Capítulo XIII. Un mes de marzo desgraciado

Marzo trajo una serie de calamidades para la organización. A mediados de mes, Derry y O’Flaherty contabilizaron el número de personas a las que habían ayudado: 3423. En ese momento tenían escondidos, sólo en Roma, 180 militares pertenecientes a los tres ejércitos: tierra, mar y aire.

La organización había trabajado con rapidez y eficacia, perfeccionando sus técnicas, pero ahora recibió un fuerte golpe psicológico, provocado por el bombardeo masivo del Monasterio de Montecasino por los aliados. La antigua y venerable abadía constituía el eje de la línea de defensa alemana, pero el feroz bombardeo provocó una aguda controversia. El General Freyberg había pedido a la aviación aliada que machacara el monasterio antes de lanzar a la infantería al asalto, y el General Alexander dio su consentimiento. Montecasino quedó destruido, pero se comprobó que no había tropas alemanas dentro del monasterio, aunque, como dijo Churchill, las fortificaciones que lo rodeaban difícilmente podían separarse de la abadía. Con todo, el resultado no había sido bueno, como también reconoció Churchill, pues las líneas defensivas alemanas resistieron. (En total, los aliados habían arrojado 450 toneladas de bombas, después de avisar a los monjes que iba a producirse el ataque).

Pero había otro aspecto en el que los resultados tampoco habían sido buenos, porque a los italianos católicos, incluso los más favorables a los aliados, no les gustó nada aquel bombardeo. No veían la necesidad de tal ensañamiento, sobre todo si se tenía en cuenta su ineficacia, y O’Flaherty, como otros muchos, estaba furioso y apesadumbrado. Sus sentimientos antibritánicos, parcialmente amortiguados, volvieron a exacerbarse, actitud que compartía con casi todos los sacerdotes amigos suyos y con sus colaboradores irlandeses. A Simpson y a Furman les costó mucho convencer a algunos de ellos y a los padrones italianos para que siguieran colaborando. Lo lograron, pero la atmósfera estaba enrarecida y se hubiese enrarecido aún más de no haber sido por una acción de represalia alemana comparable al bombardeo de Montecasino por sus efectos sobre la moral del pueblo italiano: la horripilante matanza de las Cuevas Ardeatinas…

Sin embargo, antes de que se produjera ese hecho, tuvo lugar otro serio incidente en los «idus de marzo», cuando Kappler estuvo a punto de «cazar» a Monseñor O’Flaherty y logró atrapar al Hermano Robert Pace, alias «White-bows».

Entre los variopintos colaboradores de la organización había uno que se llamaba Grossi. Kappler había conseguido echarle el guante y, a base de una refinada combinación de torturas y de halagos, había logrado convencerle para que traicionara a O’Flaherty.

El plan era menos burdo que otras veces: En el momento de ser detenido, Grossi había recibido el encargo de ayudar a esconder a dos evadidos, por lo que Kappler había decidido utilizar este hecho como cebo. Debidamente instruido, Grossi fue a ver a Monseñor O’Flaherty al Santo Oficio y le dijo que los dos evadidos le habían dicho que había media docena más ocultos en los alrededores de Fara Sabina (localidad situada a unos 50 kilómetros de Roma) y que, al parecer, uno de ellos estaba muy enfermo.

—Si usted viniera —terminó diciendo Grossi— tal vez pudiéramos traer a todos…

Incapaz de resistirse a una petición de ayuda (Derry no estaba presente y no pudo actuar como contrapeso), Monseñor O’Flaherty no dudó un momento.

