Capítulo VII. Los ingleses empiezan a colaborar

Aquella noche, dos individuos ataviados de la misma manera abandonaban el Santo Oficio y se dirigían hacia la Columnata. Ambos llevaban sombrero de teja redondo, sotana ribeteada de rojo, banda escarlata ciñendo la cintura y zapatos negros con hebillas de plata; es decir, el atuendo típico de dos monseñores. O’Flaherty había logrado un doble perfecto de sí mismo: otro «Pimpinela Escarlata», no sólo en sentido figurado, sino literal.

—Tenga cuidado ahora —susurró O’Flaherty—. Camine despacio, sin ningún aire marcial… Baje la cabeza y rece lo que sepa… Si no sabe rezar, mueva al menos los labios.

Derry rezó —¡ya lo creo que rezó!— como nunca había rezado. Con aire majestuoso, los dos «monseñores» rebasaron la guardia suiza, cruzaron la Plaza del Circo Neroniano, pasaron junto a dos gendarmes italianos, que no llamaron su atención, y alcanzaron el Hospicio de Santa Marta.

Miles de personas de diferentes nacionalidades deben la vida a lo que se decidió en la cena de aquella noche, presidida por un Ministro Plenipotenciario exquisitamente cortés que hacía de anfitrión en una mesa circular adornada con espléndida cubertería de plata y rutilante cristalería. Un impecable mayordomo —a quien facilitaba los platos un criado vestido de librea— servía al Ministro y a los dos «monseñores» sin perderse una sola palabra de las que éstos hablaban.

Derry, que no había disfrutado de una buena comida desde hacía un año, devoró el solomillo con guarnición, las uvas y el queso, mientras Osborne y O’Flaherty charlaban animadamente. Luego, cuando les sirvieron el café en un saloncito contiguo, el Ministro le contó a Derry lo que había sucedido últimamente en los dos frentes, militar y político, y le explicó que Roma estaba ahora totalmente ocupada por los alemanes y que algunos fascistas italianos todavía seguían ayudando al gobierno militar establecido por los ocupantes. Juntando cabos sueltos, Derry obtuvo una vaga idea de la organización que había ido surgiendo alrededor de O’Flaherty. Charlaron hasta bien entrada la noche; luego, el sacerdote irlandés se retiró, no sin antes prometer que vendría a recoger a Derry al día siguiente.

Una vez que se hubo ido, Sir D’Arcy contó a Derry algunas de las increíbles aventuras protagonizadas por O’Flaherty, para terminar diciendo:

—Hemos llegado a un punto en que necesitamos a alguien que coordine toda la labor, y Monseñor O’Flaherty ha pensado que usted podría ser el hombre… ¿No le parece?

Derry aceptó en el acto, pero dijo que antes quería visitar de nuevo a su grupo de refugiados y hacer algo por ellos, para evitar que creyeran que les había abandonado. El Ministro prometió ayudarle, y enseguida apareció May, tan campante, para conducir a Derry a la habitación que le había preparado.

A la mañana siguiente, Derry se despertó cuando May entró en la habitación con una bandeja que contenía un excelente desayuno, y mientras el oficial inglés daba buena cuenta de él, el mayordomo desplegó sobre el lecho varias prendas del vestuario de Sir D’Arcy que ofreció a Derry: camisa, calcetines, un elegante traje azul, un «pullover»… ¡y un par de zapatos comprados en una elegante tienda de Berlín!

A media tarde volvió O’Flaherty, y Derry tuvo que ponerse de nuevo las ropas clericales para regresar al Colegio Teutónico, paseo que, a la luz del día, se le antojó todavía más arriesgado, con los paracaidistas alemanes y los hombres de las SS apostados entre los dos brazos de la Columnata.

Derry pasó aquella noche —la primera de una larga serie— en el sofá del despacho de O’Flaherty, quien le despertó al alba para presentarle al tímido y sonriente Padre Borg, el sacerdote maltés que había introducido a los Chevalier en la organización.

