La Ciudad del Vaticano salió indemne de los bombardeos aéreos aliados, pero Castelgandolfo, el pueblo que rodea la residencia de verano de los Papas, situado a orillas del lago Albano, fue muy castigado por el que tuvo lugar el 10 de febrero; en él perdieron la vida unos quinientos refugiados.
Ese ataque aéreo a una población indefensa predispuso a la opinión pública italiana en contra de los aliados, porque la gente no sabía que los alemanes habían montado unos almacenes de aprovisionamiento de la Wehrmacht en la calle principal de Castelgandolfo, que limita con los muros de la residencia pontificia.
Las autoridades del Vaticano, sabedoras de ello, no protestaron por el ataque (aunque éste no dio en el blanco), entre otras cosas porque tenían que hacer frente a otro problema en Castelgandolfo y habían acudido a Monseñor O’Flaherty para resolverlo…
Paul Freyberg, un joven teniente de la Guardia de Granaderos, hijo del General Bernard Freyberg, que mandaba un Cuerpo de Ejército neozelandés, había sido hecho prisionero en Anzio, pero se había escapado y había buscado refugio en Castelgandolfo. Al ver que en la puerta de la finca del Papa había un letrero que decía que aquella propiedad gozaba de extraterritorialidad, pidió acogerse al derecho de asilo y, antes de que las autoridades del Vaticano residentes en Roma pudiesen reaccionar, le fue concedido. Como ello podía acarrear serios problemas con los alemanes, si llegaban a enterarse, la Secretaría de Estado decidió encomendar el asunto a Monseñor O’Flaherty, ducho en zanjar cuestiones de ese tipo.
El sacerdote irlandés discutió el tema con Derry, llegando a la conclusión de que si el «affaire» se descubría o los alemanes capturaban a Freyberg, sacarían de ello el máximo partido. Había que conducir al joven oficial a Roma y esconderlo en la Legación británica, eso estaba claro, pero ¿cómo?… La carretera que unía a Roma con Castelgandolfo se encontraba vigiladísima, pues bordeaba la línea del frente…
—Bueno —terminó diciendo O’Flaherty—, las autoridades del Vaticano me han dado carta blanca en este asunto, así que espero que hagan la vista gorda…
Y así fue como Freyberg fue transportado hasta Roma escondido en el maletero del coche oficial del Vaticano que, semanalmente, llevaba a Castelgandolfo provisiones y suministros.
Un par de días más tarde se celebró una fiesta íntima en la Legación británica con motivo del veintiún cumpleaños de Freyberg, la única que celebró «oficialmente» la organización antes de la liberación de Roma por los aliados. Tuvo lugar en el cuarto que ocupaba Derry. Entre los asistentes se encontraba Furman —que no había visto a Derry desde su regreso a la capital— y la Princesa Pallavicini, que era quien había logrado introducir a Furman en el Hospicio de Santa Marta. Porque el festejo se había hecho coincidir con una fiesta de la Iglesia en la que era costumbre que un cierto número de invitados asistieran a la Santa Misa en la capilla del Hospicio y luego participaran en las recepciones que los diplomáticos daban en sus respectivas legaciones o embajadas, ubicadas en el mismo edificio. La Princesa Pallavicini le había dicho a Furman que se uniera a un grupo de personas invitadas por ella: «Péguese a nosotros… Seguro que entra». Y así sucedió. Cuando la Princesa, con lentitud, atravesaba con sus invitados el patio que separa el Colegio Teutónico del Hospicio de Santa Marta, no pudo evitar una sonrisa: Furman se había unido al grupo y correspondía con una inclinación de cabeza, como todos, a los saludos de la Gendarmería…
En la tercera planta del edificio se encontró con O’Flaherty, Derry, Freyberg y otros oficiales ingleses internados; luego, fueron llegando muchos colaboradores de la organización. Sir D’Arcy Osborne y el Secretario de la Legación, Hugh Montgomery, se unieron también al festejo, lo mismo que May, que había hecho milagros con la comida gracias a sus amigos del mercado negro. Sir D’Arcy no preguntó a Furman cómo había logrado entrar en la Legación, pero sí hizo a Freyberg muchas preguntas, explicándole, al mismo tiempo, la gran labor que estaban realizando Monseñor O’Flaherty y sus amigos.
