Aunque Derry no lo sabía, muchos de los raids de los alemanes en Roma no iban dirigidos contra la organización, sino contra los comunistas italianos, quienes, por entonces, empezaron a tender emboscadas y a matar a cuantos nazis caían en sus manos. Kappler, como respuesta, maquinó un plan para atrapar a todos los que pudiese de una sola tacada.
Un día, dos miembros de las SS, haciéndose pasar por comunistas, fueron a ver a una viuda cuyo hijo, comunista, estaba en la prisión de Regina Coeli y le dijeron que acababan de salir de aquella cárcel, que conocían a su hijo y que, entre todos, habían concebido un plan para rescatarle. Cuando le torturaran —cosa que los nazis no tardarían en hacer si no «cantaba»— fingiría rendirse y sé ofrecería a conducir a sus verdugos al escondite de uno de sus camaradas comunistas, un tal Nebolante. Si cuando los nazis llegaban allí, con su hijo, había en el refugio de Nebolante un número suficientemente amplio de comunistas bien armados, podrían matar a los alemanes y liberar a su hijo…
La viuda, engañada, condujo a los dos falsos ex prisioneros al refugio de Nebolante, uno de los líderes comunistas de la resistencia italiana, relacionado con O’Flaherty, que tenía escondidos a dos oficiales británicos: el teniente Wilson (el que había escrito una carta de queja al Papa) y el capitán «Pip» Gardner.
Estos dos evadidos desconfiaron enseguida de los supuestos comunistas, los cuales, sin embargo, no despertaron sospechas en Nebolante. Iban a decir a su padrone lo que pensaban de ellos, cuando la puerta se abrió de golpe y un escuadrón de las SS irrumpió en la casa y detuvo a todos los que allí estaban. A Nebolante y a los dos oficiales británicos se los llevaron a la prisión de Regina Coeli. En la casa, vigilada por hombres de las SS, sólo quedó el cocinero, un anciano que estaba al tanto de lo que sucedía en Via Firenze y en Via Domenico Cellini y conocía los timbrazos convenidos que utilizaban los evadidos para ser reconocidos.
Ese día, sábado, Simpson y Furman habían decidido desalojar el piso de Via Domenico Cellini y trasladarse allí ellos. Simpson llegó primero y se encontró con que, además de los refugiados de siempre, había otro: ¡un hombre que estaba convencido de que era Adolfo Hitler!… Se trataba de un sargento de aviación norteamericano llamado Eaton, que se había golpeado en la cabeza, cuando su avión se estrelló. Le había llevado al apartamento un sudafricano llamado Burns, que unos días antes había abandonado el piso y no había vuelto. Eaton estaba charlando con el General Staff, vigilado por Bruno Buchner, que estaba al cargo de los refugiados y a quien todo aquello no le hacía ninguna gracia. Simpson, en cuanto se hizo cargo de la situación, telefoneó a un doctor inglés, médico militar, el Capitán Macauley, que llegó enseguida. Simpson, entonces, corrió a entrevistarse con O’Flaherty para ver si podía ingresar a Eaton en un manicomio, ya que a juicio del Dr. Macauley aquel hombre estaba loco de remate. En las escaleras, se encontró con Furman y le explicó lo que ocurría; éste le dijo que esperaría allí hasta saber lo que se podía hacer con el aviador norteamericano. Eaton tenía algunos momentos de lucidez, pero durante la media hora larga que Furman, Buchner y Macauley estuvieron esperando ansiosamente que Simpson regresara, no tuvo ninguno.
De repente, sonó el timbre de la puerta. Abrieron enseguida, creyendo que era Simpson, pero era el viejo cocinero de Nebolante… seguido de dos hombres de las SS. En pocos instantes, media docena más irrumpió en la casa y controló la situación. En total, capturaron siete hombres (cinco militares y dos paisanos) y una mujer: Herta, una austríaca que hacía de ama de llaves.
