A medida que transcurría el mes de abril, jalonado por actos de sabotaje y atentados mortales a miembros de las SS y de la Gestapo fascista, el colapso de los transportes y de los aprovisionamientos echó una carga todavía más pesada sobre los hombros de O’Flaherty y los de los sacerdotes que todavía gozaban de una cierta libertad de movimientos.
La mayoría de los «padrones» no podían comprar ya casi nada, ni siquiera en el mercado negro, y se vieron obligados a pedir a la organización que se llevara a los evadidos, pues no podían darles de comer.
Encontrar nuevos refugios hubiese sido imposible de no ser porque los sentimientos antinazis estaban ya exacerbados y todo el mundo convencido de que el fin se aproximaba. Quando vengono? (¿Cuándo vienen?), era la pregunta que estaba en todos los labios.
La respuesta llegó el 12 de mayo, cuando los aliados iniciaron su gran ofensiva en el sur de Italia.
Derry en la Legación británica, Furman en su refugio, cientos de sacerdotes y religiosos en sus iglesias y monasterios escuchaban todos los días los boletines informativos de la BBC en pequeños aparatos de radio, y celebraban las buenas noticias con entusiasmo.
Derry temía que los enardecidos evadidos cometiesen alguna insensatez, a pesar de que se les había dicho que no saliesen a la calle y que almacenasen agua y alimentos en los refugios para resistir durante un posible asedio. Y así fue: algunos desobedecieron y dos de ellos —un inglés llamado Martin y un sargento norteamericano llamado Everett— fueron a casa de Madame Chevalier para que los invitara a comer…
Madame Chevalier ya no tenía alojado a ningún evadido, aunque a veces acogía durante unas horas a algunos y distribuía alimentos para otros refugiados. La señora tenía los nervios rotos tras tantos meses de tensión (sé sentía realmente enferma), y en el piso de Via dell’Impero ya no reinaba la misma serenidad y alegría. Tanto la madre como las hijas eran conscientes de que se las vigilaba desde el estanco de enfrente, donde ya no estaba la estanquera norteamericana, sino una italiana y dos individuos (sin duda alemanes) que llevaban pistola…
El mismo día en que los aliados habían iniciado su ofensiva, los dos individuos habían estado en el inmueble haciendo preguntas a Egidio —el portero— sobre los inquilinos del apartamento n.° 9. Egidio había sido muy discreto y había enviado enseguida a Elvira, su mujer, a avisar a Madame Chevalier. Ésta, entonces, había hecho una de sus raras llamadas telefónicas a O’Flaherty, explicándole lo sucedido. Inmediatamente, el sacerdote envió un mensaje a Furman para decirle que ningún evadido visitase el piso de Madame Chevalier. Lo más probable es que Martin y Everett no recibieran el aviso, pero, en cualquier caso, desobedecieron las órdenes de Derry cuando se presentaron en el piso. Ni que decir tiene que los dos individuos los vieron entrar, por lo que la estanquera italiana telefoneó inmediatamente a Koch, en Via Tasso.
Madame Chevalier abrió la puerta de su piso cuando llamaron y, al ver a los dos evadidos, aterrada, murmuró: «¡Váyanse!… ¡Deprisa!… ¡Los alemanes nos vigilan!».
Martín y Everett comprendieron que si salían a la calle los capturarían, pero también sabían que su principal obligación era no comprometer a «Mrs. M». Así, pues, bajaron las escaleras y salieron.
Ya en la calle, vieron a los dos alemanes a la puerta del estanco, esperando un claro en el tráfico para cruzar. Sin pérdida de tiempo, Martin y Everett echaron a correr y, por un estrecho pasadizo, desembocaron en el patio interior de un bloque de apartamentos. Desde allí, alcanzaron otra calle paralela a Via dell’Impero y desaparecieron.
Mientras tanto, Madame Chevalier, temblando todavía, empezó a poner en marcha un plan de fuga. Una tras otra, sus hijas fueron abandonando el piso, dejando todo atrás, excepto su bolso; salieron a la calle y se alejaron en distintas direcciones. La última en abandonar el piso fue Madame Chevalier, convencida de que la capturarían nada más poner los pies en la calle, pero los dos alemanes —miembros de las SS— seguían buscando a Martin y Everett y la estanquera italiana no reparó en las mujeres, ya que eran muchas las que constantemente entraban y salían del inmueble.
Madre e hijas se fueron reuniendo en casa de unos amigos que vivían al otro extremo de la ciudad y, unos días más tarde, O’Flaherty las condujo a una alquería en las afueras de Roma, donde permanecieron hasta después de la liberación.