—Está bien —repuso—, pero tendremos que tener mucho cuidado… Ya sabes que Kappler quiere atraparme. Con todo, creo que podré ir a celebrar la Santa Misa el domingo, aprovechando la fiesta de San José. Nos traeremos a todos, incluido el enfermo, si Dios quiere…

O’Flaherty, ajeno a cualquier sospecha de traición, pensaba, con muy buen sentido, que el domingo era un buen día, pues la Gestapo aflojaría la vigilancia en Fara Sabina. Y sin duda habría llevado a cabo su plan si la Providencia —y Giuseppe— no hubiesen intervenido…

El 17 de marzo, festividad de San Patricio, una llamada telefónica interrumpió la pequeña celebración del santo patrón de Irlanda que O’Flaherty estaba haciendo en su habitación del Colegio Teutónico. Sonriendo, hizo señas al Padre Buckley para que se callara y bajara el volumen del tocadiscos y escuchó atentamente lo que le decían. Cuando colgó el auricular, la sonrisa había desaparecido. Todos le habían oído pronunciar unas palabras misteriosas: «Sí, sí… Comprendo… Que Dios le perdone».

Los presentes no se atrevían a preguntar nada, pero era evidente que algo malo había sucedido. Hasta que May, por fin, osó romper el silencio:

—¿Sucede algo, Monseñor? —preguntó amablemente.

—No, nada de importancia —repuso O’Flaherty tratando de quitar hierro al asunto—. Acaban de decirme que no vaya el domingo a Fara Sabina. Al parecer, los alemanes conocen nuestro plan. Grossi… bueno, nos ha traicionado. Será mejor que vayas a decírselo a Derry. Habrá que hacer algo.

Había mucho que hacer, en efecto. Lo que más le preocupaba a Derry era que Grossi estaba al tanto de las actividades de Madame Chevalier, pues había conducido evadidos hasta su casa. Así, pues, redactó inmediatamente una nota para Simpson, responsable de la zona, en la cual, entre otras cosas, le decía:

«“Mrs. M.” es un mujer maravillosa, pero demasiado osada. Es esencial que Grossi no sepa que nosotros sabemos que nos ha traicionado». A lo cual Simpson, con gran alivio de Derry, contestó enseguida: «Mr. M. está al tanto de todo y ha tomado sus medidas…».

* * *

O’Flaherty se salvó, pero el Hermano Bob, uno de sus más eficaces colaboradores, cayó en una trampa similar a la preparada para el sacerdote irlandés.

Un día, «Witebows» recibió un mensaje rutinario, procedente en apariencia de la organización, en el cual se le decía que fuese a recoger a dos evadidos que estaban en los alrededores de Roma, les condujese a la ciudad y los escondiese en casa de un matrimonio italiano, Andrea Casadi y Vittorio Fantini. El Hermano Bob así lo hizo, pero, nada más entrar en el piso, los dos «evadidos» sacaron sendas pistolas y se lo llevaron, junto con el matrimonio italiano, al cuartel general del implacable Ludwig Koch, en Via Principe Amedeo. Una semana más tarde, Andrea y Vittorio eran fusilados, y el Hermano Bob se convenció de que, si no hablaba, a él le sucedería lo mismo. Sin embargo, no perdió la cabeza; mientras le torturaban, no cesó de repetir que él se había limitado a conducir a dos personas que no conocía a una dirección que le había facilitado el párroco de un pueblo, y que si se tomaban la molestia de comprobarlo, se convencerían de que las autoridades alemanas le conocían bien. Los fascistas italianos que servían a Koch, siempre respetuosos con sus colegas de las SS, permitieron al Hermano Bob que enviara un mensaje a su Superior, en la Casa Madre de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que había sido habilitada como Hospital de campaña. Y es que, en el Hospital, el Hermano Bob había cuidado a muchos oficiales alemanes heridos y los había atendido con la misma devoción que a los evadidos del otro bando. Aquellos militares alemanes le tenían por un santo, así que las autoridades del Hospital enviaron un mensaje a Koch exigiéndole que le pusiese en libertad enseguida, pues necesitaban sus servicios. A regañadientes, los fascistas le soltaron, no sin antes decirle que le volverían a llamar para «interrogarle» de nuevo.

En cuanto llegó al Hospital, el Superior de la Orden y el mismo O’Flaherty se pusieron en contacto con él y le aconsejaron que «se evaporase»… Así lo hizo, y nadie volvió a verle hasta que Roma fue liberada.

