Capítulo V. El carbonero y la gestapo

Cuando O’Flaherty había dicho a Lesslie que «las cosas se están poniendo feas», no mencionó que él personalmente había experimentado ya lo mal que iban.

La primera entrega de dinero del Príncipe Filippo Doria Panphili, aunque había sido importante, no había durado mucho. El Conde Salazar tenía que mantener no sólo a los evadidos que llegaban a Roma, sino también a los cientos —y después miles— que permanecían escondidos en el campo, con familias de labradores, los cuales constituían la «rama rural» de la organización. Así pues, hizo otra visita al Palazzo Doria, en la Via del Corso.

Por aquellas fechas, el Coronel Kappler, Jefe de las SS en Roma, ya estaba al tanto de la magnitud de las actividades de Monseñor O’Flaherty, y dispuesto a echarle el guante cuanto antes. Sabía que el Príncipe Filippo era amigo suyo y que haría cualquier cosa con tal de quebrantar las fuerzas de ocupación nazis, por lo que tenía estrechamente vigilado el Palacio Doria. Había ordenado a sus hombres que identificaran a todos los visitantes y le informaran en cuanto apareciera O’Flaherty.

Como no lo sabía, una radiante mañana enfiló el Corso Vittorio Emmanuele, torció a la izquierda para tomar la Via del Corso, y, una vez en el Palacio, subió de dos en dos los peldaños de mármol blanco de la escalera hasta llegar al tercer piso, donde el Príncipe, su secretario y un acaudalado romano amigo del Príncipe le estaban esperando. Durante unos minutos hablaron de dinero y de dónde podrían obtenerlo.

—Aquí tiene 300 000 liras —dijo el Príncipe Filippo—. Espero que podrá apañarse con eso hasta que terminemos de recaudar una colecta que estamos haciendo entre nuestros amigos… y suyos. No se preocupe, Monseñor, no le abandonaremos.

—De algo sí que hay que preocuparse —intervino abruptamente el secretario, que vigilaba disimuladamente por el balcón de la sala—. Vengan y vean…

Los tres hombres se acercaron al balcón y, entre las cortinas, miraron a la calle: a uno y otro lado del Palacio, la Via del Corso estaba acordonada por hombres de las SS, y de un automóvil negro acababa de salir el odiado Coronel Kappler en persona.

En ese mismo momento, un criado irrumpió en la sala para informar de que los nazis tenían rodeado el Palacio y empezaban a invadir el patio lateral.

—Creo que no hay nada que hacer, Monseñor —dijo el Príncipe, resignado—. Sería inútil intentar resistir… o escaparse.

—No lo crea —aseguró O’Flaherty—. Déme ese dinero. Ya nos encontraremos en otro sitio la próxima vez. No quiero comprometerle. Si los alemanes no me encuentran aquí, no podrían probar que he estado. Buena suerte y que Dios les bendiga.

Sin perder un instante, abandonó la sala, corrió escaleras abajo y llegó al vestíbulo, donde media docena de criados permanecían inmóviles, como petrificados, mientras los alemanes aporreaban la puerta.

—Aguantad unos minutos sin abrir —ordenó mientras se dirigía al fondo del zaguán, de donde partía una estrecha escalera de bajada a las bodegas.

Allí abajo, O’Flaherty tomó aliento y procuró reflexionar aprisa. Sabía que los alemanes eran capaces de registrar el Palacio metro a metro hasta dar con él. ¿Dónde esconderse? No conocía ningún pasadizo secreto, así que la única solución consistía en tratar de atravesar el cordón formado por los miembros de las SS. Pero ¿cómo?

Siguió avanzando por un pasadizo hacia un sector de las bodegas situado justamente debajo del patio lateral, y de pronto se detuvo; podía oír perfectamente los gritos de los alemanes, encima, pero mezclados con otro ruido extraño, algo así como una avalancha de piedras.

Dio unos pasos más y vio que un rayo de luz se proyectaba en el suelo. Corrió hacia él y quedó boquiabierto: por una trampilla abierta en el muro caían intermitentemente riadas de carbón que alguien estaba volcando desde el patio. ¡El Príncipe Filippo se estaba aprovisionando para el invierno!