En el coche celular, que les condujo a Regina Coeli, Furman, con increíble sangre fría, se las arregló para romper en trozos diminutos sus documentos de identidad y un cuaderno de notas con las direcciones y nombres, en clave, de destacados miembros de la organización; luego, disimuladamente, los fue tirando poco a poco por el estrecho ventanuco. No logró desprenderse de unos billetes por importe de 12 000 liras, pero, mientras esperaba que lo interrogasen, acertó a sacar la miga de medio panecillo que guardaba en el bolsillo y a meter los billetes dentro, tapando luego el agujero (Ese dinero estaba destinado a comprar cigarrillos y otros artículos «de lujo» en el mercado negro).
Ya en la cárcel, Furman se enteró de que el cocinero de Nebolante —al que, dada su edad, no se le podía culpar de haber «cantado» tras las torturas de la Gestapo— había descubierto también la existencia del piso de Via Firenze, donde detuvieron a tres sudafricanos.
A Furman le aterraba pensar que los alemanes desarticularan toda la organización y llegaran hasta Derry y Monseñor O’Flaherty. Y es que desconocía por completo qué había sido de Simpson…
Éste había regresado a Via Domenico Cellini cuando los hombres de las SS todavía estaban en el piso, pero sin sospechar que se encontraban allí, así que llamó a la puerta dando los timbrazos convenidos. Por alguna razón desconocida, el timbre no sonó apenas; con todo, un miembro de las SS lo oyó y fue a abrir la puerta. No había hecho más que tirar de la falleba, cuando Simpson, que esperaba en el descansillo de la escalera, vio al portero, quien, desde un piso más abajo, le hacía significativas señas. En ese momento se abrió la puerta y Simpson, sin pensarlo dos veces, se lanzó en plancha por las escaleras, aterrizando en el piso inferior, donde quedó tumbado en el suelo. A través de los barrotes de la barandilla pudo vislumbrar —la escalera estaba casi a oscuras— a un miembro de las SS que miraba a un lado y a otro y luego volvía a entrar en el piso y cerraba la puerta. Esperó unos segundos y luego se deslizó escaleras abajo, saliendo a la calle por la puerta de servicio. Corrió a informar a Derry de lo sucedido, pero éste ya lo sabía: dos paisanos ingleses que se encontraban en el piso bajo cuando llegaron los nazis, fueron a la Legación Suiza y enviaron un mensaje a O’Flaherty. Al salir, la policía les dio el alto y los detuvo, pero el mensaje ya había llegado a su destino.
En cuanto supo lo sucedido, O’Flaherty se sentó a la mesa de su despacho y se pasó varias horas telefoneando a los sacerdotes que colaboraban con él para ponerlos al tanto de todo y rogarles que visitaran los refugios que les correspondían para saber si había sucedido algo y avisar a los evadidos.
A Derry le contrariaba exponer a los sacerdotes a tales peligros, pero O’Flaherty procuró tranquilizarlo:
—No te preocupes, muchacho —le dijo—. Bastante tienes con lo tuyo. Ten en cuenta que casi todos los evadidos están escondidos en casas de familias italianas y no tiene nada de extraño que un sacerdote las visite. Aunque los alemanes las estuvieran vigilando, lo que menos les sorprendería es ver un cura entrando en una casa…
—Pero —protestó Derry—, hemos de partir de la base de que la mayor parte de las casas estarán vigiladas, aunque eso parezca pesimismo. Por eso, si los nazis observan que todas ellas son visitadas en una misma noche por un sacerdote, Kappler no tendrá más que sumar dos y dos para saber que son cuatro… Y que esa suma es suya, Monseñor…
Al final, acordaron que los sacerdotes no entraran en ninguna casa antes de asegurarse de que no estaba vigilada. Los colaboradores de O’Flaherty que disponían de salvoconductos del Vaticano para circular después del toque de queda trabajaron durante toda la noche, yendo de casa en casa. En algunas de ellas estaban de fiesta: parties que solían durar toda la noche, ya que nadie podía circular durante esas horas. Los curas pusieron a todos al tanto de lo sucedido y les aconsejaron que no volvieran a sus refugios sin asegurarse antes de que los hombres de Kappler no estaban acechando.
