Capítulo XI. Espiando a favor de Inglaterra

Por entonces, Madame Chevalier tenía escondidos en su casa cuatro evadidos ingleses —Flood, Martin, O’Neill y Stokes— y un sudafricano llamado Mathews. Una tarde, a mediados de enero, unos diez minutos antes del toque de queda, llamaron a la puerta. Era un joven italiano de unos diecisiete años, un poco cojo y completamente desconocido para Madame Chevalier.

—Los alemanes —dijo— van a registrar su casa esta noche. Si usted quiere, esconderé a los refugiados en la mia hasta que todo haya pasado… ¡Pero tiene que decidirlo ahora mismo!

A Madame Chevalier el muchacho le inspiró confianza enseguida, pero sólo era una corazonada. ¿Cómo podía estar segura de que no era una trampa?… Se lo contó todo a los evadidos y éstos, que recordaban perfectamente lo que Derry les había dicho —no comprometer a «Mummie[9]» por nada del mundo—, decidieron irse con el muchacho.

No habrían transcurrido ni veinte minutos cuando los alemanes irrumpieron en el apartamento, se enfrentaron a Madame Chevalier, a sus cinco hijas y a Paul y les pidieron la documentación; luego echaron un vistazo alrededor y el oficial de las SS que mandaba el grupo, preguntó:

—¿Cuántas personas viven en esta casa?

—Las que está viendo —repuso Madame Chevalier—. Y no sobra nada de sitio…

—Sí, eso parece —dijo el oficial de las SS—. Sin embargo, nos han dicho que entran y salen muchos hombres de esta casa, entre ellos prisioneros de guerra evadidos que usted tiene escondidos. ¿Es cierto?

—¿Y dónde iba a esconderlos? —replicó Madame Chevalier.

Antes de que el oficial nazi pudiera seguir interrogándola, entraron en la cocina los hombres que habían estado registrando la casa y dijeron al oficial que no habían encontrado nada.

—Señora —dijo éste—, creo que alguien que no la quiere bien nos ha facilitado información falsa. ¿Tiene usted idea de quién ha podido ser?…

Madame Chevalier la tenía: sin duda quien la había denunciado era un vecino fascista que vivía en el mismo piso. Así que hizo un expresivo gesto y exclamó:

—Ahora que lo pienso, es verdad que últimamente ha venido mucha gente por aquí, al piso de al lado… Tal vez para despistar, el vecino…

Durante la media hora que siguió, los Chevalier, desde la cocina, escucharon complacidos los movimientos y las voces de los alemanes en el apartamento del vecino fascista. Las chicas, regocijadas, a duras penas podían contener la risa, y Madame Chevalier, sentada en una silla, trataba de serenarse remendando unos calcetines.

* * *

A O’Flaherty y a Derry, el incidente no les divirtió en absoluto. El peligro había vuelto a rondar a «Mr. M.» y Derry ordenó a los evadidos que no volvieran al apartamento. Y como sabía lo tozuda que era Madame Chevalier, no protestó cuando Monseñor O’Flaherty dijo que iría a verla para tratar de convencerla. Así lo hizo, y aunque la señora protestó y suplicó; O’Flaherty se mostró inflexible: los «muchachos» no regresarían… Sólo cedió en una cosa: en que suministrara a los «chicos» —refugiados ahora en casa de Ceccareli, el carnicero, que vivía en los suburbios de Roma— alimentos y dinero…

* * *

El siguiente golpe de los nazis tuvo como escenario el apartamento de los Lucidi, en el que Simpson había vuelto a compartir una habitación con un saboteador polaco que guardaba una bolsa llena de gelignita, un poderoso explosivo compuesto de nitroglicerina. Estaban todos acostados cuando los hombres de las SS aporrearon la puerta. En cosa de segundos, escondieron la bolsa con los explosivos, el polaco se fue a acostar con Peppina, la criada, y Simpson se convirtió en el sobrino —subnormal— de Renzo Lucidi… ¡Todo un argumento de película!