O’Flaherty empezó a trepar por la colina de carbón, temiendo que en cualquier momento el contenido de un nuevo saco cayera sobre él. Sin embargo, consiguió llegar a lo alto y asomarse por la trampilla, viendo que dos carboneros se mantenían inmóviles junto a un camión aparcado en la calle, frente a la puerta que daba al patio, contemplando cómo un grupo de miembros de las SS tomaba posiciones en el interior del mismo.

Alzó la cabeza un poco más y, tras comprobar que los alemanes no miraban en dirección a la trampilla, giró la vista alrededor y vio un saco vacío pegado a la pared, casi al alcance de su mano. Así pues, sacó medio cuerpo fuera, extendió uno de sus largos brazos, agarró el saco y lo introdujo en la bodega.

Deslizándose por el montón de carbón, llegó abajo, se quitó rápidamente la sotana y la metió en el saco, lo mismo que la teja y el alzacuellos; luego rellenó el resto del saco con carbón; con las manos ennegrecidas se embadurnó la cara y el pelo, se quitó la camisa, se la enrolló a la cintura y manchó la camiseta, el pecho y los brazos con polvo de carbón. Finalmente, volvió a trepar, con el saco en las manos, por la colina de carbón.

Nada más llegar arriba, oyó una voz que, con profundo acento alemán, decía: «¡Eh, vosotros! ¡Terminad de una vez y largaos de aquí!».

Como movido por un resorte, uno de los carboneros se echó un saco a la espalda y avanzó hacia la trampilla, mientras el otro, subido en el camión, acercaba otros sacos al borde de la caja.

O’Flaherty se encogió y esperó hasta que vio la boca del saco sobre su cabeza. Entonces lanzó un penetrante susurro:

—¡Espera! Mantente quieto y escucha. Soy un sacerdote al que busca la Gestapo. Pon el saco a un lado y métete por la trampilla.

O’Flaherty ignoraba qué iría a hacer el carbonero, aunque sabía que pocos italianos entregarían a alguien a la Gestapo si podían evitarlo. Así pues, tras unos instantes de vacilación, dejó el saco junto a la trampilla y metió por ella la cabeza, aterrizando sobre el montón de carbón, junto al sacerdote. Luego, en cuanto recobró el aliento, miró a O’Flaherty y, haciendo una mueca, murmuró:

—Bueno, ahora somos tres.

El sacerdote irlandés sonrió, pero enseguida recobró la seriedad.

—No hay tiempo que perder —dijo con energía—. Sólo quiero que permanezca aquí dos o tres minutos, no más. En cuanto yo haya traspasado esa puerta, podrá usted salir y continuar su tarea.

—De acuerdo, Padre —repuso el carbonero—. Pero procure que Marco no le vea la cara. Es tan «pasmao» que igual mete la pata.

Con su saco al hombro, Monseñor O’Flaherty se introdujo por la trampilla y empezó a caminar por el patio. Los hombres de las SS se mantenían alineados alrededor del mismo, dejando un pequeño hueco en la puerta para que los carboneros pudieran pasar. O’Flaherty se aproximó y los dos guardias que estaban junto a la puerta se apartaron un poco, con gesto desdeñoso, para no mancharse. ¡A ninguno se le ocurrió pensar por qué el «carbonero» sacaba un saco lleno!

O’Flaherty rebasó el portal, rodeó el camión por la parte de fuera y se detuvo un momento junto a la cabina del conductor, donde Marco (subido en la caja) no podía verle. Desde allí observó cómo éste descendía, se echaba un saco a la espalda y entraba en el patio, dirigiéndose hacia la trampilla. Todos los de las SS estaban ahora mirando al tejado del Palacio, donde otros de ellos registraban las buhardillas, por lo que no vieron cómo el primer carbonero se deslizaba fuera de la trampilla y se dirigía hacia el camión con un saco vacío. O’Flaherty, entonces, a paso ligero, se introdujo por un callejón lateral que estaba desierto, pues ningún italiano se atrevía a circular por las calles en presencia de las SS. A toda prisa, vació el saco, recogió sus ropas sacerdotales y, con ellas bajo el brazo, logró alcanzar la iglesia más próxima. Una vez dentro, se acercó al sacristán, que estaba adornando con flores el altar mayor y, sorprendido, le había visto avanzar, sucio y anhelante, por una nave lateral. O’Flaherty hizo una genuflexión ante el Sagrario y murmuró:

—Por favor, hermano, ¿dónde me puedo lavar?