En cuanto amaneció, más decenas de sacerdotes entraron en acción. Algunos, como el neozelandés Owen Sneddon («Horace») se libraron de ser detenidos gracias a los porteros de los inmuebles: El P. Sneddon tenía que visitar el apartamento de Via Firenze; se acercó lentamente, fingiendo leer el Breviario, y, de pronto, oyó que le chistaban, ya muy cerca de la casa: el portero estaba a la puerta y en su cara se leía todo. En silencio, continuó caminando, hasta que unos metros más allá, el portero se arrimó a él y le explicó lo que él ya había comprendido.
Durante varios días, todos, en la organización, se pusieron en movimiento, trasladando a los evadidos a nuevos escondites, cambiando todo el sistema (de tal forma que cada uno se responsabilizó de al menos media docena de evadidos) y haciendo todo lo que estaba en sus manos para restablecer la situación existente con anterioridad al desastre de los primeros días de Enero.
Al principio, resultó imposible saber qué había sido de los encarcelados en la prisión de Regina Coeli. Derry dirigió a Sir D’Arcy Osborne un informe en el que al final le preguntaba si los suizos no podrían visitar la prisión y tratar de hacer algo por Furman y los demás prisioneros. La respuesta fue un «no» rotundo, entre otras razones por una que a Derry, como militar, se le había escapado: los prisioneros, en su inmensa mayoría, tenían documentación falsa y si ellos no hablaban, los alemanes no tenían por qué conocer su verdadera identidad; por eso, si los suizos iban a visitarles, los alemanes enseguida les preguntarían quiénes eran y por qué sabían que estaban encarcelados; Kappler deduciría inmediatamente que la información procedía de Sir D’Arcy Osborne o de Monseñor O’Flaherty, lo cual irremediablemente comprometería al Vaticano.
Molly Stanley hizo todo lo que pudo, pero, si bien siempre había podido moverse con cierta libertad en la sección reservada a los italianos, no sucedió lo mismo con la sección controlada por los sádicos torturadores de las SS, en la cual los gritos de los prisioneros que eran «interrogados» se podían oír, noche tras noche, desde todas las celdas. Hubo algo, sin embargo, que le permitió a Molly establecer contacto con Buchner y llevar a Monseñor O’Flaherty un mensaje suyo en el que decía que quería verle.
Derry tenía informado a O’Flaherty de todo lo que hacía —con excepción de algunas misiones de espionaje—, pero Monseñor, si bien le hablaba de todo lo relacionado con los evadidos, sobre todo si eran ingleses, no siempre le tenía al tanto de sus movimiento personales. Sabía que Derry se habría enfadado si le hubiese dicho que visitaba con frecuencia la prisión de Regina Coeli para interesarse por la suerte de los prisioneros, así que se abstuvo de hablarle del mensaje de Buchner, el cual, además, podía ser una trampa… Algo en lo que O’Flaherty no reparaba si se trataba de ayudar a quien lo necesitase. Así, pues, fue a la cárcel y visitó a Bruno Buchner en su celda. Éste había sido «interrogado» por Koch, consumado maestro en torturas de refinada crueldad (uno de sus instrumentos de tortura era un ancho cinturón de cuero erizado por dentro de puntiagudas tachuelas, que ceñía al pecho del prisionero —o de la prisionera— y luego iba apretando lentamente…). En el caso de Buchner, le había ido arrancando los dientes, uno a uno, para arrancarle, con ellos, una confesión. Al final de una de esas sesiones «odontológicas», Furman había visto pasar a Buchner camino de su celda, medio arrastrado y medio sostenido por dos guardianes. Bruno trató de insinuar una sonrisa que iluminara su cara ensangrentada y su boca deshecha, pero sólo consiguió hacer una horrible mueca…
Ahora, en una celda subterránea, el comunista Bruno se incorporó en su camastro, miró al sacerdote irlandés y murmuró resueltamente:
—Sólo quería decirle, Monseñor, que no he hablado… y que no hablaré pase lo que pase.