Los nazis apenas repararon en Simpson —¡un pobre tonto!—, ni en el «pícaro» novio de la criada, pero se llevaron al hijastro de Renzo, un joven de 18 años llamado Gerardo. Al día siguiente volvieron y se llevaron a Renzo, pero Simpson y el polaco ya habían buscado refugio en otro sitio.

Gerardo —hijo del anterior matrimonio de Adrienne— tenía nacionalidad francesa, por lo que Derry fue a ver a De Vial a la Embajada francesa y le convenció para que el Embajador —de la Francia de Vichy— gestionara la puesta en libertad del joven y de Renzo. Lo consiguió enseguida.

La misma noche en que los alemanes «visitaron» el apartamento de los Lucidi —visita que, al parecer, no estaba relacionada con la organización—, O’Flaherty supo que también habían detenido a Concetta Piazza —«Midwife»—, una enfermera que ejercía en un municipio rural próximo a Roma. Tenía escondidos en la zona a unos veinte evadidos, a quienes suministraba provisiones y dinero (cuando la detuvieron, acababa de hacer el suministro semanal a los evadidos). La enfermera enseguida sospechó que alguien la había delatado y que los alemanes no tenían pruebas contra ella, por lo que, en cuanto la encerraron en Regina Coeli, tomó un trozo de papel higiénico y escribió una larga carta al Mariscal de Campo Von Kesselring, quejándose de que hubiesen detenido a una enfermera como ella, que había ayudado a tantos alemanes heridos, cuando tan necesitados estaban de sus servicios.

Concetta hizo llegar la carta a O’Flaherty, quien discutió el tema con Derry. Lo primero que había que hacer, por supuesto, era transcribir la carta a un papel más digno y menos «ofensivo» para el Mariscal Von Kesserling. Ahora bien, una vez hecho eso, ¿cómo hacerle llegar la misiva?…

Estaban dándole vueltas al asunto cuando se presentó Blon Kiernan, la hija del Embajador irlandés. Le expusieron el problema y ella enseguida exclamó: «¡Papá puede hacer eso!» Tomó la carta, se la llevó a la Legación irlandesa y, poco después, era remitida al Comandante en Jefe del Alto Mando alemán con una nota del Dr. Kiernan en persona, que rezaba así: «Personal. A la atención del Mariscal Von Kesserling». Mano de santo: «Midwife» fue puesta en libertad enseguida, sin explicación alguna.

* * *

Los acontecimientos se precipitaron. El Quinto Ejército aliado había iniciado una gran ofensiva el 12 de enero, y el 22 del mismo mes el Sexto Cuerpo de Ejército lograba establecer una cabeza de puente en la playa de Anzio. Al principio, los avances fueron rápidos, pero los alemanes lograron contenerlos gracias a los refuerzos llegados de Francia, Yugoslavia y la misma Alemania. Los aliados, por su parte, ignoraban esos extremos y O’Flaherty pensaba que éstos también necesitarían refuerzos para contener el contraataque alemán, algo de lo que ya estaba convencido cuando, a comienzos de febrero, le dijo a Derry con una inocente sonrisa:

—Muchacho, me han dicho que reina una gran actividad en la desembocadura del Tíber… Hierve de lanchas rápidas y de buques de carga… ¿No se podría hacer algo?

La noticia procedía de uno de los sacerdotes colaboradores de O’Flaherty, por lo que, para asegurarse y completar la información, Derry mandó a un oficial inglés en misión de reconocimiento. A su regreso, el oficial confirmó todos los extremos, y Derry, sin pérdida de tiempo, mandó comunicar la información al Servicio de Inteligencia británico a través de uno de los radioescuchas volantes que actuaban en los parques de Roma con emisoras portátiles. Las lanchas alemanas eran de pequeñas dimensiones y los nazis las habían transportado por tierra, desde el Adriático, en un intento de cortar las líneas de suministros aliadas a la cabeza de puente de Anzio, por lo que, una vez liberada Roma, el General Alexander, Comandante en Jefe de las tropas aliadas en Italia, dijo a Derry y a O’Flaherty que aquella información había sido de incalculable valor, pues los aliados creían que los alemanes no disponían de ese tipo de embarcaciones en las costas occidentales de la península italiana (embarcaciones que pronto habían sido bombardeadas y deshechas por los aviones de la RAF, con lo que se salvó la cabeza de puente de Anzio).