El sacristán le condujo a la sacristía y, minutos más tarde, Monseñor O’Flaherty abandonaba la iglesia limpio y repeinado, con su sotana impecable y la teja puesta. De nuevo en el Santo Oficio, esperó unas horas antes de telefonear al Príncipe Filippo, quien descolgó personalmente el auricular.

—Le llamo desde mi despacho —explicó Monseñor— ¿cómo van las cosas por ahí?

—Marchan —respondió el Príncipe—. Pero espero que algún día me explique lo que usted sabe… El Coronel Kappler vino a visitarme y permaneció aquí unas dos horas. Me dijo que, si por casualidad le veía, le dijera que le gustaría tener una entrevista con usted en Via Tasso.

* * *

Durante algún tiempo, O’Flaherty estuvo un tanto deprimido. Los nazis controlaban férreamente la ciudad, y él no se atrevía a moverse. Además, Joh May le había echado en cara su temeridad, haciéndole ver que se estaba exponiendo a riesgos innecesarios.

—Su vida es preciosa —le había dicho—. ¡Un poco más de disciplina, por favor! Permanezca en San Pedro, que yo me ocuparé de lo demás.

Como súbdito inglés, May corría mayor peligro todavía que Monseñor, pero eso no parecía importarle en absoluto.

Noche tras noche, O’Flaherty siguió situándose en lo alto de las veintidós gradas de la escalinata de la Basílica, oteando la oscura y vasta Plaza abrazada por la Columnata de Bernini, con sus 284 columnas, y coronada por 140 estatuas de santos fundadores de Ordenes religiosas. A la luz de la luna, los surtidores de las dos fuentes de la Plaza espejeaban y titilaban con la brisa y, si el silencio de la noche no era roto bruscamente por las sirenas de las patrullas nazis, el murmullo del agua «semejaba una llamada misteriosa», como el mismo O’Flaherty había escrito en su «Guía de Roma».

Erguido, inmóvil durante horas, rezando y haciendo planes simultáneamente, O’Flaherty aguardaba pacientemente que alguien se acercase. Desde su puesto de vigilancia en el Arco delle Camparte, muy cerca, los guardias suizos sonreían y hacían la vista gorda. Porque estaban dispuestos a ayudar… hasta cierto punto. May estaba muy relacionado con ellos —probablemente les suministraba aquellas cosas que escaseaban en el Vaticano— y no solían negarse a hacerle un favor, siempre que no fuese «excesivo».

Pero la Guardia Suiza procuraba mantenerse cerca de O’Flaherty por otra razón. Todo el mundo sabía que si los alemanes le echaban el guante, nadie volvería a verle. Y los paracaidistas y los miembros de las SS que montaban guardia al otro lado de la raya blanca no le quitaban la vista de encima. Sólo esperaban que osara cruzar la raya para detenerle, porque ellos no podían traspasarla. ¡Cómo se habrían asombrado si hubiesen sabido que O’Flaherty deseaba que lo hicieran para mostrar con ellos la fuerza de sus puños!

Una noche, Molly Stanley, desafiando el toque de queda, apareció en la Plaza. Subió por la escalinata y se acercó a Monseñor, cuya silueta negra se destacaba en las sombras. O’Flaherty la recibió con una sonrisa de oreja a oreja, y la inglesa le comunicó que uno de los primeros y más fieles colaboradores suyos, el Príncipe Carracula, había sido denunciado a Kappler, quien planeaba registrar su casa aquella misma noche.

—Gracias, Molly —repuso Monseñor—. Vuelve a casa y descansa. No te preocupes por el Príncipe. Lo traeré aquí como sea.

