El Coronel Kappler preparó otra trampa a Monseñor O’Flaherty con objeto de hacerle abandonar las gradas de la escalinata y atravesar la raya blanca.
El jefe de la Gestapo había atrapado a un campesino italiano de esos que diariamente iban a Roma para vender sus productos en los mercados, llevando oculto en el carro a algún evadido de los campos de prisioneros y trayendo, de vuelta, dinero y suministros para los hombres de la «rama rural» del Conde Salazar.
Pocos hombres eran capaces de soportar sin rendirse las torturas que los esbirros de Kappler infligían a sus víctimas en el cuartel general de la Gestapo, sito en Via Tasso; hombres que sabían combinar los métodos de persuasión más primitivos y salvajes con los más «científicos» y refinados, por lo que el campesino en cuestión no tardó en darse por vencido. Kappler le prometió ponerle en libertad si conseguía atraer a O’Flaherty fuera del Estado Vaticano con el pretexto de ayudar a un evadido. El campesino, entonces, envió un mensaje a O’Flaherty, el cual contestó diciendo que acudiera al lugar habitual en las gradas, al día siguiente.
A las ocho de la mañana, cuando un pálido sol de otoño empezaba a bañar la Plaza, O’Flaherty se colocó en lo alto de la escalinata, como siempre. La Plaza se encontraba extrañamente desierta, incluso para aquella hora tan temprana, y O’Flaherty pudo distinguir perfectamente un gran automóvil negro de la Gestapo (que a lo lejos parecía de juguete) aproximándose lentamente a la raya blanca. Bajo el reloj, en el dintel de la fachada principal de la Basílica, estaba May, ojo avizor, junto a tres guardias suizos dispuestos a echar el guante a cualquier alemán que osase traspasar la línea. Los tres hombres de las SS que iban en el coche permanecían dentro, pero May observó que el vehículo seguía con el motor en marcha.
En ese momento, apareció el campesino, procedente del lado derecho de la Columnata. Indeciso, empezó a avanzar por la Plaza, con la cabeza baja y sin mirar a O’Flaherty, pero echando ocasionales miradas de soslayo a los alemanes.
Cuando había recorrido como un tercio del camino, se detuvo, alzó la cabeza y fijó la vista en Monseñor, que seguía erguido en lo alto de las gradas. El sacerdote irlandés dio unos pasos adelante y May y los guardias suizos se inquietaron. Grupos de fieles empezaban a salir de la Basílica, después de haber oído Misa, y otros entraban.
El campesino giró a la izquierda y siguió avanzando, pegado a las columnas, mirando nerviosamente en todas direcciones. Luego, cuando ya estaba cerca de O’Flaherty, volvió a mirarle fijamente; después, bajó otra vez la cabeza y volvió a mirar de soslayo en todas direcciones.
O’Flaherty dio un paso más, sonriéndole benévolamente, pero May se acercó a los guardias suizos, susurrándoles:
—¿Habéis visto? Eso es una trampa, estoy seguro.
El campesino miró una vez más a O’Flaherty, como si quisiera expresarle su arrepentimiento; luego, de repente, se deslizó entre las columnas y enfiló una calle lateral próxima al Santo Oficio. El automóvil de la Gestapo seguía situado al otro lado de la Plaza, pero antes de que pudiese dar media vuelta, el campesino había desaparecido.
O’Flaherty había hecho ademán de seguirle, pero, antes de que descendiese las gradas, May le había cogido por el brazo, gritando exasperado:
—¡No, Monseñor! ¡Es una trampa! Quería que saliera usted fuera. Lo habían utilizado como señuelo.
—Pero si ni lo ha intentado… —protestó O’Flaherty.
—¡Claro, Monseñor! Porque, de pronto, se ha arrepentido. ¿No se ha dado usted cuenta? Vuelva usted al Santo Oficio y quédese allí. Yo trataré de localizarle y de buscarle un refugio, porque si los nazis lo encuentran, lo fusilarán sin remedio.