Se comprende que, cuando actividades como ésta, de naturaleza tan poco neutral, llegaban a oídos de las autoridades del Vaticano, O’Flaherty percibiese una gran tirantez, a pesar de la actitud benévola y comprensiva del Cardenal Ottaviani.

Gracias a Dios, ninguno de sus superiores se enteró nunca de su siguiente hazaña en el terreno del espionaje antinazi, pues en ella quedaron implicadas Delia y Blon Kiernan, quienes ignoraban por completo que, a través de Monseñor O’Flaherty, estaban siendo utilizadas por Derry para transmitir información muy útil para la causa aliada…

El Príncipe Bismarck, segundo de a bordo en la Embajada del III Reich en Italia, mantenía muy buenas relaciones con O’Flaherty y con los Kiernan, por lo que cuando Derry quería obtener información de primera mano, ya sabía a quién acudir. Una de las cuestiones clave por entonces era saber si, cuando llegase el momento, los alemanes defenderían Roma por las armas o la declararían ciudad abierta. Porque si decidían defenderla, habría que extremar las precauciones para que la organización no se viera completamente desarticulada, y si se retiraban sin lucha, el deber de Derry sería mantener la organización en plena forma y procurar que los evadidos, en cuanto Roma fuera liberada, se reincorporaran a sus respectivas unidades. Saber, pues, lo que los alemanes pensaban hacer era de capital importancia.

O’Flaherty consiguió que invitaran a Blon a tomar el té en la Embajada alemana, y cuando la joven volvió al Colegio Teutónico para informar a Monseñor, le dijo que el Príncipe Bismarck estaba convencido de que la Wehrmacht —el ejército alemán— abandonaría Roma sin lucha. O’Flaherty se lo comunicó inmediatamente a Derry, quien mandó transmitir la información por radio a los Servicios de Inteligencia británicos. A través de Simpson, ordenó también a todos los evadidos que extremaran las precauciones y salieran lo menos posible de sus refugios hasta que la ciudad fuese liberada, lo cual —pensaba— sucedería muy pronto… Porque Derry temía que los evadidos, llevados por la euforia, cometieran alguna locura y fueran detenidos, lo cual significaría un campo de concentración, la deportación y tal vez la muerte en Alemania.

No tardó en comprobarse que las previsiones de una próxima liberación eran demasiado optimistas. Lejos de disponerse a abandonar la ciudad, los alemanes empezaron a concentrar tropas procedentes del norte. Los radioescuchas de Derry tuvieron mucho trabajo transmitiendo esas informaciones, así como otras que Blon obtenía en sus «tea parties» en la Embajada alemana. Todas ellas resultaron ser exactas.

El 24 de enero, Riño Messina, un barbero italiano que visitaba la prisión de Regina Colei casi todos los días para afeitar a los prisioneros, hizo llegar a Derry, por medio de May, una nota en la que Furman hacía un breve informe y facilitaba una lista de los evadidos que estaban en la cárcel. Ninguno de ellos había sido interrogado todavía. Era una buena noticia, pero, dos días más tarde, otra nota de Furman explicaba que todos los prisioneros británicos iban a ser sacados de la cárcel y llevados a un lugar desconocido.

El 14 de febrero, O’Flaherty, que estaba trabajando en su despacho del Santo Oficio, recibió la visita de un sacerdote que le susurró al oído: «Hugh, en la plaza te esperan dos de tus amigos…». Corrió al Arco delle Camparte y, en medio de la Plaza de San Pedro vio dos siluetas que le hicieron dar un grito de júbilo:

—¡Dios santo! ¡Es John!

Salió a su encuentro y lo abrazó.

