En el momento de la liberación de Roma, la organización tenía a su cargo 3925 evadidos y perseguidos. De ellos, 1695 eran ingleses, 896 sudafricanos, 429 rusos, 425 griegos, 185 norteamericanos y el resto de otras veinte nacionalidades, sin contar un cierto número de judíos y de amigos personales directamente a cargo de Monseñor O’Flaherty.
El sacerdote irlandés se lanzó inmediatamente a la tarea de ayudar a los derrotados. Derry, por su parte, fue nombrado agregado militar de la Legación británica ante la Santa Sede para actuar como enlace entre el Gobierno Militar aliado en Roma y Sir D’Arcy Osborne.
Pocos días después de la liberación, el General Alexander, Comandante en Jefe de los Ejércitos Aliados en Italia, llegó a Roma y mandó llamar a Derry. El General ya conocía las principales hazañas de Monseñor O’Flaherty, pues siendo él mismo miembro de la Guardia Irlandesa, había ordenado, estando en Casería, que si alguien tenía noticias de algún guardia irlandés evadido de los campos de prisioneros se lo comunicara enseguida. El único era el teniente Colin Lesslie —a quien O’Flaherty había escondido en el Colegio Americano—, el cual, desde su refugio, había hecho llegar mensajes al General Alexander a través de May, lo mismo que el teniente Paul Freyberg. Éste, en cuanto había sabido que su padre, el General Freyberg, estaba en Roma y se dirigía al Vaticano para buscarle, fue al encuentro de Lesslie y los dos juntos fueron conducidos en un «jeep» al Cuartel General del I Cuerpo de Ejército, en Valmontone, donde les dijeron que el General Alexander quería ver a Lesslie. Colin permaneció dos días en casa del General, antes de reincorporarse a su Regimiento, y durante ese tiempo le contó todo lo que sabía sobre el original Monseñor irlandés.
El General Alexander se quedó asombrado al oír a Lesslie, y más aún cuando Derry completó su información. A partir de ese momento, el General Alexander mostró gran simpatía por Monseñor O’Flaherty y le ayudó todo lo que pudo en su nueva tarea humanitaria y de caridad.
A Derry le ofrecieron organizar una Comisión aliada de Reclamaciones para recompensar a los miles y miles de personas que habían ayudado a los aliados, sobre todo a través de iniciativas como la de Monseñor O’Flaherty. Furman estuvo al frente de una oficina similar situada en el piso bajo del bloque de apartamentos de Via Sciaiola en que vivían los Lucidi, y él y Simpson se habían refugiado tantas veces. El Capitán Byrnes, por su parte, desenterró sus cajas de galletas ocultas en los jardines del Vaticano, y Derry, Simpson, Furman, el griego Teodoro Meletiu y él emprendieron la ingente tarea de atender peticiones.
Por lo que se refiere a los evadidos, se encargó de ellos una unidad especial de repatriación. La Comisión Aliada de Repatriaciones contrató a Gemma Chevalier; su madre, Madame Chevalier, encontró trabajo en la Embajada británica. Un año después de la liberación, Monseñor O’Flaherty casó a Gemma con el cabo Kenneth Sands, del Regimiento Hampshire, agregado a la Comisión.
La oficina de O’Flaherty, en el piso bajo del Santo Oficio, tenía ahora más trabajo que nunca. Miles de soldados italianos habían caído prisioneros y habían sido internados en África del Sur, por lo que sus familiares acudían constantemente al Santo Oficio para recabar noticias; otros italianos iban a ver a O’Flaherty para pedirle que les devolviera el dinero que decían haber gastado ayudando a los aliados, pero él los enviaba a Derry.
Estas tareas —que O’Flaherty encaró con su habitual optimismo y energía— duraron varios años. Quiso establecer contacto directo con los campos de prisioneros de Sudáfrica, pero no encontró billete de avión ni pasaje en barco, por lo que expuso el problema a Derry, quien acudió al General Alexander, convertido en Mariscal de Campo, el cual inmediatamente dijo: «Le facilitaré un avión para que vaya donde quiera…». Así, pues, voló hasta la Ciudad del Cabo, donde encargó a un grupo de sacerdotes que confeccionaran listas de prisioneros y le mantuvieran informado de los que morían o caían enfermos. Luego tomó otro avión y voló a Jerusalén, para colaborar en el traslado a Israel de muchos de los judíos que había salvado de la persecución nazi.
