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CUIDADO CON LO QUE DESEAS

Las chicas se fueron a la una. Probablemente la quedada se habría alargado, pero fingí caerme de sueño por todos los rincones. No quería tener que admitir que me moría de ganas de llamar a Víctor. Lo hice en cuanto estuve sola. En el instante en que se fueron, cogí el móvil y marqué su número.

Sonaron tres tonos y no contestó. Empecé a pensar que quizá se había quedado dormido, así que colgué decepcionada. Quería que se hubiera mantenido despierto solo para esperar mi llamada.

Abrí las ventanas de par en par, me senté en el borde de la cama y encendí un cigarrillo, que consumí lentamente, con la mirada perdida en el infinito y la mente puesta en el supuesto embarazo de Nerea, en la llamada de Adrián y en todos los movimientos que había sufrido mi vida en cuestión de dos meses. Hacía un año era impensable que cualquier otro hombre, por muy guapo que fuera, me rondase por la mente. ¿Qué nos había pasado a Adrián y a mí?

Apagué el cigarrillo y me tumbé en la cama, sobre el teléfono móvil que empezó a vibrar. Lo recuperé y vi con alivio que era Víctor quien llamaba.

—¡Hola! ¿Te desperté? —susurré dulce.

—Qué va. Estaba haciendo tiempo para que me llamases. Me he tenido que entretener para no ir a tu casa, tirar la puerta abajo y echarlas de allí a todas. ¿Estás muy cansada?

—No.

—Humm…, ¿te apetece que vaya?

Sonreí y cerré los ojos.

—Mucho.

—Dame quince minutos. No te duermas.

Me senté en el sillón a hojear una revista con la cabeza en otras cosas. Bolsos de Miu Miu y tweed de Chanel. Traté de concentrarme pero… de pronto me asaltó la idea de que Víctor podía estar exprimiéndome para luego dejarme tirada; hacerse el dulce, presentarse en mi casa a la una de la madrugada para hacerme el amor y a continuación…

Negué con la cabeza. Si fuese así, se marcharía después. Bueno, a no ser que esperara poder repetir por la mañana… ¿Y si estaba estableciendo una relación autodestructiva basada solamente en un castillo de naipes sexual? Me asusté y me mordí las uñas.

Víctor llegó en apenas veinte minutos, salvándome de mi propia y truculenta imaginación. Le abrí el portal y esperé escucharlo llegar para abrir la puerta del estudio. Nos encontramos en el quicio con un beso. Parecía cansado.

—Buenas noches, caballero.

—Buenas noches, señorita. —Me sonrió.

—¿Sabe usted lo que pensarán mis vecinos si le ven entrar en mi casa a estas horas?

—¿Que usted tiene un gusto exquisito?

Me eché a reír mientras él entraba en casa y me contaba lo difícil que era aparcar en mi calle a esas horas un viernes. Después cerré la puerta y eché el pestillo. Me apoyé en la pared y le miré:

—Te quedas a dormir, ¿verdad?

—Me quedo a dormir —asintió.

Sonreímos tontamente los dos. Él se acercó y, cogiéndome por sorpresa, me levantó y me llevó en brazos hasta el dormitorio. Cuando quise darme cuenta caí sobre la mullida cama. Pero… no se echó sobre mí a besarme o a tocarme. Al contrario, todo fue inocente e ingenuo.

Después de tontear, de reírnos un rato, que si cosquillas aquí, cosquillas allí, pedorretas (Dios…, qué moñas es todo cuando estás enamorada…) y esas cosas, Víctor se levantó a por un vaso de agua. No lo escuché volver de la cocina y al girarme en la cama en su busca lo encontré apoyado en la pared, observándome.

—¿Qué miras ahí en silencio? —le pregunté.

—Estaba pensando.

—¿En qué?

Se rio, al tiempo que se cogía con dos dedos el puente de la nariz, y se echó en la cama a mi lado. Lanzó las zapatillas lejos y suspiró sonoramente.

—Espero que no malinterpretes esto.

—Explícamelo. Haré un esfuerzo. —Sonreí.

—Verás…, me tienes que hacer un favor.

—Lo que quieras.

—Ah, ¿sí? ¿Lo que quiera? Humm…, qué interesante. —Lancé una carcajada infantil y le clavé el codo en el costado. Él se acomodó de lado, mirándome—. Mañana mis padres celebran una superfiesta de cumpleaños para mi hermana y para mí.

—¿Mañana es tu cumpleaños?

—Sí. —Sonrió, avergonzado.

—Pero ¡tenías que habérmelo dicho! ¡No te he comprado nada! —Me incorporé de un salto y me senté sobre él, a horcajadas.

—Déjate, déjate… —me pidió, y sus manos se deslizaron arriba y abajo por mis muslos—. La cuestión es que mis padres son un poco exagerados con la cuestión de los cumpleaños y montan un circo de impresión. El cumpleaños acaba siendo la excusa para una reunión social. Mi madre piensa que la fiesta también es para ella, que parió a dos cabezones. Y, claro, terminan llevando a amigos y cada uno de nosotros lleva también a quien quiere.

—Suena bien. A mí me ponen una vela en un pastel de manzana y me vuelvo loca de la alegría.

—Eres facilona.

—Como Lola. —Él se carcajeó—. Bueno, ¿cuál es el favor? ¿Me disfrazo de ninja y echo a perder la fiesta? —pregunté.

