Capítulo XV. El enemigo pide ayuda

De pronto se produjo un hecho inesperado.

Una mañana en que Monseñor O’Flaherty estaba trabajando en su despacho del Santo Oficio, le anunciaron que un miembro de la nobleza romana que no quería dar su nombre deseaba verle.

—Que pase —dijo O’Flaherty.

—No tenía el gusto de conocerle, Monseñor —empezó diciendo—, pero quiero agradecerle que salvara la vida de cierta señorita… ¿Recuerda aquella joven a la que hizo «miembro suplente» de la Guardia Suiza?

O’Flaherty lo recordaba muy bien. La joven, hija de la Duquesa Colerina Cesaro, muy conocida por su antifascismo, era buscada por Koch y había pedido ayuda a Monseñor. Éste le había dicho que acudiera a medianoche a la Plaza de San Pedro y se colocara junto a la Columnata de Bernini en el momento de efectuarse el cambio de la guardia. Así lo había hecho, y, protegidos por las sombras, había visto a tres hombres que salían a su encuentro: eran O’Flahety, Derry y May. Este último llevaba en los brazos un uniforme de la Guardia Suiza envuelto en una capa. Le dijeron que se quitase su vestido y se pusiese el uniforme, mientras los tres hombres, de espaldas a ella, hacían corro. La joven obedeció, y en cuanto los miembros de la Guardia Suiza, que acababan de ser relevados, entraron bajo el Arco delle Camparte, se unió a ellos. Mientras tanto, O’Flaherty se había adelantado y cuando la columna atravesaba el patio interior, ya en el Vaticano, una mano asomó por una puerta, agarró a la muchacha por un hombro y la condujo hacia el Cementerio alemán y luego al Colegio Teutónico. Una vez allí, la joven se quitó el uniforme y se puso un impermeable, facilitado por May, quien, en compañía de Derry, la condujo a la Legación británica, donde había permanecido hasta que había podido refugiarse en la embajada de un país sudamericano.

Estaba claro, pues, que el visitante quería pedir algo a Monseñor O’Flaherty, quien, atentamente, le preguntó por la joven y luego fue al grano.

—Supongo —dijo— que el motivo de su visita no es sólo darme las gracias…

—No, Monseñor —balbució el visitante—. El asunto que me trae es… es muy difícil… muy delicado.

—Son tiempos difíciles los que atravesamos —repuso O’Flaherty—. ¿De qué se trata?

—He venido para pedirle ayuda en nombre de uno de sus peores enemigos, Monseñor: Ludwig Koch.

O’Flaherty, atónito, se le quedó mirando, sin decir una palabra. Nunca se lo hubiese imaginado. ¿No sería una trampa?…

—Como sabe —prosiguió el visitante—, Koch tiene ahora a su cargo a todos los evadidos que han sido capturados de nuevo y están encarcelados en Regina Coeli… Entre ellos, algunos de los suyos, Monseñor… Como es lógico, está aterrado pensando en lo que le ocurrirá cuando los aliados entren en Roma. No es el único, pero él tiene más motivos que nadie para estar angustiado. Imagínese lo que sucedería si alguna de sus víctimas le echara el guante… Pero, créame, Monseñor: nunca se me hubiese ocurrido venir a pedirle que ayudara a Koch, incluso siendo usted sacerdote… Además, piensa que podrá salir de Roma cuando los alemanes evacúen la ciudad. Lo que le preocupa es la suerte que correrán su mujer y su madre… Por eso me ha pedido… ¡Quiere que usted las salve!

O’Flaherty se puso en pie, abandonó su mesa de trabajo y empezó a pasear por la habitación como león enjaulado. Luego, ya más sosegado, dijo al visitante:

—No soy yo quién para juzgar a Koch, ni a nadie… Incluso estoy dispuesto a ayudarle, lo mismo que a cualquier ser humano. Pero él también tiene que hacer algo… no por mí, sino por otros hombres. Es preciso que ejerza toda su autoridad para que no se derrame ya más sangre…

—Naturalmente, Monseñor —repuso el visitante—. Koch ya ha pensado en eso… Me ha dicho que si salva a su mujer y a su madre hará todo lo que esté en su mano para que esos amigos suyos se queden en Regina Coeli y no sean trasladados a Alemania.