* * *

El mismo día en que el Hermano Bob fue puesto en libertad, se produjo el estallido del asunto Ardeatino.

Como ya hemos dicho, los alemanes ponían todo por escrito, hasta las operaciones más rutinarias, llevándolas a cabo siempre de la misma manera, con absoluta precisión y monotonía. Eso facilitaba enormemente las actividades de los movimientos de resistencia (emboscadas, atentados, etc.). Los comunistas habían tomado buena nota de que todos los días, a las dos en punto de la tarde, un considerable número de soldados alemanes, en perfecta formación, descendía por Via Massella, en el centro de Roma, para bañarse en una casa pública de baños. El Miércoles 22 de marzo, a las dos en punto, la columna enfiló la calle. Estaba rebasando un carro de basuras abandonado en un rincón, cuando éste hizo explosión. La carnicería fue atroz. Muchos cuerpos quedaron despedazados y 32 soldados alemanes murieron en el acto o a causa de las graves heridas…

Derry, que no creía en la eficacia de las acciones de sabotaje llevadas a cabo tanto por los aliados como por sus espontáneos colaboradores, se puso en movimiento en cuanto tuvo noticia del atentado. Estaba convencido de que la venganza de los alemanes sería terrible, por lo cual mandó evacuar todos los refugios, ordenando a los evadidos que permaneciesen en la calle o en los parques y jardines, que no hicieran nada que pudiese llamar la atención y, sobre todo, que no comprometieran a sus «padrones» italianos, pues si los capturaban los fusilarían en el acto, como habían hecho con Casadi y Fantini.

Kappler, sin embargo, no emprendió una serie de registros, como Derry temía, sino que se vengó de una manera sólo comparable con el horror de Lidice[10]: por cada soldado alemán muerto, mandó ejecutar a diez italianos, es decir, 320 en total… Sacados de diversas cárceles de Roma y de los cuarteles generales de la Gestapo en Via Tasso y Via Principe Amedeo, había gentes de todas las edades, clases y condiciones: prisioneros políticos y prostitutas, rateros y evadidos, espías y «padrones»… Con las manos atadas a la espalda, seguros de su trágico destino, fueron conducidos por las calles de Roma, silenciosas, a las afueras, y luego transportados en camiones a las Cuevas Ardeatinas, en Domitila. Allí, todavía atados, fueron empujados al interior de las cuevas, en gavillas, y ametrallados a sangre fría… La matanza duró varias horas, hasta que Kappler ordenó volar la entrada de las cuevas. Allí quedaron, muertos o enterrados vivos, 320 seres humanos aplastados bajo toneladas de rocas. Entre ellos, cinco colaboradores de la organización. Uno era Umberto Losena, saboteador y radioescucha…

Cuando Roma, y luego Italia entera, tuvo noticias de la bárbara represalia, centenares de italianos antes indiferentes u hostiles se unieron a la causa de los aliados, ofreciendo su ayuda; pero los alemanes trajeron a la ciudad tropas de refresco y 2000 miembros más de las SS, que empezaron a desencadenar la serie de registros que Derry había temido.

La matanza de las Cuevas Ardeatinas no sólo neutralizó el efecto psicológico del bombardeo de Montecasino; fue un error tan grave como la persecución de los judíos desencadenada al comienzo de la ocupación nazi.

Las represalias y los «cacheos» —especialmente los de los matones de Koch, tan incontrolados y crueles como los de los Blacks and Tans en Irlanda en los años veinte— imposibilitaron cualquier movimiento después del toque de queda, pues si los fascistas o los nazis encontraban algún sospechoso en la calle, primero disparaban y luego preguntaban…

Derry llegó a trazar un plan —que discutió con O’Flaherty— para esconder a los evadidos en las catacumbas, como habían hecho los primeros cristianos durante las persecuciones de los emperadores romanos. Era un plan muy detallado, que facilitaría a cada evadido un mapa con las entradas, túneles y galerías subterráneas, para evitar que se perdieran una vez dentro, pero nunca llegó a ponerse en práctica.