Sin embargo, Kappler no tardó en compensar la fuga de Madame Chevalier con una importante captura…
«Mire este diagrama… Mírelo bien y díganos qué lugar ocupa usted en él. Sabemos que es un espía inglés y todo lo referente a su organización. Si no habla, ésta será su última noche…»
El sacerdote, semidesnudo, contempló el diagrama con los ojos desorbitados; comprendió que los hombres de Kappler tenían una idea casi exacta de la organización y que, si le hacían hablar, le sacarían lo poco que faltaba para completarla… Y es que el Padre Anselmo Muster, alias «Dutchpa», holandés, era uno de los pilares de la organización y su captura un rudo golpe para Derry y Monseñor O’Flaherty…
Estaba visitando los refugios a su cargo, para entregar a los evadidos la «paga» (acababa de salir del de un sargento sudafricano), cuando se dio cuenta de que lo seguían. Miró de reojo y vio a un hombretón vestido de paisano, pero con el sello de las SS, a sus espaldas. El P. Muster abandonó la idea de seguir visitando evadidos y atravesó la plaza en que se encontraba con objeto de refugiarse en la Basílica de Santa María la Mayor, también conocida por Nuestra Señora de las Nieves. Pensaba que si podía alcanzar la escalinata que conduce a la entrada principal estaría en zona extraterritorial y los alemanes no se atreverían a echarle el guante. Pero el matón de las SS aceleró el paso, rebasó al sacerdote, se le encaró y le dio el alto justo junto a una columna coronada por una estatua de la Virgen con el Niño, en bronce, que se alza al pie de la escalinata. —¡Sus papeles!— vociferó.
El Padre Muster no llevaba encima documentación alguna, pero, astutamente, dijo:
—Se los mostraré ahí arriba.
Y empezó a subir los primeros peldaños.
El matón trató de cortarle el paso, pero el Padre Muster le echó a un lado y continuó subiendo por la escalinata. Entonces, el alemán sacó su pistola y ordenó al sacerdote que se detuviera, pero el P. Muster no hizo caso y continuó avanzando…
Acababa de pisar el dintel de una de las puertas de la Basílica cuando sintió un fuerte golpe en la cabeza que le hizo caer y perder el conocimiento. Un Guardia palatino, al verle, corrió hacia él y lo arrastró al interior del templo. El miembro de las SS permaneció unos segundos en la puerta, contemplando la escena impotente, y luego guardó la pistola, dio media vuelta y se fue.
En cuanto recobró el sentido, el P. Muster telefoneó a O’Flaherty y le contó lo sucedido.
—No se mueva de ahí esta noche —le dijo Monseñor—. Iré a recogerle mañana por la mañana. En la Basílica estará a salvo…
O’Flaherty se equivocaba, porque no podía imaginar que los alemanes estaban convencidos de que se trataba de un espía inglés disfrazado de cura y querían capturarle a cualquier precio.
Apenas habían transcurrido unos minutos desde que el Padre Muster se hubiese instalado en la sacristía, situada a la derecha de la Basílica, para descansar un poco, cuando un escuadrón de miembros de las SS, armados hasta los dientes, rodeó el edificio. Seis hombres y el capitán que mandaba el escuadrón irrumpieron en el templo, inmovilizaron a los guardias palatinos y avanzaron hacia la sacristía a lo largo de la nave principal, flanqueada por columnas de mármol blanco procedente del Monte Hymeto, en Grecia.
—Queda usted detenido —dijo el capitán, ya en la sacristía—. Acompáñenos.
—Pero este edificio goza del privilegio de extraterritorialidad —protestó «Dutchpa»—. Pertenece al Estado Vaticano. No tienen derecho a entrar… Además, mis superiores religiosos me han ordenado que no me mueva de aquí hasta que vengan a buscarme…
—¡Sus superiores religiosos! —exclamó despectivamente el capitán—. Querrá decir sus jefes del servicio de espionaje… Vamos, déjese de cuentos…
—No me moveré de aquí —repuso el P. Muster, resuelto.
El capitán de las SS hizo una seña a uno de sus hombres, que agarró con las dos manos su metralleta. Luego, se volvió hacia el sacerdote holandés, alzó el arma y le golpeó con ella en la cabeza.
El Padre Muster, derribado de su silla, cayó al suelo inconsciente. Dos miembros de las SS le agarraron por los pies y le arrastraron por el templo y luego por la escalinata, con la cabeza rebotando en cada escalón a medida que bajaban.
