VACACIONES
Salí al balcón del pequeño hotel de Gandía y me encendí un cigarrillo. Acababa de darme una ducha y me sentía relajada y tranquila. Miré el humo ondulante y pensé que debía dejarlo y de paso ahorrar, pero le di una calada que me llegó hasta los pies. Empezaba a ser una costumbre eso de decirme cosas y no hacerme ni puñetero caso.
Me apoyé en la barandilla y deseé no tener que volver a la realidad de nuevo cuando amaneciera. El mar ondeaba a lo lejos y sobre él la luna iba dejando esquirlas en el agua. Allí todo era así, sencillamente bonito. Sin preocupaciones, sin dobles sentidos. Solo agradable. Ojalá aquella noche durara días. No me veía preparada para volver y asumir lo que me esperaba.
En un principio, aquellas vacaciones parecían una mala idea. Todo el mundo opinó que pasar diez días sola después de lo que había ocurrido solo serviría para darle vueltas a la cabeza sin parar. Y ya se sabe: con las cosas tan hechas no suele tener demasiado sentido eso de pensar. Había dado por perdido mi matrimonio, me había colgado de uno de esos hombres que nunca nos convienen y había acordado separarme. Bueno…, habría sido mejor pensar antes de hacer.
Sin embargo, contra todo pronóstico, estar sola había sido una delicia desde el trayecto en tren hasta aquella noche, quizá porque seguía sin arrepentirme de las decisiones que había tomado, aunque las maneras hubieran sido poco «elegantes». Si tuviera que cambiar algo de lo que hice…, solo cambiaría el orden.
Inevitablemente, me había llevado en el equipaje el recuerdo de ciertas cosas que sí quería meditar. Víctor. Cómo no. Un Víctor que lo ocupaba todo y que apenas me dejaba pensar en otra cosa.
«Esperaré a que me llames, Valeria, pero no lo haré eternamente».
Hasta soñaba con ello, y en mis sueños nunca llamaba en el momento indicado.
No había sabido nada de él desde que nos besamos en la puerta de su estudio y, aunque estaba satisfecha con mantenerme firme con aquel distanciamiento, me inquietaba plantearme si sería algo puntual o si lo nuestro quedaría en lo que había sido hasta el momento.
Víctor. Madre de Dios santísimo. Qué portento. Aún me daba vueltas la cabeza cuando lo recordaba desnudo entre mis piernas, haciéndome gruñir de placer, llevándome hasta el coma. Víctor tenía aquel poder; me atontaba. Y no solo en la cama. Pero estaba tan reciente la decisión de separarme de Adrián…, no podía dejar de tener remordimientos por desearle tanto.
Adrián sí me había llamado en un par de ocasiones para saber cómo andaba y cuándo saldría publicado mi libro.
Buf…, mi libro. Sí, ese libro que escribí sobre los últimos meses de mi vida y la de mis chicas. Aquello iba a traer cola. Sabía que muchas personas no estaban preparadas para verse tan reflejadas en algo que acabaría a la venta en las estanterías de las librerías. Y más me valía que se vendiera mucho, porque ahora que Adrián no estaba en casa, la economía dependía de mí solita. Pero ¿comprendería él que lo expusiera de esa manera? Sí, me había encargado de no utilizar su nombre real, pero para la gente que nos conocía sería tan evidente…
Mi editor, agente o quienquiera que sea Jose me había telefoneado el mismo día que salí de vacaciones para decirme que habían decidido publicar el libro lo antes posible. Ya lo habían maquetado y estaba en proceso de corrección. Y todo esto en… ¿qué? En semanas. No dejaba de sorprenderme.
Yo lo dejé en manos de mis editores e intenté desentenderme hasta donde pude de un asunto así. Contar mi vida en un libro…, ¿en qué momento había empezado a perder la cabeza?
Volví de pronto a pensar en Víctor. Ni siquiera estaba segura de que fuera a esperarme un tiempo prudencial. Quizá en aquel mismo momento se despedía de alguna niña guapa con un beso en la boca en cualquier portal. O peor. A lo mejor había echado mano de esas «amigas recurrentes» a las que había dejado de ver por mí y estaba entregado al fornicio con la espalda perlada de sudor y la respiración irregular, jadeante. ¡Ay, por Dios, con ellas no! ¡Conmigo, conmigo!
