté mentalmente que lo haría aquella misma tarde. Seguí.
—¿No debería llevar algo?
—Sí, ese vestido negro que llevabas el día que te conocí. Estás preciosa con él. Y a poder ser sin bragas. —Alzó las cejas repetidas veces.
Sonreí.
—Me refería a…, no sé, vino, un regalo, pastas…
—No, qué va. Mis padres llevan un cáterin. —Recogió las migas, las tiró a la basura y se sirvió un vaso de agua.
—Quiero regalarte algo… —Me acerqué, melosa.
Se aclaró la voz mientras dejaba el vaso en el fregadero.
—No te molestes. Mi madre me ha regalado dos camisas, mi hermano Javier una BlackBerry nueva, Carolina una corbata, Aina colonia y mi padre dos días de vacaciones, que espero disfrutar en la cama contigo de alguna manera supersucia y perversa. —Sonrió—. Estoy servido.
—Bueno, ya veremos.
Me apoyé en su pecho y él me abrazó la cintura.
—A no ser que quieras regalarme algo intangible… —dijo con una sonrisa de lo más descarada.
—¿Qué tipo de intangibilidad?
—Sexual —contestó fingiendo ponerse serio—. Siempre sexual. —Le di una sonora palmada en el culo y no pude evitar la tentación de pellizcarlo. Lo tenía tan durito…—. Gracias por venir esta noche. Si no, sería un infierno.
—Exageras —dije, y lo solté.
—No, no exagero, pero prefiero no asustarte. De todas formas, haremos acto de presencia y nos iremos pronto. No tienes por qué preocuparte.
—A ratos me da la sensación de que te preocupa más a ti que a mí.
—Sí, a ratos también me da esa sensación a mí. —Se rio—. Me voy a casa. Quiero revisar unos planos para poder comentarle unas cosas a mi padre esta noche, ya que estamos.
—No pensarás dejarme sola ni un segundo, ¿verdad?
—Tranquila. Paso a por ti a las ocho.
A las seis y media me duché y me lavé el pelo. Después de hidratarme con mi body milk perfumado y ponerme la ropa interior, me sequé el pelo y me ricé las puntas con tenacillas. Me puse laca y me hice la manicura y la pedicura con el esmalte a la francesa, que siempre daba buena impresión.
Cuando me di cuenta eran las ocho menos veinte y, como siempre, andaba con el tiempo justo.
Me puse la base de maquillaje iluminadora, el fondo de maquillaje y un poco de polvos en la zona T. Me miré. Me pasé la brocha con un poco de colorete sobre las mejillas, tipo rubor. Me hice la raya del ojo con un eyeliner negro y rímel. Me metí el vestido con cuidado por arriba para no mancharlo, lo dejé caer, me dejé un hombro al descubierto, y me retoqué el pelo. Cuando metía el brillo de labios en el bolso y me ponía los zapatos, Víctor pitó dos veces desde abajo.
Bajé todo lo rápido que me permitieron los tacones y me metí en el coche. Víctor me recibió con una sonrisa que, en sus labios, siempre era provocadora.
—Hola, nena —dijo mientras me comía con los ojos—. Estás impresionante.
¿Yo? Víctor sí estaba espectacular. Llevaba unos vaqueros oscuros y un jersey fino de color verde botella que, sin ser extremadamente ceñido, le marcaba los hombros, el pecho y el vientre. Para comérselo. Una sonrisa bastante elocuente se me dibujó en la cara.
—Tú sí que estás guapo —respondí.
Me incliné y nos dimos un beso en los labios; ya éramos una de esas parejas que se besa al subir al coche… y me hizo ilusión.
Víctor puso en marcha el motor y me colocó una mano sobre la rodilla; sentí cómo me hormigueaban las piernas en oleadas ascendentes. ¿Llegaríamos a casa de sus padres o terminaríamos aparcando el coche en cualquier zona solitaria y mal iluminada?
—Mis padres viven en las afueras, como a media horita.
—¿Dónde?
—Cerca de Las Rozas. —Y sus ojos fueron de la carretera a mis piernas, que acababa de cruzar.
—No hay problema. El vestido no se arruga.
—Si se arruga puedes quitártelo si quieres. —Esbozó una media sonrisa.
Se colocó bien el asiento mientras conducía.
—Vamos a pillar la A1 a reventar…, ya verás —comentó más para sí mismo que hacia mí.