No lo hizo. Días más tarde, los nazis le fusilaron.
* * *
A raíz de estos acontecimientos, Kappler inició una ofensiva contra O’Flaherty en tres frentes distintos. Estaba convencido de que era el alma de la organización, por lo que mantuvo dos entrevistas: una con el Barón von Weizsäcker y la otra con el Príncipe Bismark, el Ministro Plenipotenciario alemán en Italia. Ninguno de los dos era nazi, pero ambos trataron de complacer a Kappler…
O’Flaherty no tardó en sufrir las consecuencias: Un día, el Rector del Colegio Teutónico le mandó llamar y le dijo:
—No quiero, Monseñor, meterme en sus actividades, con las cuales simpatizo, pero no puedo seguir haciendo la vista gorda como hasta ahora… Así que, sintiéndolo mucho, tengo que decirle que ese… «visitante» que tiene usted escondido en su habitación tendrá que irse… ¿Querrá por favor, comunicárselo?…
O’Flaherty sabía cuándo había que darse por vencido, así que fue a ver a Sir D’Arcy Osborne y le contó lo que sucedía.
—Bueno, Monseñor —repuso éste—, la única solución es que el Comandante Derry se esconda aquí, en la Legación. Sé que eso complicará aún más las cosas, aunque también es posible que las facilite… Ahora bien, una vez aquí no podrá abandonar la Legación ni un solo instante…
Derry se trasladó aquella misma tarde, disfrazado de Monseñor por última vez, y se instaló en el Hospicio de Santa Marta, de hecho como virtual prisionero. Una situación que iba a durar cinco meses.
Al cabo de un par de días, O’Flaherty fue convocado con urgencia por la Secretaría de Estado del Vaticano…
Su posición ante las autoridades de la Santa Sede se había ido deteriorando. No sólo porque von Weizsäcker había elevado una protesta, sino también porque algunos clérigos italianos con funciones administrativas en el Vaticano no le tenían ninguna simpatía. Estos siempre habían mirado por encima del hombro a los extranjeros, y más cuando, como en el caso de O’Flaherty, eran respetados y queridos por las altas jerarquías de la Iglesia. Por otra parte, su decidida ayuda a los perseguidos y su postura a favor de la causa de los aliados desagradaban a muchos. Incluso algunos sacerdotes irlandeses, compatriotas suyos, criticaban lo que hacía. Veinte años más tarde, uno de ellos, que residía en Roma en aquella época, escribiría: «Algunos de nosotros pensábamos que no estaba bien. ¿Qué habrían dicho los ingleses si, cambiadas las tornas, los alemanes hubiesen utilizado el Vaticano para sus propósitos?»
Nunca se ha sabido lo que le dijeron en la Secretaría de Estado. Lo único cierto es que, a raíz de aquella convocatoria, se mantuvo quieto… por algún tiempo. Sólo años más tarde, Monseñor O’Flaherty admitiría que «le habían dado un buen palmetazo en los nudillos».