Molly penetró en la Basílica, para rogar a Dios que todo saliera bien, y O’Flaherty desapareció por el Arco delle Camparte —saludado por los guardias suizos— en dirección al Hospicio de Santa Marta.

—John —le dijo a May una vez en el piso del Ministro plenipotenciario inglés, quien presenció la conversación fingiendo no oír nada—, ¿podrías conseguirme un uniforme de la Guardia Suiza?

—Creo que sí —repuso el mayordomo—. ¿Dónde quiere que se lo entregue?

^Espérame en la puerta de Santa Mónica. Gracias.

Y salió precipitadamente.

Atravesó la Plaza del Circo de Nerón y por una puerta lateral entró en el Santo Oficio y volvió a salir por una de las tres puertas de la fachada principal. Luego, se dirigió velozmente al Monasterio de Santa Mónica, donde buscó a un sacerdote irlandés amigo suyo y le envió a casa del Príncipe Carracula.

—Dile que venga contigo sin la menor dilación. Tienes una hora, si mis informes son correctos.

Antes de que hubiese transcurrido ese tiempo, el Príncipe se estaba quitando su traje en una habitación de Santa Mónica, mientras May, que además de mayordomo era ayuda de cámara, le ayudaba a ponerse un uniforme de la Guardia Suiza.

Terminada la operación, O’Flaherty y el Príncipe fueron a colocarse en la parte más oscura de la Columnata de Bernini y May regresó a la Legación británica a esperar que el uniforme le fuera devuelto.

Al sonar las doce campanadas de la medianoche, cinco guardias suizos, precedidos por un oficial, atravesaron el Arco delle Camparte para relevar a sus colegas en la Plaza de San Pedro. Pasaron muy cerca de donde estaban ellos y ocuparon los puestos de los que eran relevados, los cuales iniciaron, en fila, el camino de vuelta.

—¡Ahora! —susurró O’Flaherty con tono imperioso en el momento en que la fila pasaba junto a ellos.

Y el Príncipe se unió a los guardias, que ahora eran seis en vez de cinco.

El oficial se dio cuenta, pero siguió mirando al frente como si nada hubiera ocurrido hasta que, rebasado el Arco, dio el alto a sus hombres frente al Cementerio Alemán, momento que aprovechó el Príncipe para deslizarse silenciosamente hasta el Colegio Teutónico, donde un sonriente Monseñor O’Flaherty le esperaba en la puerta con sus ropas en la mano.

* * *

Ni que decir tiene, que Monseñor O’Flaherty seguía desarrollando su jornada normal de trabajo en el Santo Oficio, a la cual había que añadir el tiempo dedicado a celebrar la Santa Misa y unas dos horas diarias de devociones. May, por su parte, cubría las ausencias de Monseñor durante el día en la Plaza de San Pedro.

Uno de los evadidos de un campo de prisioneros, que había permanecido escondido en el campo, era el cabo Geoffrey Power, del Servicio de Intendencia del Ejército británico. Un día oyó hablar de O’Flaherty y decidió ir a Roma. Consiguió esconderse en un carro de campesinos que, de madrugada, llevaban frutas y verduras a los mercados de la ciudad; llegó a la Plaza de San Pedro y, tras contemplar admirado la colosal Basílica, se acercó a los suizos que montaban guardia en el Arco delle Camparte. En cuanto abrió la boca, los guardias le dijeron, correcta pero firmemente, que se largara, y uno de ellos miró significativamente a la patrulla de vigilancia alemana, al otro lado de la Plaza, que precisamente en ese momento estaba efectuando el relevo. Power, desorientado y sin saber qué hacer, empezó a retirarse hacia el centro de la Plaza, prácticamente vacía a aquellas horas, cuando, de repente, oyó una voz que, con marcado acento londinense, decía:

—¡Eh, usted! Venga hacia acá. ¡Despacio!

Dio media vuelta y pudo ver, hacia la mitad de la escalinata, la delgada y atildada figura de un hombre de mediana edad con pantalones grises, chaqueta negra, cuello duro y corbata también negra. Era May.