Mientras tanto, en el Colegio Americano, Colin Lesslie resolvió que, sucediera lo que sucediese, a él no le atraparían: convertido en jardinero y aliado con la primavera, excavó un profundo agujero bajo los macizos de flores del jardín, en el cual pensaba ocultarse si los nazis asaltaban el Colegio. Luego, a petición de los interesados, hizo otros similares para los demás refugiados…

A medida que los nazis y los fascistas redoblaban sus ataques y el horror de la matanza de las Cuevas Ardeatinas se multiplicaba, decenas de personas, que hasta entonces se habían mantenido a la expectativa o habían colaborado con los alemanes, se ofrecían a ayudar a la organización, sin retribución alguna. Estaban dispuestos a hacer lo que fuera por la causa de los aliados, aunque se jugasen la vida… Ayuda que resultó muy eficaz, sobre todo para esconder a evadidos, pues durante los primeros días de abril, Kappler y Koch habían logrado nuevos éxitos, principalmente por culpa de Perfetti.

Como hemos dicho, Furman estaba viviendo en casa de Romeo Giuliani, con él y con su hijo Gino. Un día, casualmente, éste dijo a Furman que conocía a Perfetti, por lo que, inmediatamente, abandonó el piso durante varios días. Como nada sucedía, regresó el 5 de abril. Dos días más tarde, sin embargo, se ausentó para asistir a una fiesta al otro extremo de la ciudad, lo cual hizo que no estuviera cuando, esa misma noche, se presentaron los fascistas y se llevaron al padre y al hijo. A Romeo le soltaron enseguida, pero al joven Gino le retuvieron, con objeto de «interrogarle» y obtener alguna información importante.

Enterado de lo sucedido, Furman fue a buscar a Pollack, y, los dos juntos, recorrieron los diferentes refugios para avisar a los evadidos; sin embargo, no entraron ambos en los pisos: mientras uno de ellos daba la voz de alarma, el otro vigilaba en la puerta de la calle, con objeto de que si los alemanes estaban al acecho uno al menos pudiese escapar e informar a Derry de lo sucedido.

Sólo uno de los refugios conocidos por Gino se salvó del registro. Simpson, que no sabía lo que le había pasado al joven, fue a un piso situado cerca del Vaticano al cual O’Flaherty iba enviando a los evadidos recién llegados, y se encontró con que el padrone, Pasolini, había sido detenido; sin embargo, antes de que se lo llevaran había logrado ocultar a seis evadidos en un sótano que había debajo, colocando la cama sobre la trampilla.

Poco después, Furman envió un mensaje a Derry en el cual le decía que sólo dos de los evadidos a su cargo habían logrado escapar a la postre, pero dos días más tarde también esos dos fueron localizados y detenidos.

Derry, desalentado, comprobó que los alemanes estrechaban el cerco sobre el piso de Madame Chevalier, por lo que envió un mensaje a Simpson y a Furman advirtiéndoles que no la visitaran por nada del mundo, pero Simpson nunca lo recibió, porque al oficial inglés lo habían detenido en la noche del 18 de abril, junto con un teniente norteamericano llamado Dukate, en casa de dos estraperlistas italianos que operaban en el mercado negro. Los fascistas que los detuvieron sabían perfectamente por quiénes iban, pues se llevaron a los dos oficiales, pero no a los estraperlistas.

Todos los esfuerzos que hizo la organización para tratar de localizar a Simpson fracasaron por completo. Giuseppe no obtuvo la menor pista y Molly Stanley no lo localizó en la prisión de Regina Coeli. Las investigaciones llevadas a cabo a través de la Legación Suiza tampoco dieron ningún resultado y hasta las pesquisas de la rutilante actriz italiana Flora Volpini, en cuya casa habían estado refugiados varias noches Furman y Simpson, cayeron en el vacío… Flora llegó a entrevistarse con el Director de Regina Coeli, que era amigo suyo, pero éste aseguró que no tenía la menor noticia de un teniente británico que se llamara Simpson… Lo cual era lógico, pues éste nunca utilizaba su verdadero nombre y los alemanes no sabían quién era… Algo que, más tarde, complicaría mucho las cosas.

