Capítulo VIII. Espías y radioescuchas

O’Flaherty disfrutaba con los éxitos de sus asociados. A la innata fascinación que le producía la batalla de ingenio que estaban librando con los nazis y los fascistas venía a unirse ahora su inconmovible determinación de ayudar a todo aquel que tuviese problemas.

No es de extrañar que los oficiales ingleses que ahora trabajaban con él tratasen de favorecer la causa de los aliados montando una red de espionaje y sabotaje paralela a la organización. Sir D’Arcy Osborne estaba detrás y ayudaba con dinero procedente del Foreing Office, aunque fingía no saber nada de nada.

Para O’Flaherty habría sido sumamente comprometedor que las autoridades del Vaticano hubiesen llegado a abrigar sospechas de que estaba comprometido, aunque fuese indirectamente, en tareas de espionaje a favor de los aliados, como de hecho lo estaba (y lo estaría aún más), pues Derry, Simpson y Furman ya habían establecido contacto con las tropas británicas que luchaban en el sur de Italia.

Al principio, Derry se mostró tan reservado con Tumati como Sir D’Arcy lo había estado con él. ¿Cómo podía estar seguro Monseñor O’Flaherty de que el italiano era un hombre de confianza?… «Porque lo conozco bien», había sido la respuesta de Monseñor. A pesar de todo, Derry quiso probar a Tumati. Le encomendó varias misiones de poca importancia, y, como las realizara a la perfección, decidió confiarle otra de mayor trascendencia: atravesar las líneas del frente de combate, llegar a la ciudad de Barí (ocupada ya por los aliados) y entregar a los servicios de inteligencia británicos una lista con los nombres de los aproximadamente dos mil evadidos que estaban a cargo de la organización. El riesgo era enorme, pues si Tumati caía en manos de los alemanes, lo matarían…

Cuando Derry expuso su proyecto a Monseñor O’Flaherty, en presencia de May, el sacerdote irlandés se quedó pensativo largo rato.

—¿Y no habría manera de disminuir ese riesgo? —preguntó por fin, mirando a May inquisitivamente.

—Creo que podré hacer algo —repuso el mayordomo—. Déjelo en mis manos.

Aquella misma noche, May se reunió con Derry y le entregó una cajita llena de galletas en forma de barquillos.

—He microfilmado las listas… Aquí están —dijo señalando la cajita—. Pero, por favor, dígale a Tumati que no se las coma. ¡Están dentro de los barquillos!

Unas semanas más tarde, mientras escuchaba a través del aparato de radio del despacho de O’Flaherty las noticias que daba la BBC desde Londres, Derry oyó la frase convenida que le hizo saber que Tumati había llegado a su destino y entregado la lista de evadidos a las autoridades; una lista, que, desde entonces, se había visto considerablemente engrosada…

Otro de los agentes en contacto con la organización era Umberto Losena, que suministraba datos a las Reales Fuerzas Aéreas británicas sobre la situación de los evadidos escondidos en las montañas, con objeto de que les hicieran llegar provisiones arrojándolas en paracaídas; gracias a sus informes se logró también que la aviación recogiera a varios cientos de evadidos concentrados cerca de las playas del Adriático. A Losena lo capturaron más tarde los alemanes, quienes lo encerraron en la prisión de Regina Coeli.

Derry logró establecer en Roma cuatro emisoras clandestinas de onda corta, todas ellas portátiles. Los radioescuchas transmitían y recibían casi siempre los mensajes en distintos parques de la ciudad, sentados en un banco frente a una joven con la que fingían conversar apasionadamente, como si fuesen una pareja de enamorados… Como es natural, esas jóvenes también formaban parte de la organización.

Personas que pertenecían al movimiento «Francia Libre» y a los movimientos de resistencia griego y yugoslavo (el realista y el comunista), así como a varias familias romanas antifascistas, empezaron a organizar también acciones de resistencia que, a veces, se relacionaban de alguna manera con la organización. Derry siempre procuró mantener a O’Flaherty al margen de las misiones de espionaje y de sabotaje, lo cual no era fácil, dado el interés que el sacerdote irlandés se tomaba por sus amigos. Aunque decía que no quería saber nada que no le concerniese, no cesaba de hacer sutiles preguntas que terminaban por revelarle muchas cosas. De hecho, sabía muchas más que Sir D’Arcy, que nunca preguntaba nada.