El Padre Borg condujo a Derry —después de que éste volviera a vestirse los harapos con que había llegado— a casa de Perfetti, quien le acompañó hasta el mercado. Pietro Fabri estaba esperando, esta vez con otra de sus hijas. Cuando le dijo a Derry que subiese al carro y se sentase a su lado, el inglés se preguntó lo que sucedería cuando tuviesen que pasar un control alemán, pues el carro estaba vacío, ya que habían dejado todas las verduras en el mercado.

Les dieron el alto, en efecto, y Derry, aterrado, vio cómo los soldados echaban un vistazo rutinario al carro vacío y les ordenaban seguir avanzando (como supo luego, los alemanes registraban minuciosamente todos los vehículos que entraban en Roma, pero casi nunca se interesaban por los que salían; de ahí la indiferencia de Fabri).

A mitad de camino, el campesino se empeñó en detenerse en una bodega. Después de la primera ronda, Derry quiso pagar y lo pasó muy mal al intentar extraer un billete, sin sacar la mano del bolsillo, del fajo —50 000 liras— que D’Arcy le había dado; lo logró, pero como era un billete de mil liras, causó sensación… Fabri resolvió el problema invitando a los presentes y comprando varias garrafas, por lo que todos quedaron contentos. El campesino no paró de hablar y de cantar hasta llegar a su casa…

Derry entregó una parte del dinero a sus camaradas evadidos, les dio algunas instrucciones y les ordenó que no trataran de llegar a Roma. Les dijo también que no durmieran nunca en las granjas de los campesinos, pues si los capturaban los alemanes, matarían a sus propietarios. Luego les prometió seguir en contacto con ellos y regresó a la Ciudad Eterna bajo un montón de repollos.

Aquella misma tarde, vestido con las elegantes prendas que le había prestado Sir D’Arcy, fue a visitar a éste. Derry esperaba que el Ministro le explicara con detalle en qué iba a consistir su tarea, pero Osborne no parecía tener ninguna prisa; gentil y educadamente, se limitó a hacerle infinidad de preguntas sobre su ciudad natal, su juventud, sus estudios, la mejor manera de llegar a Londres desde Newark, etc., etc., por lo que Derry terminó por darse cuenta de que estaba siendo sometido a un interrogatorio por un hombre bastante más desconfiado que Monseñor O’Flaherty.

Sir D’Arcy, en efecto, había empezado a pedir informes sobre Derry en cuanto supo de él: al Foreign Office, a Scotland Yard, a la Policía de Newark… La información más completa procedía precisamente del inspector de policía que había ido a visitar al padre de Derry para decirle que su hijo vivía…

El Ministro siguió interrogando a Derry durante un buen rato, hasta que, satisfecho, sonrió y dijo: —Bien, es más que suficiente.

Todo cambió a partir de ese momento: explicó al oficial inglés todo lo referente a la incipiente organización y le dijo que, dada su representación diplomática, no podía implicarse directamente, pero que vería la forma de obtener algún dinero. Le sugirió también que se pusiera en contacto con algunos de los oficiales británicos que estaban internados en el Vaticano, pues los documentos y papeles que la organización tuviese que manejar estarían más seguros allí que en cualquier otra parte. Eran ya alrededor de un millar los evadidos que estaban en contacto con O’Flaherty, pero de muchos de ellos se ignoraba todo —incluso sus nombres—, por lo que su primera tarea consistiría en obtener una ficha de todos e informar a sus familias de que vivían.

La organización británica de ayuda a los evadidos que nació así empezó a actuar, codo a codo con las actividades de O’Flaherty, el 1.° de noviembre de 1943. Los primeros días, Derry se dedicó a trazar las líneas generales de la organización, a establecer contacto con otros oficiales ingleses refugiados en el Vaticano y a hablar con O’Flaherty para ponerse al tanto de todo. Uno y otro disponían de tiempo abundante, pues los alemanes habían adelantado el toque de queda y tenían que pasar largas horas recluidos.

Un día, O’Flaherty le dijo a Derry que sabía que no era católico y que, si no quería, no abordaría temas religiosos, aunque estaba deseando hacerlo… El oficial inglés le dijo que no tenía inconveniente, y, a partir de entonces, pasaron muchas horas hablando y discutiendo de religión. Derry reconocería más tarde que Monseñor O’Flaherty era un brillante polemista y que tenía respuestas para todo.