Víctor era un pecado con patas. Sin embargo…, tenía que esperar; no podía precipitarme.
Cerré los ojos y lo recordé recorriéndome entera con la lengua.
Barajé la posibilidad de mandarle un mensaje durante aquellas vacaciones, puramente de cortesía, claro, pero sabía que se me iba a ver el plumero. Ahora que volvía a estar (entre comillas) soltera, tenía miedo de no interesarle. Ya se sabe, ahora que podía a lo mejor no quería. Su reacción al confesarle que había dejado a Adrián no fue lo que se dice de cuento de hadas. En las novelas románticas esas cosas no pasaban. En las novelas románticas ellos, a pecho descubierto, lo dejaban todo por estrechar a las heroínas entre sus brazos, mientras el viento les mecía los cabellos. Nada más lejos de la realidad. En la vida real las cosas nunca eran tan idílicas.
Si quería saber algo de él sin tener que dar un paso al frente, lo más sencillo hubiera sido preguntarle a Lola, que lo veía más o menos con asiduidad, pero no quería que ella se enterara aún de que Víctor me había marcado tanto. A decir verdad, llegaba el momento de tener que confesarlo todo y no estaba preparada. Mejor esperaba a que saliera publicado el libro y ella pudiera leerlo. Me sentía ruin, pero es lo que tiene ir de valiente por la vida y airear las aventuras sexuales de una.
Me tapé la cara en un acto reflejo en cuanto me acordé de las sorpresas que iban a encontrar mis conocidos cuando empezaran a leerlo. En casa de mis padres iba a estar completamente vetado. ¿Y si lo publicaba bajo pseudónimo? Bah, lo pensaba demasiado tarde. Aquello me pasaba por hacerme la chulita.
El móvil sonó sobre la mesita de noche. Un mensaje. Me pregunté de quién sería mientras me terminaba el cigarrillo. Hacía dos días que había hablado con Lola; una semana que había llamado a Nerea y a Carmen. Esa misma mañana había hablado con mi madre y con mi hermana para preguntarle cómo iba con su embarazo. Más tarde en el tren había recibido una llamada de Adrián y su despedida sonó a «dejo la pelota en tu tejado para que me devuelvas la llamada»; ni siquiera me salió decirle que me marchaba unos días de la ciudad.
Quise que aquel mensaje fuera de Víctor…, eso me animaría la noche. ¿A quién quiero engañar? Me alegraría la semana o hasta el mes, según en qué tono lo hubiera escrito. Apagué el cigarrillo en el cenicero que había en la mesa de la terraza y entré en la habitación mientras me convencía de que no debía desilusionarme si al final eran los de la compañía telefónica con el último recibo. Cogí el móvil y respiré hondo, como los atletas que se preparan para batir un récord, y…
Allí estaba: «Sé que no debería mandarte este mensaje, que quedamos en que esperaría tu llamada y todas esas cosas, pero… solo quería decirte que sigo alerta por si un día apareces sin avisar. Algo me dice que lo harás. Mis sábanas te echan de menos. Víctor».
Lo leí por lo menos cinco veces seguidas. Como era nueva en esto de los ligues, me obsesioné con desentrañar el sentido de cada palabra, de cada frase. Suspiré frustrada al darme cuenta de que seguía siendo tan críptico como siempre. Vale, me echaba de menos, pero… ¿y si lo único que me añoraba eran sus sábanas? ¿Cuándo narices estaba estipulado que era buen momento para volver? Además, ¿quería decir con ese mensaje que empezaba a desesperarse o simplemente que…?
Qué fatiga esto de ser soltera…
Ligué pensamientos. Víctor y mi libro. Ay, Dios…, el libro. ¿Qué narices me había empujado a vender mi «diario» a la editorial? Ale, allí, con todos mis sentimientos bien descritos… ¡Por si no era lo suficientemente absurda por mí misma! Toma, Víctor, léeme bien a fondo.
Me volví a tapar la cara con las manos.