Poco a poco, la división de tareas en la organización fue quedando claramente definida: Derry coordinaba todas las operaciones; O’Flaherty mandaba su pequeño ejército de sacerdotes, frailes y monjas encargado de encontrar nuevos refugios y facilitar provisiones; Furman, Simpson y Joe Pollack dirigían la peligrosa labor de conducir a los evadidos hasta los refugios, distribuir el dinero, obtener ayudas oficiales para «la caja fuerte de galletas» custodiada por el Capitán Byrnes en los jardines del Vaticano y hacer que los suministros llegaran a su destino.

Monseñor O’Flaherty seguía trabajando también por su cuenta, ayudando económica y moralmente a muchas personas, visitando a los enfermos de los hospitales y a los prisioneros de Regina Coeli, yendo y viniendo incansablemente, de día y de noche, por las calles de Roma. Con frecuencia, telefoneaba a Molly Stanley para concertar una cita e ir a visitar juntos, a paso de galope, diversos pisos-refugio, con la pequeña institutriz inglesa haciendo esfuerzos desesperados para no quedarse rezagada.

Había dos poderosas razones para que el sacerdote irlandés la escogiera como compañera en sus desplazamientos: una, que nunca se negaba, y la otra, que facilitaba las cosas… «Cuando los alemanes ven a un hombre con una mujer por las calles de Roma —solía decir, sonriendo—, no suelen sospechar nada. Si va sólo, es fácil que le detengan y le pidan que se identifique».

Al llegar al punto de destino, Molly solía quedarse esperando en un café o en una esquina, desde donde podía ver perfectamente el edificio y comprobar si Monseñor O’Flaherty corría algún peligro. Derry le había dicho que si Monseñor era detenido, se lo comunicase en el acto.

* * *

Los alemanes estaban convencidos de que los ingleses tenían varias emisoras de radio clandestinas repartidas por Roma y casi seguros de que una de ellas transmitía en la zona de la Via dell’Impero, donde vivían los Chevalier (tenían razón, pero no dieron con ella). Un día, Paul Chevalier comunicó a su madre que los alemanes iban a «peinar» la calle esa misma tarde, por lo que, inmediatamente, todos los ocupantes del piso se pusieron en movimiento. Los cuatro oficiales allí refugiados ocultaron colchones y mantas, así como cualquier otro objeto que denunciara su presencia, y abandonaron el piso, seguidos, con dos minutos de intervalo, por Matilde, Mary y Ana María; se encontrarían en una calle apartada próxima y darían un largo paseo… Madame Chevalier, por su parte, con ayuda de Rosie, retiró los platos y cubiertos preparados para la cena y colocó los seis correspondientes a la familia y una vieja sopera desportillada sobre la mesa de la cocina. «Que vean que somos pobres», comentó la señora, sonriendo.

Al filo de las siete de la tarde, llamaron a la puerta. Era Egidio, el portero, que, muy alterado, susurró: «Estarán aquí en unos minutos…».

—Estamos preparados —repuso Madame Chevalier, tranquila.

Luego, volvió a la cocina y se puso a coser, a la espera.

Un ruido ensordecedor anunció la llegada de los nazis: voces, taconazos, golpes en las puertas… Paul entreabrió la del piso para ver donde estaban y un miembro de las SS la cerró de golpe desde fuera, mientras gritaba: «¡Espere a que llamemos!».

Mirando disimuladamente por la ventana de la cocina, Gemma vio dos camiones aparcados en el patio central del bloque de edificios; desde ellos, los soldados apuntaban a las ventanas de los diversos pisos con sus armas. No había escapatoria posible…

La culata de un fusil golpeó la puerta. Abrió Madame Chevalier y varios miembros de las SS irrumpieron en la vivienda; echándola a un lado, uno de ellos avanzó por el pasillo, entró en la cocina y se situó ante la puerta que daba a la terraza. Luego, a un gesto del oficial que los mandaba, otros cuatro iniciaron un minucioso registro del piso.