Algunos italianos acudían a Derry y a Monseñor O’Flaherty por un motivo diferente: el deseo de venganza… Soñaban con hacer con los torturadores nazis —y sobre todo con los fascistas— lo mismo que éstos habían hecho con ellos.
Ludwig Koch, por su parte, ya había tenido su castigo: unos partisanos le habían fusilado antes de que pudiese alcanzar Milán.
Perfetti y Aldo Zambardi, junto con otros traidores, estaban en la prisión de Regina Coeli, pero los romanos, impacientes porque no se les ejecutaba, amenazaron con quemar la cárcel, por lo que los prisioneros fueron trasladados a Milán y no se volvió a saber nada de ellos.
En cuanto a Cipolla, salvó la vida gracias a la declaración del matrimonio Lucidi, pero le cayeron 24 años de cárcel.
Un día, Derry se quedó asombrado cuando un miembro del Foreign Office le mostró una lista de ingleses renegados que habían trabajado para el enemigo y le preguntó si conocía a alguno. Enseguida vio un nombre que le llamó la atención. «Conozco a éste —dijo señalando en la lista—, pero no creo que sea inglés. Trabajó para nosotros y lo capturaron. Fue uno de los que los alemanes dejaron en Regina Coeli cuando todos huyeron…».
Ese hombre, conocido en la organización como «Jack», era amigo del Hermano Robert Peace y, como disponía de un coche y de un apartamento, había prestado muy valiosos servicios, aunque a Derry siempre le llamó la atención lo del coche, pues —pensaba— si los alemanes le permitían usarlo debía ser porque de alguna manera los favorecía. Con todo, «Jack» siguió ayudando eficazmente a la organización hasta el día en que lo detuvieron. Derry, entonces, temió que actuara como Perfetti y los traicionara, pero fueron transcurriendo las semanas y no pasó nada: ningún refugio fue registrado ni ningún evadido detenido. Luego, Derry había sabido que Koch le había torturado, pero no había conseguido que «cantara».
Derry contó todo esto al miembro del Foreign Office, el cual, cuando terminó de hablar, le dijo: «Pues ha de saber usted que ese hombre era locutor de radio al servicio de los alemanes…».
«Jack», en efecto, había sido el equivalente en Italia a «Lord Haw-Haw» en Alemania[11]. Sin embargo, tras el testimonio de Derry, «Jack» se libró de correr la misma suerte que William Joyce —«Lord Haw-Haw»—: Se le condenó a permanecer internado en Italia hasta que se fueran los aliados y a no volver a pisar Inglaterra, so pena de ser detenido y juzgado por traición.
En sus tres años de existencia, la Comisión Aliada de Reclamaciones (que llegó a tener una plantilla de doscientas personas) estudió unos 90 000 casos, expidió 75 000 certificados de servicios prestados a la causa aliada y repartió alrededor de un millón de libras esterlinas entre todos aquellos qué habían prestado dinero a organizaciones como la de O’Flaherty. A los primeros que pagó el Gobierno británico fue a los rusos, que se embolsaron 25 000 libras.
Sir D’Arcy Osborne, por su parte, decidió que debían ser condecoradas algunas personas cuyos servicios a la causa aliada habían sido especialmente relevantes. Todas ellas aceptaron las condecoraciones, menos Mrs. Delia Kiernan, la esposa del Ministro Plenipotenciario irlandés, que no quiso que su labor se reconociera públicamente, al menos durante unos años. Pero O’Flaherty, a quien no le interesaban nada las condecoraciones, resolvió el problema: sugirió a Sir D’Arcy que le regalara a Delia alguna joya, con lo que nunca tendría que revelar su procedencia.