—Estás muy sexi cuando conduces, ¿lo sabes? —le contesté comiéndomelo con los ojos.
Me miró un nanosegundo y volvió a fijar la vista en la carretera antes de decir:
—Tú estás sexi hasta cuando bostezas. O a lo mejor es que tengo la mente sucia y no dejo de imaginar cosas…
—¿Cosas…?
—Cosas húmedas. —Lanzó una carcajada y siguió hablando—: Tengo que avisarte de un par de temas.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que vas a encontrar en casa de mis padres.
—Ya, ya sé. Me disfrazo de ninja y echo a perder la fiesta con patadas voladoras y saltos mortales.
Se echó a reír.
—Además de eso, antes de que te des cuenta por ti misma, te diré que mis padres son un poco… especiales. Mi madre es… —dudó un momento, levantando las cejas y mordiéndose el labio— sexóloga.
Le miré, sorprendida. Ah…, de ahí le venían los conocimientos suprahumanos de la anatomía femenina, me temo. Quizá de ahí y de la experiencia…
—Sí, ya lo sé. Poco habitual lo de tener una madre sexóloga. Supongo que puedes imaginarte el tratamiento que tiene el sexo en casa.
—Pues no sé si me lo imagino.
—Las personas tendemos a hablar sobre lo que mejor conocemos y mi madre sabe mucho de sexo. ¿Entiendes?
—Entendido. Capearemos el temporal. ¿Algo más?
—Mi hermana Carolina está casada con Peter. Es piloto. Habla fatal español, no sé cómo se entiende con mis padres. Cuidado con él porque se pone a hablar y, como no le entiendes nada, te mete en unos berenjenales… ¿Qué más? Mi hermano Javier vive con su novio. Se llama Antonio, pero todo el mundo le llama Antoine. Es profesor de literatura y cuando menos te lo esperas te encuentras hablando con él sobre el puñetero monólogo de Molly Bloom.
—Humm…, James Joyce, qué profundo.
—Y espeso.
—Sigo tomando nota.
—No, creo que ya está. A Aina ya la conoces y mi padre te confundió con la del ayuntamiento. Te haces una idea. Además, habrá allí una docena de amigos de mis padres y demás. —Le miré de reojo—. ¿Te he asustado? —preguntó.
—No, pero me siento… abrumada.
—¿Demasiada información?
—No, es el hecho de ir a casa de tus padres.
—Y eso que aún no te he dicho que han leído tu libro. —Sonrió.
Me quedé mirándole sin saber qué contestar y tuve la tentación de propinarle un par de buenas collejas, pero me contuve. Por el contrario, escondí la cara entre las manos un buen rato mientras pensaba qué hacer para evitar la tensión de saber que todos me habían leído poniéndome cerdaca. Como no encontré solución, lo maldije entre dientes.
—Maldito cabrón.
Cuando llegamos, me maravillé. La casa estaba en el centro de una urbanización muy elegante. Silbé y él sonrió, pero con vergüenza. Creo que no le gustaba dar la impresión de ser un niño pijo y se incomodaba cuando entendía que alguien podría traducir ciertas cosas en un alardeo.
La calle estaba plagada de coches aparcados en la acera, así que dimos un par de vueltas, para terminar aparcando junto a unos setos en la calle de detrás. Víctor se quitó el cinturón y me miró con una sonrisa tensa en la boca.
—¿Preparada?
—¿Y tú?
—Nunca se está lo suficientemente preparado para esto. —Se rio, al tiempo que se pasaba la mano por la nuca, nervioso.
—Si quieres podemos dejarlo estar, Víctor. Llévame a casa y di que no me encontraba bien.
—No. No va a hacer falta. Ya te dije que mis padres son un poco… —Movió la cabeza de un lado a otro, dándome a entender que no iba a ser la típica presentación formal en sociedad.
Carraspeé y cambié de tema.
—Te he comprado un regalo.
—No tenías por qué. —Sonrió.
—Es una tontería.
Abrí el bolso y le di un paquete, que él abrió sin pensárselo mucho, rasgando el papel con sus largos dedos. Era Lolita, mi libro preferido de Nabokov. Me lanzó una miradita de reojo que por poco no me convirtió en un amasijo derretido sobre el asiento.
—Muchas gracias. No tenías por qué molestarte. —Le dio la vuelta y con los labios apretados, muy concentrado, leyó la contraportada.
—¿Lo habías leído ya?