—Un cordero extraviado, me imagino —dijo sonriendo…—. Los reconocemos enseguida. No se preocupe. Quédese aquí y no se mueva. Esos de ahí abajo —hizo un significativo gesto en dirección a los alemanes— no pueden hacerle nada. Estaré de vuelta en un periquete.

A los cinco minutos regresaba acompañado de O’Flaherty, que condujo a Power a su habitación en el Colegio Teutónico; hizo que le trajeran algo de comer y se fue, no sin disculparse antes por no poder regresar hasta la tarde.

—Me ocuparé de usted esta noche —dijo.

Durante algún tiempo lo tuvo escondido en el apartamento de Via Domenico Cellini, donde coincidió con el ardiente Bruno Buchner, pero luego —antes de que se produjera el fatal registro de que hablaremos luego— lo trasladó a otro sitio.

* * *

Un cambio considerable en los puntos de vista de Monseñor O’Flaherty se estaba produciendo. Al principio de la guerra solía mostrarse marcadamente antibritánico. «Leo la propaganda de ambos bandos —solía decir— y no me creo nada. Ingleses y alemanes son iguales». Sin embargo, cuando los nazis ocuparon Roma, cambió por completo de opinión, entre otras cosas, a causa de su despiadada persecución a los judíos que vivían en la ciudad. Muchos de ellos habían huido de Alemania cuando Hitler se hizo con el poder; bastantes eran personas mayores, retiradas ya; otros, humildes comerciantes; y algunos amigos personales de O’Flaherty.

Cientos de judíos hallaron refugio en el Vaticano (el Colegio de Cardenales rebosaba de ellos) y O’Flaherty escondió a algunos otros en su creciente red de apartamentos y en otros lugares, como su propio Colegio y el de Propaganda Pide; a unos cuantos, finalmente, les ayudó a salir del país.

Una noche en que se encontraba, como de costumbre, en su puesto de vigilancia, un judío se acercó a él y, llevándole a un rincón oscuro de la columnata, le enseñó una gruesa cadena de oro que daba dos vueltas a su muñeca.

—Mi mujer y yo tememos que los nazis nos detengan de un momento a otro —dijo el judío—. No hay escapatoria. Los nazis nos matarán. Pero tenemos un hijo de siete años que no queremos que muera en las cámaras de gas. Le ruego, pues, que acepte esta cadena. Un solo eslabón de ella es suficiente para alimentarle durante un mes. ¿Quiere usted quedársela y dar de comer a nuestro hijo?

O’Flaherty reflexionó unos instantes y luego respondió:

—Tengo un plan mejor. Esconderé a su hijo y me quedaré también con la cadena, pero en depósito. No haré uso de ella a menos que sea indispensable. En cuanto a usted y a su mujer, les daré una documentación falsa, italiana, y podrán seguir viviendo en Roma.

O’Flaherty cumplió su palabra. La Princesa Pallavicini poseía un amplio stock de documentos de identidad, unos robados, otros falsificados (muchos de ellos por May, que era un consumado dibujante y fotógrafo) y otros posiblemente procedentes de una misteriosa fuente en el interior del Vaticano (a la cual Ristic había aludido cuando habló con Lesslie). O’Flaherty entregó dos de ellos al matrimonio judío, que sobrevivió a la ocupación, y al terminar la guerra pudo reunirse con su hijo. En cuanto a la cadena, se la devolvió intacta. «No tuve que hacer uso de ella», dijo simplemente. De hecho la había guardado en un cajón de la mesa de su cuarto, en el Colegio Teutónico, y allí había permanecido durante toda la guerra, no sin que sus amigos, cuando la veían, le instaran a colocarla en lugar más seguro, a lo cual invariablemente respondía: «¿Para qué? Nadie osará robarla aquí».