El acompañante de Furman era el Teniente J. E. Johnstone, un oficial evadido de Chieti y luego hecho prisionero de nuevo. Furman contó a Monseñor cómo ambos habían saltado del tren en marcha que les conducía hacia el Norte cuando estaba a punto de alcanzar la frontera suiza y cómo los campesinos de los alrededores les habían ayudado y facilitado unas bicicletas…

Exultante de gozo, O’Flaherty les condujo al Convento de Santa Mónica, próximo al Santo Oficio, y les dejó al cuidado del Padre Cleffey y del Padre Treacy, mientras él corría a comunicárselo a Derry. Volvió al cabo de un rato con un traje para Furman (nadie sabe cuántos tenía, porque no se acababan nunca) y salieron para reunirse en la Plaza de San Pedro con Simpson y Renzo Lucidi, bajo las mismas narices de los alemanes.

Inmediatamente, Furman se puso a trabajar con Simpson, en medio de crecientes dificultades. El sistema de racionamiento era un completo desastre y los romanos todavía estaban esperando los suministros de los tres meses anteriores. Faltaba el agua, a veces días enteros, y otros los cortes eran constantes, lo mismo que los del gas-ciudad y la energía eléctrica. Cocer un huevo o calentar un poco de agua podía llevar varias horas… Los alemanes forzaron a los campesinos para que llevasen sus productos a Roma —lo cual alivió un poco la carestía—, pero los precios se dispararon, y Simpson y Furman, para evitar que los evadidos se murieran de hambre, tuvieron que convencer a Derry para que elevara un poco las asignaciones de los padrone. Algo que no siempre era posible, pues las finanzas de Derry y de Sir D’Arcy Osborne no eran nada boyantes…

Los registros menudeaban, no sólo para localizar evadidos o perseguidos, sino también, sobre todo, para reclutar jóvenes «camuflados» que trabajasen en la construcción de fortificaciones en torno a Roma, y para desarticular el mercado negro, cada vez más activo.

Como medida de precaución, Simpson y Furman fueron a vivir en distintos refugios. Furman se escondió en casa de un oficinista italiano, Romeo Giuliani, que tenía un hijo de 18 años llamado Gino.

Una de las primeras decisiones de Furman fue recabar otra vez los servicios de Madame Chevalier. Habiendo sabido que un italiano que había ayudado a esconder en Roma a cuatro evadidos había sido detenido, y sospechando que hablaría, hizo que los trasladaran a casa de la señora. No se equivocó, pues los alemanes fueron a buscarles a su primer escondite unas horas después de ser conducidos al piso de Madame Chevalier, quien volvió a prestar enseguida valiosísimos servicios…

La organización solía cuidar de la salud de los evadidos y atenderles médicamente cuando caían enfermos con gripe o con otras pequeñas dolencias causadas por el frío, la mala alimentación o las muchas penalidades. Nunca se habían presentado casos especialmente graves, hasta que un día O’Flaherty fue a ver a Derry y le dijo:

—Tenemos un hombre con peritonitis aguda… Es un escocés que está en Subiaco, a unos treinta kilómetros de Roma…

—Bueno —repuso Derry—, tendrá que ir a un hospital… Lo único que se me ocurre es traerlo a Roma y dejarlo a las puertas de la Embajada alemana… Tal vez Blon pueda interceder para que lo hospitalicen… Perderá su libertad, pero salvará la vida.

Decidieron enviar a «Whitebows» a Subiaco para comunicar el plan al escocés, pero éste se negó de plano a aceptarlo. «Prefiero morir antes que caer en manos de los alemanes», dijo.

Cuando el Hermano Bob se lo comunicó a Derry, éste miró desolado a Monseñor O’Flaherty.

—¿Qué podemos hacer, Monseñor? Sería cruel dejarlo morir cruzados de brazos…

—Muchacho —repuso decidido O’Flaherty—, dame un par de horas y trataré de hacer algo.

Regresó a su despacho y telefoneó al Doctor Albano, un cirujano amigo suyo que trabajaba en el lazareto Reina Elena, convertido en hospital de sangre, el cual rebosaba de alemanes heridos en la batalla de Anzio. Luego mandó llamar al Padre «Spike» Buckley, un hombre casi tan alto y fuerte como él, y, finalmente, telefoneó a Delia Kiernan.