—Humm…, creo que debería decir que sí, pero lo cierto es que no.
—Lo dejaré en mi casa, así puedes leer antes de dormir los días que te quedes.
—Vale. —Sonrió—. ¿Lo has firmado?
—Sí. —Me sonrojé—. Pero soy malísima escribiendo dedicatorias.
Abrió el libro y revisó con una sonrisa lo que había escrito en la primera página:
Lolita nos presentó una noche y de repente todo se complicó.
Espero que nunca te arrepientas de haberme metido en tu vida y que un día al despertar seas menos guapo, así podré respirar mientras te miro.
Valeria
Se rio, se acercó y me besó en la boca.
—Ya no me arrepiento de haberte conocido —y al decirlo me acarició el pelo.
—¿Ya no?
—No, he entrado en razón. ¿No ves dónde estás?
Se empeñaba en decirme que aquella fiesta no significaba nada, que no era un examen sorpresa para que sus padres me dieran el visto bueno, pero se le escapaba un comentario como aquel. ¿Qué tenía que pensar? ¿Era importante o no que me hubiera llevado con él? ¿Lo habría hecho con alguna otra chica de darse el caso o yo era especial?
Hubo un silencio un poco incómodo, como si quedara algo por decir.
—Vamos. No lo retrasemos más —lo animé.
La puerta del jardín estaba entreabierta y, para mi sorpresa, Víctor entrelazó sus dedos con los míos antes de entrar. Eché un vistazo hacia arriba, buscando su cara, y él, sin mirarme, esbozó una sonrisa sensual. Víctor…, menudo hombre. Me sentía como una adolescente cegada por su primer amor y lo peor es que me veía tan insegura como si de verdad hubiera vuelto atrás en el tiempo.
En la terraza había unas veinte personas charlando de pie. Todos eran guapos, altos y con pinta de tener éxito en la vida…, como Víctor. Y yo…, yo allí sintiéndome minúscula. Quise desaparecer.
No me costó reconocer a su madre, que dirigía con amabilidad a dos chicos del cáterin para que dejasen las bandejas sobre unas mesas auxiliares. Era la única persona de mi estatura y eso me hizo sentir momentáneamente más tranquila, no sé por qué. Momentáneamente…, hasta que la vi acercarse a nosotros. Andaba sobre unos bonitos zapatos de tacón, luciendo con garbo un vestido de color coral. Parecía joven para tener hijos de la edad de Víctor. Tenía manitas de niña pianista y una sonrisa descarada, como la de Aina. Besó a Víctor mil veces en las mejillas, poniéndose de puntillas, y luego me miró, sin rastro de inquisición, más bien con beneplácito.
—Tú debes de ser Valeria —dijo con una expresión muy pilla.
—Sí, encantada.
—Soy Aurora. —Le di dos besos—. Víctor me contó que eras muy guapa, pero se quedó corto.
—No me gusta presumir en exceso —contestó él al tiempo que me pasaba el brazo por encima del hombro.
Sonreí, sonrojándome, y me recordé a mí misma que tenía que respirar si no quería desmayarme.
De pronto me convertí en la novedad de la fiesta. Aina se acercó y me dio dos besos y su padre la imitó. Víctor me presentó a su hermano mayor y a su novio y a su hermana Carolina, que estaba casi más embarazada que mi hermana.
—Felicidades por partida doble. —Señalé su vientre.
—Sí, voy a explotar —rio acariciándose la tripa—. Pero ven, coge una copa. ¿Qué te apetece? ¿Conoces a Peter?
—¡Valeria! ¡Tengo que pedirte un favor! —gritó su madre alcanzándonos.
—Sí, dígame.
—¡Háblame de tú, por favor! —Sonrió—. ¿Puedes venir conmigo?
Víctor le lanzó una mirada desconfiada e instintivamente me cogió la muñeca entre sus dedos con delicadeza, pero su madre le prometió que no sería por mucho tiempo.
—Te la devuelvo enseguida, no sufras.
Yo asentí sonriente y él me soltó la mano. Entramos en la casa; Carolina y Aina nos siguieron hasta la cocina. Era un espacio enorme, con distribución americana. Tenía una isleta en medio, con las placas de vitrocerámica y una campana preciosa. Un estilo pulcro y nada recargado que me recordaba a Víctor.
Mientras lo miraba todo maravillada, su madre desapareció un instante para volver con un ejemplar de mi novela en la mano. Me sonrojé y agaché la cabeza.