—Eso no basta, señor —dijo resueltamente O’Flaherty—. Necesito alguna garantía. Dígale de mi parte que sólo si pone inmediatamente en libertad al teniente Simpson y al capitán Armstrong me ocuparé de su esposa y de su madre.

Espoleado sin duda por el tronar de los cañones que se escuchaba cada vez más cerca a medida que los aliados se aproximaban a Roma, Koch actuó deprisa. Apenas habían transcurrido unas horas, cuando Simpson, desde su celda en Regina Coeli, oyó llamar por los altavoces al «Teniente Simpson». Su desconcierto fue enorme, pues, como no había recibido el mensaje de Derry, creyó que era una trampa; así, pues, no contestó a la llamada, como tampoco el Capitán Armstrong.

Cuando el noble romano fue a ver otra vez a O’Flaherty para informarle de su fracaso, éste comprendió enseguida lo que había pasado y se sintió también profundamente desconcertado. Porque si no revelaba que Simpson era «William O’Flynn», tal vez lo matasen, ya que estaban convencidos de que éste era un nombre falso; y si lo revelaba, quedaría de manifiesto la conexión de «O’Flynn» con la organización, lo cual significaría también la muerte para Simpson si toda aquella historia resultaba ser una trampa…

Así, pues, pidió a Dios que le iluminara, y, tras reflexionar unos segundos, dijo al noble romano:

—Está bien. Diga a Koch que Simpson se hace llamar William O’Flynn. Lo que no le puedo decir es cómo se hace llamar el Capitán Armstrong.

Koch recibió el mensaje, pero, antes de que pudiese hacer algo, los acontecimientos se precipitaron.

El 3 de junio, May fue a ver a Derry y le dijo que un carro de cómbate inglés había llegado hasta la villa del Papa, en Castelgandolfo, y que un operador de Radio Vaticano había facilitado al oficial que mandaba el carro una descripción detallada de la situación militar en Roma, sobre todo en lo referente a la disposición de los cañones antitanque. El oficial de carros de combate, a su vez, le había dicho al operador de Radio Vaticano que los aliados acababan de tomar Valmontone, por lo que la liberación de Roma era cuestión de horas.

En efecto: bajo un constante cañoneo, los alemanes empezaron a retirarse; las tropas que protegían las cárceles se fueron y los miembros italianos del Cuerpo de prisiones simplemente desertaron… En la prisión de Regina Coeli, los prisioneros abandonaron sus celdas y salieron a la calle en perfecto orden. Los primeros en salir fueron los civiles italianos que vivían cerca; luego lo hicieron los prisioneros de guerra, Simpson entre ellos.

La actitud de Simpson al verse en libertad fue la típica de un buen soldado: reunió a cuantos evadidos pudo y, en las mismas narices de los alemanes, que todavía permanecían en la ciudad, fue conduciéndolos a distintos refugios, para que pasaran la noche; sólo después pensó en albergarse él mismo.

Aquella noche, Furman y Renzo Lucidi estaban contando el dinero de que disponían para ayudar a los refugiados, cuando sonó el timbre de la puerta. Los dos se sobresaltaron, pues quien hubiese llamado había dado la señal convenida (dos timbrazos, uno corto y otro largo) y ellos sabían que los alemanes conocían la señal desde que Perfetti los había traicionado. Así, pues, esperaron en tensión a que Peppina, la criada, abriese la puerta… Entonces oyeron un grito sofocado, y corrieron hacia el vestíbulo. ¡Allí estaba Bill Simpson, macilento pero exultante!

Se lanzaron sobre él y le besaron y abrazaron.

* * *

En cuanto el emisario de Koch había salido de su despacho, O’Flaherty había empezado a hacer diligencias para salvar la vida de la madre y de la esposa del Torturador de Roma. El plan consistía en llevarlas a Nápoles e internarlas en un convento, pero cuando ellas se enteraron se negaron en redondo, e insistieron en dirigirse hacia el Norte, con la esperanza de alcanzar a Koch, que había abandonado Roma uno o dos días antes.