Nadie sabe lo que hubiese hecho la señora de Kiernan si su marido hubiese echado en falta su automóvil con matrícula CD (Cuerpo Diplomático), pero felizmente nada de eso ocurrió en aquella trepidante noche. Porque el Padre Buckely condujo a una velocidad endiablada, y eso por tres razones: la primera, el estado del evadido escocés, Norman Anderson; la segunda, la necesidad de devolver el coche cuanto antes; y la tercera, que iba a haber una inspección en el Hospital aquella noche y el Dr. Albano había dicho a O’Flaherty que operaría a su «amigo», sí, pero que tendrían que sacarle del Hospital en cuanto terminaran de operarle, sin esperar a que se recobrase de la anestesia ni nada…

Cuando el Padre Buckley detuvo el automóvil de la Legación irlandesa a la puerta del Hospital, el Hermano Bob, que le acompañaba, cargó con el cuerpo de Anderson y lo condujo al ascensor. A la entrada del quirófano se encontró con una monja enfermera, italiana, que trajo una camilla. Ayudado por el P. Buckley, el Hermano Bob lo tumbó en ella y lo cubrió con una sábana, manteniéndose a la espera de que se abriera la puerta del quirófano. Al abrirse, la monja enfermera empujó la camilla, introdujo ésta en el quirófano y desapareció, mientras el P. Buckley y el Hermano Bob se situaban al extremo del corredor, para vigilar… y rezar.

Una hora más tarde, la misma monja abandonaba el quirófano empujando la camilla en que yacía Anderson. Lo bajaron en el ascensor y, ya en el vestíbulo, condujeron al inconsciente escocés al automóvil del diplomático irlandés.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó el P. Buckley al Hermano Bob, al tiempo que ponía el coche en marcha.

—A casa de «Mrs. M.» —repuso «Whitebows», sosteniendo al escocés en su regazo—. Nadie mejor que ella para cuidarle… Además, Milko podrá atenderle médicamente.

Diez minutos más tarde, Anderson yacía sobre un colchón colocado encima de la mesa del comedor de Madame Chevalier. El Padre Borg la había avisado previamente y Milko Skofic estaba allí para atender al recién operado.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando llegó Furman, muy agitado: Acababan de decirle que el piso estaba vigilado —lo que era cierto— y era preciso evacuarlo cuanto antes… Algo que, por supuesto, el escocés no podía hacer.

—Pues tendremos que llevárnoslo como sea —insistió Furman.

—Si ahora lo movemos —intervino el Padre Buckley— mañana será un cadáver.

Madame Chevalier zanjó la cuestión.

—Se quedará aquí —dijo resueltamente—. Pase lo que pase. Además, no pasará nada…

Anderson se quedó y no pasó nada, aunque el nerviosismo iba en aumento. Hasta la misma Madame Chevalier empezó a mostrarse profundamente desasosegada…

Para no molestar al recién operado, los cinco evadidos escondidos en la casa tuvieron que dormir en el cuarto trastero y en el pasillo; a las chicas, se les prohibió hablar en voz alta y poner el gramófono. Las únicas personas autorizadas para entrar en el comedor eran Milko y Madame Chevalier. El Dr. Albano, por su parte, telefoneó a Monseñor O’Flaherty para decirle que su «amigo» había salido de la operación, pero que su estado era de extrema gravedad. Anderson, en efecto, estuvo debatiéndose varios días entre la vida y la muerte, con Madame Chevalier sin separarse de la cabecera del enfermo y temiendo que en cualquier momento se presentasen los alemanes.

La séptima noche, también minutos antes del toque de queda, volvió a presentarse en el piso el muchacho cojo. «Dentro de unas dos horas —le dijo a Madame Chevalier— los nazis estarán aquí».

Había un poco más de margen que la otra vez, así que dijo a los cinco evadidos que abandonaran el piso y envió a Rosie a comunicárselo a O’Flaherty, para no utilizar el teléfono.