El Comandante Derry, que estaba ya en posesión de la Cruz al Mérito Militar, fue condecorado con la Orden de Servicios Especiales, y los tenientes Simpson y Furman con la Cruz que ya tenía Derry.
A Monseñor O’Flaherty le hicieron Comendador del Imperio Británico y le condecoraron con la Medalla norteamericana de la Libertad, con Palma de Plata. Estas condecoraciones, junto con las que tenía de Haití y de la República Dominicana y las que le otorgaron los gobiernos de Canadá, Australia e Italia, se las envió a su hermana, Mrs. Bridie Sheehan, que vivía en Cahirciveen, un pueblo del Condado de Kerry, en Irlanda. Nunca volvió a contemplarlas…
En 1946, Monseñor O’Flaherty fue elevado, de la categoría de Scrittore, a la de Notario Sustituto, en el Santo Oficio, y nombrado Prelado doméstico de Su Santidad el Papa.
A los Padres Galea, Madden y Borg, así como al Hermano Robert Pace, les hicieron miembros del Imperio Británico, y el Rey Jorge VI reconoció los servicios prestados a la Corona por Miss Molly Stanley y los Padres Buckley, Claffey, Gatti, Treacy y Lennan. A Evangelo Averoff le concedieron la Orden del Imperio Británico y a Madame Chevalier la condecoraron con la Medalla del Imperio.
* * *
Con la paz, O’Flaherty volvió a ser visto con frecuencia por las calles de Roma, caminando a grandes zancadas para dar noticias a las familias italianas de los prisioneros de guerra. Ahora no corría peligro, pero sí era objeto a veces de despectivos comentarios. Los soldados americanos recién llegados a Roma, ajenos por completo a la gran labor humanitaria de tantos sacerdotes durante lo ocupación nazi, solían meterse con los curas, llamándoles «escarabajos negros» y otras lindezas por el estilo. Algo que O’Flaherty no podía consentir, por lo que, al menos en dos ocasiones, los insultos tuvieron como réplica unos puños de hierro que derribaron a los insensatos…
Terminado su largo confinamiento en el Vaticano, el P. O’Flaherty volvió a empuñar sus palos de golf y a jugar regularmente en Ciampino. Un día —corría el año 1946— se perdió una pelota y fue presto a buscarla. De pronto, se encontró en una aldea en ruinas que había al otro lado de un canalillo: unas cuantas casas desmanteladas y una iglesia semiderruida con una torre sin campanas… Unos cuantos hombres, mujeres y niños harapientos, demacrados, vivían allí, entre aquellas ruinas; eran, al parecer, refugiados centroeuropeos, no católicos en su mayoría, y demasiado hambrientos y miserables como para interesarse por la religión. Conmovido, Monseñor O’Flaherty dijo que les traería algo de comer, y, abandonando el golf, corrió a Roma y regresó con un coche lleno de provisiones, ropas y vino. Inmediatamente, los refugiados se pusieron a comer, contemplándole asombrados. Luego, más asombrados todavía, vieron cómo se quitaba la sotana y el alzacuello, se remangaba la camisa y empezaba a acarrear piedras y materiales diversos en dirección a la iglesia. Poco a poco, los hombres se fueron incorporando y empezaron a ayudarle, un tanto desconcertados… A la caída de la tarde, la iglesia estaba limpia y en parte restaurada.
Día tras día, en las horas que hubiese dedicado al golf, O’Flaherty visitó la aldea y transformó la iglesia y las casas de los refugiados. Pintó y adecentó la iglesia, amuebló los hogares, obtuvo una campana y consiguió permiso de las autoridades eclesiásticas para celebrar la Santa Misa y asistir espiritualmente a aquellos desheredados. Visitó la Organización norteamericana de ayuda a los refugiados y consiguió que les pasaran regularmente suministros hasta que encontraran trabajo. Finalmente, empezó a instruir a muchos en la religión católica —niños, padres, abuelos—, bautizando a unos y preparando a otros para recibir los Sacramentos. Un día, alquiló dos autobuses y se llevó a todos a la Basílica de San Pedro, donde recibieron el Sacramento de la Confirmación quienes no lo habían recibido.