Mientras tanto, los fascistas se habían aprovechado. Koch había dejado en Regina Coeli unos setenta prisioneros, en su mayor parte evadidos, pero en el último momento un grupo de fascistas se apoderó de varios de ellos, los metió en un camión y emprendió la huida hacia el Norte, en pos de los alemanes.

A unos veinte kilómetros de Roma, el camión se detuvo; los fascistas, entonces, sacaron a los prisioneros y los mataron a tiros, en la misma cuneta. El Capitán Armstrong estaba entre ellos.

Por distintas razones, los que más preocupados estaban en esos momentos eran los rusos. Había en Roma por entonces unos cuatrocientos prisioneros de guerra, evadidos de distintos campos; O’Flaherty había escondido a algunos de ellos en el Colegio Ruso, cerca de la Basílica de Santa María la Mayor, y a otros en distintos pisos o apartamentos regidos por padrones comunistas, pues aunque Monseñor O’Flaherty consideraba que el comunismo era todavía peor que el nazismo, nada se le ponía por delante cuando se trataba de salvar vidas humanas. Y las de los rusos estaban en peligro, pues los nazis los odiaban a muerte y probablemente tratarían de liquidarles antes de emprender la retirada…

El 3 de junio, por la mañana, muy temprano, un estudiante del Colegio Ruso se había presentado en la Casa Madre de la Compañía de Jesús —muy cerca de la Columnata de Bernini— y había solicitado ver al Padre Francis Joy, que ocupaba un alto cargo en un organismo anticomunista creado por la Compañía (años más tarde sería nombrado Rector de Conglowes, el colegio más famoso de Irlanda). El P. Joy conocía bien a O’Flaherty —ambos eran de Kerry y se habían educado en Mungret—, aunque nunca había trabajado para la organización. El estudiante le había explicado que si bien los evadidos refugiados en el Colegio Ruso estaban a salvo, los dispersados por distintos pisos corrían serio peligro, por lo que era preciso buscarles otros escondites. Ahora bien, para hacerlo necesitaba urgentemente dinero, pues había que pagar a los «padrones» por adelantado, porque si no, alguno de ellos, despechado, podía denunciarles a los alemanes.

El Padre Joy reflexionó unos instantes, y luego dijo al joven estudiante que esperase allí, que iba a ver lo que podía hacer para ayudarle. Así, pues, fue a ver a Monseñor O’Flaherty, al Santo Oficio, y le explicó lo que el estudiante ruso acababa de comunicarle.

—Trataré de ayudar a ese joven, Francis —repuso O’Flaherty—. Espera un poco.

Corrió a la Legación británica y fue a buscar a Derry, que se encontraba en su pequeño dormitorio-despacho.

—¿Te queda algún dinero, muchacho? —le preguntó a bocajarro—. Tengo un problema, ¿sabes?… Hay que trasladar a algunos evadidos rusos para que los alemanes no los cacen, pero antes hay que pagar a los nuevos «padrones».

A regañadientes, Derry le entregó 400 000 liras, murmurando:

—Espero que algún día Stalin nos las pague…

* * *

A lo largo de todo aquel sábado y del domingo, 4 de junio, mientras los alemanes se retiraban de Roma bajo un sol esplendoroso y los cañones aliados por fin callaban, los rusos fueron trasladados a nuevos escondites. Justo a tiempo, porque fueron dos días de pesadilla. A medida que pasaban las horas, los alemanes perdían la cabeza y cundía el pánico. Bandas incontroladas recorrían las calles, abucheando a aquellos soldados que, más afortunados, se habían apoderado de un camión en el que huir más deprisa; otros grupos de nazis, mientras tanto, seguían pidiendo la documentación a punta de pistola a quienes transitaban por las calles.

Aquel sábado, por la tarde, Furman tuvo un último encuentro con un oficial alemán que, sin afeitar, ojeroso y desaliñado, ofrecía un aspecto deplorable. Sucedió en Via Salaria, principal ruta de evacuación hacia el Norte.

—¿Qué hace usted en esta calle? —le preguntó el alemán apuntándole con su pistola—. ¿No sabe que ya ha empezado el toque de queda?

—Vuelvo a casa —repuso Furman—. Me he retrasado un poco…

—Pues corra usted… Quiero verle correr… ¡Corra! —gritó el oficial nazi.