* * *
Junto a las tareas de rescate de los evadidos, cada vez era mayor el caudal de información que la organización recogía y transmitía a los Servicios de Inteligencia de los aliados. En una incursión por el norte de Italia, los líderes del movimiento «Libertad o Muerte», Averoff y Meletiu, lograron arrebatar a los alemanes 300 libras, gran cantidad de ropa y docenas de pares de botas que distribuyeron entre un grupo de evadidos griegos escondidos en la zona. También se hicieron con una máquina fotográfica cargada de fotografías sin revelar, lo cual les hubiese costado la vida si los nazis los hubiesen capturado. De regreso a Roma, los griegos no sólo entregaron la cámara a la organización, sino también una lista completa de los evadidos y de su situación, un croquis con la disposición de las tropas alemanas en la zona y una serie de fotografías de los dispositivos de defensa nazis en las proximidades de la frontera con Francia.
Tras los sucesivos registros llevados a cabo por las SS durante el mes de enero, se habían desalojado los pisos de Via Firenze y Via Domenico Cellini. Este último estaba ocupado ahora por Ubaldo Cipolla —el inquilino que lo había cedido a O’Flaherty—, el cual, según había sabido la organización, era un agente doble. Eso hizo que cuando, una mañana, a comienzos de marzo, Renzo Lucidi oyó por teléfono una voz que decía «soy Joe», su susto fuera tremendo; no sólo porque se trataba de Joe Pollack, a quien todos creían muerto, sino porque, según dijo, llamaba desde el apartamento de Cipolla… Así, pues, corrió a Via Domenico Cellini, le explicó la situación a Joe y se lo llevó al refugio en que estaba Simpson. (La realidad es que Cipolla, por entonces, como Derry sabía, ya había empezado a «descolgarse» de los alemanes; en el futuro iba a ser un eficaz colaborador en las operaciones de rescate).
El aspecto de Joe era alarmante, no sólo por lo mucho que había sufrido, sino porque, aunque aún no lo sabía, es, taba enfermo de tuberculosis. Y es que cuando había sido apresado de nuevo y conducido otra vez, con Irida, al campo de prisioneros de Sulmona, había sabido que todos los que ayudaban a la organización en aquella zona y muchos evadidos habían sido delatados por «Dick», el ayudante sanitario australiano. La redada había sido impresionante y todos los detenidos fueron conducidos de Sulmona a Aquila, para ser sometidos a juicio… A Joe le habían acusado de espía y de traidor, porque pronto descubrieron que era de origen checo y, por lo tanto, súbdito del III Reich. Golpeado salvajemente una y otra vez, le habían encerrado en una celda helada, sin ropa ni mantas, por lo que había contraído una neumonía (que degeneraría en tuberculosis). Pollack contó también que, cuando tenían reunidos a todos en un patio, a la espera de que se iniciara el juicio, había logrado hablar unos instantes con «Dick» y le había dicho que si se retractaba y decía que había actuado en estado de embriaguez, él haría todo lo que estuviese en su mano para evitar que los aliados le ejecutaran por traidor. «Dick», entonces, se había quedado pensativo y Joe se dio cuenta de lo que estaba pensando: que eso estaría muy bien si él —Pollack— tuviera alguna posibilidad de salvarse, pero no tenían ninguna, pues los alemanes iban a juzgarle como traidor, no como prisionero de guerra…
Fue entonces cuando sucedió lo inesperado: iban a pasar ya a la sala del juicio cuando se produjo una nueva demora con la entrada en el patio de una nueva remesa de prisioneros. Pollack reconoció a uno de ellos —un oficial británico con el que había coincidido en el campo de prisioneros de Chieti— y, ni corto ni perezoso, se acercó al oficial alemán encargado de su custodia y gritó bien fuerte:
—Ese oficial inglés puede testificar que yo soy un prisionero de guerra…
El oficial alemán se le quedó mirando de hito en hito y luego, inesperadamente, mandó detener la columna de prisioneros que iban camino de sus celdas.
El oficial británico reconoció inmediatamente a Joe y estableció su identidad sin lugar a dudas. «Dick», que contemplaba la escena desde un rincón del patio, cambió de parecer y corroboró todos los extremos.