Todos los domingos y fiestas de guardar, durante doce años, Monseñor O’Flaherty se trasladaba a la aldea con el alba y pasaba la jornada entre sus «feligreses», llegando a decir dos misas cada domingo, pues la población aumentaba… Con excepción de un par de sacerdotes que hacían de «coadjutores» de la «parroquia», sólo otras dos personas estaban al tanto de esta labor extraordinaria: el Cardenal Ottaviani (su superior inmediato, a quien a veces pedía permiso para «ausentarse») y el Papa Pío XII, que le escribió una carta de agradecimiento, alentándole.
* * *
Durante aquellos años, Monseñor O’Flaherty llevó a cabo otra extraordinaria obra de misericordia: el Coronel Kappler, su mortal enemigo durante la ocupación nazi, había sido juzgado como criminal de guerra y condenado a cadena perpetua por su participación en la matanza de las Cuevas Ardeatinas. Prisionero en Gaeta —a mitad de camino entre Roma y Nápoles—, nadie iba a visitarle, excepto una persona: Monseñor O’Flaherty, que se entrevistaba con él todos los meses y que al cabo de seis años pidió a los aliados y luego a las autoridades italianas que le liberasen. No lo consiguió, pero en marzo de 1959 tuvo la alegría de bautizarlo y recibirlo como un hijo en el seno de la Iglesia Católica.
Ese mismo año —1959—, Monseñor O’Flaherty fue nombrado Notario Mayor del Santo Oficio y, aunque no lo sabía, su asombrosa carrera en esta vida estaba a punto de terminar…
Durante más de veinte años, habían corrido por Roma infinidad de historietas —la mayoría inventadas— sobre «la Pimpinela Escarlata del Vaticano», el Monseñor de la Curia romana que sabía boxear y jugaba al golf. Había tenido la mala suerte de convertirse en un personaje legendario, algo que, dado el tradicional «chauvinismo» del personal eclesiástico al servicio del Vaticano, amargó sus últimos años. Muchos de sus colegas y superiores (con la notable excepción del Cardenal Ottaviani, que le apoyó siempre), estaban celosos de su fama (o de su «afán de notoriedad», como ellos pensaban). Le consideraban un aventurero, un «trepador», o, como lo describió un eclesiástico norteamericano, «un ambicioso campesino irlandés». Ninguno de ellos creía en la sinceridad y nobleza de su actuación, tal vez porque ellos nunca hubiesen sido capaces de hacer lo que él había hecho. Aunque educados para creer que la caridad es la principal de todas las virtudes y formados para practicarla, sus detractores jamás comprendieron la sencilla interpretación —campesina, si se quiere— que Monseñor O’Flaherty hacía del precepto evangélico «ama al prójimo como a ti mismo». Algo que resplandecía en todo lo que O’Flaherty hacía, lo único que puede explicar las actitudes y las reacciones, las decisiones y las hazañas de este hombre extraordinario. Con su sincera humildad —característica también de un «aldeano»— rechazó siempre el calificativo de «héroe» que sus amigos querían darle. Por eso, se habría sonrojado si hubiese oído el comentario de una de las monjas que solía limpiar su habitación en el Colegio Teutónico. Estaba tostando unos granos de arroz en la terraza cuando un sacerdote comentó que iban a jubilar a Monseñor O’Flaherty. «¿Es cierto? —repuso la monja— pues van a perder a un santo…»
No hay otra manera de explicar su actividad y su carácter. Algo que en determinados círculos eclesiásticos puede ser considerado un obstáculo. O’Flaherty sabía que el hecho de haberse ganado —sin proponérselo— la estima, la admiración y el cariño de miles y miles de hombres y mujeres de diversas naciones del mundo, implicaba también que otros —sobre todo irlandeses, italianos y norteamericanos— no lo vieran con buenos ojos. «Perdí la ocasión de promocionarme», diría en una ocasión a un grupo de periodistas empeñados, después de la guerra, en «explotar» sus hazañas en la prensa, la televisión y la radio.