—Oh… —susurré.
—Carolina me regaló Oda porque se lo recomendó una amiga y… me encantó. ¡Lloré tanto con ese libro! Mira qué casualidad. Compramos este en cuanto salió porque Víctor comentó que…, claro…, te conocía y… ¡cómo lo disfruté!
—Muchas gracias, pero no es más que una novelita ligera.
—Bueno, bueno, será ligera, pero me resultó muy entretenida.
—¿La has terminado ya? —pregunté avergonzada.
—Sí. —Se rio—. Ahora lo está leyendo Aina. No sabes lo contenta que se puso al saber que también tiene un papel en la historia. Pero, claro, está teniendo problemas con ciertos detalles sobre su hermano, ya sabes, los pasajes más tórridos.
Carolina y ella se carcajearon. Aina se quejó.
—¡Mamá! Te dije que no se lo contaras. Ahora creerá que no me gusta su libro.
Me giré y negué con la cabeza, sonriéndole.
—No te preocupes, Aina, te entiendo. —Me reí.
—Lo que no le gusta es, claro, imaginarse a Víctor metido en faena y…
—¡Vale ya, mamá, no termines la frase! —dijo la voz de Víctor colándose desde fuera a través de una ventana abierta.
Y me sorprendió que estuviera lo suficientemente intranquilo como para acercarse hasta allí a vigilar. ¿De qué tenía miedo? ¿De lo que me dijera su familia o de lo que yo pudiera decirles a ellos?
—Lo pones en muy buen lugar… —Rio Carolina—. Esperemos que no se le suba a la cabeza.
—¿Podrías firmármelo? —Su madre me lo tendió.
—Huy, soy muy mala para estas cosas.
—Cualquier cosa.
Cogí el bolígrafo que me ofreció y suspiré esperando que apareciera pronto la furcia de la musa de turno. Pestañeé nerviosa un par de veces y al fin, apoyándome en la mesa, escribí:
Quizá esta noche tenga un capítulo en la segunda parte.
Gracias por todo. Valeria
Se lo devolví y sonrió al leerlo.
—¡Perfecto! ¿Fumas? ¡Qué tontería! ¡Claro que fumas! Fumas Lucky Strike Light.
—Creo que debería dejar de dar tantos datos sobre mí en lo que escribo. Un día se puede volver en mi contra.
Carolina se rio y al cerciorarse de que íbamos a fumar se disculpó y salió junto con Aina, que iba parloteando hacia su abultada barriga, muy ilusionada.
Aurora sacó una pitillera plateada con su nombre grabado y me ofreció uno de sus cigarrillos, finos y extralarge. No podía ser de otra manera. El complemento ideal para una mujer como ella. Sonreí y acepté la invitación tras su insistencia. Qué poco le pegaba a Víctor tener una madre tan… ¿exótica?
—Muchas gracias por comprar el libro. A este ritmo mi editor se va a frotar las manos.
Me acercó una copa de vino tinto y se sirvió otra para ella.
—Se lo regalé también a todas mis amigas en cuanto me enteré de que salías con Víctor.
Bueeeeno…, pues la idea de Víctor de que no iban a dar por sentadas ciertas cosas no se estaba cumpliendo. ¿Salir? ¿Salíamos Víctor y yo o solo nos veíamos de manera informal? Porque si salíamos, éramos novios o algo similar, ¿no? Su madre me sacó de nuevo de mis meditaciones con su conversación.
—Me quedó una duda sobre el personaje del marido, no sé si es buena idea preguntártelo.
—Sí, no te preocupes. —Nos sentamos.
—Él… ¿se acostaba asiduamente con su ayudante o lo del viaje fue una cana al aire?
—Pues… sabes lo mismo que yo. —Me encogí de hombros y me di cuenta de que cada vez me dolía menos—. Lo que hay escrito en este libro no es más que una licencia literaria.
—¿Una licencia literaria?
—Bueno. Licencia a medias. Accionaron la tecla de llamada de su teléfono móvil y los escuché gimiendo; eso sucedió tal y como lo escribí. No había lugar a dudas. A partir de ahí… tuve que seguir de oídas. No sé si lo hacía a menudo o si fue la primera vez.
—Vaya.
—Sí. —Agaché la cabeza un poco angustiada. Desde que nos habíamos separado no me había parado a revivir ciertas sensaciones…
—Me pareció que no teníais demasiada vida sexual.