Cuando el oficial descubrió a Paul, le pidió la documentación con gesto desabrido. Paul, impertérrito, le entregó su pasaporte de la Legación suiza. El oficial lo examinó detenidamente y se lo devolvió con un gruñido. Luego, volviéndose hacia Madame Chevalier, preguntó:

—¿Cuántas personas viven en esta casa?

—Seis, como puede ver —repuso la señora, señalando los platos y cubiertos que había sobre la mesa—. Mis cinco hijas y yo. Mi hijo no vive aquí. Reside en la Legación suiza.

(Gemma comentaría más tarde que estaba convencida de que su madre disfrutó engañando a los alemanes).

Los miembros de las SS fueron entrando uno a uno en la cocina para decirle al oficial que no habían encontrado nada sospechoso y, cuando ya se retiraban, el oficial tomó uno de los discos de gramófono apilados en un rincón del pasillo, sobre una mesita… Gemma se estremeció, porque entre ellos había un disco inglés que un oficial británico le había regalado; no quería pensar lo que sucedería si el oficial lo descubría… Pero no lo descubrió; volvió a dejar el disco donde estaba antes y siguió avanzando por el pasillo. Ordenó a sus hombres que salieran y, ya en la puerta, sonrió a Madame Chevalier y exclamó: «¡Brava!».

—¿Qué habrá querido decir con eso? —preguntó la señora ya en la cocina de nuevo y aplicada a su labor de costura.

—Creo, mamá —repuso Rosie—, que se congratulaba de que hubieses sido capaz de engañarle.

Esperaron cosa de una hora hasta que los alemanes terminaron de «peinar» la Via dell’Impero y luego Gemma fue a buscar a sus hermanas y a los militares, que esperaban en un lugar convenido. Las chicas regresaron juntas al piso, pero los evadidos lo hicieron a cortos intervalos, para que nadie viera entrar en la casa a varios hombres juntos. Gemma volvió la última, para asegurarse de que nadie los había seguido, y a eso de las nueve de la noche estaban todos cenando en el salón-comedor, en una mesa como es debido.

No habían terminado de cenar cuando volvieron a llamar a la puerta, esta vez con los nudillos. Todos, menos la imperturbable «Mrs. M», palidecieron. Felizmente, todavía no habían desplegado los colchones, pues acababan de decidir que, en el futuro, no prepararían nada hasta el momento mismo de irse a dormir. Con todo, si eran los alemanes no había forma de abandonar el piso.

—Sólo han sido unos golpes suaves —dijo Rosie, levantándose—, y no es ese el estilo de los nazis. Yo abriré, mamá.

Regresó enseguida, sonriente.

—Era Milko —explicó—. Quería asegurarse de que estábamos todos a salvo.

—¿Milko? —preguntó uno de los evadidos—… Suena a vaca[8]. ¿Quién es y por qué sabe que estamos aquí?

Y es que Derry había imbuido en los refugiados dos principios fundamentales: uno, no comprometer jamás a la familia, y otro, evitar cualquier indiscreción.

—No hay de qué preocuparse —repuso Madame Chevalier—. Milko es un estudiante de Medicina que tiene alquilado un piso al otro lado de la escalera. Me alegro de que él también esté a salvo, porque si los alemanes llegan a identificarle, no lo cuenta…