Aunque todavía estaba semiinconsciente cuando se encontró en una habitación del cuartel general de las SS en Via Tasso, enseguida se dio cuenta de que los alemanes estaban exultantes. De su conversación dedujo que estaban convencidos de que habían capturado a un coronel inglés disfrazado y que sabían que un oficial británico —que se había vestido de sacerdote en ocasiones— dirigía la organización de O’Flaherty.
El P. Muster estaba demasiado débil para desnudarse cuando se lo ordenaron, por lo que los hombres de las SS le arrancaron materialmente las ropas; le desagarraron la camisa y hasta le destrozaron los zapatos, mientras le ataban las manos a la espalda y le encadenaban las piernas. Le interrogaron durante horas, tras golpearle en todo el cuerpo, amenazándole con obscenas torturas, y prometiéndole salvar su vida si hablaba, y matarle si no lo hacía.
«Dutchpa», sin cesar de rezar interiormente pidiendo a Dios que le ayudase, no dijo una palabra. Los interrogatorios duraron tres largas semanas de pesadilla, durante las cuales las autoridades del Vaticano intentaron en vano que le pusiesen en libertad. Derry, por su parte, mandó desalojar todos los refugios que el sacerdote holandés conocía.
Al cabo de veintiún días, hasta los torturadores se dieron por vencidos. Colocaron al P. Muster en una celda de los sótanos, sin luz ni ventilación alguna, donde le tuvieron completamente aislado otros quince días. Luego, le metieron en un tren para llevarle a un campo de concentración en Alemania, es decir, a la muerte…
Pero el sacerdote era duro de roer, valiente y obstinado como buen holandés, y cuando el tren se detuvo unas horas en las inmediaciones de Florencia y le desataron las manos para que pudiese comer, dejándole sólo unos instantes, se introdujo por el ventanuco del furgón, saltó a la vía y huyó a toda prisa, antes de que los alemanes tuviesen tiempo de reaccionar. Regresó a Roma en cuanto pudo, pero cuando llegó a la ciudad ya había sido liberada y el peligro había pasado.
* * *
Dos o tres días después de que capturaran al P. Muster, los nazis estuvieron a punto de atrapar también al teniente Furman. Estaba recorriendo los refugios para repartir dinero a los «padrones», y también varios paquetes de tabaco americano que los alemanes habían decomisado y puesto a la venta en el mercado negro, por lo que aquella mañana sus bolsillos rebosaban de cajetillas. En un bolsillo interior de la chaqueta llevaba también una agenda en la que iba anotando las entregas de dinero —en clave—, y, bajo la solapa, una insignia con la bandera británica que, según decía, le daba suerte…
El abarrotado tranvía en que viajaba paró de golpe, cuando miembros de las SS lo rodearon; otros, formaron un estrecho pasillo que iba desde el tranvía hasta un bloque de apartamentos, donde los nazis, sin duda, pensaban organizar un interrogatorio. Luego, un par de oficiales ordenaron al conductor del tranvía que abriese las puertas y los dos oficiales subieron a él por la parte posterior, seguidos de dos miembros de las SS. Dijeron a las mujeres y a los niños que no se moviesen de donde estaban y a los hombres que fueran descendiendo por la puerta delantera.
Furman estaba de pie, en la parte delantera, y los que tenían que salir empezaron a empujarle. En ese momento, un italiano que iba sentado abandonó su asiento y Furman cayó en él, junto a una mujer que sostenía sobre las rodillas una bolsa de mano, fuertemente agarrada. Sin pérdida de tiempo, el oficial inglés sacó la agenda del bolsillo, arrancó las páginas comprometedoras, las rompió en pequeños pedazos e hizo con ellas una bola. La mujer, que había presenciado la operación, se hizo la distraída y Furman echó la bolita de papel en su bolsa. Luego, se puso en pie y salió del tranvía cuando ya casi no quedaba en él ningún hombre.
Los nazis reunieron a los viajeros varones —unos cuarenta— en el patio interior del bloque de apartamentos y los hicieron alinearse. Dos miembros del Ejército Republicano fascista italiano empezaron a cachearles uno a uno, tras pedirles que se identificaran… Furman estaba el tercero empezando por el final de la fila, y su principal preocupación era deshacerse de los paquetes de tabaco que llevaba en los bolsillos. Así, pues, los fue extrayendo disimuladamente uno a uno, los aplastó como pudo y dispersó las briznas de tabaco, mientras observaba el comportamiento de los viajeros que eran interrogados. La mayoría de ellos protestaba airadamente y se declaraban «fascistas leales»; otros aseguraban ser íntimos amigos de altos jefes militares, pero sus declaraciones caían en saco roto.