—Demasiada no, nula. Pero bueno, Adrián nunca fue una persona muy sexual. —Me sonrojé por completo y aparté la mirada hacia el humo del cigarrillo—. Al menos nunca lo fue conmigo. No era como…
—Como Víctor —terminó de decir ella—. Pero tú sí.
Nos miramos en silencio y me costó tragar. Menuda primera conversación.
—No lo sé. Pero es como todo, depende de la persona con la que estés. Yo también acabé acomodándome con Adrián a esa rutina. No conocía otra cosa.
—Pero no estabas satisfecha y eso no es tanto un problema en sí mismo como el síntoma de un problema mayor, ¿sabes?
—Sí, es posible. Teníamos muchos problemas que acabaron siendo síntoma de algo mucho más grande.
—Es que te casaste muy joven.
—Sí, tonta y enamorada. —Me reí.
—Yo me casé a los veinte, pero era otra época. Ahora me imagino a Ainita casándose y… —Fingió un escalofrío.
—Nosotros lo teníamos muy claro en ese momento. Aunque parezca lo contrario, fue una decisión muy meditada. Quizá el problema fue que no estábamos preparados aún para tomar ese tipo de decisiones. Debí hacer caso a mis padres.
Quizá el problema era estar teniendo esta conversación sobre mi matrimonio recién destrozado con la madre del chico que había ayudado a romperlo, pero nada, lo importante era seguir pareciendo tranquila.
—La gente cambia tanto con los años…, es difícil predecir si el cambio va a hacernos tremendamente infelices —sentenció.
—Pero siempre fue así y antes las parejas duraban toda la vida. —Suspiré.
—Teníamos más paciencia y el divorcio estaba muy mal visto, eso ayuda. —Se rio.
—De todas maneras…, ¿cambian en realidad las personas?
Aurora me miró con el ceño fruncido, meditando mi pregunta. Al fin puso una mano sobre la mía y la palmeó suavemente.
—Yo creo que sí. Al menos en algunos aspectos de la vida. Hay quien vive sin comprometerse con nada hasta que un día…, pum, lo hace sin más.
Las dos sonreímos. Estaba claro que hablábamos de Víctor, ¿no?
Como si estuviera preparado, Víctor entró en la cocina en aquel momento, me cogió un cigarrillo del bolso y lo encendió de cara a la ventana mientras murmuraba algo sobre lo mal que hablaba su cuñado. Su madre no le prestó atención.
—No fumes… —le dije en un murmullo—. Volverás a engancharte.
—Oye, ¿qué tipo de anticonceptivo utilizáis? —interrumpió su madre de pronto—. ¿Queréis preservativos? Me llegó ayer a la consulta una muestra de…, ¿o tomabas la píldora? Bueno, bueno… —se echó a reír—, a lo mejor habéis decidido hacernos abuelos. Es que, claro, no lo sé, como este no suelta prenda no sé si vais en serio, si…, ya sabes. En ese caso, oye, yo no tengo nada que decir. ¡Más contenta que unas pascuas!
Me quedé callada y quieta. Aunque la conversación estaba tomando unos derroteros algo extraños, no me esperaba un giro así. Víctor miró a su madre y negó con la cabeza.
—Calla, mamá.
—Cariño, haces muy mal negando tu sexualidad con tu familia. Es una cosa muy natural… Además… —miró el libro—, me da la impresión de que eres un fiera.
—¡Mamá! —repitió él molesto.
—Yo no digo nada. Pero desde luego tienes a quién parecerte. Tu padre…
—¡Oh, joder, no! —se quejó Víctor al tiempo que apagaba el cigarrillo—. Vamos, Valeria.
—¡No, no, no te vayas!
—Te lo pedí por favor —le dijo muy serio—. Vamos fuera hasta que se te pase.
Me cogió del brazo y tiró de mí. Me encogí de hombros y sonreí a su madre, que me devolvió el gesto. Caminamos a oscuras por el pasillo, pero en lugar de salir por la puerta que daba a la terraza giramos hacia el lado contrario y aparecimos en un patio trasero. Solo había un farolillo encendido en una de las esquinas y, aunque llegaba hasta allí el vocerío, no había ni un alma.
—¿Adónde vamos? —murmuré.
—A escondernos.