—Por muy tentadora que suene la idea de verte disfrazada de ninja dando patadas al aire, no, no va por ahí.

—Vaya, qué lástima. Tengo un disfraz de ninja. —Y él no se dio cuenta, pero lo del disfraz lo decía completamente en serio.

—Me preguntaba si, no sé, querrías venir. No es nada formal. Una fiesta de amigos, pero aburrida. Una fiesta con padres en la que uno se puede emborrachar.

Me quedé mirándolo alucinada. Por su expresión tampoco parecía que le apeteciera demasiado pedírmelo. Entonces… ¿por qué lo hacía?

—No sé, Víctor…, ¿con tu familia?

—Es que… —se rio mirando al techo— mi familia no es demasiado convencional. El año pasado me llevé a Juan y acabó totalmente borracho abrazando a mi madre y sacándola a bailar.

—¿Padres modernos? —El corazón me bombeaba fuerte y lo sentía casi en las sienes, pero creo que fingía condenadamente bien estar tranquila.

—Sí, algo así.

—Bueno…, no tiene mala pinta, pero, la verdad, me sorprende mucho que me pidas a mí que te acompañe.

—En cualquier otra situación no te lo pediría. No es algo como: «Ven, te presentaré a mis padres y te pediré la mano de rodillas». Es un circo en toda regla y nadie deparará en ti, ni te acosarán con preguntas, ni supondrán que…, ya sabes.

—No, no sé. —Me hice la tonta—. ¿Qué no supondrán?

—Pues que… andamos juntos. Bueno, que andamos juntos lo supondrán, pero quiero decir que mis padres no son de los que te tratarán como si hubiera que ir bordando las sábanas para tu dote. —Se rio, incómodo.

Asentí. Sí, ya, claro, ¿de qué demonios me hablaba?

—¿Y qué me pongo? —pregunté dejándole por sentado que accedía.

—Cualquier cosa, no hace falta que te arregles demasiado.

—Pero solo porque es tu cumpleaños. ¿Treinta y uno?

—Treinta y dos.

—¿Qué quieres que te regale, señor de treinta y dos?

—Desmáyate en la fiesta, a eso de las nueve y media, y sácame de allí. Luego en casa ya si eso me la chupas.

Le arreé con un cojín en la cabeza y me levanté de la cama.

—Voy a desmaquillarme y ponerme el pijama, cafre.

Salí del baño recogiéndome el pelo y con una combinación antigua que utilizaba de camisón. Él se estaba desabrochando el pantalón, sin camiseta, enfrente de mí. Nos miramos. Por un momento pensé que con él disfrutaba de una intimidad mayor que la que creía tener con mi marido. Y enseguida pensé en formalizar mi separación…, pero… ¿y si me estaba precipitando?

—Valeria… —Víctor llamó mi atención.

—¿Sí?

—Por una cuestión de pragmatismo…, ¿te importaría si un día de estos dejo un par de cosas aquí?

—En absoluto. Deja todo lo que necesites para estar cómodo.

—Solo un par de cosas, por si algún día me quedo y… ya sabes. Tú deberías dejar en mi casa también algo. Así no tendrás que cargar con ese bolsón inmenso a todas horas. —Me miró de reojo y añadió—: Pero no te pases. Que pueda seguir encontrando mis cosas en el baño.

—Tienes a las mujeres en tan mala consideración que es fácil sorprenderte gratamente —murmuré al tiempo que me acercaba.

Le besé en el arco del cuello. Qué bien olía.

Aquella relación no parecía de las que se apagan después del sexo desenfrenado. ¿Era cosa mía o empezábamos a tener confianza? Pero ¿qué sabía yo? Había estado tanto tiempo fuera del mercado que es posible que nunca llegara a estar dentro.

—Una cosa más, Valeria. —Su expresión se tensó.

—Dime.

—Quiero que te quites la alianza.

No estaba acostumbrada a escuchar ese tipo de imposiciones en Víctor, así que me sorprendí. Le miré en silencio y luego me observé la mano. Maldita sea. Se me había vuelto a olvidar. Él prosiguió:

—Ya no me estoy acostando con una mujer casada. Ese anillo me recuerda a Adrián. No quiero verlo más.

Me encogí de hombros como si no supusiera en realidad ningún problema. Me quité el anillo y lo dejé caer dentro del cajón. No podía quejarme por que Adrián no creyera en la importancia de nuestra separación y no ceder en detalles como esos.

Víctor me cogió la mano y pasó los dedos por la marca que me había quedado.

—Sigue estando ahí —comenté.

—Yo ya no la veo. Ahora eres solamente tú la que la siente.

—Tienes que darme tiempo —susurré.

—También tienes que dármelo tú a mí. No estamos acostumbrados a lo mismo, ¿me entiendes?

—No muy bien.

—No quiero acostarme contigo e irme en mitad de la noche. Ya me cansé de esas cosas, pero… no sé nada aparte de eso y por ahora prefiero no pensar más allá.

Asentí.

Apagamos la luz, nos acostamos y me acomodé sobre su pecho. Me acarició la espalda y el brazo con la yema de los dedos hasta que me dormí. No, Víctor no venía a echar un polvo, pero tenía tanto o más miedo que yo. No sabía hasta qué punto aquello facilitaba o complicaba las cosas.