Cuando el Papa Juan XXIII ocupó la Sede de San Pedro, los cotillas oficiales inventaron infinidad de anécdotas, la mayoría falsas, aunque propias del carácter de «il nuovo Papa». Una de ellas, relacionada con O’Flaherty, puede servir de ejemplo: Juan XXIII, que al comienzo de la guerra había ayudado mucho a los refugiados y a los evadidos —sobre todo judíos— en Grecia y en Turquía, sabía que O’Flaherty había hecho algo parecido en Roma, así que decidió «recompensarle» por unos hechos que el Vaticano —al menos oficialmente— ignoraba. Un día, le había mandado llamar y, sonriéndole amablemente, le había dicho: «Monseñor, ha pasado usted veinte años de dolce vita en Roma y ya es tiempo de que trabaje… Voy a hacerle Obispo y mandarle a África, donde iba a ir destinado cuando vino aquí».
Según la historieta, O’Flaherty, que hubiese podido haber alegado que estaba enfermo —como de hecho lo estaba—, se limitó a responder, con absoluta sinceridad, que no tenía cualidades para ser obispo y que quena retirarse y regresar a Irlanda.
Verdadera o no, la anécdota refleja perfectamente el carácter de ambos personajes. Lo único cierto es que tanto Juan XXIII como el cardenal Ottaviani sabían que O’Flaherty padecía un comienzo de arteriosclerosis aguda. En junio de 1960 sufrió un primer ataque y tuvo que ser internado en el Hospital de las Monjas Azules —Blue Sisters—, donde él había escondido al General Gambier-Perry veintiséis años antes. Parcialmente recuperado, fue a descansar en agosto a Cahirciveen, en Irlanda, donde vivía su hermana, y en septiembre renunció a su cargo en el Santo Oficio. Luego, a partir de enero de 1961, trabajó durante dos años en Los Angeles (California), en el Consejo que asesoraba al Arzobispo en temas legales y de Derecho Canónico, pero como su enfermedad iba agravándose, regresó a Cahirciveen a comienzos de 1963. En mayo sufrió un nuevo ataque, del que no se recuperó. Murió pacíficamente, el 30 de octubre, en una habitación situada en el piso alto de la casa de su hermana, que tenía una ferretería en la planta baja, con las paredes pintadas de color escarlata…
Fue enterrado en el cementerio Daniel O’Connor Memorial, y, junto a las flores que depositaron en su tumba familiares y amigos irlandeses, estaban las coronas enviadas por Sam Derry —teniente coronel retirado—, por los miembros de la Guardia Irlandesa, por el Ministerio de la Guerra inglés y por la Embajada británica en Dublín.
Una semblanza acertada del carácter de Monseñor O’Flaherty, «Pimpinela Escarlata del Vaticano», fue la que apareció en el Mungret College Journal el mismo día de su muerte. La firmaba su amigo y paisano Francis Joy, S. J., y decía así:
Hugh O’Flaherty era, sobre todo, un generoso y honesto servidor de Dios irlandés, sin doblez alguna. Su enorme corazón siempre estuvo abierto a quienes se encontraban en apuros; prodigaba sus esfuerzos para aliviar cualquier clase de sufrimientos, faceta de su carácter que le convirtió en protagonista de asombrosas hazañas. Se gastó haciendo obras de caridad y su lema parecía ser «echa pan a los peces…» Su carrera en el Vaticano no estuvo exenta de contradicciones y frustraciones, pero él siempre respondía con una sonrisa luminosa a las contrariedades. Lo que está claro es que, sin ostentación alguna, ordenó toda su vida para que sus facultades, con buen tiempo o entre tempestades, sirvieran a Dios y a los hombres. ¿Qué más se puede pedir?…
Tal vez sea aquel inglés que visitó a Monseñor O’Flaherty en 1960, poco después de que abandonara Roma, quien mejor supo captar su pensamiento cuando dijo: «Aunque sus últimos años estuvieron teñidos por el sufrimiento, Hugh se sentía feliz por haber sido capaz de poner su inteligencia al servicio de lo que su corazón le dictaba».