Como contaría más tarde, si hubiese echado a correr seguramente el alemán le hubiese acribillado a balazos. Así, que siguió caminando despacio y rezando, sin que le sucediera nada.

* * *

El domingo, 4 de junio, a las siete y cuarto de la tarde, las vanguardias de la 88 División norteamericana llegaban a la Plaza de Venecia, en el corazón de Roma; los franceses, por su parte, avanzaban por la Via dell’Impero y las tropas inglesas empezaban a desfilar por Via Nazionale, precedidas por gaiteros escoceses.

Pronto, a través del Tíber, los sones marciales llegaron a la Plaza de San Pedro y alcanzaron las abiertas ventanas del cuarto de trabajo del Papa Pío XII.

Cinco hombres se encaramaron en el tejado del Hospicio de Santa Marta, bañado por el sol poniente, para contemplar las columnas de tanques y de soldados avanzando por las calles de la Ciudad Eterna: el Comandante Sam Derry, John May, Hugh Montgomery, el Padre Owen Sneddon y Sir D’Arcy Osborne. Miraron a un lado y a otro, y luego, de pronto, estallaron en gritos de júbilo, en aclamaciones, en flamear de pañuelos, riendo y llorando… Porque como por arte de magia, la inmensa Plaza de San Pedro, completamente vacía unos minutos antes, empezaba a llenarse de una multitud innumerable como un colosal hormiguero de seres humanos exultantes que gritaban, cantaban, reían, sollozaban, bailaban y se abrazaban…

De pronto, las campanas de las cuatrocientas iglesias de Roma empezaron a repicar, haciendo vibrar el aire. Banderas inglesas y norteamericanas, cuidadosamente escondidas hasta entonces, fueron apareciendo en tejados, balcones y ventanas; perseguidos, evadidos y refugiados se echaron a la calle, convergiendo todos hacia la Plaza de San Pedro, para acogerse al abrazo de la gran Columnata. Caían pétalos de rosa de las ventanas y un vasto murmullo de gozo incontenible impregnaba el aire.

Inesperadamente, un gran silencio se hizo. Los cinco hombres encaramados en el tejado volvieron su mirada hacia la izquierda y los miles y miles de personas que llenaban la Plaza alzaron sus ojos hacia el balcón de la Basílica de San Pedro en que acababa de aparecer el Papa Pío XII, con su sotana blanca.

El breve silencio duró una eternidad. Luego, el Papa, con voz rota y emocionada, pronunció unas palabras…

«Hace unos días, todos temblábamos por la suerte de Roma. Hoy, damos gracias a Dios porque ambos ejércitos contendientes han colaborado para preservar la Ciudad Eterna…»

El Papa concluyó dando la bendición «Urbi et Orbi» —a la Ciudad y al Mundo— y la multitud congregada en la Plaza volvió a estallar en frenéticas aclamaciones, en canciones y abrazos…

Sobre el tejado del Hospicio de Santa Marta, John May dijo unas palabras mágicas:

—Creo, caballeros, que abajo nos esperan unas botellas de excelente champaña…

* * *

Mientras tanto, por las calles de Roma, Furman se entregaba a una especie de delirio, y Simpson y los Lucidi, en su casa, preparaban un fastuoso festejo que no sería interrumpido ya por las culatas de los fusiles nazis aporreando la puerta; el Padre Muster, molido a golpes, pero indomable, se disponía a regresar a Roma desde Florencia, y los Chevalier, en la alquería, saltaban y brincaban…

* * *

De rodillas en la capilla del Hospicio de Santa Marta, Hugh O’Flaherty pasó aquellas horas de gozo inenarrable dando gracias a Dios y rezando… Porque ahora que todo había terminado, una nueva tarea le aguardaba. Los aliados ya no necesitaban ayuda, pero sí los italianos y los alemanes… Ahora que estaban vencidos, derrotados, la caridad exigía echarles una mano. Porque su misión consistía en ayudar a los desamparados, fuesen quienes fuesen o cualesquiera que fuesen sus circunstancias…

El Papa Pío XII lo sabía, y el Cardenal Ottaviani, su superior más directo en el Santo Oficio, también. Por eso seguían de cerca y aprobaban en silencio las audaces acciones del indomable Monseñor irlandés.