Aunque Derry y Monseñor O’Flaherty pensaban que el responsable de la captura de Simpson era Perfetti, la realidad es que sé trataba de un asunto de faldas…

El teniente Dukate, como otros muchos militares aliados, tenía bastantes amiguitas en Roma. Al cansarse de una de ellas, llamada Carla, y empezar a frecuentar a otra bella jovencita, la despechada Carla fue a ver a Koch y le habló del oficial norteamericano y del teniente inglés que le acompañaba. Koch no perdió el tiempo y detuvo enseguida a ambos.

Unas horas más tarde, los fascistas capturaron también al Padre Roche, agustino, que prestaba sus servicios en la iglesia de San Patricio y que era uno de los más fieles colaboradores de O’Flaherty. Koch, que había dicho públicamente que «arrancaría las uñas de O’Flaherty una por una antes de fusilarlo», no sabía que el P. Roche tuviese relación alguna con Monseñor, pues al agustino lo habían detenido por querer ser caritativo… Y es que, para impresionar a la población civil, los alemanes habían empezado a detener en plena calle a los sospechosos. Un día, cuando llevaban detenidos a un grupo de ellos, el P. Roche se había acercado a aquellos pobres desgraciados y les había ofrecido unos cigarrillos…

Koch interrogó personalmente al Padre Roche, y, al saber por qué lo habían detenido, montó en cólera:

—¡Quiero auténticos criminales, saboteadores, espías, no gente que ofrece cigarrillos por la calle! Lleváoslo y mantenedlo a la sombra en Regina Coeli durante unos días…

Al Padre Roche lo pusieron en libertad enseguida.

* * *

A raíz de estos acontecimientos, los nazis empezaron a moverse en otro sentido. Presionaron fuertemente al Gobierno suizo, por lo que la Legación helvética en Roma tuvo que interrumpir su labor de ayuda. Las autoridades alemanas de ocupación sabían perfectamente que los suizos estaban ayudando a los prisioneros de guerra aliados evadidos y comunicaron al Gobierno de la Confederación Helvética que si esa ayuda no cesaba en el plazo de veinticuatro horas, detendrían al principal responsable, el Capitán Trippi… Luego, a través del Barón von Weizsäcker, elevaron quejas a los superiores de las principales Ordenes religiosas, lo que dio como resultado que los PP. Borg, Madden, Buckley y otros quedaran confinados en sus conventos. También lograron que las autoridades del Vaticano clausuraran todos los accesos al Colegio Teutónico, por lo que O’Flaherty quedó prácticamente aislado. Así, pues, la situación de la organización, con unos 3900 hombres a su cargo, ocho fusilados y unos cuarenta detenidos en menos de un mes, se tornó crítica.

Derry y O’Flaherty tuvieron un nuevo sobresalto cuando los fascistas estuvieron a punto de atrapar a cinco evadidos que acababan de ser desalojados del piso de Madame Chevalier. No habían hecho más que instalarse en casa de un italiano llamado Giovanni cuando los esbirros de Koch se presentaron, aporreando la puerta. El piso no tenía otra salida y a Giovanni no se le ocurrió otra cosa que sacar a los cinco a un pequeño balcón que daba a un patio en la parte posterior y correr las cortinas. Los fascistas no encontraron nada sospechoso y estaban ya a punto de irse cuando el sargento que mandaba el pelotón señaló hacia las cortinas de la cocina y preguntó qué había detrás.

—Un balcón —repuso Giovanni, rompiendo a sudar— ¿quieren tomar algún refresco antes de irse? —añadió, casi sin respirar.

—Con mucho gusto —dijo el sargento—, pero antes abra ese balcón.

Giovanni estuvo a punto de desmayarse cuando el sargento se asomó al balcón y miró a un lado y a otro.

—La vista no es precisamente una maravilla —dijo al entrar de nuevo en la cocina—. Bien, ¿qué puede ofrecernos usted?