Cosas como ésta eran las que hacían preguntarse a John May cuánto tiempo tardaría en caer en manos de Kappler el «insensato irlandés». Era preciso, pues, encontrarle un doble, alguien que, en determinadas ocasiones, se hiciese pasar por él. Porque, como le diría a Sir D’Arcy Osborne comentando lo sucedido: «Monseñor es demasiado bueno, demasiado inocente para vivir en un mundo como éste».
Unos días más tarde, ese «alguien» se presentó. Se llamaba Sam Derry, medía un metro ochenta y seis centímetros (dos centímetros y medio más que Monseñor) y había nacido el año 1914 en Newark, Notts. Oficial de la Real Artillería británica, había luchado en Francia, sobrevivido en Dunquerque, combatido en la breve campaña de Siria y, ya como Comandante, en la Campaña de África, hasta su captura en julio de 1942, cuando la retirada de la línea de El Alamein. Enviado al campo de prisioneros de Chieti —el mayor de Italia—, fue elegido miembro del Comité de Evasión, pero unos meses más tarde los italianos trasladaron a otro campo a la mayor parte de los miembros del Comité y a muchos oficiales de alta graduación, por lo que Derry quedó al frente de dicho Comité. Inmediatamente, trató de averiguar quién había dado el soplo, pues estaba convencido de que los italianos no habían averiguado los nombres de los principales miembros del Comité sin ayuda. (Las sospechas recayeron en Joe Pollack, un chipriota de origen checo que apenas se mezclaba con los guardianes del campo, pero no se encontraron pruebas).
Cuando los alemanes ocuparon Roma, se hicieron cargo también del campo de prisioneros de Chieti y lo redujeron. Enviaron unos ochocientos hombres a Alemania y otros tantos a Sulmona, con intención de deportarlos también a Alemania más adelante. Derry fue conducido a Sulmona, pero enseguida supo que iban a trasladarle a Alemania junto con otros prisioneros. Así, pues, cuando llegó el momento, saltó del tren en que era conducido hacia el norte, con riesgo de su vida y se refugió en una alquería; a la mañana siguiente, al despertarse, pudo ver, con gran alegría, que en lontananza, a veintitantos kilómetros, se divisaba la cúpula de la Basílica de San Pedro.
Se disponía ya a dirigirse a Roma, cuando el matrimonio campesino que le había acogido en su casa le dijo —por señas, pues ni la mujer ni el marido sabían una palabra de inglés— que cerca de allí, a unos tres kilómetros, había más evadidos ingleses escondidos, a quienes tal vez podría unirse, pues tratar de alcanzar Roma sin ayuda era una temeridad. Así es que, acompañado por dos hijos del matrimonio, de once y trece años de edad, marchó a su encuentro.
Los evadidos en cuestión habían abandonado tranquilamente el campo de prisioneros en que estaban tras la rendición de Italia, pues sus guardianes habían desertado. Vivían escondidos en cuevas y los campesinos de los alrededores les llevaban víveres de vez en cuando. Su plan consistía en esperar que los aliados conquistaran la zona, para unirse a ellos y reincorporarse a sus unidades.
A Derry aquel plan no le gustó nada. Aquellos hombres estaban harapientos y depauperados, y si el avance de los aliados se retrasaba —como era de prever— y se echaba el invierno encima, no podrían sobrevivir. Así pues, comprendió que no podía dejarles abandonados a su suerte, por lo que volvió a la alquería para pasar la noche; a la mañana siguiente regresó y les expuso su plan, que consistía en establecer contacto en Roma con alguien que pudiera ayudarles. Y así fue cómo se encontró de pronto al mando de cerca de cincuenta soldados ingleses que había que conducir a Roma o procurar que alcanzaran la línea del frente, a más de doscientos kilómetros de distancia.
Derry sabía que algunos diplomáticos ingleses seguían en el Vaticano y pensaba que eran los únicos que podían ayudarle. Se puso en contacto con el párroco del pueblo más próximo y le pidió, por favor, que hiciese llegar un mensaje suyo «a quien corresponda en el Vaticano». El párroco aceptó y Derry redactó un mensaje en el que decía que el grupo de prisioneros aliados evadidos necesitaban ropa y dinero. Lo firmaba «S. I. Derry. Comandante».