Cuando le tocó el turno a Furman, extrajo tranquilamente su documentación, sin decir una palabra. En ese mismo instante se acordó de la insignia que llevaba debajo de la solapa, pero ya era demasiado tarde. Observó cómo el oficial italiano examinaba su tarjeta de identidad (auténtica, lo mismo que la de Derry, firmada por el Ministro plenipotenciario inglés ante el Vaticano) y un documento falsificado por la Princesa Pallavicini y May, en el que se certificaba que trabajaba en el Vaticano como empleado de la Oficina de Servicios Técnicos. El oficial en cuestión consultó con su superior, le mostró los documentos y comentaron algo, susurrando, mientras Furman guardaba un expectante silencio. El oficial superior hizo ademán de preguntarle algo, pero ante la desdeñosa sonrisa de Furman, desistió. Con gesto desabrido, entregó los documentos al oficial inglés y murmuró: «Puede irse».
Guardando pausadamente la documentación, salió a la calle, flanqueado por la doble fila de soldados. Luego, dobló la primera esquina, se apoyó en la pared y suspiró, aliviado. Ya repuesto, echó a correr como nunca había corrido antes…
* * *
Con la toma de Montecasino por los aliados, el 18 de Mayo, se vio claro que el triunfo de los aliados no tardaría en llegar. Los alemanes también pensaban lo mismo, según informó Blon Kiernan tras tomar el té una vez más con el Príncipe Bismarck. Como decía Derry, «ahora todo el que sabe algo de la organización quiere subirse al furgón de cola…». El primero de todos, el doble agente Cipolla.
Fuentes de información que hasta entonces habían permanecido herméticamente cerradas empezaron a abrirse, y Furman pudo descubrir que Simpson vivía y estaba encerrado en la cárcel de Regina Coeli, junto con Dukate.
El gran temor de todos aquellos relacionados con la organización era que los alemanes, en el último momento, se llevaran a todos los prisioneros y los fusilaran. Por eso, tanto Monseñor O’Flaherty como Derry, Furman y Adrienne y Renzo Lucidi no cesaban de dar vueltas a la cabeza, tratando de ver la forma de sacar a Simpson de la prisión de Regina Coeli.
Adrienne fue la primera en dar con un plan razonable.
—Los alemanes confían plenamente en Cipolla —explicó—. Me ha dicho que van a dejarle en Roma con un radio-transmisor y un montón de dinero cuando evacúen la ciudad… Pero lo que él quiere es estar a buenas con los aliados cuando lleguen, así que podemos darle una oportunidad. Lo que deberíamos hacer es decirle que diga a los alemanes que está en contacto con la red de espionaje británico y que puede infiltrarse en ella, siempre que le permitan poner en libertad a Simpson, como prueba de buena fe. Los alemanes seguramente caerán en la trampa…
Al final decidieron que Cipolla pidiera simplemente la libertad de dos prisioneros ingleses, los que fuera, pues si daba nombres concretos se delataría. Sin embargo, Adrienne le dijo, aconsejada por Derry, que hiciera todo lo posible para que fuesen precisamente Simpson y el capitán John Armstrong, que llevaba ya nueve meses en prisión y no tenía nada que ver con la organización.
Los alemanes aceptaron lo que Cipolla les dijo y le facilitaron una lista de prisioneros ingleses para que escogiera dos, pero al repasar los nombres no encontró los de Simpson y Armstrong. Así, pues, no le quedó otro recurso que escoger dos nombres al azar, por lo que dos ingleses civiles que habían permanecido encarcelados en Regina Coeli desde el comienzo de la guerra se vieron inesperadamente en libertad.
El truco no se podía repetir, pero Derry descubrió, a través de Blon Kierman, que los alemanes estaban muy interesados por un irlandés llamado «William O’Flynn», que suponían trabajaba en el Vaticano. Habían pedido información a la Legación irlandesa y se les había contestado que no sabían quién era.
En realidad, «William O’Flynn» era Simpson, encarcelado en una galería de Regina Coeli vigilada exclusivamente por los nazis y separada del resto, razón por la que Molly Stanley no había podido localizarle.
Simpson logró, por fin, entregar una carta a Messina, el barbero, que tardó quince días en llegar a O’Flaherty. En ella decía que aunque llevaba ya tres semanas en la cárcel, no le habían interrogado todavía. Decía también que había dicho que se llamaba William O’Flynn y pedía 10 000 liras, por si tenía ocasión de fugarse.
Derry le envió el dinero y le advirtió que los alemanes seguían la pista del falso William.
Ni el dinero ni el mensaje llegaron nunca a su destino.