Milko Skofic, yugoslavo, estaba estudiando Medicina en la Universidad de Roma cuando los alemanes ocuparon la ciudad. Le habían detenido, lo mismo que a Joe Chevalier, y le habían enviado a un campo de concentración en Servia, pero los partisani del General Mihailovitch habían atacado el campo y liberado a los prisioneros. Milko logró llegar a Liubliana, donde se reunió con dos hermanos suyos que le prepararon un pasaporte falso, con el cual regresó a Roma. Un tío suyo, Arzobispo de Trieste hasta que Mussolini lo depuso, le facilitó documentación de apátrida, lo cual le permitió seguir estudiando. Tenía 25 años y sus conocimientos médicos resultaban muy útiles para la organización de O’Flaherty. Ni siquiera las hijas de Madame Chevalier sabían adonde iba su madre en ciertas ocasiones en que acompañaba al «Doctor Milko» para visitar a un evadido enfermo o herido que estaba inmovilizado y, en consecuencia, a merced de cualquier «raid» de los nazis. Aquel invierno estaba siendo muy duro y algunos evadidos, subalimentados y desnutridos, eran presa fácil de toda clase de enfermedades infecciosas. Madame Chevalier había seguido unos cursos de enfermera en un hospital maltés durante la Primera Guerra Mundial y tenía alguna práctica. Recogía al «Dr. Milko» en su piso mediante una señal convenida y ambos se dirigían al lugar en que se encontraba el evadido enfermo o herido. No le decía su nombre, ni el de la calle en que estaba escondido, pues lo que un hombre no sabe no lo puede revelar si es sometido a tortura… En cuanto a ella, estaba bien segura de sí misma.

Nunca salían a la calle juntos. Ella bajaba en el ascensor y él por las escaleras. Luego tomaban el «Circolare Rossa», un tranvía que recorría los suburbios de Roma, y se sentaban en asientos, separados, pero a la vista. A veces, cuando ella presentía algún peligro, hacían el recorrido circular varias veces antes de apearse, para asegurarse de que nadie les seguía.

Aquel invierno, Milko tuvo que visitar también el piso de Madame Chevalier para visitar a dos pacientes, Rónald Wenn y Pat Flynn, hechos prisioneros en Tobruk y evadidos de un campo de Bari. Un día, ya convalecientes gracias a los cuidados del «Dr. Milko», salieron a pasear con dos de las hijas de Madame Chevalier y, de repente, vieron que un sacerdote rechoncho, de corta estatura, al cruzarse con ellos les saludaba con un expresivo Buon Giorno!

—¿Quién es? —preguntó una de las chicas.

—No estoy seguro —repuso Wenn—, pero juraría que era Geordie, un muchacho de Glasgow al que los alemanes capturaron en Tobruk, como a nosotros…

(Lo era, en efecto. Wenn y Flynn volverían a encontrarlo más tarde, en el Cuartel General de la Gestapo…).

Cuando los alemanes registraron por segunda vez el bloque de apartamentos en que vivía Madame Chevalier, había cinco militares ingleses en el piso, incluidos Wenn y Flynn. Esta vez fue Elvira, la mujer del portero, quien dio la voz de alarma. Milko acababa de pulsar el botón del ascensor y estaba esperando que llegara al piso para bajar en él y dirigirse a la Universidad, pero cuando se abrieron las puertas se dio de manos a boca con Elvira, que, muy agitada, exclamó: «¡Vienen! ¡Vienen! ¡Ya están aquí!», y corrió a avisar a los Chevalier.

Milko se olvidó del ascensor y bajó las escaleras al galope. En el patio central no había camiones con soldados armados, así que se escondió como pudo en un rincón y vio cómo una patrulla de las SS irrumpía en el patio y enfilaba las escaleras de su bloque. Aguardó unos instantes y luego salió a la calle y se alejó corriendo.

En el piso de los Chevalier, los evadidos no tuvieron tiempo de escapar. Salieron a la terraza de la cocina y se colgaron de los barrotes de la barandilla, por fuera, rogando a Dios que los alemanes no ocuparan el patio, mirasen hacia arriba y los descubrieran. Pero no los descubrieron, ni entraron en el piso. ¡Era el de Milko el que venían a registrar! Lo pusieron todo patas arriba, pero no encontraron nada y se fueron sin acordarse de los Chevalier…

Aquella misma tarde, Monseñor O’Flaherty se presentó en la casa con aire preocupado, y, para lo que era habitual en él, muy serio. Los evadidos habían salido a dar un paseo con Rosie, Ana María y Matilde, dejando a Gemma y Mary con su madre. Enterado de lo ocurrido, quería saber si Madame Chevalier estaba dispuesta a continuar corriendo tantos riesgos. Le dijo que las cosas se estaban poniendo cada vez más serias (algo que ella ya había empezado a comprobar) y que se estaba jugando la vida, pero ella se negó a prescindir de sus «muchachos». O’Flaherty insistió, pero terminó dándose por vencido (algo que solía suceder a quienes trataban de convencer a «Mrs. M.»). Entonces, se volvió hacia Gemma y Mary, y, hurgando en un bolsillo de su sotana, extrajo dos entradas para la Opera.