Todavía estaba ponderando cómo resolver el dilema entre su resuelta determinación de seguir ayudando a los perseguidos y su indudable obligación de obedecer las instrucciones de las autoridades del Vaticano, cuando un día en que se hallaba sólo en su habitación, ahora que Derry estaba escondido en la Legación británica, se presentó el portero del Colegio y le entregó un sobre que contenía una invitación a su nombre para una cena de gala en la Embajada de Hungría. O’Flaherty pensó que tal vez se tratara de una trampa sutil, pero no por eso dudó en asistir…
Los invitados eran pocos, pero entre ellos estaban el Príncipe Bismarck y el Barón von Weizsäcker. Terminada la cena, este último se llevó a O’Flaherty a un rincón del recargado salón contiguo al comedor y le dijo:
—Mi querido Monseñor, usted conoce bien mis puntos de vista y mi actitud personal respecto al nazismo. Nadie, en Roma, comprende mejor que yo lo que usted está haciendo, pero ha ido demasiado lejos… Kappler está al acecho en el vestíbulo, y me temo que de muy malas pulgas… Sé que ha llevado a cabo diversos intentos —irregulares, por supuesto— para capturarle. Logré convencerle para que no intentara nada contra usted esta noche, pero si vuelve a abandonar el territorio de la Ciudad del Vaticano, puede estar seguro de que intentará detenerle… Es algo que tiene decidido. ¿Querrá, por favor, reflexionar sobre lo que acabo de decirle?…
O’Flaherty se le quedó mirando fijamente, sonrió, y en un tono alto y resuelto que dominó el murmullo de la conversación en la sala, exclamó:
—Vuestra Excelencia es muy considerado… Ya lo creo que reflexionaré sobre lo que me ha dicho… ¡Cuando llegue el momento!
Aquello le hizo mostrarse mucho más cauteloso en sus movimientos, pero ni las advertencias de von Weizsäcker ni la actitud de las autoridades del Vaticano —que hicieron público un edicto limitando severamente las salidas de los residentes— fueron capaces de detenerle cuando su ayuda era imprescindible. Ahora sólo abandonaba el Vaticano de noche, tomando toda clase de precauciones, pues sabía que con Derry confinado en la Legación británica, era todavía más importante que a él no le capturasen.
Aunque muy pocos, los más activos colaboradores de O’Flaherty en Roma —después de los yugoslavos— y también los más rabiosamente anti-nazis, eran los componentes del movimiento griego de resistencia «Libertad o Muerte». Uno de sus líderes era Evangelo Averoff, que años más tarde, como Ministro de Asuntos Exteriores de Grecia, adoptaría una actitud profundamente antibritánica con motivo del conflicto de Chipre.
A finales del mes de diciembre había visitado a O’Flaherty en compañía de un amigo suyo, Teodoro Meletiu. O’Flaherty se los presentó a Derry, quien se quedó boquiabierto cuando le dijeron que habían localizado, cerca de Arezzo, una partida de evadidos ingleses en la que había tres generales, un vicemariscal del Aire y tres comandantes. Derry sabía que Roma no era el lugar más seguro para esconder tanta estrella, pero, a pesar de todo, entregó a Meletiu 10 000 liras y le dijo que, si podía, los trajera.
Se había olvidado ya del asunto cuando, el 13 de enero, O’Flaherty se presentó en la Legación británica y, sonriendo de oreja a oreja, entregó a Derry una carta firmada por el Teniente General M. D. Gambier-Perry, sin duda el militar de mayor graduación evadido de un campo de prisioneros; Meletiu había conseguido traerlo a Roma, junto con Mrs. Mary Boyd, una dama inglesa que había ayudado a muchos evadidos de Arezzo. El General quería saber si podría ser internado en el Vaticano, con o sin ayuda de Sir D’Arcy… Derry comprendió enseguida que, dadas las circunstancias, era imposible lograrlo, pues los alemanes se enterarían enseguida a través de sus espías en el Vaticano y pondrían las cosas muy difíciles. Así, pues, le preguntó a O’Flaherty si no había algún refugio especialmente protegido donde esconder al General.
—Claro que sí, muchacho —repuso Monseñor enseguida—. Tengo ese refugio. Lo tenía reservado, por decirlo así, para algún «pez gordo»… Haré que el Hermano Bob lo conduzca a él.
El Hermano Bob —«Witebows» en clave—, que ya había facilitado al General y a Mrs. Boyd algún dinero, condujo a Gambier-Perry a casa de la Signora de Rienzo, en Via Roggero Bonghi. La señora, inglesa de origen, y su marido, italiano, disponían de una habitación secreta construida en el cuarto piso, abuhardillado, de su palacete en forma de L.