El mensaje, como muchos otros, fue a parar derecho a manos de O’Flaherty, que se alegró al ver que estaba firmado por un Comandante. Lo primero que hizo fue enviarle 3000 liras; luego, fue a ver a Sir D’Arcy Osborne, para enseñarle el mensaje. El Ministro plenipotenciario inglés comprendió que había llegado el momento de contar con un oficial británico, no sólo para que ayudase a O’Flaherty, sino también para organizar e imponer disciplina al creciente número de evadidos que llegaban a Roma; pero, más cauto que Monseñor, le sugirió que esperase a ver lo que sucedía con aquel dinero que le había enviado.
—Si responde —añadió—, hágale llegar a Roma y hablaremos con él.
El cura que había hecho llegar el mensaje de Derry a O’Flaherty y que a Derry le llegaran las 3000 liras, pidió acuse de recibo al Comandante, quien escribió una carta dando las gracias al sacerdote irlandés y rogándole que le enviase más dinero, si podía. Esta vez, el cura se la entregó en propia mano a O’Flaherty, quien, al ver que pedía más, se volvió hacia John May, que estaba presente, y le dijo:
—Éste es nuestro hombre, John. Quiere ir deprisa. Envíale 4000 liras y hazle venir.
En la fría madrugada del 25 de octubre, un simpático y modesto campesino llamado Pietro Fabri recogió a Derry y lo introdujo en Roma escondido en su carrito, lleno a rebosar de hortalizas. Al comenzar el viaje, Derry se mantuvo sentado junto a Pietro y una de sus numerosas hijas, que iba cantando, pero cerca ya de la ciudad, aumentó su nerviosismo y se ocultó bajo un montón de verduras. Pasaron sin problemas un control de tropas alemanas y, cuando llegaron al mercado, Pietro dejó a su hija al cuidado del carro y condujo al Comandante a un modesto piso en un bloque de viviendas para obreros, donde le recibió un individuo menudo, de mediana edad, vestido con sotana, que dijo llamarse Pasqualino Perfetti. Derry desconfió desde el principio de él.
Pietro se despidió y Perfetti presentó a Derry a otro individuo, éste vestido de paisano. Se llamaba Aldo Zambardi y hablaba bien inglés.
—Ahora —le dijo—, le voy a llevar al Vaticano. Iremos en tranvía.
—¿Así? —preguntó Derry, señalando su desgarrada camisa, sucios pantalones de campaña y destrozadas botas.
Zambardi trajo unos pantalones de franela, una gorra y su propio gabán; le dijo que no abriese la boca en todo el camino y que fingiese dormitar.
Bajaron en el puente Vittorio Emmanuele y siguieron a pie por la Via della Conciliazione hasta la Plaza de San Pedro. Allí, en lo alto de las gradas, vieron a O’Flaherty con las manos cruzadas y la cabeza inclinada, en actitud de rezar. Sin decir una palabra, Zambardi dejó a Derry junto a Monseñor, quien le dirigió una sonriente mirada con sus ojos azules, antes de susurrar:
—Sígame, pero unos cuantos pasos detrás.
Derry se inquietó mucho cuando comprobó que O’Flaherty no le introducía en el recinto de la Ciudad del Vaticano, sino que, atravesando la Columnata de Bernini, lo conducía a una calle estrecha, luego a una plaza y finalmente a un edificio sobre cuya puerta había una inscripción que hizo aumentar su desasosiego: Collegium Teutonicum. No sabía quién era aquel corpulento sacerdote y empezó a sospechar que había caído en una trampa. Pero ya no tenía alternativa, por lo que decidió aguardar a ver qué pasaba.
O’Flaherty introdujo a Derry en una pequeña sala de espera, mantuvo una breve conversación con Zambardi y, luego, volviéndose a Derry, dijo:
—Bien, ya estamos a salvo. Ahora venga a mi habitación. Pero, antes, devuelva a Zambardi su gabán.
Lo hizo, siguió a O’Flaherty hasta el segundo piso y entró en el mismo despacho-dormitorio en que Colin Lesslie había estado unos días antes.
El sacerdote irlandés hizo todo lo que pudo para tranquilizar al oficial inglés, que seguía receloso, a pesar de que O’Flaherty, con aire distendido, le dijo que se bañara y que se cambiara de ropa, al tiempo que señalaba la que había sobre la cama.