—¿Habéis visto alguna vez «El Barbero de Sevilla»? —les preguntó.

—No —repuso Gemma—, la Opera es demasiado cara para nosotras…

—Bueno, pues si queréis, podréis ir esta noche. Estas dos entradas eran para dos oficiales ingleses (se trataba de Simpson y Furman) a los que les encanta la Opera, pero los alemanes se han enterado de que es uno de los espectáculos preferidos por algunos evadidos y planean hacer un «raid» esta noche y cazar a todos los que puedan… Si no vais, se perderán dos entradas estupendas y vosotras la ocasión de reíros de los alemanes en sus propias barbas.

Los evadidos, en efecto, frecuentaban bastante la Opera. En una ocasión, Milko sacó seis entradas y se llevó a cinco de ellos consigo. Estuvieron sentados en medio de un grupo de oficiales de las SS, y como ninguno de los evadidos hablaba italiano ni alemán, no despegaron los labios, excepto Milko. No pasó nada y regresaron a sus refugios tan campantes.

Los tenientes Simpson y Furman, que, como hemos dicho, vivían con Renzo y Adrienne Lucidi, iban mucho a la Opera. Los Lucidi disponían de un palco de abono y, en cierta ocasión, vivieron una aventura inesperada. Acababan de ocupar su palco cuando, en el de al lado, vieron aparecer a un general alemán cargado de medallas, acompañado por media docena de ayudantes. Cantaba la soprano María Caniglia y, en el primer entreacto, Renzo y los dos oficiales ingleses comentaron, divertidos, que el general en cuestión no había cesado de lanzar miradas furtivas a la rutilante Adrienne. Cuando volvió a alzarse el telón, Renzo susurró al oído de su esposa:

—Parece muy interesado por ti… ¿Por qué no le pides un autógrafo?

Una maliciosa sonrisa iluminó el rostro de Adrienne, quien pronto comprobó que el general no cesaba de mirarla. Así pues, en cuanto se encendieron las luces en el segundo entreacto, se inclinó sobre la barandilla que separaba los dos palcos y puso un programa bajo las narices del oficial alemán que estaba más cerca de ella.

—¿Cree usted que el general querría tener la gentileza de firmarme un autógrafo? —preguntó con voz lo suficientemente alta para que el general la oyera.

El oficial inició un gesto de áspera negativa, pero el general se irguió en su asiento y, mirando fijamente a Adrienne, dijo:

—No faltaría más, señora… Será un honor para mí.

Y tomando el programa en sus manos, estampó su firma en la primera página y se lo devolvió con una delicuescente sonrisa.

Adrienne le dio gentilmente las gracias, procurando ahogar un ataque de risa, y el general y sus ayudantes abandonaron el palco, probablemente en dirección al bar.

Al ver el nombre escrito en el programa, Simpson no pudo evitar una exclamación de asombro.

—¡Dios santo! ¡Tenemos la firma del nuevo Gobernador Militar de Roma! ¡Esto puede ser utilísimo!

Durante las primeras semanas de la ocupación nazi había ejercido ese cargo el General Stahel, austríaco y católico, pero, presumiblemente por consejo de Kappler, que lo consideraba demasiado «blando», Hitler lo había depuesto, nombrando en su lugar al General Maeltzer, que tenía debilidad por las mujeres guapas.

Simpson, a duras penas, pudo esperar al día siguiente para mostrar a Derry la preciosa firma. Al terminar la guerra, se rumoreó que fue esa firma la que la organización había utilizado para falsificar centenares de salvoconductos, pero no consta. Lo único cierto es que Derry puso el programa a buen recaudo por si en algunas ocasión se hacía preciso utilizar la firma, ya que, de momento, bastaba con los que Monseñor O’Flaherty, con ayuda de May y de la Princesa Pallavicini, expedía a través de la imprenta del Vaticano.