Celebrado el juicio, tres de los acusados fueron condenados a muerte y otros varios a diversas penas de prisión, pero Joe se libró de la ejecución y fue internado, con «Dick», en un campo de prisioneros.
La fuga se produjo en la estación de ferrocarril de Aquila, durante una incursión aérea aliada, cuando Joe y otros prisioneros estaban esperando el tren que les conduciría a un campo de concentración de Alemania. Aprovechando el desconcierto provocado por el bombardeo, emprendió la huida…
Joe llegó a Roma escondido bajo los ejes de un camión que fue detenido por los nazis a la entrada de la ciudad y conducido a un campamento militar. El checochipriota, que sin duda era un hombre de suerte, logró descolgarse del camión y huir justo a las puertas del campamento…
La mente de Cipolla trabajaba deprisa, y cuando él y su mujer —una rusa— vieron aparecer a Pollack en el apartamento, comprendió que se le presentaba una ocasión estupenda de mostrar a Derry y a sus colaboradores que estaba a favor de los aliados, aunque hubiese prestado ayuda en ocasiones a los fascistas y a los nazis. Así, pues, atendió lo mejor que pudo a Joe hasta que llegó Renzo y se lo llevó. Luego telefoneó a May y le informó de lo sucedido, recalcando su «fidelidad». Derry aceptó el juego, lo mismo que Monseñor O’Flaherty, pues ambos pensaban que Cipolla, a pesar de todo, podía serles útil.
* * *
A comienzos de marzo, Kappler redobló sus esfuerzos para «cazar» a Monseñor O’Flaherty, sin olvidarse del peligroso May. Ahora, los hombres clave de la organización trabajaban un poco a su aire, cosa nada sorprendente si se tiene en cuenta lo diferentes que eran sus caracteres: ingenuo y confiado el de O’Flaherty —aunque estaba aprendiendo mucho—, rígido y severo el de Derry, y astuto y desconfiado el de May. Éste había estado tratando de averiguar quién era el joven italiano que con tanta exactitud había advertido del peligro por dos veces a Madame Chevalier, pues sospechaba que debía tener acceso directo al Cuartel General de la Gestapo. Preguntó, investigó, y, un día, fue a ver a Derry y, con su maliciosa sonrisa, le dijo:
—¿Le gustaría conocer por adelantado las órdenes del día de las SS…?
Derry se lo quedó mirando de hito en hito. ¿No se estaría burlando de él?
—Mira, May —repuso al fin—, no estoy para bromas… ¿Quieres decirme de qué se trata?
—Escuche: Un tipo llamado Giuseppe me ha dicho que tiene un amigo en la Questura que puede hacerse con una copia de esas órdenes del día… ¿A qué no sabe quién es?
Derry negó con la cabeza, armándose de paciencia.
—No tengo ni idea…
—¿Recuerda usted el joven italiano cojo que avisó a Madame Chevalier…?
Derry lo recordaba perfectamente.
—¿Y cuánto dinero quiere Giuseppe por facilitarnos esa información? —preguntó—. Porque supongo que no lo haría por amor al arte…
—Sólo mil liras por cada una… Se las facilitará a Monseñor directamente, en el Vaticano… Merece la pena intentarlo, ¿no cree?…
Aquella información, aunque limitada, resultó utilísima. Los primeros informes no sólo incluían las órdenes del día de las SS, de los neofascistas y de la Gestapo, sino también la lista de diversos distritos romanos en los que los alemanes planeaban hacer una serie de registros en las próximas noches. La manía germana de ponerlo todo por escrito, detalladamente, traicionaba una vez más a los nazis…
Derry se convenció enseguida de que Giuseppe no trataba de engañarlos. La información era exacta: las zonas indicadas en las listas fueron minuciosamente registradas, pero sin éxito: los refugios existentes en ellas habían sido evacuados antes.