Aunque Derry usaba ropas de Monseñor para trasladarse del Colegio Teutónico al Hospicio de Santa Marta y los alemanes que residían en el Colegio le vieron muchas veces vestido de esa guisa, nadie le denunció nunca, ni hizo el menor comentario al respecto. Y lo mismo sucedió luego, cuando tanto Derry como sus camaradas e infinidad de evadidos empezaron a salir de sus refugios y a frecuentar hoteles, bares y restaurantes: ni un solo camarero, recepcionista o empleado italiano los delataron; al contrario, eran los primeros en informarles de los movimientos de las SS, de la Gestapo y de los fascistas italianos.

Derry no tardó en sentir un gran cariño hacia O’Flaherty y una profunda admiración hacia May, quien no sólo manejaba como nadie a los guardias suizos, sino que utilizaba la valija diplomática —a espaldas de Sir D’Arcy— para hacer llegar al Foreign Office, en Londres, valiosos informes.

Cuando Derry se enteró de que Colin Lesslie estaba escondido en el Colegio Americano, le pidió a May que fuese a verle y le preguntase si necesitaba algo. Sí, lo necesitaba: sabía que a su mujer, Eileen, le habían comunicado, a raíz de su captura por los alemanes, que su marido había muerto en combate; luego le habían informado que no era así, que se encontraba en un campo de prisioneros, pero, después de su fuga, habían vuelto a decirle que los alemanes le habían matado. ¿No sería posible hacerle saber que estaba vivo y a salvo?…

May sonrió con su singular simpatía:

—Nada más fácil, señor —dijo, echando mano al bolsillo y extrayendo un billete de cinco libras que entregó al sorprendido Lesslie—. Ahora —añadió— extienda un pagaré a mi nombre por valor de cinco libras, con cargo a su Banco de Londres. Yo lo sellaré con el sello de la Legación y procuraré hacerlo llegar a su destino. Ya verá como su esposa tiene noticias suyas…

Desconcertado, Lesslie hizo lo que May le decía y se olvidó del asunto. Terminada la guerra, el oficial irlandés supo que el mayordomo había enviado el pagaré a su propio Banco, en Londres, a través de la valija diplomática del Ministerio; que Eileen, su mujer, había recibido un aviso del apoderado del suyo y que, personada en el Banco, le mostraron el pagaré firmado por Lesslie. Inmediatamente reconoció la firma y, profundamente conmovida, comprendió que vivía… Luego, el apoderado del Banco, confidencialmente, le había dicho que imaginaba cómo el pagaré había llegado a Londres y que todo parecía indicar que su marido se encontraba a salvo, refugiado en el Vaticano o en la Legación Británica ante la Santa Sede.

No fue el único caso. Otros muchos oficiales británicos utilizaron los servicios de May para ponerse en contacto con sus familias por el mismo procedimiento.

Además de la Junta tripartita (ahora cuatripartita, con la incorporación de Derry), otros oficiales británicos internados en el Vaticano empezaron a llevar los aspectos administrativos y burocráticos de la organización en un despacho que puso a su disposición un ex-secretario de la Legación inglesa, Hugh Montgomery, recientemente ordenado sacerdote; se trataba del capitán Henry Judson Byrnes, de un oficial canadiense y del subteniente Roy Charlton Elliot, de submarinos. Todas las noches, estos hombres reunían aquellos papeles que podían ser comprometedores y los introducían en una caja de galletas que enterraban en los jardines del Vaticano. Los que ya no eran necesarios, los quemaban…

Derry no tardó en conocer una serie de personajes muy curiosos, como Umberto Losena, ex-comandante del Cuerpo italiano de paracaidistas al servicio del espionaje británico, un hombre capaz de recorrer el país de punta a punta para recabar información; Jean de Blesson y Francis de Vial, primero y segundo secretarios de la Embajada francesa (cuyo embajador era un hombre del Gobierno de Vichy y estaba a partir un piñón con los alemanes), los cuales trabajaban para el movimiento de la Francia libre del General De Gaulle… (Derry se quedó asombrado cuando Monseñor O’Flaherty se los presentó, pues el sacerdote no le explicó, al principio, que no eran «colaboracionistas»).