El 28 de septiembre, dos semanas después de que ocuparan Roma, los nazis exigieron a los judíos ¡dos millones de libras esterlinas!, en oro, a cambio de respetar sus vidas. En caso contrario, detendrían a todos y los deportarían a Alemania. El Gran Rabino de Roma, Dr. Zolli, no dudó en pedir audiencia a Pío XII y, en poco más de veinticuatro horas, la nobleza romana, a instancias del Papa, que contribuyó con cien libras de oro obtenidas de la fundición de varios vasos sagrados, había logrado reunir dicha suma. Al terminar la guerra, el Gran Rabino, que había permanecido oculto en el Vaticano, se convirtió al Catolicismo.

Aquello, sin embargo, no satisfizo a los alemanes, que siguieron persiguiendo a los judíos, por lo que, cuando O’Flaherty vio a «aquellas pobres gentes tratadas como animales», trasladados en carretas y vagones par el ganado, comprendió que los alemanes no eran igual que los ingleses.

«Ahora veo —comentó amargamente— que esos nazis son inhumanos. Cuanto antes pierdan la guerra, mejor».

Lo peor que podían haber hecho los alemanes, en lo que a Italia respecta, era ensañarse con los judíos. La mayoría de los italianos, procedentes de muy diversos pueblos, abiertos y nada racistas, veían con muy malos ojos la persecución de los judíos, y O’Flaherty pronto se dio cuenta de que empezaban a ayudarle gentes que hasta entonces se habían mantenido al margen. El mismo, con toda la entrega y dedicación a su tarea de que había hecho gala, la había concebido como una labor de caridad cristiana, pero ahora se daba cuenta de que, como otras muchas personas, había empezado a detestar la conducta de los alemanes. Incluso los clérigos más germanófilos del Vaticano estaban ahora dispuestos a prestar ayuda —dentro de ciertos límites— al preocupado e inquieto Monseñor. Pío XII, por su parte, que hacía tiempo que estaba al tanto —en líneas generales— de sus actividades, continuó haciendo la vista gorda ante la comprometedora actitud del sacerdote irlandés, cuya figura, por cierto, podía distinguir desde la ventana de su estudio en cuanto hacía su aparición en lo alto de las gradas.

Los mismos alemanes cooperaron a endurecer la postura de O’Flaherty con sus desesperados intentos de captura. Desde el mismo día en que se hizo cargo de la Gestapo en Roma, el Coronel Kappler trató de introducir soplones en su red de evasión. Donde nunca lograron tener informadores fue en el Colegio Teutónico, aunque sabían que O’Flaherty vivía allí. Sí logró, sin embargo, que algunos italianos que trabajaban en el Vaticano le informaran de sus movimientos y también trató de infiltrar algunos de sus hombres entre los militares evadidos.

Hasta el final, O’Flaherty asombró a sus asociados por su increíble y temeraria confianza. No es que fuese ingenuo; descubría enseguida la simulación y no podía soportar a los hipócritas, pero cuando se trataba de sospechas de espionaje prefería descartarlas si no había pruebas, y, si llegaba a haberlas, prefería perdonar a vengarse.

Hasta que la red de protección a los evadidos no tomó forma definitiva y estuvo controlada en gran parte por militares ingleses, no tuvo garantías de seguridad, excepto las que John May, con su cinismo y sangre fría, lograba obtener.

Una tarde, el mayordomo inglés se presentó en la habitación de O’Flaherty para decirle que tenía pruebas irrefutables de que cierto «evadido» era un agente nazi. O’Flaherty no hizo ningún comentario y el mayordomo prosiguió:

—Si le echo la vista encima, me lo cargo. Lo siento, Monseñor.

O’Flaherty, entonces, se puso en pie, descorrió la cortina que ocultaba su cama y sacó de debajo una maleta. La abrió y mostró al asombrado May una pistola y una cajita de municiones. Enrollada junto a la pistola se veía una cuerda.

—Si matas a ese hombre, John —dijo con firme resolución—, yo te mato a ti.

Y luego, cambiando de tono, añadió:

—No te preocupes por mí, John. Sabes que sé cómo escapar, incluso si vienen a buscarme aquí.

Como May diría más tarde, era improbable que O’Flaherty hubiese sido capaz de cargar la pistola, y mucho menos de apuntar y apretar el gatillo…