Mudo y tembloroso, Giovanni sacó una botella de vino que los fascistas liquidaron sin más, antes de marcharse.

Nada más cerrar la puerta tras ellos, Giovanni corrió al balcón y miró hacia abajo: el patio estaba vacío. Asombrado, pero más tranquilo, iba ya a abandonarlo cuando oyó un débil silbido que procedía de arriba. Levantó la vista y vio una escalera que descendía del piso de encima. Uno tras otro, los cinco evadidos fueron bajando por ella… Entonces recordó: ¡La había dejado en el balcón porque le estorbaba dentro!

A los innumerables problemas que tenía Derry, vino a sumarse otro: la actitud insensata de algunos evadidos. Verdad es que llevaban encerrados semanas y a veces meses, pero eso no justificaba el que quisieran romper la monotonía de los días organizando francachelas en diferentes refugios y yendo sin parar de unos a otros. Los más osados frecuentaban diversos cafés y restaurantes, hasta el punto de que el Barón von Weizsäcker, al tanto de estos hechos, comentó irónicamente con O’Flaherty y con Sir D’Arcy Osborne que los ingleses debían nadar en la abundancia, pues sus prisioneros de guerra «camuflados» frecuentaban establecimientos de lujo…

Algunos de ellos se emborrachaban con frecuencia, y las cosas llegaron a tal extremo que Derry se vio obligado a tomar medidas severas. El 23 de abril dirigió una «circular» a los principales responsables de la organización: «Golf», «Eyerish», «John», «Fanny», «Horace», «Mr. Bishop», «Sandro», «Spike», «Emma», «Dutchpa» y «Rinso». En ella decía que no creía que los aliados tomaran Roma antes del otoño y que hasta que llegara ese momento, los alemanes redoblarían sus esfuerzos para capturar a todos los prisioneros de guerra evadidos. En vista de ello, y teniendo en cuenta los cada vez más frecuentes actos de indisciplina había decidido no traer más evadidos a Roma; a los que se presentaran espontáneamente se les facilitaría algún dinero y se les haría salir de la ciudad enseguida. En cuanto a los demás evadidos, era preciso conminarles a que dejaran de celebrar fiestas, hacer visitas, pasear por la calle y frecuentar establecimientos de bebidas. Para evitar «tentaciones», no se les daría de una vez su «paga» mensual —6000 liras—, sino poco a poco, en cantidades pequeñas…

Cuando Derry mostró a Monseñor O’Flaherty esta «circular», le sorprendió que el sacerdote no sólo no protestara (ya que era partidario de hacer la vida lo más agradable posible a los «muchachos»), sino que se mostró extrañamente sumiso y apesadumbrado.

—¿Sucede algo, Monseñor? —preguntó Derry.

—Sí, muchacho, algo terrible…

Y, sacando una carta del bolsillo, se la entregó a Derry.

Era una de las cuatro cartas que le había hecho llegar el párroco de un pueblo que había asistido en sus últimos momentos a cuatro prisioneros de guerra británicos evadidos que los alemanes habían vuelto a capturar y habían fusilado. La carta decía así:

«Queridos papá, mamá y familia: Ésta es la última carta que os escribo, porque me van a fusilar hoy mismo. Quiero deciros que ofrezco mi vida por mi patria y por todo lo que es querido. Espero que esta guerra acabe pronto y que tengáis paz para siempre. Adiós.

Vuestro hijo y hermano…»

Asomaron lágrimas a los ojos de O’Flaherty, y Derry tuvo que esforzarse para que no le sucediese lo mismo, porque las cuatro cartas eran parecidas.

Cuando Derry terminó de leerlas, miró a Monseñor y durante unos segundos reinó un ominoso silencio. Luego, O’Flaherty recogió las cartas de manos de Derry.

—Trataré de hacerlas llegar a su destino —dijo—. Ahora más que nunca es imprescindible que hagamos todo lo que esté en nuestras manos, por muy arriesgado que sea