O’Flaherty presentó a Derry todas estas personas en el pequeño despacho de la planta baja del Santo Oficio donde trabajaba habitualmente. Luego, facilitó al oficial inglés un documento de identidad auténtico en el que se puso una fotografía suya —que hizo May—, expedido por el Vaticano a nombre de «Patrick Derry, natural de Dublín, escritor, al servicio de la Biblioteca Apostólica Vaticana». A partir de entonces, O’Flaherty y todos los demás dejaron de llamar a Derry «Sam» y empezaron a llamarle «Patrick» o «Pat».

El 8 de diciembre, «Patrick» se llevó un susto tremendo. Estaba ya acostumbrado a que O’Flaherty trajera al Colegio Teutónico extraños personajes, de los que nadie sabía nada, aunque casi siempre solían ser gentes en busca de ayuda o que querían servir a la organización. Por eso, cuando ese día le telefoneó para decirle que bajara a la sala de visitas, pues quería presentarle a alguien, Derry se dispuso a encontrarse con otro personaje atípico. Lo que no podía imaginar era que ese personaje fuese Joe Pollack, el hombre que, a su juicio, había traicionado a sus compañeros en el campo de prisioneros de Chieti… Así, pues, su sobresalto fue enorme, ya que si lo que sospechaba era cierto, ese hombre podía acabar con toda la organización y perderlos a todos…

Al principio, Derry trató de disimular, procurando sonsacar a Pollack, pero sólo se tranquilizó cuando éste le dijo que había logrado llegar a Roma con otros seis oficiales, y los nombró. Porque dos de ellos eran los tenientes Bill Simpson y John Furman, de la Real Artillería, los cuales eran amigos suyos y habían estado con él mismo en Chieti. Derry, entonces, le dijo a Pollack que trajera a uno de ellos al día siguiente… El extraño checo-chipriota así lo hizo, pero a su manera: trajo a Furman… ¡en una carrozza[7]!, para que el evadido pudiese contemplar a sus anchas los principales monumentos de Roma…

Ya en el Colegio Teutónico, Derry tomó a Furman aparte y le comunicó sus sospechas, pero el teniente no le dejó terminar: «Creo que Pollack es uno de los tipos más valientes que he conocido», exclamó. Y le explicó que, en más de una ocasión, había salvado la vida de los seis evadidos y de dos jóvenes italianas, Irida y María. Entonces Derry se acerco al chipriota y le pidió disculpas por su recelosa actitud.

Furman y Simpson, que iban a convertirse en los dos principales ayudantes de Derry, fueron a vivir en un escondite que les facilitó De Vial, el secretario de la Embajada francesa, no sin antes vestirse con ropas facilitadas por unos monjes capuchinos. A Irida y a María les enviaron a Sulmona con dinero y suministros para los prisioneros de guerra que aún permanecían allí. En cuanto a los demás evadidos, les facilitaron refugio en el Colegio Americano.

A partir de entonces, acompañado unas veces por los Padres Sneddon, Claffey, Treacy y Borg o por el Hermano Pace, de la Orden de La Salle, y otras por el mismo O’Flaherty, Derry fue visitando los diferentes refugios (pisos, apartamentos, hoteles, almacenes, monasterios, etc.) en que el sacerdote irlandés iba colocando a sus protegidos. Simpson y Furman fueron a vivir con Renzo y Adrienne Lucidi, un matrimonio que había colaborado con O’Flaherty desde el principio. Renzo, italo-danés, era director cinematográfico y Adrienne una francesa rabiosamente antifascista, por lo que su casa era centro de reunión de muchos romanos enemigos del fascismo.

Poco a poco, Derry se fue haciendo una idea de la organización y de las personas implicadas en ella, dando a cada una un nombre en clave para identificarlos, algo en lo que el bueno de O’Flaherty nunca había pensado. He aquí algunos de esos nombres:

«Mount»

Sir D’Arcy Osborne

«Till»

Hugh Montgomery

«Golf»

Monseñor O’Flaherty

«Eyerish»

Padre Claffey

«Uncle Tom»

Padre Lennan

«Dutchpa»

Padre Musters

«Whitebows»

Hermano Robert Pace

«Grobb»

Padre Borg

«Sek»

Secundo Constantini

«Spike»

Padre John Buckley

«Emma»

Conde Sarsfield Salazar

«Rinso»

Renzo Lucidi

«Fanny»

Padre Flanagan

«Mrs. M.»