Derry, Simpson y Furman, por ejemplo, disponían de salvoconductos auténticos, no falsificados, firmados por el Ministro Plenipotenciario alemán ante la Santa Sede, el Barón von Weizsäcker, el cual expedía salvoconductos para el personal que trabajaba en el Vaticano y tenía que desplazarse a Roma después del toque de queda, que empezaba a las siete de la tarde. Un día, en el momento en que el Secretario de Asuntos Internos del Vaticano tenía preparados un montón de salvoconductos para que Weiszacker los firmara, hizo acto de presencia el ubicuo May, que intercambió unas palabras con el Secretario. Volvió a hacer acto de presencia por la tarde y luego, después de servir la cena a Sir D’Arcy Osborne, corrió al despacho de Monseñor O’Flaherty, en el Colegio Teutónico, y entregó a Derry tres salvoconductos firmados…

El nuevo Gobernador Militar de Roma, General Maeltzer, no tardó en endurecer la política nazi. Puso más hombres a disposición de Kappler y ayudó a los fascistas italianos a formar su propia rama de la Gestapo, poniendo al mando de la misma a un austríaco llamado Ludwig Koch, hombre cruel y despiadado. Como italianos que eran, los miembros de esa Gestapo neofascista se movían por la ciudad y sus alrededores con más soltura que los alemanes, descubriendo fácilmente muchos refugios con ayuda de una red de «soplones» que pensaba que el avance de las tropas aliadas se había paralizado y que la ocupación alemana se prolongaría, por lo que, dada la dureza del invierno, preferían colaborar con los fascistas y los nazis a morirse de frío o de hambre.

Con este nuevo potencial humano, los alemanes pudieron desarrollar ampliamente su propio sistema de espionaje, colocando hombres de confianza en puntos estratégicos. Uno de ellos —un fascista al servicio de la Gestapo— se situó en la Via dell’Impero, frente a un estanco, para vigilar día y noche los movimientos de los vecinos. El estanco, regentado por una norteamericana de edad madura, era muy frecuentado por los Chevalier… hasta que Gemma descubrió lo que estaba pasando.

De ordinario, los evadidos eran provistos de cigarrillos —cuando los había— por los sacerdotes, entre ellos O’Flaherty, o por Simpson y Furman cuando visitaban a los refugiados. Aquella tarde, sin embargo, a Gemma se le ocurrió pasarse por el estanco para ver si la estanquera tenía algo. Ésta, que no estaba segura de lo que hacían los Chevalier, aunque lo sospechaba, le entregó a Gemma, de tapadillo, un cartón entero de cigarrillos americanos; la joven iba a echar mano al bolsillo para pagarla cuando un expresivo gesto de la estanquera le hizo comprender que algo raro pasaba. Gemma, entonces, metió el cartón bajo su abrigo y abandonó el estanco, pero nada más salir observó que un individuo, desde la acera de enfrente, no cesaba de mirarla. Entonces, en lugar de dirigirse hacia su casa, empezó a caminar en dirección contraria. El individuo hizo lo mismo; podía sentir su mirada clavada en su espalda, así que aceleró el paso y se introdujo por una estrecha bocacalle, apretando contra su pecho el cartón de tabaco. Desembocó en otra calle importante, con el individuo cada vez más cerca, y la cruzó en el momento en que pasaba un tranvía… Los transeúntes que lo vieron, gritaron despavoridos, el individuo en cuestión se tapó la cara con las manos y el tranvía frenó con un siniestro chirrido. Cuando el espía de la Gestapo volvió a mirar al frente, sólo vio el tranvía, que continuaba su camino, y la calle regada de cigarrillos: Gemma había desaparecido…

Cuando llegó a su casa, sólo contó a su madre lo sucedido, por lo que, durante algún tiempo, el resto de los Chevalier y los refugiados pudieron continuar viviendo tranquilos, ajenos al peligro…