Habían tabicado la puerta de la habitación, que estaba al final del ala más larga, de tal forma que, desde el interior de la casa, su existencia no se advertía. Sólo se podía acceder a ella por la ventana, saliendo por la del cuarto contiguo y caminando por el alero, a casi 20 metros sobre el suelo del patio… Era un escondite perfecto, y el general, por algún tiempo, estuvo seguro y a salvo, pero luego, la obligada inactividad le puso nervioso, como se traslucía en las cartas que dirigía a Derry y a Monseñor O’Flaherty. Hasta que un día, sin decir nada a Derry —pues hubiese rechazado el proyecto—, mandó a «Whitebows» a buscarlo. En tranvía, fueron hasta la Plaza de San Pedro, donde O’Flaherty, revestido de sus mejores galas, esperaba rodeado de un pequeño grupo de sus aristocráticos amigos. Al verlos llegar, abrazó al general, que tenía un porte sumamente distinguido, con su alta estatura y sus cabellos grises; luego, todos juntos, se pusieron en marcha hacia la puerta de la muralla del Vaticano que hay a la derecha. Al pasar, Monseñor O’Flaherty saludó a los guardias suizos y, con toda naturalidad, señalando al General Gambier-Perry, que no podía mostrar invitación alguna, dijo:
—Es un doctor irlandés amigo mío que también está invitado a la recepción del Santo Padre…
Durante varias horas, el General permaneció confundido con personalidades de la alta sociedad romana y del Cuerpo Diplomático —incluidos Von Wiszacker y el Príncipe Bismarck— en la recepción que S. S. el Papa Pío XII ofrecía con motivo de su cumpleaños. O’Flaherty, audazmente, presentó al «doctor» a los dos diplomáticos alemanes, y el siempre cordial Príncipe Bismarck enseguida le invitó a una próxima recepción en la Embajada. «Trataré de ir», repuso Gambier-Perry sofocando a duras penas su risa al ver la traviesa expresión que reflejaba el rubicundo rostro de Monseñor O’Flaherty y la marfileña rigidez de la cara de Sir D’Arcy Osborne.
A la mañana siguiente, Derry, enterado de lo sucedido, echó a Monseñor un buen rapapolvo, haciéndole ver el riesgo que habían corrido, pero O’Flaherty se salió por la tangente, quitando hierro al asunto.
—Bueno, ten en cuenta que el pobre general necesitaba un soplo de aire puro… Por cierto, es una pena que no haya traído mis palos de golf, porque tú también necesitas un poco de ejercicio… ¡Nada como el golf para olvidar las penas de este pícaro mundo!
Al final, se mostraron de acuerdo en que el General Gambier-Perry no hubiese podido soportar aquel encierro en una habitación tabicada, y le buscaron un nuevo refugio: el Hospital de las Hermanitas de María (las «Blue Nuns» o «Monjas Azules»), situado en San Stefano Rotondo, donde ingresaría como «paciente».
—Allí podrá hacer ejercicio —concluyó O’Flaherty.
El General permaneció escondido en el Hospital hasta la liberación de Roma por los aliados.
* * *
A mediados de enero, la riada de evadidos que inundaba Roma adquirió grandes proporciones. Había de todo: ingleses, norteamericanos, hindúes, sudafricanos… y una oleada de árabes musulmanes que llegaban al Arco delle Camparte para pedir asilo en el santuario de la Cristiandad…
O’Flaherty procuraba ayudar a todos los que podía, pero, a instancias de Derry, dejó que May se entendiera con muchos de ellos. A los árabes, sobre todo (algunos dignos de poca confianza), no se les facilitó refugio, aunque a todos se les asignó una cantidad mensual para que pudieran esconderse en los alrededores de Roma, cosa que muchos hicieron.
Estaban tratando de afrontar todos estos problemas, cuando Derry y O’Flaherty se vieron sorprendidos por un nuevo golpe que a duras penas pudo paliar la heroica Madame Chevalier.