Madame Chevalier

«Sailor»

Padre Galea

«Edmund»

Padre Madden

El papel de los sacerdotes, que eran quienes suministraban provisiones a los evadidos, resultaba vital. Con el dinero que O’Flaherty recibía de sus amigos, como el Príncipe Filippo, y con el que ahora ponía a su disposición Sir D’Arcy Osborne y el Servicio de Inteligencia británico, resultaba más fácil comprar alimentos en el mercado negro (misión de May). El Conde Salazar, por su parte, puso en marcha una flota de carros que regularmente venían a Roma, por la noche, llenos de legumbres, pero no para los mercados, sino para los refugiados.

Más difícil era hacer llegar las provisiones a los evadidos, ocultos en una serie de escondites dispersos por toda la ciudad, misión a cargo de los sacerdotes. Lo normal era que, cada día, uno de ellos alquilase por turno una carrozza que, llena de provisiones, iba recorriendo los diferentes refugios para entregar el correspondiente «suministro». El Padre Galea, por ejemplo, llegó a visitar veinticuatro refugios en un solo día.

Poco a poco, introducidos por May, la mayor parte de los padrone que tenían evadidos a su cargo establecieron contacto directo con personas de confianza en el mercado negro, por lo que fue posible ir sustituyendo el envío de suministros por el de dinero, lo cual resultaba más fácil… hasta cierto punto; porque el dinero siempre era poco, ya que el número de evadidos aumentaba constantemente. En las primeras seis semanas de existencia «oficial» de la organización, Derry distribuyó 69 000 liras, pero en las cuatro siguientes la suma alcanzó el millón. Sir D’Arcy entregaba periódicamente unas 1000 libras y O’Flaherty continuaba obteniendo dinero de sus amigos, pero no era suficiente. También ayudaba el Encargado de Negocios de los Estados Unidos, Harold Tittman, aunque lo hacía a regañadientes; además, el número de evadidos norteamericanos también iba en aumento y el dinero que Mr. Tittman entregaba era más bien escaso. Por otra parte, los diplomáticos norteamericanos querían utilizar la organización para hacer llegar información confidencial a las tropas que luchaban en el frente, al sur de Italia, algo que era sumamente peligroso. Los ingleses no descartaban esa posibilidad, pero querían que se hiciese con las máximas garantías de seguridad para no poner en peligro la neutralidad del Vaticano y no comprometer a O’Flaherty y al mismo Sir D’Arcy.

Las relaciones con los norteamericanos siempre fueron frías y tirantes. La mayor parte de los refugiados yanquis eran aviadores que habían sido hechos prisioneros, tras lanzarse en paracaídas, al ser derribados los bombarderos que pilotaban, y su máximo empeño consistía en alcanzar las líneas aliadas. Ahora bien, los oficiales británicos que estaban al frente de la organización pensaban que lo fundamental era evitar que los alemanes volvieran a capturar a los evadidos, pues eso significaría para ellos la deportación a Alemania o tal vez la muerte. Ni que decir tiene que también deseaban que los refugiados se reincorporaran a sus unidades, pero sin correr innecesarios riesgos. De hecho, todas las organizaciones inglesas de ayuda a los evadidos —en Italia, en Francia, en España, en los Países Bajos e incluso en Irlanda— habían recibido órdenes en ese sentido. Lo que ocurría era que si un evadido norteamericano lograba reincorporarse a su unidad, pero habían transcurrido más de veintiocho días desde su evasión, era enviado a los Estados Unidos con un permiso de seis meses, por lo que, tan pronto como había transcurrido ese plazo, llevaban muy mal su encierro. La mayoría de ellos protestaban por las incomodidades que tenían que soportar y por la rígida disciplina impuesta por Derry. «Se han creído —comentaba éste— que están en hoteles de cinco estrellas…». Además, en cuanto transcurrían esos veintiocho días, no pensaban más que en alcanzar las líneas aliadas para disfrutar de los seis meses de permiso. Algunos aviadores a quienes se les facilitó la posibilidad de reincorporarse a sus unidades, con garantía de éxito, abandonaron su refugio, pero no alcanzaron las líneas aliadas hasta transcurridos los veintiocho días…