Cuando Rosie explicó a Monseñor lo que pasaba, éste miró el reloj: si lo que había dicho el muchacho era cierto, disponía de algo más de una hora… Así, pues, marcó un número en el teléfono y esperó.

—Delia —dijo con apremio, una vez establecida la comunicación—, consigue el coche de tu marido como sea y recoge al Padre Buckley… Tenemos que trasladar otra vez a nuestro amigo enfermo…

Delia consiguió el coche, recogió al P. Buckley y éste corrió al piso de Via dell’Impero, tomó a Anderson en sus brazos y lo bajó en volandas por las escaleras, dejando atrás una. Madame Chevalier anegada en lágrimas, convencida de que el escocés moriría sin remedio.

Pero no murió. El P. Buckley lo llevó al refugio más seguro de todos, el Colegio Americano, y lo dejó al cuidado de Colin Lesslie, quien lo hizo tan bien que un mes más tarde el enfermo se había recuperado.

* * *

A poco de producirse estos acontecimientos, Monseñor O’Flaherty tuvo que reclamar los servicios de otro cirujano amigo suyo que también arriesgó su vida por salvar la del prójimo.

Un día, O’Flaherty telefoneó a Milko Skófic y le pidió que fuera a verle lo antes posible.

—Se trata —le dijo en cuanto Milko se presentó— de un aviador americano que está escondido en un piso de Via Aurelia Antica. Se golpeó la cabeza al caer en paracaídas… No parecía grave al principio, pero ahora está claro que tendrá que ser operado enseguida para aliviar la presión del cerebro… He telefoneado al Dr. Albano, pero me han dicho que se ha ausentado de Roma por unos días… Además, no dispongo del coche que tú sabes, pues su dueño lo necesita… ¿Qué podríamos hacer por ese pobre hombre?…

—Si se trata de una lesión de cerebro —repuso Milko—, nadie mejor que un profesor mió de neurocirugía para operarle: el Doctor Urbani. ¿Lo conoce?

—¡Ya lo creo que lo conozco! —exclamó Monseñor, aliviado—. Le telefonearé ahora mismo. ¿Querrás ir a verle enseguida y concretar con él los detalles?

El Dr. Urbani se mostró dispuesto a hacer lo que hiciera falta, así que echó mano de una ambulancia que fue a recoger al herido. Cuando la ambulancia, ya de vuelta, se detuvo a la puerta del Hospital de San Juan, el Profesor Urbani estaba allí, esperando. Hizo llamar a dos ayudantes sanitarios y les ordenó que empujasen la camilla en la que yacía el aviador americano hasta la sala de operaciones, al tiempo que les decía:

—Es un jefazo del Partido… Consecuencias de un bombardeo… Hay que darse prisa.

La operación, en la que Milko actuó como ayudante, duró casi dos horas. El americano se salvó y fue conducido de nuevo, en la misma ambulancia, al refugio de Via Aurelia Antiga, donde Milko estuvo visitándolo a diario hasta que se recuperó. (Después de la guerra, Milko Skófic se casó con una estudiante de Arte que solía recorrer los cafés y restaurantes de Roma haciendo retratos y caricaturas de los evadidos aliados. Se llamaba Gina Lollobrigida…)

En otra ocasión, O’Flaherty logró personalmente que fuera operado de apendicitis un refugiado austríaco —un civil— que estaba escondido en los sótanos del Colegio de Propaganda Pide. Pidió el coche oficial a un alto funcionario del Vaticano y trasladó al paciente al Hospital del Espíritu Santo; una vez allí, consiguió que las monjas colocaran al austríaco en una sala llena de oficiales alemanes heridos, que lo prepararan para la operación y que lo incluyeran en una lista de pacientes a operar por un cirujano alemán, el cual le extirpó el apéndice sin tener la menor idea de quién era en realidad el operado. Luego, lo llevaron otra vez a la sala, donde estuvo varios días, hasta que O’Flaherty pasó a recogerlo y se lo llevó de nuevo al Colegio de Propaganda Pide