Nos acomodamos en un rincón oscuro, apoyados el uno en el otro. Víctor dijo:
—Diez minutos más y te estaría contando algo sobre el maldito punto G en los hombres.
—Quizá me interese.
—No, reina, no. —Me sobó por debajo del vestido—. Mi punto G mejor lo dejamos estar. El tuyo creo que lo tengo localizado. Por lo que ha podido leer toda la familia, te hago aullar de placer. —Nos reímos y le di un manotazo para que me soltara el trasero—. Eres preciosa —susurró mientras su mano me acariciaba la parte baja de la espalda, esta vez con más elegancia—. Tengo ganas de llegar a casa y pasarme toda la noche tocándote.
Y ya estaba allí de nuevo esa sexualidad que lo inundaba todo. Resoplé. Sería poco comunicativo con ciertos sentimientos pero, oye, qué bien expresaba sus apetencias…
—La noche es muy larga —le dije.
—Mejor. Tengo pensadas algunas cosas que van a implicar… tiempo.
Se inclinó hacia mí y yo le recibí con los labios entreabiertos. Nos besamos con pasión y empezamos a apretarnos, buscando el tacto del otro. Su lengua me recorrió toda la boca salvajemente y las dos manos se metieron debajo del vestido.
—Para, para… —le pedí.
—¿Por qué?
Lo primero, porque no me apetecía que alguien de su familia nos pillara en el ajo, la verdad. Además…
—Si no aminoramos la marcha… —susurré.
—¿Qué? —dijo sin terminar de soltarme el bajo del vestido, que no estaba a la altura correspondiente.
—Esta semana vamos a uno o dos diarios —reflexioné sorprendida.
—¿Y qué?
—Esto no es para siempre, lo sabes, ¿verdad?
Me miró frunciendo el ceño.
—No te entiendo.
—Quiero decir que el sexo un día deja de importar…, al menos de importar tanto. No quiero que nos demos un… atracón.
Me ruboricé por completo porque no estaba segura de si él estaría de acuerdo en querer alargar aquello lo máximo posible y cuidarlo esperando que algún día fuera algo de verdad. No es que en ese momento no fuera real, es que siempre tenía que hablar de ello con la boquita pequeña, por si acaso. Lancé una miradita hacia Víctor y me sorprendió ver que sonreía tímidamente, dibujando una leve curva ascendente en la comisura de los labios. Entonces se encogió de hombros y, para mi tranquilidad, repuso:
—Si esto se apaga quedará el resto.
—¿Y qué es el resto?
Se rio. Los ojillos se le arrugaron…
—¿De verdad quieres que me declare aquí y ahora?
Chasqueé la lengua y me lo tomé como una broma. ¿Qué otra cosa podía pensar? Víctor daba vueltas constantemente a mi alrededor, pero no siempre lo hacía en la misma dirección. Es posible que por aquellas fechas él también estuviera luchando contra la necesidad de vernos y de estar cada día un par de horas más juntos. Era extraño; apenas nos conocíamos. Además, no creo que Víctor tuviera la misma inclinación que yo hacia las relaciones estables. Bueno, no lo creía, lo sabía. ¿Tendría razón su madre en que ese tipo de personas, llegado el momento, se comprometía?
Cuando me quise dar cuenta llevaba un par de segundos de más en silencio y él me miraba de manera interrogante. En el fondo no podía evitar tener pánico de que él se asustase, se agobiase y desapareciese sin dar más que un par de vagas excusas, del tipo: «Ya te llamaré». Así que fingí una sonrisa confiada y dije:
—Venga, vamos. Buscamos una buena excusa y nos marchamos en un ratito.
—No. —Negó con la cabeza con una expresión que encendió mi interruptor.
Mi vientre vibró. Oh, Dios.
—Aquí no —pedí.
Me cogió los muslos y me subió a pulso, como si no le costase esfuerzo. Metió la mano dentro del vestido y tiró hacia abajo de mis braguitas de encaje con tanta fuerza que a medio camino se escuchó cómo se rasgaba una parte.
—Eres un bruto —me quejé ya jadeante.
—Nunca he dicho lo contrario.
Noté cómo las braguitas me caían hasta el tobillo derecho y se quedaban allí, enganchadas en la sandalia. Le metí los dedos entre el pelo y me lo llevé hasta la boca. Nos besamos… Joder, nos besamos de verdad. Esa manera en la que se besaría la gente si esperara la llegada del Armagedón.