Operando con Londres a través de Suiza, mediante una serie de estratagemas financieras no desveladas todavía, y cambiando moneda en el mercado negro, la organización consiguió obtener suficiente dinero para cubrir las necesidades mínimas; para ello fue preciso también que Derry economizara hasta el máximo y facilitara el dinero con cuentagotas, a pesar de las patéticas súplicas de sus ayudantes para que se ablandara su corazón en «casos desesperados». Al principio, los gastos diarios de cada evadido se evaluaron en 120 liras, lo cual era poquísimo. Por eso, si a alguno de los padrone se les asignaba una cantidad mayor, por alguna causa justificada, los demás protestaban enseguida.

No sólo el dinero escaseaba, sino también muchos productos, sobre todo el calzado. En el tórrido verano de 1944, pudieron verse por las calles de Roma jóvenes ataviadas con vaporosas blusas y calzadas… con botas de esquiar.

La mayor parte de los evadidos habían recorrido cientos de kilómetros, por lo que sus botas estaban destrozadas. Todos necesitaban, pues, algo con qué calzarse, pero para quienes tenían posibilidad de alcanzar sus unidades, un par de botas resultaba imprescindible. May solía conseguir algunas de los guardias suizos, pero eran muy pocas. ¿Cómo resolver el problema?… La solución vino del mismo May y de las damas, madre e hija, de la no tan neutral Legación irlandesa…

* * *

—Monseñor —dijo May un día en que acompañaba a O’Flaherty en las gradas de San Pedro, en espera de algún evadido—, acabo de hacer un interesante descubrimiento… Debía haberme dado cuenta antes, pero más vale tarde que nunca. ¿Sabía usted que en el edificio que limita con el jardín de la Legación irlandesa, por la parte de atrás, hay un taller de reparación de botas de la Wehrmacht?…

O’Flaherty lanzó una inquisitiva mirada al mayordomo.

—Eso es interesante —dijo—. Pensaré en ello. Tal vez se pueda hacer algo…

Cómo se llevó a cabo la operación es algo que jamás se ha sabido, pero el hecho es que, con sorprendente regularidad, noche tras noche, alguien, en la Legación irlandesa, iba sacando varios pares de botas del edificio —no muchas, para que no se advirtiera la sisa— y arrojándolas a los jardines del Vaticano por encima de un muro, donde alguien, también, las recogía… Y es que a los alemanes, incomprensiblemente, no se les había ocurrido dejar un vigilante nocturno en el almacén, por lo que estaba completamente desguarnecido…

Lo que le hubiese ocurrido a Irlanda —país neutral— si hechos como éste hubiesen llegado a ser conocidos por los alemanes, es algo impredecible. Lo cierto es que, por entonces, el Primer Ministro irlandés, De Valera, estaba llevando a cabo una política de estricta neutralidad, al menos oficialmente. De hecho, sin embargo, mientras los aviadores alemanes que caían en territorio irlandés eran internados, a docenas de aviadores ingleses y norteamericanos, incluido un general, se les ayudó a pasar a Irlanda del Norte o se les facilitaron los medios para que llegaran al país de Gales por mar.

Cuando el gobierno norteamericano, que tenía tropas entrenándose en Irlanda del Norte, presionó a Winston Churchill para que ocupara la totalidad de la isla e infiltró en el sur a una serie de espías —con la repulsa de los servicios de inteligencia ingleses e irlandeses—, el Premier británico, que en otras ocasiones había criticado la postura del gobierno irlandés (con el beneplácito de De Valera, que así veía reforzada su postura oficial), escribió a Roosevelt una memorable nota en la que, entre otras cosas, decía: «Dejemos tranquilos a los irlandeses. Se están portando muy bien…».

Así era, en efecto, tanto en su país como en Roma. De una manera u otra, alrededor de cincuenta sacerdotes y seminaristas irlandeses estaban ayudando a O’Flaherty en su arriesgada y humanitaria tarea.