Había, sin embargo, una laguna inevitable: las órdenes del día no aludían a aquellos registros improvisados que los nazis y los fascistas desencadenaban súbitamente cuando sospechaban algo. Pero incluso cuando el registro era previsible surgía otro problema: los alemanes habían adelantado el toque de queda a las cinco y media de la tarde y los medios de transporte eran escasísimos y estaban muy vigilados; por otra parte, sólo O’Flaherty, Derry, Simpson y Byrnes conocían dónde estaban situados todos los refugios, y Derry y Byrnes no podían salir del Vaticano; O’Flaherty sí podía, pero corría el riesgo de que lo detuvieran si lo hacía. En cuanto a Furman, ignoraba la ubicación de los nuevos escondites habilitados mientras había estado detenido. Todo lo cual significaba que el peso de la tarea recaía en Simpson, O’Flaherty y su equipo de sacerdotes, que se pasaban el día corriendo de un extremo a otro de la ciudad, visitando refugios y trasladando evadidos, a veces contra reloj. Constantemente, corrían el riesgo de ser detenidos, torturados y probablemente ejecutados.
Los informes de Giuseppe se fueron haciendo cada vez más precisos, y, por lo tanto, más valiosos. A veces indicaba que un determinado registro estaba causado por una delación o por una denuncia, lo cual preocupaba sobremanera a Derry, pues esas denuncias o delaciones daban siempre en el blanco. No se trataba, pues, como había pensado al principio, de denuncias hechas por italianos que dudaban todavía del triunfo de los aliados y querían estar a buenas con los alemanes; eran delaciones de alguien que conocía bien la organización y la estaba traicionando sistemáticamente; algo que habría resultado catastrófico de no haber sido por Giuseppe…
En uno de esos informes se decía que los alemanes iban a registrar la casa de un panadero que tenía escondidos varios soldados ingleses y un grupo de italianos seguidores del Mariscal Badoglio. Como es natural, cuando los alemanes registraron la casa de los refugiados ya habían huido, pero el panadero estaba indignado por el «soplo»…
Otro informe de Giuseppe, todavía más alarmante, confirmó a Derry que los alemanes estaban decididos a desarticular la organización, pues habían puesto en marcha un plan muy astuto: estaban disfrazando de curas a algunos de sus agentes italianos y enviándolos a los refugios para decir a los evadidos que debían trasladarse a otro lugar más seguro… (La prisión de Regina Coeli, por supuesto).
Un día, Derry fue a ver a O’Flaherty y le comunicó que el último informe de Giuseppe era de lo más alarmante.
—La iglesia de San Roberto Belarmino se halla estrechamente vigilada, Monseñor… Los nazis están convencidos de que los frailes tienen ocultos a algunos evadidos y facilitan dinero a otros… lo cual es cierto, como sabe. ¿Podría usted advertirles que extremen las precauciones?… La pista podría conducir a los alemanes hasta usted.
En otras circunstancias, O’Flaherty no hubiese hecho demasiado caso y tal vez hubiese comentado que «Dios proveería», pero ahora las cosas eran diferentes. Mientras había podido moverse por Roma con relativa libertad, aunque con indudables riesgos, no había dudado en pedir a sus sacerdotes colaboradores riesgos semejantes, pero ahora no quería que los demás corriesen peligros que él no podía compartir, por lo que hizo caso a Derry y avisó a los frailes, que extremaron las precauciones.
Un par de días más tarde, el diplomático francés De Vial fue a ver a Derry y le dijo quién era el traidor que les estaba delatando: Pasqualino Perfetti, el falso sacerdote que había acompañado a Derry hasta el Vaticano, cuando llegó a Roma, del que desde el primer momento había desconfiado…
Perfetti había colaborado con la organización desde sus inicios y conocía la situación de numerosos refugios de evadidos ingleses, así como de todos aquellos en los que había franceses, pues éstos estaban a su cargo. Al parecer, los fascistas le habían detenido y lo habían llevado a la siniestra oficina en la que Koch torturaba a los prisioneros, en la Via Principe Amedeo. Lo habían golpeado brutalmente y luego lo habían paseado por Roma, vendado y cojeando, para que fuera localizando los refugios…
El siguiente informe de Giuseppe confirmó todos estos extremos, poniendo de manifiesto que Perfetti había actuado cobardemente, pues no sólo había localizado los refugios, sino que había dado la señal convenida de llamada para que los fascistas pudieran entrar sin dificultades. También había facilitado a Koch una lista con los nombres de todos los refugiados que conocía.
Con tan valiosa información, Kappler y Koch pudieron moverse con rapidez y eficacia: en pocos días, veintiún evadidos fueron atrapados y más de una docena de «padrones» italianos apresados.