Al salir del baño, se encontró con que no había nadie en la habitación. Volvió a vestirse con la ropa interior de Monseñor, se puso los pantalones de Zambardi y una chaqueta de smoking —única prenda que allí había— y, tras registrar la habitación, por si acaso, se acercó a la ventana.
Estaba contemplando el panorama que se divisaba desde allí —el Cementerio Alemán, en primer término, y los edificios, plazas y jardines del Vaticano, más lejos— cuando la puerta se abrió suavemente. Girando en redondo, temeroso de enfrentarse con las SS, Derry quedó asombrado al encontrarse cara a cara con la imagen perfecta de un mayordomo inglés, que sonreía complaciente. Ni qué decir tiene que se trataba de May, aunque no se dio a conocer. Tendió la mano a Derry y, sacando de una cartera de mano una botella de whisky y un paquete de cigarrillos, dijo:
—Espero que esto le ayude a celebrar su llegada, Comandante.
May, que estaba dispuesto a mostrarse tan cauto como el mismo Derry, le hizo infinidad de preguntas, pero sólo dio respuestas evasivas a las que el oficial inglés le hizo a él.
De pronto, entró en la habitación O’Flaherty, que al ver al mayordomo exclamó, a modo de presentación:
—¡Ah! Éste es John May.
Y volvió a salir.
Entonces, May explicó a Derry que el Reverendo Monseñor Hugh O’Flaherty trabajaba en el Santo Oficio y que tenía un trabajo abrumador.
Derry le preguntó a May si el Embajador inglés estaba en el Vaticano y May le contesto que el Ministro Plenipotenciario ante la Santa Sede sí estaba allí y que, «casualmente», él era su mayordomo.
—Por cierto —añadió—, me tengo que ir, porque entro de servicio.
Al filo del mediodía, regresó O’Flaherty. Dos monjas alemanas les sirvieron allí mismo la comida —sopa de legumbres y spaghetti— y Monseñor O’Flaherty explicó al oficial inglés que el Colegio gozaba del derecho de extraterritorialidad y que allí estaba a salvo, aunque la mayoría de los residentes y del personal de servicio eran alemanes.
—Lo cual no quiere decir —añadió sonriendo— que vaya a revelarles que es usted un oficial inglés.
Nada más terminar de comer, O’Flaherty se fue; era lunes, día en que los funcionarios de la Santa Sede tenían que entregar sus «dossiers» a los Cardenales.
A la caída de la tarde regresó. Derry estaba ensimismado junto a la ventana, mirando cómo el crepúsculo se cernía sobre la ciudad, y no le oyó llegar, por lo que dio un respingo cuando le escuchó decir, con su marcado acento irlandés:
—Espero que te caiga bien este oficial inglés, Blon.
«Blon» resultó ser una muchachita rubia de 19 años, muy guapa; era hija del Ministro irlandés ante la Santa Sede, el Dr. Thomas Kierman, que pretendía ser más neutral que nadie, pero era constantemente «traicionado» por su hija y su esposa, Delia Murphy, la cual había sido una famosa soprano conocida sobre todo como intérprete de la balada irlandesa titulada «The Spinning Wheel» (La Rueca).
Tras una charla convencional que dejó a Derry todavía más desconcertado respecto del carácter de la trama en que había caído, O’Flaherty y la joven se fueron, pero enseguida volvió May, esta vez para invitar a Derry y a Monseñor a cenar con Sir D’Arcy aquella misma noche.
—¿Es que no piensa conducirme al Vaticano? —preguntó Derry a Monseñor, en cuanto regresó.
—No sería difícil introducirle allí, Comandante —repuso O’Flaherty impertérrito—, pero no podría usted salir.
Y con aire reflexivo, añadió:
—Tendremos que forjar un plan.
John May miró a los dos hombres, tan corpulento el uno como el otro e, ingenuamente, exclamó:
—Es sorprendente lo mucho que se parecen ustedes.
Lo que Derry describiría más tarde como «sonrisa angelical» de May, marcaría su destino.
—Sí, John —ratificó O’Flaherty—. Ya me había dado cuenta…