Como si estuviera haciendo pesas conmigo, me movió, frotándome sobre su bragueta, que ya evidenciaba una erección.
—Aquí no, Víctor, por favor —me quejé cuando empezó a devorarme el cuello.
—Aquí sí, Valeria, por favor…
Me soltó una de las piernas y yo me agarré con fuerza con las dos a su cuerpo para no caerme. Con la mano libre se desabrochó de un tirón la bragueta y encaminó la penetración. Me retorcí, clavándomelo hasta lo más hondo. Eché la cabeza hacia atrás y contuve un gemido.
—Así…, calladita… —susurró.
Me removí sacándolo de mí y él volvió a penetrarme en una embestida que casi me hizo gritar. Le mordí el hombro. Él siguió conmigo arriba, abajo, arriba, abajo, llevándome hasta el límite. Empezaba a sudar del esfuerzo cuando me bajó. Me quedé mirándolo alucinada, esperando que fuera solo una pausa. Yo no quería empezar pero… ahora ya no podía dejarme así.
—Víctor… —empecé a decir.
—Shhh…
Tiró de mí más aún y me llevó hasta un rincón, donde había, apartada, una mesa de terraza. Me inclinó sobre ella de espaldas a él y, tras subirme el vestido hasta la cintura, volvió a colárseme dentro. Gemí, un poco, bajito, porque en aquella postura lo sentía tan dentro…
Víctor siguió dentro y fuera, dentro y fuera de mí, y, apretándome los hombros, avisó de que se corría. Pero yo necesitaba un poco más de tiempo, así que le paré.
—Espera…, espérame.
Salió de mí, me giró, me besó brutalmente en los labios y me colocó en el borde de la mesa de teca, con el trasero en el aire. Me agarró las piernas y yo misma lo atraje, cogiéndole del jersey y tirando de él hacia mí. Arqueé la espalda, me agarré a la mesa y cerré los ojos.
—Eso es, nena…, eso es…
Las voces de la fiesta llegaban hasta nosotros con alguna risa de fondo y conversaciones animadas. Se escuchaba algún grillo y las ramas de los árboles meciéndose con el viento y, sobre todas esas cosas, nuestra respiración acelerada.
Cuando exploté y me corrí, Víctor pareció aliviado. Había poca luz, pero podía ver sus sienes húmedas y empezaba a resoplar. Pero en ese estado orgásmico, no me importó demasiado. Solo me dejé llevar, rompiéndome en mil pedazos alrededor de la presión que ejercía él en mi interior. Después me dejé mover a su antojo para notar cómo, tras dos suaves y certeros movimientos de cadera, Víctor se vaciaba dentro de mí.
En lugar de quedarse allí hasta que su erección empezara a remitir, como siempre, salió rápidamente de mí. Supongo que no quería verse en la tesitura de tener que soportar las bromas de la familia si nos pillaban con las manos en la masa. Pero podría haberlo pensado antes, ¿no?
Casi me caí al suelo cuando me soltó para subirse los pantalones, que se le habían escurrido hasta la mitad de los muslos. Riéndose, me llevó hacia sus labios, me besó y me pidió perdón.
—A veces no me controlo.
Jadeando yo también, me reí.
—El crimen perfecto —le contesté entornando los ojos.
Cuando nos arreglábamos delante de la puerta de entrada para volver a la fiesta con naturalidad (y con las bragas rotas), llegó hasta nuestros oídos las voces de su hermana Carolina y de su madre, que comentaban la indumentaria de una de las invitadas, al parecer amiga de Aurora.
—Es un esperpento, mamá, no la justifiques. No tiene edad.
—Ay, hija, ella es así. Lo ha sido toda la vida. Original.
—Sí, original, dice. Oye, hablando de todo un poco…, ¿y Víctor? ¿Se marchó ya?
—Ah, no, qué va. Está con Valeria follando ahí fuera. Encima de la mesa de teca, supongo —contestó su madre resuelta.
¿Crimen perfecto, no? Pues no. No precisamente.
Al encontrarnos con todos en la terraza tratamos de disimular. Víctor me quitó una ramita de pino del pelo y yo le alisé un poco el jersey. Cogimos unas copas de vino y sonreímos con bonanza de cara a la galería. Su padre pasó por allí y, levantando las cejas, nos preguntó:
—¿Mejor ahora, verdad? Más relajados.
Dos que duermen en el mismo colchón, dicen, se vuelven de la misma condición.